Carta a Su Beatitud Nerses Bedros XIX Tarmouni, en respuesta a la petición de comunión eclesiástica

13-10-1999

CARTA

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

A Su Beatitud

Nerses Bedros XIX TARMOUNI

Catholicós-patriarca

de Cilicia de los armenios

Con gran alegría he recibido la carta en la que Su Beatitud me informa de su elección para la sede patriarcal de Cilicia de los armenios y me pide la comunión eclesiástica.

Al expresarle mi felicitación fraterna y cordial, le aseguro mi oración ferviente para que Cristo, buen Pastor, lo sostenga en el cumplimiento de la misión que ha recibido.

A lo largo de los años pasados, he seguido con benevolencia particular el camino recorrido por la Iglesia armenia católica. Estoy seguro de que Su Beatitud, con los venerables padres del Sínodo, llenos de la fuerza del Resucitado, la guiarán con sabiduría evangélica y la introducirán en el tercer milenio engalanada con la gloria de los santos y dispuesta, como la Esposa del Apocalipsis, a salir al encuentro del Esposo que viene.

Con sentimientos de profunda alegría, le concedo, Beatitud, la comunión eclesiástica, de acuerdo con la venerable tradición que expresa la unidad perfecta en la fe y la vida eclesial.

Encomiendo al Señor Jesucristo y a la protección de su santísima Madre la persona y el ministerio de Su Beatitud, así como a todos los amados hijos de la Iglesia armenia católica, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos.

Vaticano, 13 de octubre de 1999

Joannes Paulus pp. II

Carta con ocasión del II centenario del nacimiento del cardenal Newman - 22-1-2001-

CARTA

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

Al reverendísimo

Vincent NICHOLS

arzobispo de Birmingham

Con ocasión del II centenario del nacimiento del venerable siervo de Dios John Henry Newman, me uno de buen grado a usted, a sus hermanos en el episcopado de Inglaterra y Gales, a los sacerdotes del Oratorio de Birmingham y a la multitud de personas que en todo el mundo alaban a Dios por el don del gran cardenal inglés y por su perenne testimonio.

Reflexionando en el misterioso plan divino que se realizaba en su vida, Newman llegó a la profunda y permanente convicción de que "Dios me ha creado para que le preste un servicio determinado. Me ha encomendado una tarea que no ha dado a ningún otro. Yo tengo mi misión" (Meditaciones y devociones). Cuán verdadera nos parece ahora esta reflexión al considerar su larga vida y la influencia que ha ejercido desde su muerte. Nació en un tiempo particular, el 21 de febrero de 1801; en un lugar particular, Londres; y en una familia particular, primogénito de John Newman y Jemima Fourdrinier. Pero la misión particular que le encomendó Dios garantiza que John Henry Newman pertenece a todas las épocas, a todos los lugares y a todos los pueblos.

Newman nació en un tiempo agitado, que no sólo sufrió convulsiones políticas y militares, sino también espirituales. Las antiguas certezas se debilitaban, y los creyentes afrontaban, por una parte, la amenaza del racionalismo, y, por otra, la del fideísmo. El racionalismo implicaba un rechazo tanto de la autoridad como de la trascendencia, mientras que el fideísmo alejaba a la gente de los desafíos de la historia y de las tareas de este mundo, produciendo una dependencia deformada de la autoridad y de lo sobrenatural. En ese mundo, Newman llegó finalmente a una notable síntesis entre fe y razón, que eran para él "como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" (Fides et ratio, Introducción; cf. ib., 74). La contemplación apasionada de la verdad lo llevó a una aceptación liberadora de la autoridad, que tiene sus raíces en Cristo, y al sentido de lo sobrenatural que abre la mente y el corazón humanos a toda la gama de posibilidades reveladas en Cristo. "Guíame, luz amable, en medio de la oscuridad que me envuelve, guíame tú", escribió Newman en "El pilar de la nube". Para él Cristo era la luz en medio de cualquier tipo de oscuridad. Para su tumba eligió como epígrafe: Ex umbris et imaginibus in veritatem; al final del camino de su vida fue evidente que Cristo era la verdad que había encontrado.

Pero la búsqueda de Newman estuvo marcada por el dolor. Cuando comprendió plenamente la misión que Dios le había confiado, declaró: "Por tanto, confiaré en él... Si estoy enfermo, mi enfermedad puede servirle; si estoy perplejo, mi perplejidad puede servirle... Él no hace nada en vano... Puede quitarme los amigos. Puede arrojarme entre desconocidos. Puede hacer que sienta desolación, que mi corazón se deprima, que no vea claro el futuro. Sin embargo, él sabe lo que hace" (Meditaciones y devociones).

Todas las pruebas que experimentó durante su vida, más que abatirlo o destruirlo, paradójicamente fortalecieron su fe en el Dios que lo había llamado, y robustecieron su convicción de que Dios "no hace nada en vano". Por eso, al final, lo que resplandece en Newman es el misterio de la cruz del Señor: este fue el centro de su misión, la verdad absoluta que contempló, la "luz amable" que lo guió.

Al mismo tiempo que damos gracias a Dios por el don del venerable John Henry Newman en el II centenario de su nacimiento, le pedimos que este guía seguro y elocuente en nuestra perplejidad sea también un poderoso intercesor en todas nuestras necesidades ante el trono de la gracia. Oremos para que pronto la Iglesia pueda proclamar oficial y públicamente la santidad ejemplar del cardenal John Henry Newman, uno de los paladines más distinguidos y versátiles de la espiritualidad inglesa.

Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 22 de enero de 2001

Joannes Paulus pp. II