El primado de Pedro según el Nuevo Testamento
P. Jean Galot, S.I., Roma

Para establecer el reino de Dios sobre la tierra, Cristo llamó a unos hombres para que lo siguieran, y de aquellos que lo habían seguido, escogió a doce, que fueron los apóstoles. Según el evangelio de Marcos (3,14.16), Jesús "hizo" a doce, elección ésta que representa una verdadera creación cuya finalidad era la creación del nuevo pueblo de Dios. El nuevo nombre de "apóstoles" implicaba la creación de personalidades nuevas. Para uno de los doce la imposición de un nuevo nombre tuvo una importancia incomparable y, precisamente, se habla de ella de manera especial: Simón recibió el nombre de Pedro. Con ese nombre Jesús dio al apóstol un primado que comporta un poder excepcional en la Iglesia. Es, pues, necesario descubrir y definir las intenciones de Jesús encerradas en la institución de dicho primado.

La respuesta a una profesión de fe

El nuevo nombre le fue dado a Simón fue la respuesta a una profesión de fe. Después de haber preguntado "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?", Jesús se dirigió a sus apóstoles: "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?". Según el testimonio de Mateo, Simón respondió: "Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,13-16).

Para entender con mayor exactitud el alcance de la pregunta y el significado de la respuesta, es necesario considerar el momento litúrgico en que ocurre. No hay indicación del momento en que sucede el diálogo, pero podemos establecerla. Según los evangelios de Marcos (9,2) y de Mateo (17,1), la transfiguración acontece "seis días después". Ahora bien, ésta aparece como un nuevo cumplimineto, propio de Jesús, de la fiesta de los tabernáculos. Esta fiesta se celebraba, distanciada por cinco días, después de la fiesta de la expiación (yom kippur). Es, pues, ésta, la fiesta de la expiación, la fiesta escogida por Jesús para interrogar sobre su propia identidad a Simón y obtener de parte de él profesión de fe. Ese era también el día escogido para darle a Simón un nuevo nombre y anunciarle su destino.

Los comentarios sobre el episodio no pueden prescindir de este marco litúrgico. La fiesta de la expiación se centraba en la ofrenda de un sacrificio por la remisión de los pecados del pueblo y, entre los ritos litúrgicos que el sumo sacerdote tenía que cumplir en el Santo de los Santos, estaba la proclamación, en alta voz, del nombre divino. Según el testimonio del Libro del Sirácida, cuando los sacerdotes y el pueblo oían proclamar ese nombre, se postraban, adoraban y, de cara al suelo, bendecían el nombre glorioso. Cuando el sumo sacerdote descendía para dar a los hijos de Israel la bendición del Altísimo, se glorificaba el nombre divino "y todos volvían a postrarse" (Sir 50,20-21). Parece ser que, en tiempos de Jesús, ésa era la única ocasión, en todo el año litúrgico, en que se pronunciaba en voz alta el nombre de Yahvé.

Al elegir este día de fiesta, Jesús deseaba que el nombre divino fuera pronunciado en una perspectiva nueva, en la que la liturgia de la Antigua alianza hallaría su cumplimiento. Simón, proclamándolo Hijo de Dios vivo, responde a ese deseo. Pronuncia el nuevo nombre divino, el que Jesús le había revelado ampliamente con su enseñanza y sus obras. Sin saberlo, Simón cumple su papel de sumo sacerdote que proclama, en la fiesta de la expiación, el nombre de Dios; y lo hace expresando su fe en el Hijo de Dios, un Hijo que es Dios.

La proclamación fue aprobada por Jesús: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos". El Dios vivo, del que ha hablado Simón, es el Padre, al que Jesús llama "Padre mío"; se trata de la revelación única, expresada con el uso absoluto del verbo "revelar", que literalmente significa "Dios ha revelado". Esta revelación única no puede ser más que la de su Hijo. El título de Mesías, que Marcos pone en relación con la respuesta de Jesús, no sería suficiente para justificar tal revelación. El Padre ha revelado a Simón al Hijo como Hijo. Se trata de una revelación absoluta, porque es la revelación del misterio divino en el que el Padre se expresa en su Hijo.

Para celebrar la proclamación, Jesús llama a Simón con cierta solemnidad: "Simón, hijo de Jonás". Parece ser que el nombre griego Jonás corresponda al nombre hebreo Yohanan, traducido en los LXX como Jonás, Yonías u Onías. Por ejemplo, en el Eclesiástico se encuentra una mención de "Simón, hijo de Onías" (50,1). Esta sorprendente coincidencia en el nombre aclara mucho más que el apóstol Simón desempeña el papel del sumo sacerdote durante la fiesta de la expiación.

Mucho más solemne es la confirmación que la voz celestial de la transfiguración aporta a las palabras de Simón. El breve intervalo que separa la fiesta de la expiación de la de los tabernáculos pone de relieve el vínculo entre las dos declaraciones. Los términos de la proclamación teofánica recogen el tema esencial de la profesión de fe: "Este es mi Hijo predilecto..." (Mt 17,5). El Padre atestigua personalmente que es él mismo quien había revelado a Simón la identidad de su Hijo. Es él mismo quien pronuncia el nombre divino de Jesús, Hijo predilecto, así como había querido que Simón lo pronunciara.

El nombre nuevo

La fecha de la fiesta de la expiación facilita la comprensión del sentido del nuevo nombre dado al apóstol y de la importancia del mismo. El nombre de Simón había asumido ya un nuevo valor en virtud de la proclamación del nombre divino, gracias a la referencia al nombre del sumo sacerdote del libro del Sirácida (50,l-21). Jesús, con su autoridad, le da otro nombre: "Y yo te digo que eres Pedro" (Mt 16,18). El nombre Kaipha es otorgado para expresar el nuevo papel, explicado sucintamente: "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Es el mismo nombre que el del sumo sacerdote del tiempo, Caifás. La identidad entre los dos nombres no puede ser casual; es mucho más intencional que "Simón, hijo de Jonás", pues se trata de un nombre escogido deliberadamente por Jesús. Esa elección evocadora significa que, para Jesús, Simón es ya el sumo sacerdote que desempeñará luego en la Iglesia la función que antes era asignada al sumo sacerdote judío.

Puede observarse que en griego existe una diferencia di género entre Petros y Petra, Pedro y piedra, mientras que en arameo se trata de la misma palabra (Keypha). Del nuevo nombre asignado a Simón dejan constancia los demás sinópticos al relatar la elección de los doce (Mc 3,16; Lc 6,14). Según el evangelio de Juan, cuando el primer encuentro, Jesús dice: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir piedra)" (1,42). El término "kefas" es citado como el que había sido pronunciado por Jesús, y que en arameo adquiría todo su significado.

Según el relato de Mateo, Simón, después de haber desempeñado el papel del sumo sacerdote pronunciando el nombre divino de Jesús, es reconocido por Jesús como sumo sacerdote, como el verdadero "Caifás". La palabra de Jesús es creadora: tiene el poder de conceder a Simón un nuevo ser, al conferirle nuevo nombre. Es el poder creador que pertenece a Dios.

Al nuevo sumo sacerdote comunica Jesús todo poder. Después de haber dicho: "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", agrega: "y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos".

La intención de edificar la Iglesia sobre aquel que es la piedra es en verdad clara. Muchos también han interpretado la palabra de Cristo como si su intención fuera la de edificar la Iglesia sobre la fe de Pedro. Es verdad que Simón recibió su nuevo nombre después de una profesión de fe, pero cuando Jesús dice: "Tu eres Pedro", se dirige directa y personalmente a Pedro e instituye a su persona como fundamento de su Iglesia. Imponer un nombre nuevo significa crear una nueva personalidad. Para ser edificada, la Iglesia tenía necesidad de una personalidad creada expresamente por Cristo. Es verdad que, desde un punto de vista natural, Simón ya tenía una fuerte personalidad, que hace expresarse a través de un temperamento firme y ardiente y la que comprometía en sus profesiones de fe. Pero, para cumplir con un destino que excedía a las fuerzas naturales, necesitaba una fuerza más alta, que le fue proporcionada por la acción creadora de Cristo.

Cuando Jesús, haciendo referencia a la piedra, afirma que las puertas del Hades no prevalecerán contra ella, alude a la fuerza espiritual superior que le permitirá a Pedro resistir a los embates de las potencias infernales, porque en su acción personal siempre estará asistido por la gracia.

Palabras auténticas de Jesús

Puesto que las palabras que Jesús dirige a Pedro tienen una importancia decisiva para la vida de la Iglesia, su autenticidad ha sido puesta en entredicho, pero esas palabras cumplen con los criterios de autenticidad comúnmente admitidos, en particular los criterios de continuidad y discontinuidad. La continuidad queda demostrada por el hecho innegable de que el texto contiene numerosos semitismos que garantizan su origen primitivo. A su vez, la discontinuidad es visible, porque, a través de ese lenguaje antiguo, se propone un nuevo proyecto de Iglesia, radicalmente original, en el que Pedro deberá desempeñar un papel que jamás había sido imaginado antes ni anunciado por los oráculos proféticos. El contexto tradicional judío nunca hubiera podido producir la idea de una promesa semejante. El proyecto lleva el signo de la novedad genial de Cristo.

La objeción contra la autenticidad se basa en el hecho de que Mateo es el único de los tres sinópticos que mencionan la profesión de fe camino a Cesarea de Filipo que refiere estas palabras de Jesús. Sin embargo, Mateo explica un hecho que Marcos y Lucas no ignoran: la imposición del nombre de "Pedro" a Simón. Ahora bien, este hecho exige una explicación, que es precisamente lo que el evangelista ha querido transmitir. Sería difícil dar otra explicación plausible del nombre.

Se observa, además, que el evangelista Mateo había recogido algunas tradiciones referidas a Pedro de alguna fuente especial que no logramos identificar, pero que parece ser confiable. Por ejemplo, es el único que ha conservado el episodio en el que Pedro le pide a Jesús que lo haga caminar sobre las aguas y termina recibiendo el reproche: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado" (14, 28-31). La reconvención sobre la falta de fe parece confirmar la autenticidad histórica del episodio.

El signo más evidente de la autenticidad de las palabras que expresan el primado de Pedro es el de la audacia de Cristo, quien no ha dudado en comunicar a su apóstol un poder que aún hoy asombra a los lectores del evangelio: es una audacia realmente divina que se impone de manera única en la historia de la humanidad para transformarla a imagen de Dios.

La piedra fundamental

El nombre de Caifás concedido a Simón está en sintonía con el marco de la fiesta de la expiación no sólo porque implica una alusión al sumo sacerdote del tiempo, sino porque se relaciona, más fundamentalmente a la piedra fundamental del templo. Se trata de una piedra que sobresalía del suelo del Santo de los Santos y ocupaba el lugar del arca y del propiciatorio, desaparecidos en la destrucción del primer templo. Se había llegado a creer que sobre esta piedra había sido fundado el mundo. En el Santo de los Santos el sumo sacerdote entraba sólo una vez por año, el día de la expiación, para el sacrificio de los perfumes y la aspersión con la sangre de las víctimas.

El hecho absolutamente nuevo es que quien desempeña el papel de sumo sacerdote se identifique con la piedra fundamental. La liturgia judía no podía imaginar semejante identificación; el sumo sacerdote era concebido como sometido a reglas estrictas en el cumplimiento de los gestos rituales: su preparación para la fiesta de la expiación requería una semana y durante el día de la celebración era sometido a estricta vigilancia para que toda su actividad litúrgica fuera conforme a las prescripciones y tuviera así su eficacia. Se lo consideraba como un agente, el agente supremo de una institución ritual, el ejecutor de las ceremonias preestablecidas. El hecho de que Jesús designara a Simón como su sumo sacerdote fuera de todo el marco ritual, es ya de por sí muy significativo; es la liberación del sacerdocio de una suerte de encarcelamiento litúrgico. Pero es más sorprendente el hecho de que el sumo sacerdote se convierta, en esta perspectiva liberada, en la piedra fundamental. Aquí se revela la novedad establecida por Jesús: el papel del sumo sacerdote ha de ser mucho más importante en la Iglesia que en la religión judía. Sobre su persona ha de descansar todo el edificio.

La audacia de la declaración se hace mucho más evidente si se consideran otras palabras con que Jesús se designa a sí mismo como la piedra angular (Mc 12,10 par), la piedra que, según Isaías (28,16), debía ser la piedra fundamental de la nueva Sión (cfr. Rom 9,32; Ef 2,20). Corresponde, pues, en primer lugar a Jesús la imagen de la "piedra fundamental". Pero, deliberadamente, Jesús hace de Simón la piedra fundamental de la Iglesia: la grandeza de este papel no puede ser desestimada.

La identificación primordial de Jesús con la piedra explica que Simón recibiera la misma calificación: gracias a su poder divino, Jesús le comunica a Simón su calidad de piedra fundamental. La Iglesia sigue siendo la Iglesia de Cristo, es decir, "mi Iglesia", y es en calidad de sumo sacerdote, es decir, de ministro de un culto que no le pertenece y del que no es dueño, que Simón es llamado piedra fundamental. No reemplaza a Jesús, porque éste sigue siendo la piedra única que sostiene el conjunto de la Iglesia, sino que Simón está destinado a representarla visiblemente durante el desarrollo terrenal del Reino.

Por el hecho de ser Simón, en virtud de la voluntad de Cristo y la participación en su poder, piedra fundamental, la Iglesia no puede existir ni desarrollarse sin aquél que ha recibido el sacerdocio supremo. Querer construir la Iglesia prescindiendo de este fundamento es seguir una senda equivocada.

El poder supremo

Después de haber señalado el papel de la piedra fundamental, Jesús muestra la autoridad soberana que quiere confiarle a Pedro: "A ti te daré las llaves del Reino de los cielos". Esta manera de expresar el poder supremo recuerda un texto de Isaías: "Pondré la llave de la casa de David sobre su hombro; abrirá, y nadie cerrará; cerrará, y nadie abrirá" (22,22). Este texto ha sido atribuido a Jesús por el Apocalipsis (3,7). En efecto, es Jesús quien posee las llaves del Reino y por eso puede dárselas a Pedro, así como, siendo él mismo, en primer lugar, la piedra fundamental, puede extender esa función a su discípulo.

La imagen de las llaves del Reino quizá tenga relación con el gesto esencial del sumo sacerdote el día de la fiesta de la expiación: un gesto que sólo él podía ejecutar, y sólo ese día, es decir, entrar en el Santo de los santos. Para describir este privilegio, podría decirse que, en esa ocasión, Jesús tenía las llaves de la morada de Dios; podía abrir lo que normalmente estaba cerrado, y obtener así el perdón y las bendiciones divinas para el pueblo.

Recordemos que la carta a los Hebreos ha interpretado el sacrificio redentor de Cristo a la luz de esta celebración: "Pues bien, Cristo no entró en un santuario hecho por mano humana, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (9,24). Una vez por todas, Jesús entró con su ofrenda en el Santo de los santos, que es el Reino celestial, convirtiéndose así en el dueño de este Reino, del que posee las llaves con las que abre a los hombres la puerta: Jesús ha sido y sigue siendo el sumo sacerdote perfecto, que ha realizado todo lo que en la liturgia de la expiación era sombra y figura.

Cristo quiere que Pedro ejerza el papel de sumo sacerdote, que continúe y refleje en la tierra esa misión sacerdotal suprema; le promete las llaves, el poder para abrir la puerta del Reino, en el que la vida celestial ya ha comenzado. Es notable que no reserve ningún límite a ese poder, pues no se conforma con dar una parte de las llaves. De esta manera, confiere a Pedro una autoridad completa, verdadera imagen de la suya.

Las palabras con que termina la promesa evidencian esa autoridad con mayor claridad: "Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos". Los verbos "atar" y "desatar" han sido objeto de muchas interpretaciones. A partir de la liturgia de la expiación, cuya finalidad era la remisión de los pecados, se puede extraer la conclusión de que el poder de atar y desatar implica el poder de pronunciar el perdón de los pecados. Con todo, el poder no puede limitarse sólo al perdón: una fiesta litúrgica judía no puede fijar los límites de un poder formulado por Cristo.

La literatura rabínica a menudo ha sido citada para esclarecer el sentido del binomio "atar-desatar", que tiene relevancia doctrinal o disciplinar, ya sea para declarar que algo está prohibido o permitido, ya sea para pronunciar una excomunión o quitarla. Estos dos sentidos tienden a demostrar que Pedro recibe a la vez el poder de emitir prohibiciones y de declarar lo que está permitido, como así también de fijar las condiciones para pertenecer a la Iglesia.

Pero tampoco es posible atribuir un valor exclusivo al sentido rabínico en este tema. Lo adecuado es respetar la novedad de la institución creada por Jesús: ningún antecedente en la religión judía podría indicar de manera satisfactoria su sentido ni sus dimensiones reales. Puesto que se no pone restricción alguna al poder de atar y desatar y tampoco a la transmisión de las llaves, es necesario admitir que Pedro posee, sobre la Iglesia, un poder universal y completo. Como un administrador, que ha recibido del dueño plena autoridad para guiar el desarrollo del Reino, Pedro dispone de todas las facultades necesarias para dirigir la comunidad cristiana. Entre estas facultades se cuentan la de enunciar las reglas del comportamiento moral, expresando la voluntad divina sobre la vida humana, y la de perdonar los pecados.

El ejercicio de ese poder no sólo es aprobado en el cielo, sino que recibe además una eficacia celestial. Esto es, que Cristo vincula su acción divina a la acción humana de Pedro y que decide ejercer su autoridad sobre la Iglesia, con la mediación de su discípulo.

La posición única de Pedro

Las palabras de Jesús, con la atribución del nombre nuevo que designa la piedra fundamental, con el don de las llaves del Reino y el poder supremo para atar y desatar, fueron dirigidas sólo a Simón cuando ya era Pedro. No fueron dirigidas ni aplicadas a los doce apóstoles. La distinción es muy clara. Cristo le dio a Pedro un primado exclusivo.

Por otro lado, la promesa hecha a Pedro no anula otras palabras de Jesús y debe ser entendida en sintonía con las declaraciones que acuerdan a los Doce algunos poderes, muy importantes para la vida de la Iglesia. No podemos subestimar, por ejemplo, las palabras pronunciadas durante la última cena: "Yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí" (Lc 22,29). Jesús otorga a sus discípulos el poder de dirigir el Reino, lo cual no contradice en absoluto el poder que ha concedido personalmente a Pedro, que debe ser reconocido y respetado. Lo mismo se aplica a otros poderes: el poder de enseñar la doctrina, instruyendo a todas las naciones; el poder de perdonar los pecados; el poder de celebrar la eucaristía; el poder de bautizar. Los apóstoles han recibido estos poderes y han sido asociados al poder conferido a Pedro; pero Pedro ocupa una posición única como piedra fundamental y como titular del poder supremo y universal.

Según la intención de Jesús, esta posición única no excluía sino que implicaba la posibilidad de que Pedro tuviera sucesores. Al instituir el primado, Cristo no ha querido que durara sólo durante el lapso, relativamente corto, de la vida de Pedro. Cuando había anunciado la llegada inminente de su Reino, también había dado a entender a sus discípulos que ese Reino estaba destinado a un desarrollo que iba a requerir un tiempo considerable, porque el fin del mundo no podría acontecer antes de que todos los pueblos fueran evangelizados (Mt 24,14; cfr. Hch 1,7-8). Jesús no podría haberse conformado con una limitada perspectiva del futuro y concebir para su Iglesia una estructura de poder que durara sólo lo que la vida de sus discípulos.

Al instituir el primado, Cristo no pensaba sólo en Pedro sino en sus numerosos sucesores. Quería establecer con él un principio de organización de la autoridad valedero para toda la duración de la Iglesia. Es un principio definitivo, aunque la forma concreta en que se realice el primado pueda evolucionar según las condiciones de la historia.

El primado no puede ser puesto en discusión en nombre de una mentalidad democrática. La democracia es un régimen de autoridad que funciona sólo en las sociedades políticas, y la Iglesia es una sociedad no política, única en su género. No ha sido fundada según un modelo humano de sociedad, sino en virtud de un plan divino que definía sus estructuras esenciales. Sean cuales fueren las estructuras adoptadas por otras sociedades, la Iglesia mantiene sus propias estructuras, que no derivan de un concepto político. Los cristianos acogen con fe la sabiduría superior que ha fijado el principio de la unidad visible de la Iglesia.

No se trata sólo de sabiduría, sino también de amor, porque el primado es una manifestación notable de la bondad divina. Se trata de una bondad que, por medio de un poder único confiado a un hombre, ha hecho visible en su nivel más alto el valor que puede asumir la personalidad humana cuando se deja vivificar totalmente por el poder soberano de Cristo.

La misión de confirmar a los hermanos

En el evangelio según san Lucas, el primado atribuido a Pedro recibe luz nueva, que muestra la elección obrada por Cristo para asegurar la fe del apóstol y darle la capacidad de confirmar a sus hermanos: "¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (22,31).

No es posible poner en duda la autenticidad de estas palabras, que son a todas luces paradójicas: muestran la debilidad de Pedro y, sin embargo, le atribuyen el deber de infundir en sus hermanos mayor fuerza en la fidelidad a Cristo. Ese deber deriva de la audacia de Jesús, que no duda en escoger, para realizar una misión de ayuda a los débiles, a aquel que en la prueba se revelará como el más frágil: se realizará así la fuerza contenida en el nombre de "Pedro", en su sentido más literal de "Piedra".

Las palabras de Jesús expresan el objetivo de reservarle a Simón una posición privilegiada: los doce son puestos ante la prueba, pero el Maestro sólo a Simón le dice que rezará por él. Los demás se beneficiarán de esa oración, pero porque van a ser confirmados por Pedro.

La declaración, durante la última cena, hace alusión a la crisis que va a afectar a Simón en el momento de la negación. Su significado es mucho más amplio, pues el anuncio de la prueba aparece en términos generales, indefinidos, así como también la misión de confirmar a los hermanos. En efecto, la crisis que acompañará la pasión es imagen e inauguración de las pruebas que la Iglesia deberá soportar en su desarrollo: Jesús ha formulado su promesa para ese futuro.

La misión confiada a Pedro de confirmar a los hermanos no puede limitarse a un momento determinado; sino que es valedera para toda la duración de la Iglesia. En la misión se concilia el nombre de "piedra fundamental" que ha recibido el discípulo. Pedro ha recibido la misión de sostener a los demás discípulos en la fe: es una misión que implica un aspecto doctrinal y el compromiso de un testimonio inquebrantable en la adhesión a la fe en Cristo, con una gracia que permite sobrepasar toda debilidad.

Misión como pastor universal

El diálogo de Jesús con Pedro a orillas del lago de Tiberíades, tras la resurreción, nos muestra la investidura del discípulo en su misión pastoral (Jn 21,15-17). Las palabras pronunciadas en el camino a Cesarea de Filipo (Mt 16,18-19) constituían una promesa, mientras que el nuevo diálogo realiza su cumplimiento. Jesús comunica a Pedro la misión y el poder de pastor universal: "Apacienta mis corderos", "Apacienta mis ovejas". La comunicación de la misión y el poder aparece como el fruto de la obra de la redención, porque es realizada por Cristo resucitado.

Jesús llama, con cierta solemnidad, al apóstol por su nombre: "Simón, hijo de Juan"; lo distingue expresamente de los demás apóstoles al preguntarle: "¿Me amas más que éstos?". En su pregunta hace repercutir el eco de la pretensión que Simón exhibía de sentir por Jesús una afición mayor que la de todos los demás, con una fidelidad que había de perseverar aun cuando los demás hubieran desertado (Mt 26,33; Mc 14,29; cfr. Jn 13,37). La pregunta alude también a la negación, y la alusión se hace más evidente en la triple repetición de la pregunta. Simón ha tenido que reconocer que no había sido capaz de demostrarle a Jesús, por sus propias fuerzas, ese amor superior que le había prometido. A pesar del fracaso, la pregunta se refiere al amor superior solicitado a Simón, que requiere, sin embargo, otras disposiciones, fundadas en el conocimiento que Jesús tiene de él: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Hay aquí un llamado a un amor mayor, un llamado que da, al mismo tiempo, la fuerza de la respuesta y anuncia la concesión de la misión.

Con las palabras "Apacienta mis corderos", "Apacienta mis ovejas", la misión es formulada en términos que indican claramente una identidad con la de Jesús. Es la misión de aquél que se ha designado a sí mismo como "el buen pastor". La identidad queda confirmada por el hecho de que Jesús dice "mis corderos", "mis ovejas", así como, en su promesa, había dicho "mi Iglesia". Todo ello significa que Cristo ejercerá su misión de pastor sobre sus corderos y ovejas por medio del cometido que le ha dado a Pedro. Así como Simón había sido llamado Pedro, porque estaba destinado a asumir el papel de piedra fundamental que le pertenecía a Jesús, de la misma manera recibe la calidad de pastor universal que era propia de su Maestro.

La asimilación entre la misión de Pedro y la de Jesús es confirmada por el anuncio de su martirio: "Cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras" (21,18). La manera de anunciar el martirio muestra que desde entonces toda la existencia de Pedro es guiada por Jesús: cuando era joven, Simón se ceñía a sí mismo, es decir, escogía libremente su actuación, pero desde ahora Jesús lo ha de llevar por un camino que terminará en su suplicio. También a Pedro se le aplicará la profecía: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11). Lo que había constituido la novedad de la misión del pastor, así como Cristo la había definido, se cumple en el destino de quien ha recibido el mandato de ser pastor universal. La atribución del sacerdocio supremo a Pedro incluye su total compromiso en el sacrificio.

El relato de la investidura de Pedro como pastor de la Iglesia destaca la verdad esencial del primado que le ha sido confiado: el poder sacerdotal no ha sido otorgado por los méritos o las cualidades personales del apóstol, sino por un designio soberano de amor, capaz de suplir la fragilidad humana de aquel que había sido elegido y comunicarle la firmeza de la piedra fundamental.