Adviento - Navidad

¿Qué ha hecho Dios?

Padre Luis María Etcheverry Boneo

Meditación, 4 de mayo de 1965

¿Qué ha hecho Dios para levantarnos hasta Él? Se abajó hasta nosotros.

¿Qué ha hecho para revestirnos de infinitud, de divinidad, de incandescencia? Él mismo se revistió de finitud, de humanidad, de opacidad.

¿Qué ha hecho Dios para hacernos participar de su familia divina? Ingresó en nuestra familia humana, se hizo el hijo de María y se llamó el Hijo del Hombre 1.

¿Qué ha hecho Dios para hacernos participar de una herencia de infinita felicidad? Asumió nuestra herencia de dolores, de penas, de sufrimientos aquí en la tierra.

¿Qué ha hecho Dios para darnos la participación de su propia vida infinita, eterna? Se revistió de la nuestra pequeña, destinada a la muerte y ha asumido nuestra propia muerte.

¿Qué ha hecho para hacernos participar de su gloria –dado que al entrar en su vida divina somos participantes de toda la glorificación que Él merece-? Se rodeó de nuestra ignominia.

¿Qué, para que seamos poderosos con Él? Se hizo impotente, pequeño, obediente con nosotros.

¿Qué, para que fuéramos dueños de su riqueza infinita? Quiso nacer y vivir más pobre que las raposas del suelo o los pájaros del cielo 2.

¿Qué, para que pudiéramos imperar con Él sobre toda la creación y reinar? Se sometió a todas nuestras posibles obediencias, como nadie.

¿Qué, para que tuviéramos un día un cuerpo espiritualizado, glorioso, capaz de participar en la felicidad de nuestro espíritu, a su vez partícipe de la felicidad de Dios? Quiso rodearse Él de un cuerpo sufriente, como ninguno en la historia.

¿Y todo eso era necesario para la gloria de Dios? De ninguna manera. Tanto es así, que sin la revelación de Jesucristo, jamás lo hubiéramos conocido. Una vez que Él nos lo dice, encontramos en la Encarnación razones maravillosas de conveniencia, pero nunca de necesidad, y de todos modos, no las hubiéramos entrevisto o sospechado como exigencias.

Cuando pensamos en la Encarnación y nos damos cuenta de que no era necesaria en sí misma, y menos con las características concretas que adquirió para la gloria de Dios, concluimos claramente que el tomar nuestra humanidad fue producto del amor de Jesucristo. Al Padre, sí, pero también a nosotros.

Jesucristo -la persona más importante de la historia que jamás pudiera habitar la tierra- revestido de carne nace no en la capital del mundo sino en una pequeña provincia, y dentro de ella en un pequeño pueblo; en familia humilde, y no en casa propia sino ajena, no en casa humana sino en casa de animales; y no reconocido por los grandes de la tierra sino para ser perseguido por la autoridad del rey Herodes; y apenas lo consideran unos pobres magos, unos pobres extranjeros: porque aunque en su tierra fueran alguien, en Jerusalén no tuvieron ninguna importancia y en cambio debieron escapar para poder sustraerse al furor de Herodes; y aquellos de sus conciudadanos que lo recibieron, fueron los más pobres de entre todos los pobres, los que ni siquiera tenían casa para vivir, dormían al sereno y encerraban entre pircas a sus pocas ovejas y cabritos. Y no tuvo Jesús la más elemental calefacción, pero sí el frío por todas partes, un comedero de animales por lecho, unas pajas por colchón, el aliento de unas bestias para entibiar el ambiente.

Pobre, humilde y obediente, no sólo a su madre sino a su padre adoptivo, incluso al emperador de Roma que le mandaba nacer en una ciudad distinta de aquella adonde vivían sus padres. Pobre, sufrido, humilde, obediente, sin honor. Y todo eso, ciertamente, por amor a nosotros.

La Encarnación como paradigma

Padre Luis María Etcheverry Boneo -

El cristianismo frente a la cosmovisión actual - 24 de septiembre de 1969

Toda la cultura cristiana y toda la civilización cristiana no es sino una extensión de la Encarnación. Si estudiando el hecho de ese Dios-Hombre, Jesucristo, percibimos, entendemos bien qué es lo que hay en Él de unidad en la Persona, qué hay de diversidad de naturalezas, qué hay de relaciones recíprocas entre esas dos naturalezas, tenemos la base para entender lo que tiene que ser, en lo fundamental, una cultura y una civilización cristiana.

La Encarnación es un hecho cultural y de civilización trascendental, que define y diferencia substancial y radicalmente la cultura y la civilización cristiana de cualquier otra. No es un hecho histórico que aparece y se va. Es un hecho histórico generador de una fuerza, y por otra parte, ejemplarizador, en virtud de lo cual todo después de la presencia de Jesucristo en el mundo, toda tarea cultural y de civilización se hace a partir de Jesucristo, según y a imitación de Él, y con la fuerza, con el ejemplo, con las ideas y con la incorporación, de alguna manera, a Jesucristo.

Y todas las relaciones que Jesucristo va a tener con las otras Personas divinas, con los hombres, con la sociedad y con las cosas, nos van a dar el paradigma y la fuerza vital para las relaciones que los hombres tenemos que tener entre nosotros. Y no nos va a dar sólo el modelo, sino además la fuerza necesaria, tanto en el plano sobrenatural como en el natural, para poder realizar la civilización y la cultura de acuerdo con ese arquetipo. Más aún, en Jesucristo vamos a tener el paradigma no sólo de lo social sino también de lo individual para cada hombre. En Jesucristo vamos a tener el ideal humanista de una civilización cristiana. Jesucristo va a ser el hombre perfecto por antonomasia, el modelo acabado, tanto en el orden individual, personal, como en el orden social.

Más aún, todas las dimensiones de la vida social, en virtud de lo cual los hombres se van integrando a esa vida en sus distintos sectores, cumpliendo diversas funciones, por mandatos o misiones diversas, las cuales han sido precedidas por distintas vocaciones. Todo llamado a la vida, es sobre la base de venir al mundo a cumplir como papel fundamental la expresión de una dimensión que se dio en Jesucristo. Él es hombre y Dios, es una síntesis de toda la humanidad y toda la humanidad no tiene que dar sino una explicitación, una amplificación de las dimensiones y del paradigma humanístico que es la humanidad misma de Jesucristo. Y esto vale para cada hombre, cada comunidad y cada sociedad. Esto vale para las sociedades destinadas al desarrollo del hombre sólo aquí abajo y para la Iglesia, sociedad destinada al desarrollo del hombre en relación con el más allá.

El hecho fundamental de la historia de la cultura y de la civilización es la presencia en la tierra de ese Theos y Antropos a la vez, de ese ser teándrico, de ese ser hombre y Dios: Jesucristo. Y el momento culminante de su vida, que es su muerte en la cruz y su Resurrección, sella el centro de toda la historia de la cultura y de la civilización. Esta afirmación, no es una declamación teórica, ni sólo teología, sino que la filosofía de la historia y la teología de la historia, y la filosofía de la cultura y la filosofía y la teología de lo social, todas ellas -basadas en los datos empíricos iluminados por la fe- van a coincidir en mostrarnos, precisamente, el papel y el lugar absolutamente central y fontal, liminar y conductor, que tiene la presencia de esta realidad -Jesucristo- en el mundo de la civilización y de la cultura.

Recorrer el año con cada misterio

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Meditación, 6 de diciembre de 1970

¿Qué es el año litúrgico?

El año litúrgico responde al deseo de la Iglesia de ponernos en contacto con Jesucristo, en cada uno de los momentos de nuestra vida, y con cada uno de los momentos de la vida del Señor.

¿Por qué? Porque Jesucristo desde el principio de su Encarnación tiene el carácter de Redentor, Maestro y Conductor y su paso terreno termina y culmina con los episodios de la Semana Santa: la Pasión, la Muerte, la Resurrección; y luego la Ascensión y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés; sin embargo, cada momento de la vida del Señor tiene un valor redentor particular: mereció la redención de nuestros pecados en un sector de ellos, y mereció una gracia especial de su corazón para nuestra vida, en algo fundamental de ella.

Cada misterio de la vida de Jesucristo tiene gracias particulares. Todos son fuente de gracia santificante, pero cada uno produce un don particular. Así como cada sacramento tiene, además de la gracia santificante, una gracia sacramental, es decir, un conjunto de ayudas particulares, de gracias actuales según su característica propia, así también -y de un modo todavía más substancial- cada uno de los misterios de Jesucristo produce gracia santificante para nuestras almas si nos ponemos en contacto con ellos; pero, además, nos la produce con un acento, con una fuerza, con una característica singular y con un conjunto de gracias actuales, en relación precisamente con ese misterio.

La Iglesia quiere que nuestra vida esté insertada en una especie de espiral que nos va circundando y elevando; espiral que en cada una de sus vueltas emplea un año y que cada año nos vuelve a poner frente a los misterios de la vida de Jesucristo para que, a medida que vayamos creciendo, con la nueva estatura que debemos ir adquiriendo, con las nuevas características, con los problemas, con los pros y con los contras de cada una de nuestras edades, volvamos a reencontrarnos con los misterios de Jesucristo y obtengamos, recabemos, saquemos aquellos beneficios particulares que hacen relación a cada misterio y que, por otra parte, convienen al propio momento actual.

Así, todos los misterios de la vida de Jesús pasan cada año delante de nosotros, para que renovemos y perfeccionemos nuestra vida espiritual, tanto en lo negativo, o sea, en el corte con el pecado y con lo que dificulta la marcha hacia Dios, como en lo positivo, es decir, en el desarrollo de la gracia santificante y en la posesión de las gracias actuales que nos den luz intelectual, fuerza a nuestra voluntad, calor a nuestro corazón, para poder ir marchando en esa vida espiritual.

Cuando san Juan Bautista se define, de acuerdo con palabras del Antiguo Testamento, como: una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos 1, en ese famoso texto la idea del camino tiene una múltiple referencia.

No sólo se trata de preparar el camino para que Jesucristo venga a nosotros -eso es lo obvio, es lo que hacía san Juan Bautista como resumen de lo que habían hecho todos los profetas del Antiguo Testamento, que era preparar la humanidad para la venida de Jesucristo; y es lo que fundamentalmente la Iglesia quiere hacer con nosotros en Adviento- además, la referencia a ese camino también tiene connotación a lo que es nuestra vida en la tierra: es un caminar, es un marchar hacia Jesucristo no ya cuando Él viene a este mundo en la primera Navidad, o cuando reproduce su nacimiento cada año en la liturgia, sino además cuando nos lo encontremos a Jesucristo en el segundo encuentro, que será el del cielo.

Marchamos por la tierra camino de la visión y del abrazo de Jesucristo allá en el cielo.

Y precisamente con la ayuda de san Juan Bautista, con la ayuda de la Iglesia -simbolizada por Juan- tenemos que ir bajando toda montaña que nos impida esa marcha, levantando toda hondonada que también obstaculice ese marchar, enderezando todo lo que pueda hacernos desviar de la meta, terraplenando todo lo que pueda ser lo desparejo del camino para que nuestra marcha hacia el encuentro con Jesucristo sea exitosa 2.

La Iglesia también, volviendo al ejemplo del espiral –como los profetas cuando reiteran con sentidos análogos- hace que la preparación para cada Navidad sea semejante a la preparación para "la otra Navidad", cuando nos encontremos con Jesucristo en el cielo. La presencia de Jesús visible en su nacimiento cada veinticinco de diciembre es anticipo, es analogía, es pregusto de la presencia visible del Señor en el otro nacimiento: el de la eternidad. Por eso todo lo que hagamos en esta época para prepararnos a la venida de Jesús el día de Navidad, será como un resumen y un anticipo de lo que tenemos que hacer en nuestra vida para prepararnos a "la otra Navidad".

La Iglesia en los tiempos antiguos y medievales no tuvo que fomentar en los cristianos prácticas de retiros temporarios del mundo, de la vida ordinaria, para buscar la conversión dentro de un edificio determinado, dentro de un monasterio, en la oración y en la penitencia. No conoció esos ejercicios porque normalmente toda la vida, en el ámbito de la civilización cristiana, en las ciudades, en los campos, donde transcurría la vida civil, adquiría una característica muy particular en el Adviento, como así también en la Cuaresma.

Y los cristianos con la Misa, con la parte del Oficio Divino que rezaban los laicos -por ejemplo las Vísperas o las Completas-, con los textos de la Sagrada Escritura que leían en relación con el momento en el cual estaban viviendo, con todo eso, durante los cuarenta días del Adviento, se iban preparando más y más para la venida de Jesucristo, lo cual les producía una verdadera conversión, es decir, un verdadero apartamiento del apego equivocado o excesivo a las creaturas y una apertura a la venida del Señor al corazón.

El pecado -como dice santo Tomás- consiste en una aversión, en una separación de Dios por conversión a las creaturas, conversión excesiva: amor creaturae usque ad contemptum Dei, amor de la creatura hasta el desprecio de Dios. Mientras que el estado de gracia -y la caridad- consiste en el amor de Dios hasta el desprecio de las creaturas cuando eso sea necesario, cuando esa creatura se nos ponga como contrapuesta, como opuesta, como adversaria del amor a Dios.

El Adviento tiene que ser esa preparación. Por ello, la figura de san Juan Bautista, preludiando lo que va a ser el nacimiento mismo de Jesucristo, nos predica en primer lugar un total desprendimiento de las cosas de afuera. Juan vive en el desierto. Y allí evidentemente no abundan las cosas. No abundan los medios ni las comodidades. No abunda nada de aquello que el hombre moderno llama confort. Ni la riqueza, ni la opulencia o el lujo.

En segundo lugar, Juan Bautista lleva una vida austera de los sentidos. ¡Claro! Ya el vivir en la pobreza, en el desprendimiento de las cosas de afuera nos produce una necesaria austeridad. Si no hay cosas hacia afuera, no es mucho lo que pueda halagarnos. Pero el Bautista, de modo particular, vive pobremente vestido con una piel de camello -y en invierno, en la Palestina hace bastante frío- y se alimenta con langostas silvestres -podría alimentarse con cabritos y otras cosas mejores-, de tal manera que coloca su cuerpo y sus sentidos, en una situación de especial austeridad.

Y así nos está predicando el desprendimiento no sólo de las cosas de afuera sino también de todo lo que sea nuestra sensualidad, de lo que sea buscar el gusto de nuestros sentidos y de nuestro corazón.

Finalmente, san Juan Bautista, nos enseña sobre todo el desprendimiento del propio yo: -¿Quién eres? Juan Bautista no se predica con el propio nombre. -Yo soy una voz -anónima- que grita en el desierto. -¿Quién eres tú? ¿Eres el Mesías? -No. Yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia. ¿Eres tú el Cristo? No lo soy 3. Rechaza todo lo que sea propio. Y cuando llega el momento determinado dice: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya 4.

La vida de Juan Bautista es así una marcha, una permanente voluntad de estar en el anonimato, de servir simplemente de pedestal, de escalera para que Jesucristo a través de él llegue a las personas. En un momento determinado, a san Juan Bautista se le acercan preocupados sus discípulos porque la gente que antes lo seguía, se ha ido con Jesucristo. Y entonces contesta esa frase tan linda: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya. En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz 5.

Ese desprendimiento de los tres posibles adversarios de Dios dentro de nuestro corazón: las cosas, nuestra sensualidad o nuestro corazón, y nuestro yo, es lo que la Iglesia nos pide en este Adviento, desde el punto de vista negativo. Y por otro lado, quiere hacernos valorar permanentemente -y para eso conocer y en consecuencia amar más y más- la venida de Jesucristo a nuestro corazón.

La Iglesia nos va a traer constantemente textos lindísimos del Antiguo Testamento. Rorate caeli desuper, decían los textos latinos antiguos tomados de la Biblia. Rorate caeli desuper -Destilen, cielos, desde lo alto-, et nubes pluant justum, - y que las nubes derramen la justicia 6-, al Salvador. Y la Iglesia lo repite en el Oficio Divino y en la Misa constantemente.

El Adviento tiene que obrar un desprendernos de las cosas y un abrir el corazón -un corazón tan limpio, un corazón en el cual el Señor pueda encontrarse cómodo-, abrirlo permanentemente a la aspiración y a la valoración de Jesucristo.

Entonces sí, el día de Navidad Jesucristo va a nacer de un modo nuevo dentro de nosotros y va a tomar posesión de nuestras potencias. De tal manera que nuestros pensamientos y sentimientos, nuestras decisiones, nuestro clima, todo sea comandado y dirigido, más aun, alimentado por Él. Que a partir de ese momento sea verdad aquello de san Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 7.

El clamor del Adviento

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Meditación, 30 de noviembre de 1968

Si todo fin y todo comienzo de año debe ser siempre, para las personas serias, responsables, un momento de balance: de mirar al pasado y a la vez al futuro, de sacar experiencia de lo ocurrido para asegurar un mejor rendimiento del porvenir, esto debe ocurrir de un modo mucho más particular y más exigente cuando se trata del fin y del comienzo del año eclesiástico y, por lo tanto, en relación con lo que más importa que es nuestra vida espiritual.

El año eclesiástico comienza con el Adviento, es decir, con la preparación para el nuevo nacimiento de Jesucristo en la Iglesia y en nuestras almas.

El Adviento, en la liturgia de la Iglesia, no sólo es una preparación para la conmemoración y para el nacimiento místico de Jesucristo en Navidad; no sólo mira a ese fin práctico, sino que -en esa actitud de la Iglesia de renovar cada año los misterios relativos al ciclo humano de la vida de Jesús- quiere comenzar con un signo de la larga expectación de la humanidad con respecto a la venida del Mesías anunciado.

Durante un mes vamos a renovar místicamente ese período de la historia de la humanidad que transcurre desde el pecado del primer hombre hasta la llegada visible del Redentor a este mundo.

Por eso es comprensible que la Iglesia asuma, en su liturgia de este tiempo, abundantes textos del Antiguo Testamento y sobre todo un espíritu tomado de la imagen de la tierra, por una parte seca, árida, sedienta de lluvia, y por otra, bien preparada para recibir en su seno la buena semilla en el momento de la siembra que espera le ha de llegar. Así como todo el tiempo del trabajo de la tierra previo a la siembra, está destinado a asegurar que cuando venga la semilla no encuentre ningún obstáculo a su supervivencia y a su desarrollo: a su germinación, al producir la planta, las flores, los frutos (es decir, una expansión total de esa vida latente que traía la semilla), así también todo el Antiguo Testamento, y el Adviento para nosotros, debe ser un trabajo de arada, de rastreo, de preparación de la tierra.

¿Para qué se ara? Primero para matar todos los yuyos, es decir, todas las plantas, todas las vidas que puedan entrar en competencia con la vida de la semilla y llevarse para ellas los frutos, las sales, las riquezas de la tierra; se requiere que cuando venga la semilla, nada en el seno de la tierra pueda disputarle la posesión de los alimentos.

Y se rastrea, en segundo lugar, para romper todos los cascotes y sacar todas las piedras y consecuentemente todos los huecos que haya entre cascote y cascote, lo cual, de no hacerse, haría que la semilla quede sin entrar en la tierra o al lanzar una raíz no pueda ella expandirla y se vea impedida de germinar o, en todo caso, limitada en su crecimiento.

¿Y para qué se riega, cuando se puede, la tierra? O ¿por qué clama la tierra que venga el agua del cielo, si el hombre no puede proporcionársela? Para que esa agua, además de incorporarse a la semilla y enriquecerla por sí misma, se convierta en el vehículo por el cual las sales y los elementos vitales que la tierra contiene se pongan al alcance y puedan entrar en contacto con la planta e introducirse dentro de ella y así enriquecerla, fortificarla, hacerla desarrollar y alcanzar todo lo apetecido.

La literatura del Antiguo Testamento está embebida en esta semejanza de la tierra que se trabaja y de la tierra que clama por la lluvia para que venga esa semilla a traer su vida. Y la liturgia de este Tiempo nos trae, con esta misma comparación, toda la fuerza de su sugerencia y de su sacramentalidad para que trabajemos nuestra alma, de tal manera que, en el Adviento quitemos todo lo que en nosotros pueda oponerse al nacimiento o a la futura expansión de Jesús con su vida, cuando llegue una vez más, en Navidad.

Que no quede ningún sector de nuestra persona: ni la inteligencia, ni la voluntad, ni el corazón, ni la sensibilidad, invadido por cualquier semilla que impida la entrada de Jesucristo con su vida, en ese sector.

Y que no haya en nosotros ningún cascote, ninguna costra, nada que, aunque no sea usufructuado por alguna otra vida, u otra semilla, o por algún otro organismo, sin embargo esté cerrado como un caparazón, a la penetración de Jesucristo cuando venga a nuestra alma místicamente el día de Navidad.

Y que, por otra parte, no falte el agua de la gracia que consigamos a fuerza de pedirla, a fuerza de clamar como clama la tierra -simbólicamente- cuando está seca; la gracia que merezcamos con nuestras oraciones y nuestras buenas obras, y que dentro de nosotros disponga todo lo necesario para que la vida de Jesús, el mundo de sus sugerencias mentales, de sus ilustraciones a la inteligencia, de sus mociones a la voluntad, de sus sentimientos para nuestro corazón, todo eso encuentre el vehículo apropiado, la tierra blanda, permeable, para que la haga llegar hasta todos los límites y dimensiones de nuestra persona.

Tengámoslo, entonces, muy en cuenta: se trata de quitar lo que pueda disputarle al Señor la posesión de nuestra persona; se trata de romper cualquier caparazón que nos cierre, que impida, que encallezca nuestra alma a la acción del Señor; se trata de ablandarla y de vehiculizarla toda, con la lluvia de la gracia que merezcamos y obtengamos por medio de la oración, y de las buenas obras ofrecidas con ese objeto.

Por otra parte, en el Adviento, la Iglesia nos pone la figura de san Juan Bautista, y con él otra nueva imagen. Ya no se trata de preparar una tierra capaz de acoger adecuadamente la buena semilla: se trata de preparar un camino para que pueda, por él, llegar a nuestra alma la Persona adorable del Señor.

Son cuatro las órdenes, los consejos o las consignas que san Juan Bautista -y la Iglesia con él- nos da.

En primer lugar, bajar los montes del orgullo 1. Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam, Dios a los soberbios, a los orgullosos rechaza, y en cambio da su gracia a los humildes 2. Sería increíble que Dios, que para venir a los hombres realiza el más estupendo prodigio de humildad que jamás se ha visto en la tierra: el reducirse del orden de lo infinito al orden de lo limitado, de la majestad inmensa de Dios a la dependencia de una creatura humana, de la vida eterna a la muerte temporal, de la omnipotencia a la impotencia, de la felicidad infinita al dolor acerbo, de la gloria y de la majestad maravillosas a la abyección más absoluta; en el momento en el cual Dios pega ese enorme salto de humildad, sería imposible que el Señor viniera a traer sus obsequios, sus gracias, sus bendiciones a los que lo reciben con orgullo.

Por eso la primera consigna de san Juan el Bautista es bajar los montes: todo monte y toda colina sea humillada, sea volteada, bajada, desmoronada. Y cada uno tiene que tomar esto con mucha seriedad y ver de qué manera y en qué forma ese orgullo -que todos tenemos- está en la propia alma y está con mayor prestancia, para tratar en el Adviento -con la ayuda de la gracia que hemos de pedir-, de reducirlo, moderarlo, vencerlo, ojalá suprimirlo en cuanto sea posible, a ese orgullo que obstaculizaría el descenso fructífero del Señor a nosotros.

En segundo lugar, Juan el Bautista nos habla de enderezar los senderos. Es la consigna más importante: Yo soy una voz que grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos 3. Y aquí tenemos, entonces, el llamado también obligatorio a la rectitud, es decir, a querer sincera y prácticamente sólo el bien, sólo lo que está bien, lo que es bueno, lo que quiere Dios, lo que es conforme con la ley de Dios o con la voluntad de Dios según nos conste de cualquier manera, lo que significa imitarlo a Jesús y darle gusto a El, aquello que se hace escuchando la voz interior del Espíritu Santo y de nuestra conciencia manejada por Él.

A cada uno corresponde en este momento ver qué es lo que hay que enderezar en la propia conducta, pero sobre todo en la propia actitud interior para que Jesucristo Nuestro Señor, viendo claramente nuestra buena voluntad y viéndonos humildes, esté dispuesto a venir a nuestro interior con plenitud, o por lo menos con abundancia de gracias.

El tercer aspecto del mensaje de san Juan el Bautista se refiere a hacer planos los caminos abruptos, los que tienen piedras o espinas, los que punzan los pies de los caminantes, los que impiden el camino tranquilo, sin dificultad. Y ese llamado hace referencia a la necesidad de ser para nuestro prójimo, precisamente, camino fácil y no obstáculo para su virtud y para su progreso espiritual: quitar de nosotros todo aquello que molesta al prójimo, que lo escandaliza, que lo irrita o que le dificulta de cualquier manera el poder marchar, directa o indirectamente, hacia el cielo.

El cuarto elemento del mensaje de san Juan Bautista es el de llenar toda hondonada, todo abismo, todo vacío. Los caminos no sólo se construyen bajando los montes excesivos, ni sólo enderezando los senderos torcidos, o allanando los caminos que tengan piedras: también llenando las hondonadas o cubriendo las ausencias. Este mensaje se refiere a la necesidad de llenar nuestras manos y nuestra conciencia con méritos, con oraciones, con obras buenas -como hicieron los Reyes Magos y los pastores- para poder acoger a Jesucristo con algo que le dé gusto; no sólo con la ausencia de obstáculos o de cosas que lo molesten, no sólo con ausencia de orgullo o con ausencia de falta de rectitud o de dificultades en nuestra conducta para con el prójimo, sino también positivamente con la construcción: con nuestras oraciones y con nuestras buenas obras y un pequeño -al menos- caudal, capital de méritos, que dé gusto al Señor cuando venga y que podamos depositar a sus pies.

Finalmente el Adviento, además de la conmemoración y el sentido del Antiguo Testamento -de la tierra que espera la buena semilla-, además de la figura límite entre el Antiguo Testamento y el Nuevo -san Juan Bautista-, este Tiempo nos acerca más al Señor por aquélla que, en definitiva, fue quien nos entregó a Jesucristo: la Virgen. No sólo en el hemisferio sur entramos al Adviento por la puerta del Mes de María, sino que en toda la Iglesia se entra al Adviento por la novena de la Inmaculada Concepción.

Y la Inmaculada Concepción significa dos cosas: por una parte, ausencia de pecado original y, por otra, ausencia de pecado para y por la plenitud de la gracia. La Virgen fue eximida del pecado original y de las consecuencias del pecado original que en el orden moral fundamentalmente es la concupiscencia, es decir, la rebelión de las pasiones, la falta de orden dentro de nuestra persona, el rechazo que nuestra materia y nuestros apetitos indómitos oponen a la reyecía de la voluntad y de la razón iluminadas por la fe, por la esperanza y por la caridad; iluminadas y encendidas y sostenidas por la gracia. La Virgen, preservada del pecado original en el momento mismo de su concepción y liberada de todo obstáculo, tuvo el alma plenamente capacitada desde el primer instante para recibir la plenitud de la gracia de Jesucristo. Por lo tanto su fiesta de la Inmaculada Concepción, con ese carácter sacramental que tienen todas las fiestas de la Iglesia, ese carácter de signo que enseña y de signo eficaz que produce lo que enseña, nos trae la gracia de liberarnos del pecado y de vencer, de moderar, de sujetar en nosotros las pasiones sueltas por la concupiscencia, a los efectos de que nos pueda llegar plenamente la gracia; y naturalmente, si estamos en Adviento, para que pueda venir la gracia del nacimiento de Jesucristo místicamente a nuestra alma, el día de Navidad.

Por lo tanto, unamos a toda la ayuda que nos pueden prestar los patriarcas del Antiguo Testamento que desde el cielo ruegan por nosotros (ellos que tanto pidieron la venida del Mesías), unamos a la intercesión y a la figura sacramental de san Juan Bautista, unamos por encima de ellos la presencia de la Santísima Virgen en la novena que precede a su fiesta y en todo este tiempo, pidiendo bien concretamente el poder liberarnos del pecado, de todo lo que en nosotros haya de orgullo, de falta de rectitud, de falta de caridad con el prójimo, de ausencia de virtud; liberarnos de todo ello para que, cuando venga Jesucristo el día de Navidad, no encuentre en nosotros ningún obstáculo a sus intenciones de llenar nuestra alma con su gracia.

La perspectiva de un nuevo nacimiento del Señor, en nosotros y en el mundo tan necesitado de Él, tiene que ser objeto de una preocupación, de todo un conjunto de sentimientos y de actos de voluntad que estén polarizados por el deseo de poner de nuestra parte todo lo que podamos, para que el Señor venga lo más plenamente posible sobre cada uno y sobre el mundo.

Y si esto vale siempre, se hace más exigente en las circunstancias del mundo presente que desvirtúa precisamente lo que Jesucristo trajo con su nacimiento. ¡Qué necesario es que pongamos todo de nuestra parte para que Jesús venga a nosotros con renovada fuerza el día de Navidad y, a través nuestro, sobre las personas que están cerca, sobre la Iglesia y sobre el mundo!

Quedémonos en espíritu de oración, fomentando en nuestro interior el deseo de que las cosas ocurran según las intenciones y los deseos del mismo Señor.

El Adviento es una época muy linda del año. Después de las fiestas de Navidad y de Pascua, quizá es la más linda, porque es una época de total esperanza, de seguridad alegre y confiada. En ese sentido nuestro Adviento es más lindo que el del Antiguo Testamento: se esperaba lo que todavía no había venido, en cambio nosotros sabemos que el Señor ya ha venido sobre el mundo, sobre la Iglesia, sobre cada uno y entonces tenemos mucho más apoyo para nuestra seguridad de que ha de venir nuevamente, a perfeccionar lo ya iniciado.

Por otra parte, esa presencia del Señor en la Iglesia y en nosotros nos ha hecho ir conociendo a Jesús, amándolo y tratándolo con confianza; por tanto, este esperar su nuevo nacimiento tiene que ser mucho más dulce, mucho más suave, mucho más seguro, mucho más esperanzado (con el doble elemento de seguridad y alegría de la esperanza) que lo que fue la espera de los hombres y mujeres del Antiguo Testamento.

Quedémonos, pues, unidos con Jesús, conversemos sobre estos temas, preguntémosle qué nos sugiere a cada uno en particular para que podamos, desde el comienzo, vivir el Adviento del modo más conducente para obtener la plenitud de Navidad que Él sin duda quiere darnos.

Cielos, enviad vuestro rocío...

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Meditación, 21 de diciembre de 1969

El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el Pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.

Éste comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: "Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas.

Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos.

Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios 1.

La antífona de entrada, canto con el cual comienza la liturgia de la Misa, en Adviento nos trae palabras muy lindas del Antiguo Testamento que resumen y expresan la expectación y el deseo vehemente que tenía el pueblo elegido, sobre todo en las almas más perfectas del "resto" de Israel, con respecto a la venida del Mesias.

¡Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen la justicia!

¡Que se abra la tierra y produzca la salvación…2!

Toda la naturaleza -como luego va a recordar san Pablo- estaba sufriendo porque hecha por Dios para servir al hombre a los efectos de que por medio de ella se vinculara con su Creador, en cambio era el instrumento y el escenario en el cual, a partir del pecado original, el hombre realizaba no su buena relación con Dios, no la gloria de Dios, no el servicio de Dios sino todo lo contrario: la ofensa de Dios y el mal del hombre. La misma naturaleza clamaba por el cambio de las cosas, clamaba porque viniera el justo.

Y el Adviento ha sido puesto por la Iglesia precisamente para ir haciendo crecer en nosotros el deseo vehemente y la preparación digna -condigna, lo más aproximada posible a lo adecuado- para poder recibir a Aquél a quien debemos estar deseando.

A Jesucristo Nuestro Señor lo tenemos no sólo en la Eucaristía, no sólo espiritualmente en el Cuerpo Místico, sino que esperamos tenerlo dentro de nuestra alma de un modo particular por la gracia santificante.

Pero hay grados y grados de presencia de Jesucristo en nuestro interior.

Hay un grado muy perfecto que es aquél que podía con toda verdad decir san Pablo de él mismo y que tantas veces hemos recordado: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 3. El apóstol hasta tal punto le había dejado a ese Jesucristo que sabía que estaba en su interior el propio terreno, la propia libertad; hasta tal punto prestaba permanentemente oído a la voz de Jesucristo y los pensamientos de san Pablo no eran sino los que le sugería el Señor; y lo mismo se daba en sus juicios y sus valores y sus sentimientos y toda su actitud interior, y como consecuencia de eso en su conducta externa.

A nosotros nos falta mucho para estar en este grado.

Pero, tampoco san Pablo había alcanzado la plenitud. Ningún hombre mientras esté en la tierra va a tener el grado máximo de sometimiento a Dios, de dejarse manejar por El para su propio bien y para su propia felicidad. Siempre en la tierra podemos crecer más.

También san Pablo tenía que esperar "cada Navidad" para que en él se produjera un avance sustancial, un nuevo nacimiento de Jesucristo, en cuanto el nuevo estado que el Señor adquiriera dentro de él a partir de esa Navidad significara una posesión mucho más plena de su interior por parte de Jesucristo.

Si san Pablo tenía que esperar la renovación del misterio del nacimiento con toda ilusión, con todo el deseo y la actitud sincera de poner los medios para que el Señor cuando renovara su venida no encontrara en el Apóstol ningún obstáculo a una toma de posesión más plena, ¡cuánto más tenemos que hacerlo nosotros!

Y repitamos una vez más: las fiestas de la Iglesia son sacramentales. Es decir, no sólo conmemoran sino traen, ellas mismas, la gracia que significan.

Cuando celebremos Navidad, no sólo vamos a recordar, no sólo vamos a pensar en el nacimiento de Jesucristo sino que vamos a ser testigos y beneficiarios de un nuevo nacimiento de Jesucristo en nuestro interior, en la medida en la cual nos hayamos dispuesto a celebrar esa fiesta con la mejor actitud.

El texto del Evangelio de san Lucas nos trae a san Juan Bautista, cuando el Precursor nos señala cuál debe ser nuestra disposición de preparación para la venida de Jesucristo.

¿En qué consiste lo fundamental? En preparar los caminos hacia Jesucristo, en hacer rectos sus senderos.

Lo primero es la rectitud. Esto implica la buena disposición de la voluntad. No tiene mayor importancia el que nos equivoquemos. Lo que está mal es que nos aferremos a cualquier cosa equivocada por más pequeña que sea. Lo que está mal es que no queramos mirar a la derecha por temor de que Dios allí nos esté haciendo señas. Lo que está mal es que tapemos el oído para no oír la voz de Dios que nos pueda comprometer. Lo que está mal es no decirle a Dios que sí ante una cosa pequeña por temor a que se tome demasiada confianza y nos pida una cosa mayor, o que detrás de una cosa pequeña nos pida otra y así sucesivamente nos vaya como atando en una cadena de requerimientos.

Ser rectos y a la vez ser generosos. Saber que si somos rectos Dios nos va a dar toda la fuerza necesaria para ir respondiendo a lo que El nos pida.

Lo primero es eso: la rectitud.

Y junto con esa rectitud, la humildad. Esa humildad que el texto nos recuerda gráficamente: Que todas las montañas y todas las colinas se abajen4. No se puede construir una carretera importante si una serie de montañas se interponen: a esas montañas hay que sacarlas, terraplenarlas o hay que horadarlas. Y la peor montaña que se opone a que el camino del Señor llegue a nosotros es el orgullo, es el creernos dueños de nuestras cosas, dueños de nuestros fines, de nuestros medios, dueños -a lo mejor- de vivir de todo lo nuestro.

No podemos ser rectos y hacer lo que Dios quiere si no comenzamos por ser humildes, por reconocer que todo lo que tenemos no nos pertenece y que, por lo tanto, Dios tiene pleno derecho a mandarnos y a pedirnos cualquier cosa. Además, con la convicción de que lo que nos mande y lo que nos pida va a ser siempre, en definitiva, para nuestra felicidad, para esa felicidad infinita, en cierto grado, en el cielo.

¿Qué más?

El mismo texto nos lo dice. Luego, de prepararnos y de aspirar a que venga el Señor, de desearlo intensamente con buena voluntad, con rectitud, es decir, con disposición de hacer lo que Dios quiera, con humildad de bajar cualquier montaña, sigue el texto: Hay que rellenar los valles 5. Tampoco puede haber un camino si se encuentra con precipicios y abismos. Y rellenar las hondonadas es tener en las manos y primero en el corazón, algunas obras buenas.

Jesucristo nos dijo: No son los que me dicen: "Señor, Señor", los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo 6.

Toda la Sagrada Escritura está llena de recomendaciones que nos dicen que traduzcamos nuestros buenos sentimientos y nuestra buena voluntad -esa rectitud, esa disposición- en obras, en hacer nuestro deber, lo que Dios nuestro Señor aquí y ahora -por más pequeño que sea- nos esté pidiendo en materia de conducta, respecto de las tareas que debemos emprender o que tenemos entre manos; y también en materia de nuestra piedad, de oración, de nuestra relación con Él. No podemos decir que somos rectos y queremos que venga el Señor, que queremos que Él nos mande lo que quiera y no poner de nuestra parte ningún esfuerzo por la oración, por ponernos en contacto con Él, por darle a Dios oportunidad para que pueda hablarnos, para que pueda decirnos lo que quiere.

Y una vez que se ha trabajado el camino recto, que se han bajado los obstáculos, que se han llenado las deficiencias, las ausencias, entonces llega el momento de terraplenar, de pulir las piedras, los pequeños escollos del camino. Y a ello también hace referencia este texto.

Esos escollos para pulir se refieren, sobre todo, a nuestras relaciones con el prójimo. Jesucristo también quiere que quitemos todo aquello que es demasiado anguloso, todo aquello que molesta al prójimo, aquello que impide al prójimo tener la alegría necesaria para recibirlo a Él.

Así entonces, si cuidamos estas cosas, cuando venga el Señor el día de Navidad, de un modo místico pero real, de un modo espiritual, de un modo sobrenatural lo hará para entrar plenamente en nuestra alma -por lo menos con una plenitud mucho mayor- para que nos vayamos aproximando aquí en la tierra al ideal de san Pablo, y así nos preparemos a la vida infinitamente feliz de la total posesión de Dios en el cielo.

¿Qué fueron a ver al desierto? (Mt. 11, 7)

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 4 de diciembre de 1966

Juan el Bautista, oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?". Jesús les respondió: "Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!"

Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: "¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquél de quien está escrito: "Yo envío a mi mensajero delante de ti, para prepararte el camino" 1.

Dejemos un instante el sentido profundo de la vida de san Juan Bautista y fijémonos, en cambio, en su figura que, es tan indicadora de cómo tenemos que ser. Esa figura del Bautista que aparece a través de las palabras de Jesucristo, con las cuales le paga a Juan el hecho lindo de haberle enviado a sus discípulos. ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Un hombre vestido con refinamiento -dice el texto-, un hombre vestido y rodeado de lujo? No. ¿Un sibarita? No. Ésos están en las casas de los reyes. ¿Salisteis a ver un hombre sin firmeza, un hombre versátil, un hombre veleta que va de un lado para otro, que se acomoda permanentemente a las últimas teorías, a las doctrinas, a las últimas modas? No. Salisteis a ver no una caña agitada por el viento, sino un hombre firme.

Un hombre firme no quiere decir un hombre intolerante, pero sí capaz de adecuarse a su pueblo y de preparar a ese pueblo para recibirlo a Jesucristo. Juan no era un hombre que viniera de "ultratumba" y que por eso no tuviera capacidad de adecuarse a los hombres de su tiempo. Por el contrario, todos corrían tras él, iban a recibir el bautismo de penitencia, aunque no fuera un hombre que los halagaba. Era un hombre que se imponía por su autoridad moral, por su verdad, por su conducta.

Entonces, no es un sibarita, no es un hedonista, que hace de la vida un vivir cómodo, no es un hombre acomodaticio, de ninguna manera; finalmente, tampoco habla para su propio halago, para quedar bien, para tener tal o cual prestigio frente a tal o cual auditorio. Es un profeta, es un hombre que habla con la palabra de Dios, habla de aquello que ha recibido, de lo que, le guste a él o no le guste, le guste al auditorio o no, es lo que Dios Nuestro Señor quiere que transmita al pueblo. Eso es lo que hicieron los profetas y generalmente acabaron lapidados por el pueblo, al cual no le agradaban muchas veces las palabras, los mensajes, las indicaciones de esos mensajeros en nombre de Dios.

Sí, es un profeta -dice Jesucristo- y es más que un profeta. En otro momento Jesucristo llega a decir de Juan que es el hombre más grande que ha nacido de mujer 2. ¿Por qué? Porque es un profeta que viene a anunciar de parte de Dios nada menos que la presencia de Jesús, a quien tenemos que adherirnos con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas. La misión más grande que se puede tener en la tierra es la de mostrarlo a Jesucristo y llevar a los hombres al encuentro con Él.

San Juan Bautista es un hombre austero, firme, desprovisto de toda vanidad, de toda mira propia, que no busca sino transmitir las palabras de Dios y, sobre todo, llevar a los hombres hacia el Señor, con total desprendimiento de sí.

De la figura del Bautista, aquello que sirve para cualquier persona que quiere en la vida cumplir una misión de apostolado, una misión de bien hacia el prójimo, sirve también en lo relativo al encuentro personal con Jesucristo. Si queremos encontrarnos con el Señor tenemos que ser, ante todo, abnegados respecto de las cosas y respecto de nosotros mismos.

Si vivimos muy adheridos a las cosas de este mundo como lo estamos en esta época moderna, en la cual hay una enorme máquina destinada a crear más y más comodidades, más y más bienes -con aquella fórmula famosa de la economía contemporánea: "producir más para vivir mejor"- dificilmente nos acercaremos a Jesucristo. El que vive muy aferrado, muy tomado por la dialéctica del mundo moderno, el que vive preocupado sólo por mejorar su standard de vida material, difícilmente pueda acercarse a Jesucristo Nuestro Señor, quien teniendo todo en sus manos eligió la pobreza, la total carencia de medios. Nadie nació más pobre que Jesucristo, nadie ha nacido en un comedero, en un establo, teniendo por cuna unas pajas que servían de alimento a los animales.

Entonces, en primer lugar, para encontrarlo a Jesucristo se necesita desprendimiento de las cosas de aquí abajo. En segundo lugar, se necesita un poco de firmeza en la adhesión al Señor, a lo que Dios manda.

san Juan Bautista dirige a sus discípulos hacia Jesucristo. Es un hombre que no quiere transmitir sino la palabra de Dios. Es un profeta y un profeta destinado a señalar la presencia del Mesías y a mandar a los hombres hacia Él. Y eso con toda firmeza, con esa firmeza que luego van a imitar y van a reproducir los Apóstoles cuando los del Sanedrín les quieran prohibir que prediquen a Jesucristo y ellos dirán: Juzgad vosotros mismos a quién tenemos que obedecer, si a Dios o a los hombres, si a Dios o a vosotros 3. Se necesita esa firmeza interior.

Y nosotros tenemos a qué adherirnos con firmeza. Conocemos perfectamente la palabra de Dios que nos viene por la Escritura, a esa palabra la ha recibido la Tradición y nos la ha enseñado durante veinte siglos el Magisterio de la Iglesia. Tenemos que adherirnos a ella, con firmeza, con la constancia que tuvo san Juan Bautista y como lo hicieron tantos profetas; aunque pueda costarnos el tener que vivir a contrapelo, aunque pueda costarnos algún disgusto, como a los Apóstoles, y antes a los profetas y al mismo Juan el Bautista; claro está que a ellos les costó la misma vida.

Entonces, tenemos que renunciar a las cosas de acá abajo y adherirnos con rectitud a lo que Dios quiera, nos guste o no nos guste, esté de moda o no lo esté, satisfaga tales o cuales aspiraciones nuestras o no las satisfaga. Tenemos que adherirnos a la palabra de Dios, a lo que nos consta que Dios nos pide, nos guste o nos cueste.

Así entonces, con el desprendimiento de las cosas de afuera y el desprendimiento de nuestra conveniencia, con adhesión total a Jesucristo y con mucha humildad -esa humildad que tiene Juan Bautista, en virtud de la cual dice que no es digno de atar las correas de los zapatos del Señor, que es necesario que Jesucristo crezca y que él disminuya y en virtud de la cual se desprende de sus discípulos y los envía al Señor- también nosotros iremos al encuentro de Jesucristo, pasaremos muy bien nuestro Adviento, Él vendrá plenamente en Navidad y tendremos la garantía de caminar por la tierra derecho hacia nuestro destino final.

Y esa marcha no sólo va a ser exitosa para el más allá, sino también para el más acá. No nos olvidemos nunca de las palabras de Jesucristo: Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura 4. Busquemos con rectitud al Señor y sus fines eternos y no nos vamos a arrepentir de ello ni siquiera para las cosas de aquí abajo.

Que sólo aparezca Jesucristo

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 18 de diciembre de 1966

El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el Pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.

Éste comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: "Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas.

Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos.

Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios 1.

De nuevo tenemos la figura de Juan el Bautista y de nuevo su predicación insistiendo en lo mismo, aunque más explícitamente que otras veces: se trata de preparar los caminos del Señor en nuestra alma, se trata, fundamentalmente, de enderezar nuestros senderos. Digamos desde ya, frente a la perspectiva de la Navidad, que ese enderezamiento de nuestras almas que el Señor requiere, esa rectitud que pide en nuestra voluntad, en nuestros corazones, tienen que disponernos de tal manera que, cuando llegue el día de Navidad lo recibamos y lo admitamos tal como se nos va a presentar, es decir, como una invitación enormemente elocuente a la humildad, a la pobreza y al desprendimiento.

Es el Hijo de Dios que nace hecho hombre en las condiciones más humildes y más humillantes que puedan darse. Nace en el desprendimiento más absoluto de todos los bienes temporales y, como consecuencia de ese desprendimiento, en la mayor mortificación e incomodidad y en la mayor ausencia de lo que hoy llamaríamos confort, de lo que hoy llamaríamos medios de nuestra civilización para que la vida sea mejor.

¿Qué es lo que Jesucristo quiere encontrar el día de Navidad para venir más plenamente a nuestros corazones, para venir nuestra alma a cumplir su misión, a tomar posesión de nosotros?

Ante todo quiere que nos desprendamos de nuestro propio yo. Nunca vamos a insistir suficientemente en esto. No nos olvidemos que ese Jesucristo que va a nacer y quiere nacer en nosotros, es el mismo que nos dice: El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga 2. No nos dice: el que quiere ser mi discípulo exalte su propio yo, exalte su propia libertad, exalte su propia personalidad, haga lo que a él se le ocurre, rija todo por su propia inteligencia, decida todo por su libre albedrío, o según le dé su capricho o su gana. Jesucristo nos dice todo lo contrario. Y desde hace dos mil años el cristianismo ha venido bebiendo de esto. La Iglesia así lo ha entendido, porque así fluye de las páginas del Evangelio que son transparentes y que no permiten ninguna tergiversación: Jesucristo es el ejemplo más absoluto de humildad y de desprendimiento.

En la historia de la Iglesia encontramos traductores fieles de este ejemplo. San Francisco de Asís, que desarrolló enormemente el amor al pesebre, es el ejemplo de la humildad más absoluta y de la pobreza más total, tanto que era "il poverello", el pobrecito de Asís. Y uno de los ejemplos más grandes de personalidad que hay en la historia, de la Iglesia y de la cultura occidental, es el de santa Teresa del Niño Jesús, personalidad que se revela al máximo en el momento más absoluto de la verdad y de la sinceridad, que es el momento de la muerte. Muchos hombres se han animado a vivir en teatro, pocos hombres se han animado a vivir en teatro frente a la muerte; y una persona honesta no se va a poner a hacer teatro en ese momento, y menos un santo. Recordemos cómo santa Teresa del Niño Jesús en el momento de morir o poco antes, empieza a hablar de su misión desde el más allá y en la historia, de un modo portentoso: "Quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra". "Este libro mío va a ser leído en todo el mundo". "Voy a abrir un nuevo camino que seguirán muchas almas". Es difícil encontrar otro caso de una persona que tenga tanta seguridad sobre su papel en el más allá -en la esfera, en el campo y en el mundo de la verdad absoluta, que es el mundo de Dios- y en la historia. Y lo curioso es que esa seguridad total se ve avalada de un modo estruendoso por los hechos, porque el libro de santa Teresita, esa libreta de notas -escrita precisamente en una libreta de almacén y en lápiz- se convierte, después del Evangelio, en el libro más leído y con mayor influjo de los tiempos modernos. Santa Teresita construye su personalidad por el camino de la infancia espiritual. Ella se define o quiere ser, una pelota en las manos del Niño Jesús: que cuando quiera juegue, cuando quiera la patee, cuando quiera la oprima, cuando quiera la rompa y cuando quiera la abandone en un rincón. Así quiere ser en manos de Dios.

Entonces, el desprendimiento del propio yo es el primer camino que san Juan el Bautista nos señala cuando dice: es necesario que Él crezca y que yo disminuya 3. Que yo disminuya y Él crezca, a tal punto, que cuando Jesús pasa ante él le manda a sus discípulos desprendiéndose de ellos inmediatamente. Juan, que no es digno de desatar las correas de las sandalias de Jesucristo 4, cuando aparece el Señor se inmola y muere: le cortan la cabeza, para que aún físicamente quede aniquilado, para que solamente aparezca Jesucristo para el cual y sólo para quien ha querido vivir.

Ese desprendimiento de nuestro yo es la disposición que se nos pide en el Adviento: pensemos si estamos dispuestos a hacer lo que Dios quiera o lo que nosotros queremos; si vamos a poder decir en nuestra vida lo que Jesucristo dijo: He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me envió 5, o vamos a decir siempre, de una manera o de otra: quiero hacer lo que a mí se me ocurre. Seamos sinceros y digamos con Jesucristo: Las cosas que le agradan a mi Padre son las que Yo hago 6. ¿O vamos a andar regateando y vamos a ceder frente a la voluntad de Dios sólo cuando no hay más remedio? ¿Le vamos a decir a Dios: elegí la manzana, pero la de la derecha es mía? Decidamos si vamos a jugar limpio o vamos a jugar sucio, si vamos a ser inteligentes o vamos a ser zonzos, por más que eso aparentemente nos dé cartel de intelectuales o de personalidades.

Esa disposición es lo primero que san Juan Bautista nos señala como condición y es lo primero que el Señor nos va a pedir; Él viene a obedecer a su Padre y si nosotros no estamos dispuestos a obedecer a Dios, no podemos recibir a Jesucristo y Él no puede identificar su vida con la nuestra, no nos puede asumir, no somos un instrumento apto, no somos un piano para que pueda ejecutar en nosotros la sonata que quiere tocar.

Como consecuencia del desprendimiento de nuestro yo, viene el desprendimiento de las cosas. Pensemos si vamos a recibirlo a Jesucristo demasiado apegados a las cosas, a las personas, a las instituciones, o a cualquier tipo de realidades terrenales que nos aten y que nos condicionen en nuestra libertad de entrega a Dios. Porque esas cosas pueden, en algún momento, contraponerse a Dios y constituir un obstáculo para que lo elijamos a Él cuando nos pida que por su amor dejemos algo.

En consecuencia, finalmente, la tercera condición es si, desprendidos de nuestro yo y de las cosas de afuera, también estamos dispuestos a mortificarnos en nuestras potencias: a no pensar lo que me gusta sino lo que debo pensar, a no decidir lo que me gusta sino lo que debo decidir, a no gozar estéticamente lo que me guste sino lo que debo, a no amar sino a quien debo amar, en la medida en la cual debo amar y del modo en el cual debo hacerlo, y a no usar todas las cosas sino en el modo y en la medida en la cual sean instrumentales para cumplir la voluntad de Dios.

Si creemos que estamos bien dispuestos a ese triple respecto, entonces estamos en camino hacia la rectitud y estamos en camino de poder ser instrumentos aptos para que Jesucristo nos asuma el día de Navidad y nazca de un modo mucho más pleno y se verifique en nosotros la palabra de san Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 7.

Es el momento de preguntarnos

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 13 de diciembre de 1970

La gente le preguntaba a Juan: "¿Qué debemos hacer entonces?". El les respondía: "El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto". Algunos publicanos vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron: "Maestro, ¿qué debemos hacer?". Él les respondió: "No exijan más de lo estipulado". A su vez, unos soldados le preguntaron: "Y nosotros, ¿qué debemos hacer?". Juan les respondió: "No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo".

Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: "Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era y recoger el trigo en su granero. Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible". Y por medio de muchas otras, exhortaciones anunciaba al pueblo la Buena Noticia 1 .

Este texto de san Lucas tiene la ventaja de presentarnos de modo muy concreto un camino para prepararnos - según se dio en el Antiguo Testamento y según la Iglesia quiere- para la venida inmediata de Jesucristo en Navidad.

Se presentan ante san Juan unos cuantos tipos de personas. Los campesinos de la zona, probablemente acostumbrados a transgredir la ley de Dios, sobre todo en cuestiones de justicia: quedarse con un poco de trigo ajeno, sacar unas uvas de los viñedos del vecino, trampear en alguna transacción, cerrar el corazón a algún pobre que necesita, fingir pobreza para sacar algo a los demás. A esta gente que estaba acostumbrada a proceder así, Juan bien concretamente les dice: el que tiene dos túnicas que dé una; el que tiene un poco más de comer, que lo dé. El Bautista, más allá de la justicia estricta, exige una marcha -dentro del mismo campo de las cosas materiales- hacia la caridad que llegue a compadecerse del prójimo y, lejos de defraudarlo, le dé más.

Se encuentra con unos soldados que también vienen a bautizarse y le dicen: -¿Qué debemos hacer para alcanzar la vida eterna, o para prepararnos para hacer penitencia? ¿Ustedes están acostumbrados porque tienen armas para presionar? No extorsionen. ¿Están acostumbrados a hacer falsas denuncias por venganza o para luego levantarla mediante la extorsión, etc.? No utilicen la falsa delación, la falsa denuncia. ¿Ustedes están acostumbrados, asegurados por las armas, a presionar incluso a la autoridad, exigiendo mayores pagas? Conténtense con lo que están recibiendo. Bien concretamente, a este otro grupo de personas le señala el camino de la penitencia, es decir, de la corrección, del desprendimiento de lo que está mal y de la apertura y de la aspiración a lo que está bien. Les señala el camino de acuerdo con el propio estado, de acuerdo con las propias costumbres, de acuerdo con el propio tenor de vida. Y allí les señala precisamente: que tienen que buscar el camino de la propia corrección.

Y esto tiene una enseñanza muy clara para nosotros. Nos estamos acercando a Navidad. La figura de Juan Bautista nos ha venido repitiendo el desprendimiento de las cosas de afuera, el desprendimiento de nuestras pasiones, de todo lo que sea el mundo de nuestros sentidos o el mundo de nuestra psicología, el desprendimiento sobre todo de nuestro propio yo, de nuestro orgullo, de nuestro amor propio.

¿Por qué no aplicamos a situaciones bien concretas estas enseñanzas? Nos hemos ido acostumbrando a no frenar las ganas de sentirnos por encima de los demás, o de usar nuestra prepotencia o de exigir pseudo derechos o lo que fuere. Pero ahora se nos pide que concretemos. ¿Y por qué no concretamos haciendo un examen de conciencia, precisamente frente a aquellas cosas que componen la trama diaria de nuestra vida? Un examen de conciencia respecto de lo que hacemos, respecto del contenido, del modo, de la cantidad de lo que hacemos; y de lo que dejamos de hacer cuando deberíamos hacerlo; o de lo que no está del todo bien en el momento, en las circunstancias o en las condiciones en las cuales lo hacemos. Porque precisamente la afección a las cosas de afuera, o la subordinación a nuestros apetitos, o el sometimiento a nuestro yo, nos hacen transgredir una serie de reglas en nuestra conducta: de normas estrictas de bien y de mal o reglas de perfección, de mayor bien, que para nosotros pueden ser de alguna manera obligatorias porque el Señor nos las muestra para algo. Nos las señala y nos muestra los senderos dándonos la gracia necesaria para marchar por ellos.

Entonces, es el momento de empezar a ver dentro de nuestra conciencia, por más que estemos ocupados en muchas cosas y empezar a hacer un examen un poco más minucioso que de costumbre. Es el momento de preguntarnos qué es lo que le gustaría a Jesucristo Nuestro Señor que hubiéramos cambiado para que Él pueda llegar y estar cómodo, en casa de amigos, en casa de personas muy queridas, el día de Navidad. Qué le gustaría que cambiáramos en nuestras relaciones con Él, con el Padre Eterno, con el Espíritu Santo, con la Virgen; en nuestra vida espiritual en general; en nuestras relaciones con el prójimo; en nuestras relaciones con las cosas y tareas que tenemos entre manos y que de una manera u otra nos son obligatorias. Qué es lo que tendríamos que modificar en lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer. Preguntémonos ya, qué es lo que Jesucristo está deseando pedirnos y no nos lo pide para no exponerse a un rechazo de parte nuestra. Si fuéramos del todo sinceros y quisiéramos entrar en nuestro interior con total desapasionamiento, con total deseo de mirar las cosas como son y de tener el corazón totalmente dispuesto, qué es lo que allí veríamos que el Señor nos insinúa respecto de algo que tendríamos que hacer, o de algo que deberíamos dejar de hacer, respecto de una cosa, de una persona, de una institución, de una situación que sería mejor que abandonáramos o –por el contrario- que asumiéramos, o respecto de la cual sería mejor que cambiáramos en el modo, en la cantidad, en las circunstancias. Qué es -por lo tanto- no sólo lo que está mal en lo que hacemos sino lo que sería mejor y que, si somos muy sinceros, nos vamos a dar cuenta de que el Señor nos lo está pidiendo o, por lo menos, insinuando.

Así entonces si nos ponemos con frecuencia frente a Jesucristo en estos días de Adviento y le preguntamos realmente al Señor qué quiere que veamos, qué quiere que quitemos, qué quiere que asumamos, qué quiere que modifiquemos de una manera u otra, qué quiere mandarnos, qué quiere apenas insinuarnos, qué le gustaría que le ofreciéramos...si se lo preguntamos Él no va a dejar de respondernos. Nos va a ayudar. Nos va a ir mostrando y nos va a ir dando toda la gracia para que, ya, cuanto antes, por una parte nos arrepintamos de lo que está mal, y nos purifiquemos si es necesario por una confesión mejor hecha que de costumbre y, por otra, vayamos estableciendo los modos concretos y los plazos también concretos para un cambio respecto de todo aquello que tengamos que cambiar. Y entonces sí, en el día de Navidad, Jesucristo va a venir muy plenamente, muy gozosamente decidido a nacer dentro de nosotros, con plenitud en nuestras potencias para que empecemos una vida nueva, para que aquella palabra de san Pablo que tantas veces repetimos y, ahora, una vez más, sea verdad en cada uno de nosotros: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 2.

Ese Niño es el Hijo de Dios

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 24 de diciembre de 1967

María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un Hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un Hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque Él salvará a su Pueblo de todos sus pecados 1.

Faltan pocas horas y vamos a renovar con la Iglesia de un modo a la vez misterioso y sacramental -lleno de simbolismo y lleno de eficacia- el nacimiento de Jesús.

Demos una parte de nuestro tiempo -ojalá que mucho- a nuestra última preparación para esta venida del Señor que será tanto más eficaz y fructuosa cuanto mejor estemos dispuestos para ella.

Recordemos lo que la Iglesia nos ha venido poniendo delante de los ojos, sobre todo con el ejemplo de san Juan Bautista, para que precisamente esta enseñanza se haga carne en nosotros y cuando el Señor llegue esta noche lo recibamos del modo más oportuno posible.

Los mismos textos del Santo Evangelio que nos narran los prolegómenos inmediatos, los momentos inmediatamente precedentes al nacimiento, nos están inculcando los sentimientos que tenemos que tener e invitando a desarrollarlos.

En primer lugar, recogimiento. Paradojalmente conmemoramos Navidad con un gran bullicio, con un gran ruido, con mucho movimiento. En cambio, la primera Navidad se preparó en el recogimiento: no fue en Jerusalén ni en Roma ni en el centro de Belén, ni siquiera entre amigos y conocidos; fue en un pueblito extraño a los personajes -aunque era cuna de su familia- y fue en las afueras de ese pueblo. Más aún, se preparó en el lugar donde iba a ocurrir -una cueva de animales- con profundo recogimiento y en soledad de los hombres y en silencio: allí no hay ruido, allí no hay palabras que sobren, la Virgen y san José están abismados en la contemplación del Niño que está en el seno de la Virgen y que poco después va a nacer trayendo visiblemente a Dios.

Además, todo ocurre en pobreza. Es una cosa que salta a la vista en cuanto leemos los textos: ¡en qué pobreza va a nacer el Hijo de Dios! Nadie en la tierra pudo haber nacido en condiciones más pobres que las de Jesucristo: no sólo en casa ajena sino en casa no humana, en casa de animales; la cuna del Niño Dios va a ser un comedero, un pesebre; su colchón va a ser un poco de heno, un poco de alimento de unas bestias que están alrededor.

Y eso lo elige el Niño Dios para Él y para su Madre y san José y para enseñarnos la preparación para lo que va a ocurrir. Lo elige, con plena conciencia, para hacernos desprender de las cosas de aquí abajo frente al enorme regalo que es lo de arriba y que es la venida del Hijo de Dios.

Naturalmente, esa pobreza trae mortificación. Cuando se tienen muchos medios la vida es cómoda; para los que carecen de medios la vida es dura. Allí estaban en pleno invierno, hacía frío, había viento, era duro ese colchón del Niño, era duro el colchón de la Virgen, era absolutamente inhóspito todo lo que los rodeaba.

En el silencio, en el recogimiento, en la separación de los hombres, en la separación de las cosas y en la mortificación, va a nacer el Hijo de Dios y se preparan los padres para ese momento.

Y luego, nace el Niño Dios en una profunda humildad. Decíamos que nadie ha nacido más pobre y, como consecuencia, más humillado. Se les había cerrado la puerta de la posada porque eran pobres. Se les había afrentado, por lo tanto. No había lugar para ellos.

El Niño Dios no es digno de nacer en casa de hombres, sólo es digno de nacer en casa de animales. Su Madre y san José soportan todo esto con total aceptación, con toda serenidad, con toda paz, con pleno acatamiento de la voluntad de Dios.

Y así entramos en la actitud fundamental que es la obediencia: nace el Niño Dios porque viene a obedecer a su Padre, nace porque la Virgen ha dicho "sí" en el momento de la Anunciación; nace delante de san José porque san José también dijo "sí" cuando –como leemos en Mateo- estaba por dejarla a la Virgen y el ángel le advirtió que no se fuera, que lo que ocurría en su esposa era obra del Espíritu Santo; nace allí, en Belén, porque quieren cumplir con la voluntad de Dios, que se manifiesta a través de la autoridad, cuando manda a cada uno empadronarse en el lugar original de la propia familia; y nace, así, cumpliendo las Escrituras.

Todo es obediencia en estos personajes, una obediencia que contrasta tanto con nuestro espíritu de rebelión, con nuestro espíritu moderno de autonomía.

Todo allí es fe. No hay la menor duda de que María Santísima y san José están ciertos de que el Niño que tiene la Virgen en las entrañas y que pronto van a poder contemplar y abrazar, ese Niño es el Hijo de Dios; y lo creen con toda firmeza porque Dios se los ha dicho a través del ángel, el Señor se los ha revelado internamente más y más durante los nueve meses de la gestación. Ellos creen firmemente y con esa fe obsequian a Dios.

Jesús nace en medio de una esperanza plena. María y José se sienten, evidentemente, muy por debajo de la enorme responsabilidad de ser madre y padre adoptivo, nada menos que del Hijo de Dios. Pero ellos sin embargo esperan, es decir, confían en el poder de Dios, confían en el amor y en la fidelidad de Dios a la promesa que ha hecho y, entonces, están seguros y están contentos; porque cuando uno está frente a una empresa ardua y tiene todos los medios divinos, cuanto más ardua sea la empresa, más gloriosa va a ser para Dios y más meritoria para nosotros.

María y José están llenos de amor: llenos de amor a Dios Padre a quien obedecen, al Niño a quien esperan con el corazón abierto, a los hombres a quienes saben que ese Niño viene a redimir y a quienes aprenden a amar sabiendo que Jesús los va a amar tanto que va a morir por ellos, sabiendo que ese hijo es el Hijo de Dios que se encarna precisamente para salvar a los hombres.

Finalmente están allí en total rectitud y en total disponibilidad: están allí porque Dios quiere, están como Dios quiere y están para lo que Dios quiera; están con el corazón, con la inteligencia, con la voluntad, con todas sus potencias perfectamente dispuestas; están repitiendo las palabras de la Virgen: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra 2. Ni siquiera se atreven a colaborar con Dios; le dicen que Él haga dentro de ellos todo lo que quiera: en su inteligencia, en su voluntad, en su corazón, en cada una de sus potencias, en toda su vida.

Así esperan al Niño y así quiere la Iglesia que lo esperemos también nosotros.

Durante este día terminemos de ajustar nuestra preparación en esta línea, en la línea que nos señala la misma Iglesia y los textos evangélicos y todo el espíritu de la liturgia.

La venida del Niño Dios en Nochebuena puede, debe y va a ser enormemente trascendental para el mundo y también para cada uno de nosotros. Podrá ser más o menos espectacular, podremos notar y otros inmediatamente, que tenemos una divinización mayor o menor, podrá ocurrir esto externa o sensiblemente en nuestro interior, o no -tal vez mejor que no- pero estemos ciertos de que, si nos preparamos, esa transformación se va a producir. Jesucristo nos va a informar, Él mismo nos va a cambiar nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestras voliciones, toda nuestra vida por la suya. Jesucristo va a nacer en nosotros y vamos a poder decir, con toda verdad, como san Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 3.

Una maravillosa epopeya

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 20 de diciembre de 1970

María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas ésta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: "¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre" ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegriá en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor" 1.

El texto que acabamos de leer nos presenta a la Santísima Virgen en la visita a santa Isabel, ya habiendo concebido al Niño en su seno y en plena gestación.

Por un lado, la Santísima Virgen vive en su interior esa, casi diríamos, maravillosa epopeya, que es la gestación del cuerpo del Hijo de Dios dentro de Ella,. Lo que está ocurriendo dentro de la Virgen es una colaboración magnífica. Ella ofrece allí activamente su naturaleza, casi diríamos la tela, la tela de primera calidad; el Hijo de Dios con esa tela va construyendo -algo así como hacen los gusanos de seda su capullo alrededor de ellos mismos- va obrando con la fuerza de la divinidad y con la fuerza de su alma humana ya encarnada, va construyéndose más y más -a partir del embrión inicial- su propio cuerpo.

A la vez va haciendo una segunda tarea: va construyendo, además de ese habitáculo físico y de ese instrumento que es su cuerpo, se va creando más y más otra habitación, un contorno, un vivero espiritual cada vez más perfecto, porque va trabajando la psicología y el espíritu de la Virgen. Y la Santísima Virgen, cuando el Señor estaba dentro de Ella, sentía y percibía -y para ello colaboraba- cómo el Hijo de Dios en su interior la iba perfeccionando en todo el ámbito de su psicología: en el modo de sentir, en el modo de valorar, de gozar, de entristecerse, en el estado de ánimo, en el modo de ser y de estar en su interior. Pero sobre todo iba notando cómo el Hijo de Dios la perfeccionaba en su modo de pensar, de querer, de decidir y de amar.

Cuando el Hijo de Dios está próximo a nacer es no sólo porque su cuerpo ya está listo y entonces puede prescindir del cuerpo de la Madre –el cuerpo del Hijo de Dios ya es un instrumento apto que le permite deambular por sí mismo dentro del mundo y comunicarse en la tierra con los otros hombres y obrar lo que tiene que hacer-, sino además porque la Virgen está en condiciones de crear fuera de sí, fuera de sus propias entrañas, un clima, un nuevo útero espiritual que es el hogar. Allí María Santísima va a poner, en todos los detalles, en los usos y costumbres, en las prácticas, en las cosas materiales, en el modo de hacer una cosa u otra, va a poner el clima más apto para que el Hijo de Dios salido de su seno pueda crecer del modo más maravilloso.

La Virgen iba a crear un seno, un seno moral para que allí estuviera el Hijo de Dios, no sólo en las cuatro paredes de la casa y durante los años de la vida privada, sino también cuando el Señor comenzara la vida pública. En esa nueva etapa Ella lo seguía a distancia, como nos consta por el Evangelio, lo seguía con las otras santas mujeres. Y en ese seguimiento hubo una comunicación permanente entre Jesucristo y su Madre, seguramente hecha de miradas, de gestos, de sobreentendidos y renovada a cada instante, porque la Virgen se ocupaba de las cosas materiales del Señor. Le llevaba lo que Él podía necesitar.

Había una doble providencia sobre Jesucristo: la del Padre Eterno por una parte y la de la Virgen, más inmediata, aunque sólo desde el punto de vista físico, porque la del Padre Eterno estaba dentro de Jesús mismo. Una providencia, la de su Madre, desde el ámbito mismo de la humanidad, siguiéndolo a Jesucristo y permitiéndole al Señor respirar tranquilamente en un mundo sórdido como era aquél en el cual vivían. En la tierra todo era sordidez, todo era orgullo, envidia, crueldad en el pueblo de Israel y en el ámbito del pueblo romano y del mundo; pero alrededor de la Virgen había un halo de limpieza, de pureza y de humildad. Allí se respiraba aire puro. Con la excepción de los tres días en los cuales la Virgen perdió al Niño en el Templo y tanto lo sintió, Ella estuvo siempre protegiéndolo, envolviéndolo con ese aire espiritual. Y Jesucristo, junto a su Madre, pudo respirar de un modo que no era totalmente distinto de aquél con el cual "respiraba" en el seno del Padre Eterno, en cuanto Dios, desde toda la eternidad.

Entonces, está próximo el nacimiento de Jesucristo porque Él, con la tela que le da la Madre, tiene ya su cuerpo; pero además, porque la ha preparado a la Virgen de tal manera que la ha puesto en condiciones de acogerlo no sólo en sus rodillas, no sólo de apoyarlo en su pecho, sino de tenerlo cerca y protegerlo y cuidarlo cuando es chico; y después, de seguirlo y ayudarlo cuando sea grande.

La preparación llega a su cumbre cuando la Virgen es instrumento de Jesucristo para que el Señor comience su misión hacia afuera. Jesús venía para ser Salvador del mundo. No venía para estar encerrado entre cuatro paredes. Ni entre las paredes del seno físico de la Virgen, ni entre las paredes de la casita de Nazaret, ni entre las paredes del contorno sociológico del pueblo donde vivían, allá en Nazaret. Jesús venía a lanzarse a través de ese pequeño mundo de Palestina y desde allí trascender al ancho mundo de esta tierra y de toda la creación. La Virgen, para ayudar a su Hijo, iba a tener, por una parte, que protegerlo y así ofrecerle una cierta seguridad y, por otra, tenía que ser transparente y abrirse para que, en los momentos en los cuales el Señor estuviera en expansión apostólica pudiera, a través de Ella, llegar a los demás. María tenía que ser ventana con celosías, que se cerraran de vez en cuando y en otro momento se abrieran para expandir la luz y el aire del interior hacia afuera.

Todo lo anterior se manifiesta en la visita a santa Isabel. La Virgen lo tiene encerrado al Niño dentro de sí. Sin embargo a impulsos del mismo Niño, su Madre ya empieza a ser dócil, no sólo respecto de su modo de ser interior y del modo de servirlo a Jesucristo internamente, para Él mismo, sino también en el modo de dejarse instrumentalizar en las manos de Jesús para que Él llegara a las almas que venía a salvar. El Señor la inspira, el Señor la guía. Y la Virgen se deja conducir. Como en aquel texto del día de la Presentación de Jesús en el Templo cuando la liturgia nos dice: Senex puerum portabat: Puer autem senem regebat, El anciano lo llevaba al Niño en sus brazos, pero el Niño lo regía y lo dirigía al anciano 2. La Virgen lo llevaba a Jesucristo en su seno, pero Jesucristo era quien conducía y quien manejaba el "vehículo" de la Virgen cuando fue a la montaña de Judea a visitar a su prima. Y la Virgen se había hecho ya tan transparente, tan parecida a la primera Eva antes del pecado original -cuando era portadora de Dios y mostraba a Dios-, María era tan parecida y tan superior, ya en ese momento, que apenas se acerca a la casa y se aproxima a su prima que a su vez tiene un niño en su seno, Isabel se siente toda poseída de algo muy especial. El niño empieza a saltar dentro del seno de esa mujer y -como sabemos por certeza de la teología- es liberado del pecado original en ese instante y es inundado de gracia, y puesto en condiciones de ser el profeta precursor de la venida del Mesías. Santa Isabel misma es inundada de gracia. La Virgen está preparada. Jesús puede venir al mundo porque también su Madre ya es instrumento de apostolado. María está en condiciones no sólo de cuidarlo a Jesucristo cuando es chico sino de acompañarlo en la Redención como corredentora, en el apostolado como co-apóstol: Jesús puede venir.

Por esto nuestra preparación para que Jesús venga el día de Navidad y nazca en nosotros, tiene que referirse bien concretamente a cada una de nuestras dimensiones interiores y a cada una de nuestras actividades. Tenemos que examinar en estos días qué es lo que Jesucristo quiere que quitemos y qué es lo que quiere que pongamos, qué nos pide que enderecemos, o qué debemos regular para acelerar o detener nuestra actividad. Jesús quiere que hagamos un examen de conciencia y -como nos pedía Juan Bautista y les pedía a los hombres de su tierra y de su tiempo- le ofrezcamos un corazón en lo posible perfecto, en lo posible puro y bien dispuesto. Ese corazón en tanto va a ser bien dispuesto, en cuanto va a alcanzar la perfección relativa que nos es dado alcanzar aquí en la tierra; en tanto va a ser perfectamente grato a Jesucristo, en cuanto quitemos todo aquello que haya de apego excesivo a las cosas, a nuestra sensualidad, a nuestro yo -en todo caso a aquello que haya de equivocado en nuestra conducta-. Y además tengamos un gran deseo y una verdadera disposición de ser instrumentos de Jesucristo para que Él pueda llegar a los demás. Va a nacer el Señor plenamente en nosotros el día de Navidad también en la medida en la cual nos encuentre suficientemente aptos para convertirnos en portadores transparentes y trasmisores de Él.

No nos olvidemos nunca de lo que hemos dicho tantas veces a propósito de la Comunión en la Misa: Jesucristo viene a nosotros sirviéndose del instrumento del pan como vehículo. Y nosotros nos convertimos en vehículos en la medida en la cual estamos dispuestos a que Jesucristo pueda ir a los demás cuando salgamos de Misa.

El día de Navidad también el Señor va a venir a nosotros de un modo pleno en la medida en la cual nos encuentre dispuestos a que con nuestras palabras, con nuestra conducta sobre todo, lo irradiemos: en nuestro modo de ser, de actuar, de pensar, de sentir, de valorar, de juzgar, en nuestro modo de tener presencia en el mundo. Jesucristo no viene el día de Navidad para quedarse encerrado en las cuatro paredes de nuestra persona: Quiere venir para hacernos antorchas portadoras de su fuego al mundo.

Cantan los ángeles en esta noche

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 24 de diciembre de 1968

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria. Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen. José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Y mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial que alababa a Dios, diciendo: "¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres amados por Él!" 1.

Cantan los ángeles en esta noche: Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres amados por Él . Sabemos que la gloria se da cuando los méritos de una persona que merece esa gloria se publican, se patentizan, son luego valorados y finalmente esta valoración de los méritos se expresa públicamente con palabras o con hechos.

¿Dónde está la gloria de Dios en esta noche, cuando precisamente Dios se oculta? ¿Dónde está nuestra valoración de las grandes maravillas de Dios, cuando la sabiduría de Dios se esconde en un chico, en un niño que no sabe hablar, cuando el poder de Dios se oculta en una criatura aparentemente impotente, cuando no vemos los milagros que van a aparecer después en la vida pública de Jesucristo, cuando tampoco se manifiesta la sabiduría del Señor que luego va a maravillar a las turbas? ¿Dónde está la gloria de Dios? ¿Qué es lo que en esta noche se nos revela para que podamos valorar, para que podamos apreciar a Dios, para que podamos traducir en palabras o en hechos esa valoración y ese aprecio? ¿Dónde está? En la Revelación del amor de Dios. ¿Qué otra cosa muestra un chico sino el amor? ¿Qué otra cosa puede expresar un chico en sus caricias, en sus gestos, en el abrazarse fuerte a su madre? No puede expresar sino ese amor, al mismo tiempo que la confianza, la donación, la incondicional dependencia de esas personas a quienes quiere.

Paradojalmente eso es lo que Dios nos revela.

Y, precisamente, para que no tengamos ninguna duda, para que no se nos confundan las cosas, para que no cambiemos la jerarquía de valores, y no pongamos más alto algo que no debe estarlo, para que Dios esté encima de todo, san Juan nos va a decir que Dios es amor 2.

Dios, cuando entra en el mundo se nos presenta, entonces, expresando sólo amor, lo cual significa, nada menos, que la abismante reducción de la omnipotencia y de la fecundidad maravillosa de la inteligencia divina, al estado de impotencia, precisamente para depender de nosotros, para estar junto a nosotros, hacerse semejante y estar a nuestra total disposición, y más tarde para servirnos.

La Revelación del amor de Dios en esta noche es triple.

Primero se nos revela que Dios es amor, y ese Niño que nace allí y que en ese momento sólo puede expresar afecto a su Madre, está traduciendo en lenguaje y en expresión humana su actitud eterna, la que le cabe en el seno de la Trinidad: amor a su Padre, total dependencia, total devolución del amor que su Padre eternamente le da.

En segundo lugar, revela su amor a nosotros. ¿Qué otra cosa nos muestra el maravilloso prodigio de reducirse Dios, infinito, a las pequeñas dimensiones de una criatura y encerrarse allí para estar con los hombres?

Y revela, en tercer lugar, otra cosa no menos maravillosa, que es la valoración que Él quiere que tengamos de su amor y la traducción y expresión que nos pide de esa valoración. ¿Cómo quiere Dios que le mostremos nuestro amor? Amando a los hombres.

Apenas entra Jesucristo en este mundo, apenas está en el seno de su Madre, Ella corre a servir a su prima y la ayuda en las cosas temporales y, sobre todo, en las cosas espirituales, y al niño que Isabel lleva en su seno le quita el pecado original y lo hace empezar a vivir la gracia de Dios.

¿Cómo quiere Dios que le paguemos el amor que Él nos demuestra? Amando a los hombres y haciéndoles a ellos el bien espiritual, en primer lugar, y luego el temporal como expresión precisamente del amor a Él mismo.

La esencia del misterio de Navidad es la revelación del amor de Dios en sí, del amor a nosotros y del modo con el cual quiere que le paguemos ese amor, que es amando a nuestros hermanos.

¿Cómo podemos hacernos lo menos indignos posible en esta noche? Con la actitud de los personajes que ahí están. Hay algo común en todos ellos.

Lo primero es la humildad. La humildad de la Virgen, que dice: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho 3; ya lo dijo en el momento de la Encarnación, ¡cuánto más tiene que decirlo ahora, luego de nueve meses de docencia interior de Jesucristo dentro de Ella! Humildad de san José, que acepta sin preguntar nada el que venga ese Hijo que no es suyo, y acepta pasar toda su vida cumpliendo el papel de simple custodio –aunque maravilloso honor- de esa Mujer y de ese Niño 4. Humildad de los pastores, como la gente más simple y más sencilla que jamás haya existido 5. Humildad de los magos, hombres sabios que vienen desde lejos a postrarse delante de un chiquito y a presentarle su homenaje, viendo en ese Niño un enviado de Dios 6. Humildad de los ancianos del Templo, que lo van a recibir a Jesucristo cuando Él sea presentado allí según la ley, como expresa Simeón cuando dice: Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz7, a tu servidor que no ha querido otra cosa que ver este Mesías prometido. Humildad de todos ellos.

Y luego rectitud. Rectitud de la Virgen que, apenas sabe que el Señor le pide que acepte la enorme misión de Madre de Dios, dice: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho 8, cúmplase la palabra de Dios. Rectitud de san José, a quien la Escritura llama varón justo 9. Rectitud de los pastores, a quienes -nos dice el texto- los ángeles revelan que ha nacido el Mesías prometido y corren a adorarlo 10. Rectitud de los magos que hacen el enorme camino del desierto, vencen ese arduo obstáculo siguiendo la voz de sus conciencias que les dice que allí está la voluntad de Dios 11. Rectitud de los santos ancianos que se han pasado años y años de sus vidas en el Templo esperando el Mesías prometido, también según la voluntad de Dios 12.

Humildes. Rectos. Y amantes y disponibles; sobre todo la Virgen, que le ofreció al Niño su corazón para que el Señor dispusiera totalmente de él y transmitiera ese amor que traía del cielo; para que llenara su corazón de ese amor y lo volcara, entonces, en un camino de retorno a Dios a través de un amor inmenso hacia los hombres.

Dispongámonos así en esta noche. Pidámosle a la misma Virgen en primer lugar. Y a san José. También a los pastores, que en este momento están en el cielo y son nuestros grandes intercesores en Navidad: ellos pasaron por la primera Navidad y saben cómo hay que vivirla, son modelos e intercesores de la actitud interior que nosotros necesitamos. Pidámosle a los magos, que también intercedan por nosotros. Pidámosle a los ancianos del Templo, que nos ayuden a tener en este momento la actitud de humildad, de rectitud y sobre todo de amor y de disponibilidad.

Y acordémonos de todos aquellos para los cuales no ha llegado todavía la Navidad: de aquéllos a los cuales no les llegó porque están en el paganismo; de aquéllos para los cuales tampoco llegó la Navidad verdadera porque ven en ella sólo una fiesta temporal; o de aquéllos que en otro tiempo vivieron la Navidad y hoy ya no la viven porque creen que el Señor viene a la tierra como jefe revolucionario o con cualquier otra misión, sin darse cuenta de que Jesús viene a traernos la vida divina y hacernos amar a todos los hombres: a los pobres y a los ricos, a todos; viene para darnos a todos esa vida divina y, con ella, las cosas temporales de la añadidura. Pidamos por todos ellos.

Y hagamos caso al mandato de los ángeles cuando dicen: Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo 13, porque viene Dios a unirse con nosotros, se hace Hombre para hacernos "dioses", nos trae su vida divina, viene a hacernos sus hermanos, viene a hacernos hijos de su Padre y herederos de los bienes eternos de ese Padre y de Él mismo. ¡Alegrémonos!

¿Cómo no nos vamos a alegrar si Dios viene a visitarnos, a quedarse con nosotros, a ponerse en contacto con cada hombre y en una actitud tan humilde que de ninguna manera nos puede producir algún escozor o alguna lejanía? ¿Qué temor le vamos a tener a Dios hecho una criatura, dispuesto frente a nosotros de tal modo que podamos siempre acercarnos a Él y recibir los bienes que nos trae?

Dispongámonos, entonces, así. Alegrémonos profundamente, pidámosle a Jesucristo que el gozo y el beneficio de la Navidad llegue a muchos hombres, a aquellos cristianos que olvidaron la Navidad y a aquellos paganos que nunca la recibieron; que llegue a todos, para que los hombres podamos tener verdaderamente esa paz que el canto de los ángeles nos anuncia; ese aquietamiento de todas las potencias aquí en la tierra por la vida divina y la buena relación con Dios y, en consecuencia, la mejor relación con los hombres, como anticipo de esa quietud, de esa paz y de ese gozo inefable que Jesucristo nos viene a señalar allá arriba en el cielo.

En esa pequeñez está el inmenso amor de Dios

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Homilía, 27 de diciembre de 1970

¿Qué hay en el Pesebre? Está Dios que viene al mundo y toma la forma más simpática, menos capaz de producir ninguna aversión, ningún rechazo. ¡Qué cosa más atractiva, qué cosa más simple, qué cosa más incapaz de producir a nadie -que tenga algo de nobleza de sentimiento- la menor oposición, que un chico, que un chiquito recién nacido! Dios toma esa forma para ver si por medio de la ternura, por medio de abajarse tanto delante de nosotros, de ponerse en nuestros propios brazos, toca nuestros corazones y nos acerca a Él para reconciliarnos.

Dios ya no podía volvernos al paraíso terrenal, porque –por el pecado original- estábamos definitivamente en este mundo en condiciones de peregrinaje por un valle de lágrimas; quiso venir a compartir nuestro peregrinaje para llevarnos de nuevo, de la mano, no al paraíso terrenal sino al paraíso eterno, al celestial, aquél que dura para siempre.

Y para que aceptemos su amistad, para que nos unamos a Él se nos pone allí, chiquito.

Si lo miramos a Jesucristo en el pesebre y comprendemos que dentro de esa pequeñez está el inmenso amor de Dios, el inmenso poder de Dios, la inmensa benevolencia de Dios a nuestro respecto, evidentemente que no encontraremos sino razones profundas para pasar de nuestra falta de gratitud al amor de reciprocidad y al deseo de pagarle a Jesucristo de un modo -aunque sea lejano- semejante al que Él tiene con nosotros.

Aquí se ubica perfectamente la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús viene a traernos sus sentimientos y a provocarlos en nosotros inmediatamente, Él quiere que esos sentimientos que tenemos que experimentar en este momento, los expandamos a nuestro alrededor. Quiere ser hombre, hermano nuestro y por eso nos pide que esos sentimientos los extendamos inmediatamente a los otros hermanos, hijos del mismo Padre que está en los cielos y de la Virgen Madre que, con el Niño y san José, están allí, en el pesebre.

La fiesta de la Sagrada Familia nos muestra esta voluntad de Dios Padre, manifestada en Jesucristo, de que vayamos a Él por medio de nuestros hermanos. Jesús Niño nos muestra todo su amor, pero no va a ser siempre chico; sin embargo alrededor nuestro van a existir muchos chicos; no va a ser siempre adolescente, mientras a nuestro alrededor encontraremos muchos adolescentes; no va a ser siempre hombre necesitado, como lo fue tantas veces en su vida mortal, pero siempre tendremos cerca hombres necesitados; no va a ser siempre hombre en la cruz, desvalido, desprotegido de todos, incitador de nuestra compasión, pero en el camino de la vida encontraremos siempre hombres en esta situación.

Quiere que lo que debíamos pagarle a Él, se lo paguemos a través de nuestros hermanos.

Entonces, esta fiesta, inmediatamente debe provocar en nosotros la mayor benevolencia hacia los demás, sobre todo a los más prójimos, los que están más cerca, los de nuestra familia según la sangre o aquellos que por una razón u otra nos son más cercanos. Y pagarle a Jesucristo en el hermano el amor que El nos demuestra, significa pensar realmente cuál es el bien de ese prójimo; por lo tanto, qué es lo que esa persona necesita para subsistir en el orden físico, en el orden espiritual, o qué es lo que el prójimo necesita para progresar, para alcanzar una plenitud, para alcanzar el cumplimiento de su misión particular; qué es lo que necesita para cumplir tal o cual meta que, por más que no sea esencial, sí, sea elevada. Y entonces tenemos que responder al pedido explícito o implícito que pueda hacernos el prójimo; y adelantarnos al no pedido, adivinar ese no pedido siempre que pueda corresponder a algún tipo de indigencia, de necesidad, a las cuales nos referíamos: las básicas para subsistir o aquellas otras necesarias para mantenerse o para progresar, para alcanzar tal o cual meta legítima o tal o cual deseo que sea noble, por más que no sea necesario, ni siquiera importante. Responder a lo que se nos solicite y a lo que no se nos solicite. Allí está nuestra posición y éste es el modo concreto con el cual Jesucristo nuestro Señor quiere que, apenas levantemos la mirada del pesebre, apenas dejemos el encantamiento que tiene que producirnos el Hijo de Dios hecho hombre -puesto ante de nosotros en una pequeñez y en un desvalimiento total-. apenas levantemos y extendamos la mirada a nuestro alrededor, quiere que experimentemos ese verdadero amor, en tanto en cuanto veamos en el prójimo la extensión de Jesucristo, es decir, en el prójimo, lo veamos de alguna manera a Dios.

Esta fiesta de la Sagrada Familia, al multiplicar los personajes que centran nuestra atención, al pasar de Jesús a la familia de Jesús: en primer lugar, la que está junto al pesebre -la Virgen y san José- y luego la familia un poco más grande, aquella parte de familia de Jesús que está a nuestro alrededor y aquella que, aunque esté más lejos, es más necesitada de una manera u otra; esa extensión, que la Iglesia quiere que tengamos desde el objeto de nuestra adoración y de nuestro amor, nos produzca inmediatamente dentro, en el corazón, el deseo de pagarle a Jesucristo con el sentimiento más noble, más generoso, más despierto, más activo, más previsor, más capaz de adivinar, respecto de las necesidades de nuestros hermanos.

"Vimos su estrella en Oriente…" (Mt. 2, 2)

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Meditación, 23 de julio de 1965

Pongámonos en actitud de oración. Démosle vigencia existencial a nuestra convicción de que Dios Nuestro Señor, y en particular Jesucristo, está dentro de nosotros. Descansemos en Él, digámosle en una sola mirada nuestra adoración humilde, nuestro afecto confiado, nuestro descanso en Él, nuestra disponibilidad, el deseo de que nos hable un rato, para que nuestro interior se vaya transformando a su imagen, con la comunicación y la participación de su propia vida. Digámosle, para avalar nuestro pedido, que se lo pedimos por medio de la Santísima Virgen, para que nos hable, nos inunde de luz, de amor, de fuerza, a propósito del texto de san Mateo:

Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo" 1.

Jesús, qué importancia tiene esta referencia al tiempo y al lugar en los cuales naciste, y cómo nos hablan de tu encarnación en la naturaleza humana. Como todo hombre, naces en una patria, en un siglo, en una época. Por otra parte, esta misma referencia nos habla del gobierno sapientísimo de Dios Uno y Trino sobre el mundo: ibas a encarnarte, Jesús, no en cualquier momento, sino en el momento prefijado por la sabiduría del Padre en la plenitud de los tiempos, en las circunstancias propicias para el fin propuesto por esa sabiduría y ese amor. Ibas a nacer, además, no en cualquier lugar sino en el lugar predeterminado y en la estirpe prefijada, en los tiempos de Herodes, en la tierra de Belén. Ibas a nacer de la tribu de Judá y de la estirpe del rey David.

El texto nos pone delante esos personajes tan ejemplares: unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo"2.

¡Qué maravilla nos describen estas pocas palabras, qué maravilla de actitud y de conducta frente a Dios! Son hombres no del pueblo de Israel, no aquéllos que tienen los libros santos, no los que tienen más o menos vigente la promesa del Redentor. Son hombres que viven en el paganismo y, sin embargo, tienen el alma permanentemente dispuesta a atisbar cualquier signo de la voluntad de Dios; están a la expectativa de cualquier señal que les pueda expresar o de alguna manera sugerir la voluntad de Dios. Por eso, porque atisban, porque buscan, porque investigan, porque no están pasivos, porque no sólo no rechazan si se les presenta con evidencia esa voluntad, sino que también están dispuestos a aceptarla y la inquieren y la buscan; por eso se pasan las noches y los días mirando el cielo para ver, en lo que en él ocurre, cualquier signo de la voluntad de Dios.

¡Qué ejemplo para nosotros! ¡Cuántas veces no estamos ni siquiera dispuestos a aceptar la voluntad de Dios que se nos presenta con evidencia, si ella no nos resulta grata! ¡Qué ejemplo para nosotros que a lo mejor rezamos, examinamos, reflexionamos mucho menos para conocer esa voluntad, aunque no somos paganos como ellos, ni estamos en el Antiguo Testamento, sino que somos cristianos.

Y porque estos gentiles preguntan con rectitud de corazón la voluntad de Dios, Él se les manifiesta; les habla a través de un signo nuevo, de extraordinaria elocuencia para ellos, que se les aparece en el firmamento y con su movimiento hacia el poniente los invita a seguirlo. Y porque son rectos, Dios les manda esa señal exterior y, simultáneamente, les envía la luz interior necesaria para interpretarla adecuadamente y para seguirla con generosidad. Rectitud anhelante de parte de ellos, respuesta maravillosa de luz, de amor y de fuerza por parte de Dios.

Pero los magos no sólo buscan la voluntad de Dios, y Tú, Jesús, con tu Padre y el Espíritu Santo, se la muestras, sino que al punto obedecen y la siguen. Y pasando por encima de las dificultades que podían interponerse: distancia y largo viaje, incomodidad, medios precarios de entonces -se trata de marchar en camello y a través del desierto-; no obstante las dificultades inherentes a un viaje en estas condiciones: cansancio, hambre, sed, peligro de ladrones; no obstante la necesidad de tener que dejar las propias actividades, las ocupaciones de cada día, las personas queridas, el hogar y la patria; no obstante el tener que ir a otro pueblo, a otra raza, a otra nación no siempre amiga, muchas veces beligerante, en todo caso en muchos aspectos hostil; no obstante todo eso, el texto sintetiza la actitud de los magos en dos palabras: vimos y vinimos, oímos la voz de Dios y al punto obedecimos.

De nuevo, ¡qué magnífica lección, Jesús Nuestro, complementaria de la anterior!: buscar siempre con rectitud tu voluntad y cumplirla apenas conocida, con prontitud, perseverancia, fortaleza y en todo caso con generosidad.

En medio de eso, Tú, con tu Padre y el Espíritu Santo, que son los dadores de esa disposición y de esa misma actitud en los magos, muestran el enorme amor, la generosidad, la prontitud y la grandeza, y hasta el celo con el cual Dios responde con nuevas gracias a los hombres, apenas ellos muestran la menor acogida a la primera gracia. Porque esperaban, les hablaste; porque obedecieron, los condujiste hasta Jerusalén. Más adelante, los vas a guiar hasta Belén.

Y hay otro detalle lindo: Vimos, vinimos con el fin de adorarle. Así lo proclaman los magos. Preguntan abiertamente, no esconden su vasallaje a Dios, no disimulan, confiesan plena y gozosamente el móvil de su actuación que los ha llevado hasta Jerusalén.

Sigue el texto: Al enterarse el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén 3. ¡Qué diferencia, Jesús nuestro! Alegría, ánimo, gozo, fuerza en los rectos y turbación en los tortuosos. ¡Pobre mundo, cuántos tortuosos! Precisamente venías a traer la verdadera justicia y la verdadera rectitud. Y se iban a necesitar unos años para que Juan Bautista llamara a los hombres a enderezar los caminos y así pudieran acogerte con gozo, con amor, con gratitud, con rectitud, como los magos. Mientras tanto: Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén 4. La ciudad capital de tu pueblo escogido no quería saber nada de que vinieras a salvarla, sus habitantes estaban demasiado acostumbrados a los bienes de aquí abajo.

También hoy, Señor, mucha gente se turba con cualquier signo de tu presencia en este mundo. La Cruz, por ejemplo, que te simboliza, o se trivializa y se la separa de Ti, o molesta. Queremos muchas veces humanizar, poner al día la Iglesia, quitarle su "excesiva" sacralidad, no sólo con la recta intención de hacernos, como san Pablo, "todo a todos" para ganar a todos para Ti, sino que a veces lo hacemos para quitar del mundo y también de nuestra propia conciencia el "exceso" o el llamado irritante o urticante de lo sagrado, de la necesidad de cumplir con tu ley en medio de las cosas de aquí abajo, en medio de nuestras propias actividades en apariencia sólo temporales. También hoy nos molesta y nos turba tu presencia en el mundo. Que no confundamos, Jesús Nuestro, la recta intención de llegar a todos, con la molestia de tu presencia en el mundo y con la peor molestia: la de representarte en el mundo, para poder librarnos de una conducta y de una toma de posición que pueda resultar molesta a nuestra cobardía.

Que cualquier signo tuyo, Jesús, siempre sea bienvenido para nosotros, gozosamente bienvenido por más que implique, en el acto, una toma de posición, un ejercicio inmediato de conducta que nos cueste.

Gracias, Jesús. Te agradecemos este rato de charla. Te pedimos que sigas en nuestro interior hablándonos de todo lo que creas oportuno. Te pedimos que nos des la gracia de estar siempre dispuestos a atisbarte, a escucharte y a seguirte. Te lo pedimos de un modo particular por la intercesión de tu Madre y Madre nuestra y de los santos protectores que nos acompañan en esta fiesta.

Conviene que cumplamos toda justicia

Padre Luis María Etcheverry Boneo - Meditación, 3 de diciembre de 1965

Jesús fue desde Galilea hasta Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía diciéndole: "Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mí encuentro!" Pero Jesús le respondió: "Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo". Y Juan se lo permitió.

Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy querido, en quién tengo puesta toda mi predilección" 1.

Qué espléndida escena y a la vez qué simple, qué humilde, qué sencilla en su grandiosidad ésta del bautismo de Nuestro Señor, de tu bautismo, Jesús Nuestro. Tú que entre todo lo maravilloso que mostrabas con tu conducta y con tus hechos nos enseñaste que aprendiéramos de Ti, que nos uniéramos a Ti, aquí nos muestras de nuevo esta verdad de tu mansedumbre, sobre todo, en este caso, de tu humildad.

Juan predica el bautismo para aquéllos que tienen que hacer penitencia, convertirse de sus pecados. Tú —en cambio— eres Señor, Dios mismo, infinitamente santo, no el ofensor, sino el ofendido por los pecados de los hombres. Y como hombre eres, además de absolutamente impecable y santo —también por participación de la santidad que te correspondía como Dios— no el ofensor por el pecar sino el reparador de la ofensa, el Redentor. Sin embargo, quieres tomar el aspecto exterior de un pecador (no en el momento de pecar porque era imposible en Ti como realidad y aún como ficción) sino el aspecto de un pecador cuando se arrepiente, cuando pide perdón, cuando se humilla; y Tú ibas a arrepentirte, a pedir perdón y a humillarte por los pecados de todos los hombres, que asumías como si fuesen propios.

No era de ninguna manera necesario ni este modo que asumiste -de hecho-, ni mucho menos que comenzaras tu vida pública adoptando externa e internamente, —aunque no en razón de lo personal— la actitud de un pecador arrepentido.

¡Qué distinto de mi propia conducta!, ¡qué trabajo me cuesta aceptar el propio pecado! y ¡cuánto me cuesta asumir externamente la actitud de quién reconoce su pecado y acepta aparecer como pecador!.

Qué bien me viene tu ejemplo cuando fuiste a bautizarte en el Jordán y a tu lado, el ejemplo lindo de Juan el Bautista, siempre recto, que cuando te ve dice claramente: esto no puede ser así, no soy yo el que debe reconciliarte a Ti, eres Tú el que debe reconciliarme a mí, soy yo quien debe ser bautizado y no Tú.

Pero cuando le dices a Juan: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia, él al punto acepta. No le explicas, no entiende quizá nada, pero basta que se lo mandes, y él con toda sencillez acepta y cumple. ¡Qué lindo ejemplo! El celo por la rectitud, lo que debe ser en primer lugar: no está bien que aparezcas como pecador, soy yo el que debe aparecer como pecador y Tú como justificador. Y enseguida la prontitud y la obediencia ciega a pesar de la validez de esas razones, basta que le digas: así conviene ahora. Y Juan, sin más, sin discutir, acepta y cumple.

Y tu Padre, Jesús nuestro, que exalta a los humildes y deprime a los soberbios, en el acto proclamó tu divinidad y tu misión: Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo muy querido, en quién tengo puesta toda mi predilección" 2. Cuando te humillas la voz del Padre te exalta, te reconoce como a su propio hijo que lo complace siempre y también —precisamente— en este gesto tan lindo de humildad. Por otra parte aparece el Espíritu Santo en forma de paloma y se posa sobre Ti, y sella así también tu unión con la tercera persona de la Trinidad, ese Espíritu de amor que del Padre viene a Ti siempre, como en este caso, y que de Ti siempre retorna al Padre.

En otro texto, a las palabras del Padre se añade otra palabra más: Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo 3: Él va a hablar en mi nombre.

Y así comienza tu vida pública.

Que por lo menos, y al menos desde ahora, acepte mi misión y te escuche en esta lección tan linda de humildad de tu parte, y de rectitud y obediencia de Juan Bautista.

Gracias Jesús nuestro. Hasta otro momento.