Hablar con autoridad

 

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Colección Abbá

Fernando Torre Medina Mora, MSpS.

 

Hablar con autoridad

(Logo de la Editorial La Cruz)

Nada obsta
Carlos Castro Tello, MSpS.
México, D.F., 15 de abril de 2001

Imprímase
Jorge Ortiz González, MSpS.
Superior General
México, D.F., 25 de abril de 2001

Diseño de portada: All Design

Formato: María de Lourdes Gómez

© 2001 Fernando Torre Medina Mora
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ISBN: 970-92563-2-7
Impreso y hecho en México
Primera edición: Junio de 2001

NUESTRAS HOMILÍAS

Los contemporáneos de Jesús, asombrados por sus palabras y su manera de expresarse, decían: "Habla con autoridad" (cf Lc 4,32).

¿Se podría decir esto de nosotros, sacerdotes? En general, creo que no.

Sería bueno que entre los fieles se hiciera una encuesta sobre las homilías. Obviamente la homilía no es el único momento de nuestra predicación, pero sí el más importante y el que más influye en los fieles. Imaginemos que un domingo, a la salida de Misa, se pregunta a los que acaban de participar en la celebración: "¿Qué le pareció la homilía?" Tal vez más de uno respondería así:

Me gustaría imaginar que las respuestas de los fieles estuvieran muy alejadas de los comentarios anteriores. Pero creo que, por lo general, no sería así.

 

AUTORIDAD DE JESUCRISTO Y DEL PREDICADOR

Un sábado, Jesús enseñaba en la sinagoga de Cafarnaúm; sus oyentes "quedaron asombrados de su doctrina porque hablaba como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Mc 1,22). Jesús habla como lo hace un director en su empresa, un maestro en el salón de clase, un padre de familia en su casa, un general en su cuartel, un presidente en su país. Jesús tiene autoridad, por eso habla así.

Su autoridad queda confirmada porque sus palabras producen lo que dicen:

Podemos enumerar siete elementos que determinan que la palabra, sea de Jesucristo o del predicador, tenga autoridad.

 

1. El envío

Jesucristo tiene autoridad, porque ha sido enviado por su Padre.

La conciencia de ser enviado y de no hablar por propia iniciativa, sino por mandato de su Padre, le da a Jesús esa enorme confianza para anunciar la Buena Noticia y denunciar todo lo que se opone al Reino de Dios (cf Jn 8,42).

Jesús no enseña su doctrina, sino que transmite la Palabra del Padre: "Yo les he comunicado lo que tú me comunicaste" (Jn 17,8).

 

De igual manera, el sacerdote tiene autoridad para hablar porque ha sido enviado: "Como el Padre me envió, así yo los envío", dijo Jesucristo resucitado a los apóstoles. E inmediatamente "sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo"" (Jn 20,21-22).

El sacramento del orden nos ha capacitado para ser ministros de la Palabra. Pero ¡qué poca fe tenemos en el poder de nuestro sacerdocio! ¡Cuán pronto se nos olvida que no es nuestra palabra la que anunciamos, sino la Palabra de Dios!

Para que nuestra predicación sea oportuna y certera, contamos con la asistencia del Espíritu Santo: "no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu del Padre el que hablará en ustedes" (Mt 10,19-20).

Jesús nos dijo: "El que a ustedes escucha a mí me escucha" (Lc 10,16). Este texto debería hacernos temblar cada vez que abrimos nuestros labios, pues nuestras palabras condicionan la Palabra de Dios; pero también debería llenarnos de confianza, pues es Jesús quien, a través de nosotros, comunica su mensaje.

 

2. Conocimiento y convicción

Tiene autoridad, quien conoce bien el tema del que habla. Incluso se dice: "Es una autoridad en la materia". Pero se necesita que el expositor manifieste convencimiento, para que sus oyentes acepten la verdad de lo que dice. En labios de un orador apático, hasta una verdad evidente puede parecer dudosa.

Jesucristo habla con autoridad porque conoce el mensaje del Padre: "Nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto" (Jn 3,11).

Creía en lo que decía, por eso hablaba con profundo convencimiento. Sus oyentes, asombrados se preguntaban: "¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!" (Mc 1,27). Jesús tenía la certeza de que su mensaje era verdadero: "les he dicho la verdad que oí de Dios" (Jn 8,40). Nadie podía decir que Jesús había mentido o engañado.

 

Para que nuestra palabra tenga autoridad debemos conocer suficientemente la materia de la que hablamos: Dios, la Biblia, la historia, los problemas sociales de hoy, el corazón del hombre… Y ojalá que tengamos sensatez para callar sobre temas que no conocemos. El sacramento del orden no nos da una ciencia infusa sobre todos los temas, aunque parezca que algunos sacerdotes así lo creen. Adquirimos el conocimiento por experiencia y por el estudio.

Pero el conocimiento no basta. Es preciso creer: "Creo, por eso hablo" (2Co 4,13). Aunque en la homilía nadie nos ponga un "detector de mentiras", los fieles captan, con admirable precisión, el convencimiento que tenemos de aquello que decimos. Si las palabras expresan nuestras ideas, la manera de hablar manifiesta nuestra convicción.

 

3. Intención

La intención es fundamental en el discurso, como lo es en todo acto humano. Puedo hablar para exhibir mis conocimientos, para agredir, para enseñar, para infundir entusiasmo, etc.

Jesús tenía autoridad porque no buscaba el halago de los demás, ni pretendía quedar bien con nadie. Él lo dijo: "Yo no busco mi gloria" (Jn 8,50).

Qué bello testimonio sobre la intención apostólica de Jesús, hace un discípulo de los fariseos al decirle: "Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te hace retroceder, porque no buscas el favor de nadie" (Mt 22, 16).

 

El deseo de ser reconocidos y alabados corrompe nuestra predicación. Cuántas veces estamos más preocupados por nosotros que por transmitir un mensaje de Dios que beneficie a los oyentes.

Si deseamos quedar bien con todos, debemos mutilar muchas páginas del Evangelio. Buscar alabanzas o evitar críticas encadena nuestra palabra. El orgullo y la vanidad envilecen nuestro ministerio.

Pablo escribe a los gálatas una carta dura, en la que les reprocha que hayan abandonado a Jesucristo y se hayan pasado a "otro evangelio". Luego añade: "¿acaso busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo" (Ga 1,10). Y más adelante les pregunta: "¿Es que me he vuelto enemigo de ustedes diciéndoles la verdad?" (Ga 4,15). Debemos proclamar todo el Evangelio, aunque eso nos traiga enemistades, burlas, persecución o muerte.

 

4. Amor a los oyentes

Hablar, para el predicador, es una forma de amar. Un amor generoso. Un amor creativo.

Jesús amaba a sus contemporáneos, "los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Les quería hacer el bien. Por eso les comunicó la Palabra de Dios.

El amor de Jesús se manifiesta en cada palabra suya. Porque siente compasión hacia las muchedumbres, que parecen ovejas sin pastor, "se puso a enseñarles extensamente" (Mc 6,34); porque ama a los pobres, les anuncia la Buena Noticia (cf Lc 7,22). Sin embargo, su palabra no siempre es dulce o consoladora, aunque siempre traduce su amor. Porque ama a Pedro, lo reprende por intentar desviarlo del camino de la cruz (cf Mt 16,21-23); porque ama a los fariseos y quiere su bien, les echa en cara su hipocresía (cf Mt 23,13-36).

 

Ningún bien real haremos a nuestros oyentes si no los amamos. Y para amarlos, necesitamos conocerlos, al menos de manera general: saber cuáles son sus preocupaciones, sus anhelos, su cultura. Y para conocerlos, necesitamos acercarnos a ellos y compartir sus vidas.

Pablo escribe a los tesalonicenses: "Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con ustedes, como una madre que cuida con cariño de sus hijos. De esta manera, amándolos a ustedes, queríamos darles no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque ustedes habían llegado a sernos muy queridos" (1Ts 2,7-8). Y a los filipenses: "Los llevo en mi corazón… Testigo me es Dios de cuánto los añoro a todos ustedes en el corazón de Cristo Jesús" (Flp 1,7-8).

En la primera carta de san Juan muchas veces encontramos estas dos expresiones de ternura: "Hijos míos" (2,1) y "queridos" (2,7). ¿Experimentamos nosotros una verdadera paternidad respecto de los fieles? ¿De veras los queremos? ¿Se lo decimos?

 

5. Lenguaje comprensible

Jesús quiere que su mensaje sea comprendido por todos, por eso habla de la semilla sembrada en el campo, de las ovejas y el pastor, de los pájaros, etc. El amor lo impulsa a adaptarse al lenguaje y mentalidad de sus oyentes. Lo afirma el evangelista: "les anunciaba la Palabra con muchas parábolas, según podían entenderle" (Mc 4,33). Para Jesús, la encarnación es una ley general.

Pablo toma los términos del vocabulario deportivo de la época (cf 1Co 9,24-17; Ga 5,7). Al hablar del combate espiritual utiliza como símbolos los diversos elementos de la vestimenta de un guerrero (Ef 6,10). Es distinta la manera como Pablo se dirige a los judíos (cf Hch 13,15-41) que a los griegos (cf Hch 17,22-31); su mensaje está adaptado a cada auditorio. ¡Se trata de inculturar el Evangelio!

 

El amor a nuestros oyentes debe hacernos emplear un lenguaje comprensible para ellos y traducir la Palabra de Dios en imágenes habituales. ¿Qué entiende un joven de hoy al oír hablar de "odres" o de "levadura"? Para algunos auditorios, deberíamos emplear ejemplos de los viajes espaciales, la física atómica o la computación, mientras que a una comunidad indígena le deberíamos hablar en su propia lengua.

Qué distinta debería ser nuestra manera de dirigirnos a niños, jóvenes o ancianos; a campesinos, estudiantes o empresarios; a religiosas o matrimonios. Sólo el amor nos impulsará a realizar el esfuerzo que significa la adaptación a cada auditorio. Lo importante no es que nosotros prediquemos la Palabra de Dios, sino que nuestros oyentes la entiendan.

 

6. Hablar con el corazón

Los contemporáneos de Jesús decían de Él: "nunca había hablado nadie como este hombre" (Jn 7,46) e, incrédulos, sus paisanos se preguntaban: "¿de dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros?" (Mt 13,54).

Jesús no hablaba como los escribas (Mc 1,22), que eran los profesionales de la predicación. Él hablaba con poder. Su palabra salía del corazón. Por eso, cuando comenzaba a hablar, "la gente se agolpaba sobre Él para oír la Palabra de Dios" (Lc 5,1). Los dos discípulos que lo habían visto resucitado, comentaban entre sí: "¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!" (Lc 24,32).

 

Hay una elocuencia que no brota del corazón; elocuencia aprendida y postiza, como la de los oradores oficiales de las reuniones políticas. En su carta a los corintios, Pablo critica esta manera de hablar: "Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder, para que la fe de ustedes se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1Co 2,4-5). La elocuencia del Apóstol proviene del Espíritu Santo. Y una predicación así, realmente beneficia a quien la escucha.

El Espíritu Santo enciende el corazón del predicador y pone fuego en sus labios para que hable con pasión y valentía. Gracias a su palabra, el Espíritu Santo hace arder el corazón de los oyentes.

Qué bella petición nos viene relatada en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Pedro y Juan acaban de salir de la cárcel, pero llevan sobre sus cabezas la prohibición de hablar de Jesucristo. Entonces la comunidad reunida oró así: ""Señor, concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía, extendiendo tu mano para que realicen curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús". Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con toda valentía" (Hch 4,29-31).

En 1903 el P. Félix Rougier conoció a Conchita Armida. Desde el principio, ella lo impulsó a entregarse más a Dios y a realizar mejor su ministerio sacerdotal. El 31 de marzo el P. Félix escribe en su Diario:

"Me dijo que pusiera más fuego en mis sermones. "Yo lo veo que siente, adentro, y lo dice todo con tanta calma. No, mi Padre, tanta cosa tan bonita como dice, dígala con ardor, porque las almas se mueven, según ven que siente el que habla"… Esta tarde, escribiéndome para pedirme un manuscrito pone un post-scriptum en su carta: "Mañana, con mucho fuego, ¿verdad? No se le olvide"".

Más adelante el P. Félix escribe: "Hoy prediqué según la indicación que Concha me hizo ayer con más fuego, sobre las 2 banderas y las 3 clases. En las dos banderas, casi todas lloraron. Concha me felicitó después. "Lo felicito… ya ve que la gente se movió"".

Cuántos charlatanes nos convencen de algo, sólo porque lo dicen con entusiasmo; cuántos vendedores tienen éxito, precisamente por su elocuencia; cuántos líderes sindicales o estudiantiles arrastran multitudes, porque valientemente arriesgan su trabajo, su libertad o su vida al hablar. ¡Si al menos ese entusiasmo y ese valor tuviéramos los sacerdotes en nuestras homilías!

 

7. Coherencia de vida

Además de los seis elementos que hemos visto que dan autoridad a la palabra, hay otro, el más importante: la coherencia de vida.

La vida de Jesús es su mejor predicación. Aunque Él no hubiera dicho nada, bastaría con mirar lo que hizo para saber cómo debemos actuar. Sus obras son las que dan testimonio de Él (cf Jn 5,36).

Jesús es fiel a la misión que el Padre le ha confiado. No hay nada en su vida que sea obstáculo para comunicar el mensaje de Dios: "¿Quién de ustedes puede probar que soy pecador?" (Jn 8,46).

 

Nosotros tenemos la —terrible— capacidad de contradecir con nuestra vida lo que hemos proclamado con nuestros labios; con una mano podemos arrancar lo que con la otra, con tanto trabajo, habíamos plantado.

Jesús mismo nos lo advierte: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y fariseos. Ustedes hagan lo que ellos les digan, pero no imiten su conducta, porque ellos dicen y no hacen" (Mt 23,2-3). "Dicen y no hacen", ¿no será ésta una frase que también se puede aplicar a nosotros?

Utilizando el ejemplo de las competencias deportivas, escribe Pablo a los Corintios: "No quiero correr sin preparación, ni boxear dando golpes al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo tengo bajo control; no sea que después de predicar a otros yo me vea eliminado" (1Co 9,26-27). Si no estamos atentos, nosotros, habiendo predicado el Evangelio a los demás, podemos quedar "descalificados".

La palabra necesita ser confirmada por signos (cf Mc 16,20). El signo que se le exige al predicador es la coherencia de vida.

 

LA NECEDAD Y LA NECESIDAD DE LA PREDICACIÓN

Entre los diversos medios que Dios pudo haber utilizado para que la salvación llegara a todos, quiso escoger uno débil: el anuncio de la Palabra. Así lo afirma Pablo: "Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación" (1Co 1,21).

Al reflexionar sobre el plan de salvación, Pablo se hace tres preguntas escalonadas que lo llevan a una conclusión. Las preguntas son: "¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?" (Rm 10,14). La conclusión es: "La fe viene de la predicación" (Rm 10,17). Por eso el apóstol exclama: "¡Qué hermosos son los pies de los que traen buenas noticias!" (Rm 10,15).

Me impresiona que Pablo no diga "qué hermosos son los labios" sino "los pies". Y es que para anunciar el Evangelio hay que ir a donde están quienes necesitan escucharlo. "Ir", ¡qué verbo! No basta con "llamar a Misa" para que vengan los fieles; hay que caminar hacia los que no conocen a Jesucristo para llevarles el Evangelio. Marcos termina su relato con esta orden de Jesús: "Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación" (Mc 16,15). Ir y proclamar; he aquí las dos acciones indispensables para la evangelización.

Si la predicación les parece necedad a algunos, en realidad habría que pensar que Dios quiso que fuera una necesidad para la salvación. Por eso san Pablo exclama: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). Y nosotros muchas veces, por flojera, por ahorrar tiempo o por lo que sea, no decimos homilía. Desperdiciamos así la oportunidad de transmitir la Palabra a los participantes en la celebración. Y ¿cómo creerán si no se les predica?

 

CAPACITACIÓN CONSTANTE

Somos ministros de la palabra. La voz es un instrumento importantísimo de nuestro apostolado. Nuestra eficacia evangelizadora está en relación a nuestra capacidad de comunicación.

Conozco sacerdotes que son excelentes oradores (para ellos, las siguientes recomendaciones son innecesarias); pero, en general, nuestra manera de predicar, deja mucho qué desear.

Cuánto tenemos que aprender de los conductores de televisión o los locutores de radio. Me admira ver su capacidad para comunicar un mensaje, su habilidad para atraer la atención, su creatividad para involucrarnos en sus palabras. Ellos se capacitan, estudian, se ejercitan constantemente. ¿Y nosotros?

Con respecto a los conocimientos, como ya dije, no hay que esperar que Dios nos los infunda. Tampoco con relación a la manera de hablar habrá que esperar milagros; Dios quiere que pongamos los medios y que hagamos el esfuerzo.

Los artistas deben dominar la técnica de lo que hacen; ¿por qué los predicadores no? Para tocar una pieza de piano, no basta con saber leer nota; para pintar un cuadro, no basta con tener la teoría del color; es necesario dominar la técnica. Para predicar, no bastan la Teología ni la santidad; es necesario saber comunicar el mensaje a los oyentes.

A veces, por cuestiones meramente técnicas, la Palabra de Dios queda destrozada en nuestros labios y se vuelve estéril. Hablamos demasiado aprisa, o a un volumen que nadie escucha, o sin terminar las frases, o sin abrir la boca ni mover los labios. No sabemos elegir una idea y exponerla con claridad, sino que hablamos de todo. Respecto de los ademanes, parecemos estatuas: apenas si movemos las manos, pero no nos permitimos mover los brazos, menos aún todo el cuerpo. Nos apoyamos en el ambón o incluso nos abrazamos de él. Estamos "clavados" en un sitio, sin atrevernos a dar un paso. Hablamos mirando al techo o al piso, sin mantener contacto visual con los oyentes; por nuestra actitud evasiva no se sienten interpelados por lo que decimos. Y —error que frecuentemente cometemos— somos largos ("el padre eterno", le apodan los fieles a un sacerdote). Una buena homilía no necesariamente tiene que ser corta, pero, recordemos que "lo bueno, si breve, dos veces bueno".

Las empresas, escuelas, etc., les exigen a sus empleados capacitación y actualización. ¿Nos hemos capacitado para ser predicadores? Cuando mucho, en el Seminario recibimos un curso de Homilética. Y los fieles tienen que sufrir nuestra falta de preparación.

Nuestros hermanos protestantes sí han aprendido la lección. En esto de ser transmisores vivos de la Palabra, nos llevan una enorme ventaja.

Cuando estaba preparando este escrito, encontré en el periódico varios anuncios sobre El arte de hablar en público. Uno decía: "Domine las cuatro vías de comunicación: Oral: qué dice nuestra voz. Visual: qué refleja nuestra cara y cuerpo. Intelectual: qué decimos. Emotiva: qué proyectamos". Bien valdría la pena responder a estos cuatro interrogantes. Otro anuncio tiene este encabezado: Los líderes no se improvisan. Y en el curso que promueve, además de algunas materias similares a las arriba citadas, se ofrece: "Cómo dominar el temor de hablar en público. La técnica de la dicción. La estructura del discurso. Cómo improvisar discursos". Y nos hace una tentadora propuesta: "Invierta 20 horas de su tiempo, desarrolle su potencial para hablar en público con éxito".

¿Por qué los cursos de oratoria atraen tanto a las personas que quieren superarse, mientras que a nosotros, ministros de la Palabra, nos son indiferentes? Creo que —salvo en los casos de los excelentes predicadores— es por falta de contacto con nuestra realidad ("yo no necesito un cursito de esos") y por falta de humildad ("qué me van a enseñar a mí"). Al pensar así, estamos disminuyendo nuestra potencialidad ministerial. ¿No valdría la pena invertir unas horas para ser más eficaces transmisores del Evangelio?

Y si no quieres "perder el tiempo" tomando un curso, al menos lee un libro que te dé algunas pistas para ser mejor ministro de la Palabra (aunque el aspecto teórico no basta, se requiere la práctica —como en la natación—). Entre los muchos libros que hay, aquí te sugiero algunos:

Si cada homilía fuera una proclamación entusiasta y poderosa de la Buena Noticia de Jesucristo, si cada homilía tocara el corazón de los oyentes, ¡qué distinta sería la vida de la Iglesia! Hermano sacerdote, depende de ti y de mí.

 

EL P. LUIS MANUEL: TESTIMONIO DEL JOVEN QUE FUI

En 1971 tuve la dicha de conocer al P. Luis Manuel Guzmán, MSpS. Yo tenía 15 años y él casi 60. Durante los 8 años que lo traté, muchas veces lo escuché, sobre todo en los tres años que estuve en el Filosofado de Guadalajara. Desde la primera vez que lo oí, me impresionó su manera de predicar.

El Pater no tenía una oratoria afectada sino una palabra convincente, salida de una mente brillante y un corazón caliente.

Comenzaba su predicación contándonos algún ejemplo concreto. Con la viveza de sus narraciones excitaba nuestra imaginación. Con los detalles que nos daba hacía pasar en nuestra mente casi una película de la escena comentada.

La narración del ejemplo terminaba con una frase dicha por el protagonista de la historia. Era una frase corta, incisiva, inolvidable. La repetía varias veces. Aquí anoto algunas: "¡Mira cómo te quiere!", "¡Quiero vivir!", "¡Ustedes son los brazos de Cristo!", "¡Nomás por ti, mi Cristo!", "¿Por qué el hombre odia tanto al hombre?" Luego venía una explicación del contenido de esa frase y una aplicación a la vida de los oyentes.

Su lenguaje era directo; nos hablaba a nosotros: "mis chavos", "mi bambina". Para llamar nuestra atención, en ocasiones utilizaba maldiciones; esto nos hacía sentirlo más cercano. Era confrontante; siempre dejaba encendido nuestro corazón. Creía en los jóvenes. Nos lanzaba al heroísmo, a la santidad.

Cuando ese sacerdote chaparrito comenzaba a hablar, se agigantaba ante nuestros ojos. Hablaba con fuego. Brincaba, gritaba, golpeaba el escritorio, se bajaba del estrado. Sabía variar la velocidad de su discurso y el volumen de su voz. Según lo requirieran las circunstancias o el tema tratado, se volvía tierno, agresivo, gracioso, patético… Frecuentemente dramatizaba su narración.

Su manera de hablar nos hacía ver que estaba convencido de lo que decía; eso suscitaba en nosotros el mismo convencimiento.

Tenía una manera especial de leernos el Evangelio. Antes de proclamar el texto nos hacía apetecerlo. Nos decía una frase en griego; luego la traducía y nos la explicaba. Nos comunicaba su emoción por lo que iba a decirnos; y nuestros corazones se iban disponiendo a recibir la semilla de la Buena Noticia. También nos describía el paisaje, nos hablaba de los personajes y las costumbres. Nosotros nos sentíamos transportados a Palestina, en tiempos de Jesús. A la hora de leer, lo hacía con claridad y ¡con fe! Cualquier texto evangélico parecía, en sus labios, narrado por un testigo ocular.

Centenares de jóvenes acudíamos a él para saciar nuestra hambre de Dios. Hambre de la verdad sobre Dios. Siempre sus predicaciones eran profundas e interesantes. Había recibido una sólida formación bíblica y teológica, que había enriquecido con psicología e historia. Tenía una mente ordenada; por eso era fácil seguir sus palabras y entender sus ideas.

Acudíamos al P. Luis Manuel para saciar nuestra hambre de la vida de Dios. Lo que él nos comunicaba era, sobre todo, vida. Nos entregaba a un Cristo vivo, calientito y sabroso, como un pan recién horneado.

Acudíamos a él para saciar nuestra hambre del amor de Dios. Cada uno de los que nos acercábamos al Pater, nos sentíamos amados de una manera especial. Secretamente cada uno se consideraba el predilecto. Era una viva transparencia de Jesucristo; su amor nos hacía sentirnos amados por Dios.

Los jóvenes de hoy siguen sintiendo hambre de la verdad, de la vida y del amor de Dios. ¿A dónde acuden para saciarla? ¿Por qué ahora los sacerdotes somos tan poco atractivos para los jóvenes?

OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR

Colección Abbá

1. Ya soy sacerdote. México, Editorial La Cruz, 2001.

2. Hablar con autoridad. México, Editorial La Cruz, 2001.

3. Ni soltero, ni estéril, ni sin amor. México, Editorial La Cruz, 2001.

Libros

Tu nombre en mi carne. México, Editorial La Cruz, 1993.

La Cruz del Apostolado: Una experiencia compartida. México, Editorial La Cruz, 1996.

Encarnar el Evangelio 1. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (4ª edición).

Encarnar el Evangelio 2. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1999 (3ª edición).

Encarnar el Evangelio 3. Tlaquepaque, Editorial Alba, 2000 (2ª edición).

Grítale a Dios: Cómo orar cuando sufres o sientes rabia. México, Editorial La Cruz, 2000 (2ª edición).

Folletos

Conchita en su tierra potosina. México, Concar, 1992 (3ª edición). En colaboración.

La Cruz del Apostolado: Un símbolo. México, Editorial La Cruz, 1996 (2ª edición).

Religiosas de la Cruz: Cien años en la Iglesia y para la Iglesia. México, Ediciones Cimiento, 1997.

La Biblia: libro de vida. México, Editorial La Cruz, 1997.

Esta primera edición de la obra

Hablar con autoridad

se terminó de imprimir
en junio de 2001
en los talleres de
Encuadernación Técnica Editorial, S.A.
Calz. San Lorenzo 279, local 45
Col. Granjas Estrella
09880 México, D.F.

Se imprimieron 3,000 ejemplares.