La carta de los agentes pastorales. Una síntesis de ética hipocrática y moral cristiana

P. Bonifacio Honings, O.C.D.

Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios

Tengo el honor más que el peso de presentar La carta de los agentes sanitarios. Pensando en el modo mejor para hacerlo, me ha parecido oportuno, porque es más útil, recorrerla a vuelo de pájaro. De esta manera resulta más clara la preocupación que empapa a todo el texto, esto es, ayudar a cada agente sanitario a cumplir su servicio en favor de la vida humana desde su inicio hasta su término natural. Un servicio plenamente humano y específicamente cristiano. De este modo, esta presentación desea hacer ver - y es muy importante captarlo inmediatamente - que la Carta es prácticamente una síntesis de la ética hipocrática y de la moral cristiana. Para lograr esta intención bastante ambiciosa, iniciaré subrayando el origen divino de toda vida humana y su retorno al mismo Dios. Después de esto describiré la figura del agente sanitario como servidor de esta vida y, por consiguiente también y sobre todo, del Autor de la misma. Finalmente, seguiré la línea de la existencia humana: el generar, el vivir y el morir, como puntos de referencia para reflexiones ético-pastorales.

 

1. Dios: alpha y omega de la vida humana

Cuando no había ningún hombre que trabajara el suelo e hiciera subir de la tierra el agua para los canales y regara toda la superficie del suelo, "Jahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente" (1). De este gesto creador de Dios, la Iglesia deduce su enseñanza que cada alma espiritual es creada directamente por Dios y es inmortal, esto es, con la muerte ella no muere en el momento de su separación del cuerpo; más áun, la Iglesia enseña también que esta alma se unirá nuevamente al cuerpo en el momento de la resurrección final. La vida del ser humano, de cada ser humano, no es producida por los padres o por un laboratorio del hombre. Indiscutiblemente, la vida tiene un origen divino (2). En este sentido una frase el libro de Job es muy significativa: "Si él (el Señor) retirara a sí su soplo, si recogiera a sí su espíritu, a una expiararía toda carne, el hombre al polvo volvería" (3). No es menos significativa la frase de Ezequiel sobre la resurrección: "Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis" (4). Realmente sin el "soplo vivificador" de Dios el hombre volvería simplemente a la nada. Pero entonces, si Dios anima el cuerpo, es decir le dá la vida, lo más justo es que El y sólo El se atribuya el derecho inalienable e inviolable d e disponer de la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural.

Juan Pablo II no titubea un instante para proclamar, con una cierta solemnidad, este derecho divino: "La vida humana es sagrada porque desde su inicio, comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es el Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie y en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente" (5).

He aquí el contenido central de la moral cristiana sobre la sacralidad y la inviolabilidad de la vida humana, de toda vida humana, de la vida humana de cada uno. He aquí porque Jahvéh, al revelar sus diez mandamientos de la Alianza, pone - y esto merece una atención particular - el mandamiento "no matar" en el corazón de la Alianza. Dios mismo se hace, no solamente Juez de cada violación del mandamiento como defensa de la vida, sino también y sobre todo Defensor del mandamiento colocado como cimiento de la convivencia social (6). Por tanto, con razón la moral cristiana siempre ha proclamado y defendido y sigue proclamando y defendiendo también hoy el valor incomparable de la vida de cada persona humana.

Pero también la ética hipocrática, expresada en su siempre actual "Juramento", proclama y defiende desde hace más de dos mil quinientos años este mismo valor de cada vida humana. No por nada, el señor cardenal Fiorenzo Angelini, identifica en esta ética permanentemente válida cuatro presupuestos: "Un profundo respeto de la naturaleza en general; una concepción unitaria integral de la vida humana, o mejor, del ser humano; una rigurosa relación entre ética personal y ética profesional; una visión generalmente participada del ejercicio del arte médico" (7). En fin, así como para la ética hipocrática también para la moral cristiana, la vida de cada ser humano es un valor que no se discute, sino que se defiende y se cuida: en una palabra, hay que ponerse a su servicio. Si este imperativo es válido para todos, vale ante todo y sobre todo, para los agentes sanitarios. Esto es lo que quiere decirnos la Carta que, repito, tengo el honor de presentar a esta grande y honorable asamblea.

 

2. La figura de los agentes sanitarios

La actividad de los agentes sanitarios es la expresión de un servicio profundamente humano y cristiano, justamente porque no es únicamente técnica, sino también y sobre todo de entrega y amor a un semejante, al prójimo. En efecto, al preocuparse por la vida de los demás, los agentes sanitarios cumplen una acción realmente humana y cristiana de profilaxis, de terapia y de rehabilitación de la salud humana como tutela de la vida. Por esto la modalidad primera y emblemática de este darse al cuidado constituye su presencia vigilante y solícita al lado de los enfermos (8).

Por esto el servicio médico-sanitario se caracteriza por una relación interpersonal muy particular: es un encuentro entre una confianza y una conciencia. Se trata de la relación de "confianza" de parte de una persona que necesita cuidado porque está afectada por la enfermedad y, por consiguiente, por el sufrimiento, y de "conciencia" de parte de una persona capaz de ocuparse de esta necesidad, mediante un encuentro de asistencia, de cuidado y de sanación. Para el agente de la salud el enfermo nunca es, o por lo menos no debería ser, un simple caso clínico que hay que examinar "científicamente", sino que es siempre una persona particularmente necesitada, por estar enferma, de simpatía y, quizás, de empatía, en el sentido etimológico de los términos.

"No bastan la capacidad científica y profesional, se precisa también la participación personal en las situaciones concretas del paciente individual", esto es, se necesita: "disponibilidad, atención, comprensión, comparticipación, benevolencia, paciencia, diálogo" (9). Para comprender mejor y con precisión la Carta es muy importante tener en cuenta que esta entrega total del agente sanitario al servicio de cada hombre enfermo encuentra su verdadero "objetivo" fundamento y su más exigente "subjetivo", es decir que implica el fundamento en la visión integral del mismo enfermo.

Efectivamente, si analizamos hasta el fondo, la enfermedad y el sufrimiento son fenómenos de la vida humana que plantean interrogantes que trascienden la ciencia y la tecnología médica, justamente porque se refieren a la esencia axiológica de la condición existencial del hombre en la tierra. Desde este punto de vista el agente de la salud, si es cristiano, esto es secuaz del Buen Samaritano, pero incluso si no es cristiano, es decir, secuaz del humanísimo "laico" Hipócrates, fácilmente entenderá que su profesión es una misión, una vocación. Su actividad médico-sanitaria constituye entonces una respuesta a una llamada trascendente que se delínea en el rostro sufriente e invocador del paciente que ha sido confiado a sus cuidados. Su amoroso cuidado a un enfermo, caracterizado por la simpatía y la empatía, se convierte en un servicio semejante a la narración de la parábola del Buen Samaritano y a lo que requiere el juramento del médico hipocrático.

Es por esto que profesión, vocación y misión se encuentran en la figura de cada agente sanitario y a la luz de la visión cristiana de la vida y de la salud, este "es ministro de aquel Dios, que en la Escritura es presentado como "amante de la vida" (10). Servir a la vida es servir a Dios en el hombre: volverse colaborador de Dios en la recuperación de la salud del cuerpo enfermo y dar alabanza y gloria a Dios en la acogida amorosa de la vida, sobre todo si está débil y enferma" (11).

No hay que maravillarse, pues, si la Iglesia "ha mirado siempre a la medicina como un soporte importante de la propia misión redentora cuando se confronta con el hombre. En efecto, en el servicio al espíritu del hombre no puede efectuarse plenamente, si no poniéndose como servicio a su unidad sicofísica. La Iglesia sabe bien que el mal físico aprisiona el espíritu, así como el mal del espíritu somete el cuerpo" (12). La figura del agente sanitario es, y por consiguiente debería ser cada vez más, la imagen viva del Cristo-Buen Samaritano. "Médicos, enfermeros, los demás agentes de la salud, voluntarios, son llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor hacia los enfermos y los que sufren: testimonios del "evangelio de la vida"" (13).

 

3. La fidelidad ético-moral frente a la sacralidad e inviolabilidad de la vida

Una profesión, misión y vocación como la del agente sanitario requiere, obviamente, una sólida preparación y una continua formación ético-religiosa en materia moral en general y en materia de bioética en particular. Frente a casos clínicos cada vez más complejos, dadas las posibilidades biotecnológicas, todos los agentes sanitarios, pero particularmente los médicos no pueden y no deben ser dejados solos y con el peso de responsabilidades insostenibles. Sobre todo, si pensamos que muchas de estas posibilidades se encuentran aún en fase experimental y tienen una gran relevancia socio-sanitaria en el ámbito de la salud y de la sanidad (14). Ciertamente está en juego la verdadera humanización de la ciencia y de la tecnología médica, es decir, incluso en el campo de la medicina se debe construir "la civilización del amor y de la vida, sin la cual la existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano" (15). Aquí está la principal intención de la presente Carta: garantizar la fidelidad ética del agente sanitario para que, en sus elecciones y en sus comportamientos al servicio de la vida, construya aquella civilización del amor y de la vida, auspiciada por el Autor de la Evangelium vitae. Es por esto que la Carta tiene en cuenta, como referencia de reflexiones ético-religiosas y pastorales, el camino de la existencia humana: el generar, el vivir, el morir (16).

 

3.1 La responsabilidad frente a la dignidad de la procreación humana

La generación de un nuevo ser humano es, al mismo tiempo, un acontecimiento humano y altamente religioso, en cuanto implica el amor unitivo de los cónyuges como gesto de colaboración con Dios Creador. De aquí resulta bien evidente que los agentes de la salud están llamados a ayudar a los cónyuges-padres "a procrear con responsabilidad, favoreciendo las condiciones, removiendo las dificultades y tutelándola de un tecnicismo invasivo y no digno del procrear humano" (17).

En este servicio, la moral distingue justamente entre manipulación terapéutica y manipulación que altera el patrimonio genético humano. "Ninguna utilidad social o científica y ninguna razón ideológica podrán motivar jamás una intervención sobre el genoma humano que no sea terapéutico, es decir, que esté finalizado al desarrollo natural del ser humano! (18). La razón de este "no absoluto" la encontramos en la dignidad misma de la procreación humana ya que el nuevo ser humano que nace de la unión conyugal "trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona" (19). La concepción y la generación de un nuevo ser humano no son un proyecto de las leyes de la biología, sino un acontecimiento de cooperación conyugal para la continuación de la creación divina.

A este punto la Carta indica que la colaboración procreadora de parte de los cónyuges no es sólo el criterio de la diferencia antropológica y moral entre métodos naturales y medios artificiales, sino también el criterio de valoración en materia de procreación artificial. "La dignidad de la persona humana exige que ésta venga a la existencia como don de Dios y fruto del acto conyugal, propio y específico del amor unitivo y procreativo entre los esposos, acto que por su misma naturaleza resulta insustituible" (20). Es por esto que es mucho más justo el llamamiento a la responsabilidad de parte de los agentes sanitarios para que favorezcan esta concepción humana y cristiana de la sexualidad, haciendo accesible a los cónyuges y en primer lugar a los jóvenes, los conocimientos necesarios para tener un comportamiento responsable y respetuoso de la dignidad peculiar de la sexualidad humana, en general, y del acto conyugal en particular (21). Ante todo, los agentes sanitarios deberían ayudar a los cónyuges a captar la diferencia antropológica y moral entre asistencia natural y sustitución artificial en materia de procreación. En lo que se refiere a esta última, deberían poner en claro que es ilícita la fertilización in vitro con embryo trasfer no solamente heteróloga sino también homóloga. Obviamente este juicio moral concierne solamente a los modos de la fecundación y, de ninguna manera al ser humano en cuestión, que debe ser acogido siempre como don de Dios y educado con gran amor (22). El servicio a la vida de los agentes sanitarios inicia, pues, promoviendo el máximo respeto por la originalidad del generar humano.

 

3.2 La responsabilidad de la salud y del vivir humano

Bajo la sabia y amorosa protección de Dios, desde la fecundación comienza el maravilloso proceso de una nueva vida humana. A los agentes sanitarios y, en particular, a los ginecólogos y comadronas corresponde "vigilar con solicitud el admirable y misterioso proceso de la generación que se realiza en el seno materno, con el fin de seguirle el mormal desarrollo y de favorecerle el feliz éxito de dar a la luz la nueva criatura" (23).

Particularmente, deben recordar la especial dignidad de cada vida humana: la dignidad de persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Los agentes sanitarios deben tener presente ante todo que cada persona es una unidad de cuerpo y alma, por lo que a a través del cuerpo se llega a la persona misma en su realidad concreta. "Cada intervención sobre el cuerpo humano no se limita solamente a los tejidos, órganos y sus funciones, sino que involucra también los diversos niveles de la persona misma" (24). De esto se deduce que el cuerpo, al ser una realidad típicamente personal ya que revela a la persona en su relación Dios, con los demás y con el mundo, es fundamento y fuente de exigencia moral. No se puede disponer del cuerpo como si fuera un objeto propio, como una cosa o un instrumento del cual somos propietarios y árbitros. Es por esto que no todo lo que es técnicamente posible puede ser considerado moralmente admisible (25).

La finalidad intrínseca de la profesión de los agentes sanitarios es la afirmación del derecho del hombre a su vida y a su dignidad. Les corresponde el deber, pues, de la tutela profiláctica y terapéutica de la salud y de la curación de la vida de las personas. "La enfermedad y el sufrimiento, en efecto, no son experiencias que pertenecen exclusivamente al substrato físico del hombre, sino al hombre en su inseguridad y en su unidad somático-espiritual" (26).

A este punto se plantea el problema de la imposibilidad de curar al enfermo. De manera que el agente sanitario está siempre obligado a practicar todos los cuidados proporcionados, pero puede interrumpir lícitamente los cuidados desproporcionados (27). Aquí es muy importante el problema de la humanización del dolor mediante la analgesia y la anestesia. Aunque para el cristiano el dolor tiene un elevado significado penitencial y salvífico, la misma caridad cristiana exige que los agentes sanitarios alivien el sufrimiento físico (28).

Es aquí que se plantea de manera urgente el problema del derecho fundamental del enfermo al cuidado pastoral y al sacramento de la Unción de los enfermos. Cada agente sanitario tiene el deber de crear las condiciones para que, a quien se lo pide, tanto expresa que implícitamente, se le asegure una adecuada asistencia religiosa. En efecto, "la experiencia enseña que el hombre, necesitado de asistencia, sea preventiva, sea terapéutica, manifiesta exigencias que van más allá de la patología orgánica que padece. El espera del médico no solamente un cuidado adecuado - tratamiento que, por lo demás, antes o después terminará fatalmente por revelarse insuficiente - sino el apoyo humano de un hermano, que sepa participarle una visión de la vida, en la cual también encuentre su sentido el misterio del sufrimiento y de la muerte. Y de dónde podría obtener, si no de la fe, tal pacífica respuesta a los interrogantes supremos de la existencia?" (29).

 

3.3 Asistencia hasta el término natural

Cuando las condiciones de salud se deterioran de manera irreversible y letal, es decir cuando el hombre entra en el estadio terminal de su existir terreno, los agentes sanitarios están llamados a proporcionar una asistencia especial al moribundo. "Nunca como en la proximidad de la muerte y en la muerte misma es preciso celebrar y exaltar la vida... La actitud frente al enfermo terminal es frecuentemente la prueba clave del sentido de justicia y de caridad, de la nobleza de ánimo, de la responsabilidad y de la capacidad profesional de los agentes de la salud, comenzando por los médicos" (30). Es el momento de sustraer el morir al fenómeno de la medicalización, que se ocupa particularmente del aspecto biofísico de la enfermedad. En esta fase, el primer cuidado es una presencia amorosa llena de atenciones y de cuidados, que infunden confianza y esperanza de manera que en vez del rechazo de la muerte tenga lugar su aceptación. Impotentes ante el misterio de la muerte, la fe cristiana es la única fuente de serenidad y de paz. Por tanto, el testimonio de fe y de esperanza en Cristo de parte del agente sanitario tiene un papel determinante. Realizar una presencia de fe y de esperanza es para los médicos y enfermeros la forma más elevada de humanización y de cristianización del morir. En el enfermo terminal, el derecho a la vida constituye un derecho a morir serenamente y con la máxima dignidad humana y cristiana. Este derecho excluye toda forma de obstinación terapéutica y, más aún, todo recurso para poner fin a la vida (31). "La eutanasia transtorna la relación médico-paciente. De parte del paciente porque éste se relaciona al médico como a aquel que puede asegurarle la muerte. De parte del médico, porque ya no es más absoluto garante de la vida: y de él el enfermo debe temer la muerte. El contacto médico-paciente es una relación de confianza de vida y como tal debe permanecer. La eutanasia es "un crimen" al que los agentes de la salud, garantes siempre y sólo de la vida, no pueden cooperar de ningún modo" (32). Esto mismo vale para el aborto, incluso si el caso de la salud de la madre, del agravio de un hijo además, de una grave malformación fetal, de un embarazo originado por una violencia sexual implican bienes muy importantes. En efecto, la vida es un bien tan primario y tan fundamental para que podamos ponerla en comparación, de igualdad o hasta de inferioridad, con ciertos inconvenientes aunque fueren gravísimos (33). A este punto la síntesis de la ética hipocrática y la moral cristiana es incontestable: tanto la ética hipocrática como la moral cristiana rechazan toda forma de aborto directo y de eutanasia directa sea activa o pasiva, porque se trata de un acto de supresión de la vida prenatal y de un acto homicida que ningún fin puede legitimar (34).

De aquí resulta la diversidad del derecho para morir con dignidad humana y cristiana. "Este es un derecho real y legítimo, que el personal de la salud está llamado a salvaguardar, cuidando al moribundo y aceptando el natural desenlace de la vida. Hay una diferencia radical entre "dar la muerte" y "consentir el morir": el primero es un acto supresivo de la vida, el segundo es aceptarla hasta la muerte" (35).

Justamente en esta aceptación de la fin de la vida terrena, cada servidor fiel de la vida vigila sobre este cumplirse de la voluntad de Dios. De ningún modo se considera como árbitro de la muerte, así como de ninguna manera se considera, árbitro de la vida de alguien (36). Antes bien, es entonces más que nunca consolador para el moribundo que el agente sanitario dé testimonio de que la plena participación a la vida divina es el fin al que el hombre que vive en este mundo está orientado y llamado. Es entonces más que nunca consolador hacer experimentar al enfermo terminal la presencia sacramental de Cristo, "Verbo de la vida", mediante la Unción de los Enfermos. "Todo hombre recibe ayuda para su salvación, si se siente fortalecido por la confianza en Dios y obtiene nueva fuerza contra las tentaciones del maligno y la ansiedad de la muerte" (37). Esto mismo, y más aún, vale para el encuentro eucarístico como Viático del cuerpo y de la sangre de Cristo; según las mismas palabras de Cristo, la Eucaristía nos abre las puertas de la resurrección: "El que come mi carne y beve mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo resuscitaré en el último día".

Conclusión

Espero haberles demostrado lo que escribe en el prefacio nuestro Presidente, el señor cardenal Fiorenzo Angelini, que ninguno de los complejos problemas, planteados por la inseparable relación que existe entre medicina y moral, puede considerarse actualmente como un terreno neutral frente a la ética hipocrática y a la moral cristiana. Por esto la Carta de los Agentes Sanitarios ha respetado rigurosamente la exigencia de ofrecer una síntesis orgánica y completa de la Iglesia, arrancando de Pío XII, sobre todo lo que se refiere a la afirmación, en campo sanitario, del valor primario y fundamental de la vida de cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural (38).

Concluyo poniendo a propósito una particular atención al progreso y a la difusión de la medicina y de la cirugía de los trasplantes que permiten el cuidado y la sanación de muchos enfermos que hasta hace poco sólo podían ser terminales. Se trata de un desafío para amar, de manera completamente nueva, al prójimo por medio de la donación de órganos para que este siga viviendo. La extracción de órganos en los trasplantes homoplásticos naturalmente debe realizarse dentro de los límites que pone la misma naturaleza humana, de donador vivo o cadáver (39). En el primer caso la extracción es lícita siempre que se trate de órganos cuya resección no implica una grave e irreparable disminución para el donador. En el segundo caso hay que respetar siempre el cadáver como cadáver humano, incluso si ya no tiene más la dignidad de sujeto y no tiene el valor de fin de una persona viviente. El acto médico del transplante hace, pues, posible, el gesto de oblación del donador como don sincero de sí que de este modo expresa su esencial llamada humana y cristiana al amor y a la comunión (40).

Aquí es paradigmática la intención de toda la Carta de los Agentes Sanitarios sobre el servicio a la vida, esto es, responder a la llamada de Cristo: "Vade et fac similiter"

P. BONIFACIO HONINGS, O.C.D
Consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe
y del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Agentes Sanitarios

Notas

1. Génesis 2, 7; cf. Ibid. 2, 5-6. [Regresar]

2. Catecismo de la Iglesia Católica, 366; en adelante citaré CIC. [Regresar]

3. Job 34, 14-15. [Regresar]

4. Ezequiel 37, 14. [Regresar]

5. JUAN PABLO II, Evangelium vitae 53; en adelante citaré EV. [Regresar]

6. Cf. Ibidem. [Regresar]

7. FIORENZO ANGELINI, Quel soffio sulla creta (El soplo sobre el barro), Roma 1990, p. 377-378

8. PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PASTORAL DE LOS AGENTES SANITARIOS, Carta de los Agentes sanitarios, Ciudad del Vaticano 1995, Primera edición, n. 1; en adelante citaré, Carta. [Regresar]

9. Carta, 2. [Regresar]

10. Sab 11, 26. [Regresar]

11. Cf. Carta, 4. [Regresar]

12. Carta, 5. [Regresar]

13. Citado en Carta, 5. [Regresar]

14. Cf. Carta, 8. [Regresar]

15. EV, 27, citado en Carta, 9. [Regresar]

16. Cf. Carta, 10. [Regresar]

17. Carta, 11. [Regresar]

18. JUAN PABLO II, A la Unión Juristas Católicos Italianos, 5 de diciembre de 1987, en Insegnamenti X/3 (1987) 1295, citado en Carta, 13. [Regresar]

19. Carta, 15. [Regresar]

20. Carta, 22. [Regresar]

21. Cf. Carta, 20-23. [Regresar]

22. Cf. Carta, 24-30. [Regresar]

23. Carta, 36 [Regresar]

24. Carta, 40. [Regresar]

25. Cf. Carta, 44. [Regresar]

26. Carta, 53. [Regresar]

27. Cf. Carta, 64-45. [Regresar]

28. Cf. Carta, 68-71. [Regresar]

29. JUAN PABLO II, Al Congreso Mundial de Médicos católicos, 3 de octubre de 1982, en Insegnamenti V/3, 1982, p. 675, n. 6, citado en la Carta, nota 212. [Regresar]

30. Carta, 115. [Regresar]

31. Cf. Carta, 119; 147-148. [Regresar]

32. Carta, 150. [Regresar]

33. Cf. Carta, 141. [Regresar]

34. Cf. Carta, 139; 147. [Regresar]

35. Carta, 148. [Regresar]

36. Cf. Carta, 114. [Regresar]

37. Carta, 111. [Regresar]

38. Cf. Carta, p. 5. [Regresar]

39. Cf. Carta, p. 5. [Regresar]

40. Cf. Carta, 86-91. [Regresar]