Parresía de la fe, audacia de la razón

Mons. Héctor Aguer

Arzobispo Coadjutor de La Plata

 

Las trece encíclicas de Juan Pablo II

Considero oportuno, a modo de introducción, ubicar la Fides et ratio en el conjunto o cuerpo de encíclicas de Juan Pablo II. Podríamos clasificar estos textos magisteriales agrupándolos en varias secciones. Las tres primeras encíclicas constituyen la expresión del contenido fundante del anuncio cristiano: Redemptor hominis presenta la figura de Cristo Redentor iluminando el destino de la humanidad; Dives in misericordia anuncia el Evangelio del amor misericordioso del Padre, y Dominum et vivificantem nos invita a reconocer la presencia y acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. Es conveniente asociar a estas tres la Redemptoris Mater, que manifiesta el papel de María en el misterio de Cristo y en la historia de la salvación. Las cuatro encíclicas mencionadas presentan el misterio de Dios ilustrando la estructura de la realidad, su carácter "comunional", y descubriendo la historia como historia de la salvación. La proyección del misterio trinitario que se encuentra aquí esbozada constituye el fundamento de la misión de la Iglesia, que desea salir al encuentro del hombre.

En relación con este primer cuerpo doctrinal podríamos ubicar otras tres encíclicas: Redemptoris missio, Ut unum sint y Slavorum apostoli. Las tres se refieren a la misión de la Iglesia en la actualidad, afirmando la perpetua validez del mandato misionero que ella ha recibido y procura cumplir, y también avizorando la perspectiva de la unidad cristiana, tan cercana al corazón del Papa actual. Slavorum apostoli es una encíclica que pasó un tanto inadvertida, quizá porque parecía dedicada a un tema muy particular, ya que en ella se celebra a los Santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos; sin embargo, allí Juan Pablo II pone en ejercicio una teoría de la inculturación del cristianismo y de la fe. En efecto, muestra cómo el Evangelio transfigura al hombre y a la cultura de los pueblos y descubre, por tanto, el horizonte histórico de la presencia de la Iglesia, en marcha hacia el tercer milenio del cristianismo.

Hemos identificado dos series de textos que ofrecen, respectivamente, una presentación del misterio de Dios iluminando la estructura de la realidad y la historia de los hombres, y algunos valiosos elementos que se refieren a la misión de la Iglesia en la actualidad. Señalemos ahora una nueva sección: varias encíclicas nos presentan lo que podríamos llamar la determinación necesaria del contenido fundante del anuncio, la expresión del mensaje de la Iglesia y de su acción en el tejido, en el entramado, de la vida social y política de los pueblos. Aquí corresponde enumerar: la Laborem exercens, sobre el trabajo humano, publicada para conmemorar el 90º aniversario de la famosa Rerum novarum de León XIII; la Sollicitudo rei socialis, documento en el cual el Papa actualiza la noción de desarrollo con ocasión del 20º aniversario de la Populorum progressio de Pablo VI; y la Centesimus annus, donde, celebrando el centenario de Rerum novarum, el Papa examina los nuevos problemas planteados como consecuencia de la caída de los regímenes de "socialismo real" en los países de Europa central y oriental. A estos tres textos magisteriales podríamos añadir la encíclica Evangelium vitae, que propone la urgencia de acudir en defensa de la vida ante el avance de la cultura de la muerte, y una exhortación apostólica que tiene su antecedente en el Sínodo que en su oportunidad abordó el tema de la familia, titulada Familiaris consortio. Habría que destacar de paso la importancia del magisterio de Juan Pablo II sobre la familia. Decíamos que en esta sección nos encontramos con la aplicación o determinación de aquel contenido fundante, el misterio de Dios iluminando la realidad y la historia humana, en el plexo de la vida familiar, social y política de las naciones.

La lista de las trece encíclicas se completa con aquellas que pueden ser consideradas como el fundamento teorético de todo el magisterio del actual Pontífice: Veritatis splendor y Fides et ratio. Esta última será el objeto de la presente lección.

Veritatis splendor no sólo expone las cuestiones fundamentales que debe abordar hoy la moral cristiana, sobre todo en diálogo y confrontación con la cultura vigente, sino que plantea una cuestión de máxima entidad que de algún modo va a ser continuada en el texto que nos proponemos comentar. Esto es, la referencia de la libertad a la verdad y por tanto también el problema de la contemplación del bien. Podríamos decir que aquí se abre el camino para lo que en Fides et ratio será una consideración teorética final, fundante o ulterior, planteando la capacidad de la razón para alcanzar la verdad y por tanto el fundamento absoluto de sentido.

Digo que en estas dos encíclicas se encuentra lo que podríamos llamar la teoría, el fundamento teórico, especulativo, de la enseñanza de Juan Pablo II. Además, Veritatis splendor pide por su propia inspiración y contenido ser fundada ulteriormente por Fides et ratio, así como en la dialéctica de los trascendentales el bien se remite al ser.

 

La formación intelectual del Papa

La introducción hasta aquí esbozada procuraba ofrecer una ubicación del texto que debemos considerar; con el mismo fin me parece oportuno hacer también una referencia a los antecedentes, por así decirlo, filosófico-teológicos del Papa Wojtyla. Se justifica esta brevísima incursión porque quien considera atentamente todo el arco de desarrollo de su magisterio, capta de inmediato que en sus grandes encíclicas, en sus intervenciones más importantes, se manifiesta la personalidad intelectual y espiritual del Papa, no solamente como Pastor Supremo de la Iglesia, sino también como pensador, como filósofo y como teólogo. No es éste el momento, por cierto, de trazar un esbozo de biografía intelectual de Juan Pablo II, sin embargo es conveniente exhibir algunos datos que nos permitan apreciar como es debido su obra.

Sus estudios iniciales de literatura polaca en la Universidad de Cracovia fueron interrumpidos por la Segunda Guerra Mundial; cuando pudo retomar el itinerario de su formación lo hizo en el ámbito de su preparación al sacerdocio. En su período romano se aplicó a conocer en profundidad la ética de Scheler. Pero en el curso de sus estudios se fue gestando lo que podríamos llamar un pensamiento personal, una obra filosófica personal, en la cual se advierte una confluencia de la filosofía del ser con una filosofía de la persona; una filosofía de la persona en la cual queda superada la mera filosofía de la conciencia.

El desarrollo de la obra intelectual de este Papa ofrece un complemento creativo a la tradición filosófica de la Escolástica, a la vez que asume y trasciende las instancias fundamentales del pensamiento moderno. Sus estudios sobre Scheler han sido valiosos para determinar la adopción de un método fenomenológico; sería adecuado calificarlo como una fenomenología corregida. Además, las referencias a Pascal y al existencialismo son perceptibles en esa filosofía de la persona; corresponde citar aquí una obra fundamental: The acting person, pero también sus contribuciones sobre el amor, que revelan un interés constante centrado en el amor como valor definitorio de la condición humana. En el orden teológico, resulta imprescindible reconocer un gran influjo del Concilio Vaticano II en la obra de Juan Pablo II, en especial del propósito pastoral del Concilio, que fue hacer de la fe una experiencia de vida, provocar una especie de asimilación subjetiva y adecuada de la fe, es decir, orientar a los fieles hacia un cristianismo vivido, y así promover la plasmación de una mentalidad cristiana, no de corte intelectualista. Un cristianismo vivido pero fundado vigorosamente en una teoría, en una contemplación, en una metafísica. Desde esta apropiación personal de la fe, el propósito pastoral del actual pontificado sugiere a los cristianos afrontar la vida con sus desafíos, juzgar la historia.

Por consiguiente, en el pensamiento del Papa se pueden distinguir continuas síntesis integradoras: del tema de la creación con el de la redención, de la tradición con la novedad, de la fe con la moral, de la libertad con la verdad, de la razón con la fe. De este modo nos acercamos al tema de Fides et ratio. El Papa cita con frecuencia en su magisterio una frase, tomada del número 22 de la Constitución conciliar Gaudium et spes: "En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado, porque Adán, el primer hombre, era figura del que habría de venir, es decir, de Cristo Nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su Amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación". Este fragmento de la Gaudium et spes constituye como un leit-motiv de toda la obra intelectual y pastoral del Papa. También resume de algún modo las afirmaciones de la doctrina católica sobre la dimensión sanante de la gracia de la redención, en cuanto que el encuentro con Cristo constituye la apertura del hombre a su auténtica realización. El cristiano es entonces en sí mismo el misterioso cumplimiento del hombre y de su destino.

 

El texto de Fides et ratio

Sin desechar una lectura diacrónica, que se atenga a la sucesión lineal de los capítulos, habría que asumir especialmente una consideración sincrónica del texto, en cuya composición me parece descubrir una estructura quiástica. Quienes han estudiado métodos exegéticos recordarán que se llama quiasmo a la construcción de una unidad literaria según un esquema de correspondencias invertidas. Estimo que se puede aplicar analógicamente este esquema al texto de Fides et ratio. Se trata, por tanto, de una estructura envolvente, cuyo centro está en el capítulo IV: "Relación entre la fe y la razón"; en él se registra la verificación histórica de tales relaciones y los modelos alcanzados. Alrededor de este eje se pueden ordenar las correspondencias: de la introducción con la conclusión; del capítulo I ("La revelación de la sabiduría de Dios") con el capítulo VII ("Exigencias y cometidos actuales"; es decir, respectivamente las exigencias de la Palabra de Dios y los cometidos de la teología); el capítulo II ("Credo ut intellegam", un compendio de gnoseología bíblica) remite al VI ("Interacción entre teología y filosofía", en el que se recogen las condiciones que hacen de la ciencia teológica un auténtico intellectus fidei y se definen los estados del pensamiento filosófico en relación con la fe cristiana) y el capítulo III ("Intellego ut credam", en el que se analiza el arduo itinerario del hombre por la conquista de la verdad) tiene su correspondencia en el capítulo V, que expone la diaconía de la verdad ejercida por la Iglesia a través del discernimiento crítico del magisterio en relación con las filosofías y el apoyo ofrecido al recto ejercicio del pensar a lo largo de la historia.

Al hablar de correspondencias o armonías no quiero sugerir que se trata de una mera asunción repetitiva o de una simetría rigurosa entre temas, sino que aludo al movimiento del pensar que, al establecer aquellas referencias o inclusiones, se va profundizando sucesivamente entre la primera y la segunda parte de la encíclica y alcanza en los dos capítulos finales una gran importancia pastoral. Sugiero atender simultáneamente al doble nivel de interpretación señalado, para alcanzar una lectura provechosa.

Teniendo en cuenta estos criterios de lectura quiero señalar cuatro temas principales en el contenido de la encíclica:

El hombre es capaz de la verdad

El Papa afirma reiterada y enfáticamente la capacidad de la razón humana para conocer la verdad. Las intervenciones históricas del magisterio en materia filosófica son presentadas en Fides et ratio como una "diaconía de la verdad", y la misma encíclica expresa este servicio en el contexto actual de la posmodernidad caracterizada por el pensamiento débil, la marginalidad de la filosofía y la muerte de la metafísica, como una afirmación de las posibilidades cognoscitivas de la razón, convocada aquí para nuevas y más altas conquistas. De allí la justificación de la necesidad de la filosofía y la equivalencia de estas definiciones: El hombre es el "que busca la verdad" (n. 28); "cada hombre... es, en cierto modo, filósofo" (n. 30), o también: "el hombre es naturalmente filósofo" (n. 64).

Confluyen como autoridades para avalar esta inclinación natural del espíritu humano a la verdad, el comienzo de la Metafísica de Aristóteles: "Todos los hombres desean saber" (n. 25) y la Sagrada Escritura, según la cual el hombre es capaz de filosofar, a partir del conocimiento de la estructura del mundo y de la actividad de los elementos, y razonando sobre la naturaleza puede llegar, por analogía, hasta el Creador (caps. 7 y 13 del libro de la Sabiduría). El análisis del discurso paulino en el Areópago (Hch 17), presentado en el número 24, pone de relieve esta verdad: que en lo más profundo del corazón del hombre anida el deseo y la nostalgia de Dios.

La filosofía es reconocida como el camino para conocer las verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre (n. 5) y se le atribuye el mérito de haber asumido de modo peculiar la búsqueda de Dios. Tal es el caso de los padres de la filosofía griega, que han buscado superar los mitos y las religiones de misterios para dotar de una base racional a la creencia en la divinidad.

La actitud de aprecio, estima y confianza hacia la filosofía culmina en la afirmación de la necesidad de la metafísica, en la que el pensamiento filosófico alcanza el fundamento último de la realidad, el absoluto. La metafísica, que hoy es vista con desconfianza, o eludida discretamente, constituye la expresión más alta de la audacia de la razón; pero a esto está llamado precisamente el hombre. El Papa lamenta que en la actualidad la reflexión tienda a limitarse a las consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios (n. 5). Postula entonces la instancia metafísica (n. 84), una filosofía de alcance auténticamente metafísico (n. 83) con respecto a las ciencias hermenéuticas y a los análisis del lenguaje y en todo caso recomienda una hermenéutica abierta a la instancia metafísica (n. 95); exhorta a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad (n. 105); a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en el filosofar (n. 56). Frente a la declinación posmoderna que se reduce a la simple interpretación del hecho (n. 55) el Papa caracteriza así la opción metafísica: consiste en reconocer en el mundo de la experiencia, que no es absoluto, una referencia a lo absoluto y trascendente; de lo cual se sigue la necesidad del paso del fenómeno al fundamento (n. 83).

Existe una tradición metafísica que arranca de Platón y Aristóteles, asumidos luego por los Padres de la Iglesia, por Agustín y Tomás, y que se expresa también en la obra de muchos filósofos modernos y contemporáneos (cita a Newman, Rosmini, Maritain, Gilson, Stein, Soloviev, Florenskij, Caadaev y Losski, n. 74).

Al observar que la cultura contemporánea le ha reservado a la filosofía un papel marginal se hace notar que en los ambientes católicos la situación no es mucho mejor. Después del Vaticano II ha decaído la filosofía a causa de una menor estima de la Escolástica y del estudio curricular que corresponde a la formación sacerdotal, donde se la sustituye por las ciencias humanas. Se ha dejado de advertir el valor que tiene la filosofía para la comprensión de la fe y que a menudo ella constituye el único ámbito de entendimiento y diálogo con la cultura secular y con quienes no perciben la verdad plena de la revelación (n. 104).

 

Santo Tomás en la historia del pensamiento cristiano

En segundo lugar, quiero destacar la centralidad, en el texto de Fides et ratio, del recorrido histórico propuesto en el capítulo IV, que representa el eje del quiasmo, según he señalado: verificación o ejercicio de las relaciones entre fe y razón. Se registra aquí la confluencia de dos caminos: la vía de Dios hacia el hombre y la vía del hombre hacia Dios. Dicho de otro modo: el credo ut intellegam tematizado en el capítulo II (y también en el I) y el intellego ut credam desarrollado en el capítulo III. Se trata del encuentro de dos órdenes de conocimiento: la verdad que proviene de la revelación y la que es alcanzada a través de la reflexión filosófica. Ambos órdenes, identificados en su distinción recíproca en la enseñanza del Concilio Vaticano I, se relacionan entre sí según el axioma de Santo Tomás: como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón.

El encuentro entre la fe y la razón se concretó en etapas significativas para la constitución de un pensamiento cristiano y por tanto de una cultura cristiana. Este proceso de inculturación de la fe o de evangelización de la cultura por mediación de la filosofía condujo a las creaciones intelectuales de la alta Edad Media, antes de que se precipitara el drama de la separación entre la fe y la razón. A partir de San Pablo y su discusión en Atenas con algunos filósofos epicúreos y estoicos (Hch 17,18; ver n. 36) desfilan por este capítulo IV de Fides et ratio los nombres de Ireneo, Tertuliano, Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes, los Padres Capadocios, Dionisio Areopagita, Agustín, Anselmo, Alberto Magno y Tomás de Aquino. Hago notar de paso la importancia que el Papa atribuye a la interpretación anselmiana del intellectus fidei (n. 42) y a otras citas del Arzobispo de Canterbury en el texto de la encíclica, en consonancia con la especial atención que los investigadores han otorgado a este autor en los últimos años. Pero sobre todo quiero destacar el énfasis con el que Juan Pablo II inculca la novedad perenne del pensamiento de Santo Tomás. Cito algunas expresiones espigadas en los números 43, 44, 57, 58, 61, 74, 78, que se apoyan a veces en citas de la encíclica Aeterni Patris de León XIII y en la carta Lumen Ecclesiae de Pablo VI.

La Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología.

Es un auténtico modelo para cuantos buscan la verdad.

Se comprende bien por qué el magisterio ha elogiado repetidamente los méritos del pensamiento de Santo Tomás y lo ha puesto como guía y modelo de los estudios teológicos.

Su pensamiento alcanzó cotas que la inteligencia humana jamás podría haber pensado (es una cita de Aeterni Patris).

Proponer el pensamiento del Doctor Angélico es el mejor camino para recuperar un uso de la filosofía conforme a las exigencias de la fe.

En su reflexión la exigencia de la razón y la fuerza de la fe han encontrado la síntesis más alta que el pensamiento haya alcanzado jamás.

Cita nuevamente a León XIII para destacar "el valor incomparable de la filosofía de Santo Tomás" y al comentar la necesidad de una buena formación filosófica de los futuros sacerdotes remite en nota a discursos recientes de Juan Pablo II sobre la filosofía tomasiana, reitera el valor de las intuiciones del Doctor Angélico e insiste en inculcar el conocimiento de su pensamiento.

En algunos ambientes católicos, en los que el vigor de la reflexión filosófica se ve neutralizado por corrientes historicistas y relativistas y la teología se entretiene en el acopio de datos y se estanca en un biblicismo fideísta, o bien donde reina la superficialidad y la ignorancia, suele escucharse todavía que Santo Tomás "está superado". Seamos sinceros: por lo general sólo hablan así teólogos "a la violeta", repetidores subalternos que no han estudiado seriamente al Doctor Angélico en sus textos y que con su frivolidad contribuyen a mantener vigentes los "slogans" progresistas que hicieron furor en los años sesenta.

 

Una filosofía abierta a la fe

La historia de las relaciones entre fe y razón, entre filosofía y teología, clarifica la necesidad de la especulación filosófica para el intellectus fidei que debe articularse en la ciencia teológica. El trabajo teológico es obra de la razón crítica a la luz de la fe, y por tanto, "presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente". Así se dice en el número 77 del texto, y el Papa añade que, además, la filosofía oficia de interlocutora para que la teología pueda verificar la inteligibilidad y la verdad universal de sus aserciones. Los Padres de la Iglesia y los teólogos medievales adoptaron filosofías no cristianas para dicha función, lo cual indica la autonomía que conserva la filosofía en el recurso que la teología hace de ella, pero también muestra las profundas transformaciones que debe afrontar. Las exigencias de la Palabra de Dios y las características del intellectus fidei inducen a la filosofía a encontrar de nuevo su dimensión sapiencial, su índole de saber propio y riguroso, y a proyectarse en un vuelo auténticamente metafísico en la búsqueda del fundamento. La teología necesita una filosofía del ser, no basta una mera filosofía de la conciencia; sería asimismo insuficiente una hermenéutica inmanentista que no resuelve el problema del acceso a la verdad objetiva. Los errores teológicos de este siglo, que se repiten obstinadamente bajo nuevas formulaciones, proceden de la adopción por los teólogos de filosofías incompatibles con la verdad de la fe, que no pueden ser vehículos conceptuales de las riquezas del misterio divino. Así ha ocurrido durante el auge del movimiento modernista a comienzos del siglo XX, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, y en la crisis de la fe desencadenada al concluir el Concilio Vaticano II. El magisterio ejerció en esas tres instancias su función de discernimiento crítico: las encíclicas Pascendi y Humani generis, respectivamente, en los dos primeros casos, y en el restante las intervenciones personales de Pablo VI y Juan Pablo II, además de los numerosos documentos producidos por la Congregación para la Doctrina de la Fe, expresan la diaconía eclesial de la verdad a favor de la teología y de la filosofía.

En la impasse que caracteriza a la situación de la cultura en este fin de siglo y de milenio, la Revelación, la sabiduría cristiana y la ciencia teológica rescatan la necesidad y la pertinencia de una filosofía digna de este nombre, de una filosofía "en consonancia con la Palabra de Dios" (n. 79), "en coherencia con la fe" (n. 103). En varios momentos de su exposición Juan Pablo II recurre al concepto de apertura para expresar esa especie de disponibilidad del pensamiento filosófico. Dice, así, que el hombre debe abrirse a la trascendencia (n. 15), que la filosofía ha de abrirse para acoger la locura de la cruz (n. 23); recuerda que los Padres de la Iglesia dieron cabida en su contemplación teológica a una razón abierta a lo absoluto (n. 41); y esto es considerado posible porque el empeño filosófico, como búsqueda de la verdad en el ámbito natural, permanece al menos implícitamente abierto a lo sobrenatural (n. 75). El concepto de apertura aplicado a la filosofía indica que ésta constituye una vía propedéutica a la fe; no establece un pasaje necesario, dialéctico, como si por la filosofía se pudieran demostrar los contenidos de la fe o el filósofo se viera obligado a creer. Apertura expresa la posibilidad en la que puede insertarse el acto de fe. Calculemos el valor dialógico y pastoral de esta postura o posición de la filosofía. Santo Tomás es aquí ejemplar: un teólogo que asume creativamente sus fuentes filosóficas y las transforma, ya se trate de Aristóteles, del neoplatonismo, de Cicerón o de Maimónides.

 

La mediación de la filosofía en la inculturación del cristianismo

En los números 70, 71 y 72 Fides et ratio presenta el tema de la relación de la fe con las culturas. Pero, más ampliamente, se puede decir que toda la encíclica propone una metafísica de la inculturación del cristianismo. Ésta parece una de las razones por las que se puede considerar este documento como fundamento teórico del magisterio de Juan Pablo II en toda su extensión. La inculturación no es un mero hecho sociológico, sino que revela las constantes profundas del espíritu humano en su realización histórica y dice referencia al Misterio de la fe. La analogía entre el fenómeno de la inculturación y el misterio cristiano procede según una triple referencia. En primer lugar a la Encarnación, porque la fe se une a la cultura, el Evangelio a las tradiciones de los pueblos, sin confusión y sin separación, así como en la única persona del Verbo Encarnado se unen la divinidad y la humanidad. Luego dice este proceso una referencia al Misterio Pascual, ya que la inculturación del cristianismo implica una transfiguración de la cultura a través de una instancia crítica, dialéctica, de purificación, que abre paso a la aparición de una realidad nueva, de un cristianismo nuevamente inculturado. Y la tercera referencia mira al misterio de Pentecostés, a cuya luz se manifiesta la universalidad de la cultura cristiana. La cultura cristiana, si podemos emplear legítimamente esta expresión, no se reduce a una forma unívoca, sino que acoge una rica variedad, la diversidad posible en los sucesivos encuentros históricos de la fe con las tradiciones de los pueblos. Cada cultura, en la universalidad de la Iglesia, recibe la gracia de superar el encerramiento en su diferencia y se trasciende a sí misma; en la catolicidad se hace universal.

En relación con los problemas que actualmente se suscitan al entrar el Evangelio en contacto con áreas culturales que han permanecido hasta ahora fuera del ámbito de irradiación del cristianismo, propone el Papa tres criterios de discernimiento que están en sintonía con la triple referencia señalada. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentalmente son idénticas en las culturas más diversas. El segundo es que al entrar en contacto con otras culturas no puede olvidar lo adquirido en la inculturación producida en el pensamiento grecolatino, molde en el cual providencialmente se ha expresado la doctrina de la fe. Y en tercer lugar, que una tradición cultural determinada no debe encerrarse en su diferencia y afirmarse en oposición a otras tradiciones, contrariando la naturaleza misma del espíritu humano.

Esta problemática de la inculturación no sólo es apta para enfocar y orientar correctamente la misión de la Iglesia en su afán de llevar el Evangelio a todas las naciones, es decir, en la extensión de la geografía y de la historia, sino que también ilumina la tarea de diálogo, confrontación y superación de la cultura vigente, cuyo espejo es la filosofía. También la filosofía de nuestra cultura contemporánea debe ser evangelizada. La filosofía moderna -lo hace notar el Papa- ha centrado su atención en el hombre. Pero lo ha hecho de tal manera que suele oponer antropología y metafísica, o disolver la metafísica en antropología. Y la concepción del hombre aparece muchas veces fragmentada en las perspectivas parciales que ofrecen las así llamadas ciencias humanas o ciencias del hombre, enfocadas con criterios reduccionistas que ofuscan la auténtica verdad antropológica. Sin embargo, estas perspectivas no carecen de valor. Dice, en efecto, Juan Pablo II, que aún en el tramo histórico de separación entre fe y razón "aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia..." (n. 48). La tarea que se impone emprender consiste en fundar la persona en el ser y descubrir al ser en la persona. La investigación del fenómeno humano de la acción, objeto privilegiado de estudio en nuestra época, debe conducir, a través de la indagación sobre los actos que trascienden la estructura empírica, al ser del yo singular, a la profundidad de la persona, que dichos actos manifiestan. Y en un segundo intento de trascendimiento analógico, el ser del yo personal, descubierto en su finitud como ens per participationem ha de encaminarnos a la contemplación del ipsum esse per se subsistens, el fundamento absoluto, el primer principio y último fin que hace al hombre congénere suyo al atribuirle una participación en la naturaleza espiritual, y lo constituye imagen y semejanza, capaz de Dios.

Uno de los párrafos iniciales de la encíclica Dives in misericordia nos advierte que este propósito se encuentra formulado desde el comienzo del actual pontificado y que es un punto clave en el pensamiento del Papa Wojtyla: "Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y del presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir, e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda" (n. 1).

 

Parresía de la fe, audacia de la razón

Debemos aceptar intelectualmente el desafío que significa la afirmación de la centralidad del hombre en la cultura contemporánea, pero para otorgarle su verdadero sentido.

Para afrontar cabalmente esta tarea, "a la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón" (n. 48). Esta frase, con la que se cierra el capítulo IV, sintetiza toda la encíclica Fides et ratio. Otras fórmulas análogas aparecen repetidamente en el texto para expresar la unidad profunda en la que se abrazan la fe y la razón y el mutuo estímulo que ambas se dispensan. De los Padres de la Iglesia, por ejemplo, se dice: "precisamente porque vivían con intensidad el contenido de la fe, sabían llegar a las formas más profundas de la especulación" (n. 41). O negativamente, de la experiencia histórica ofrecida por la filosofía moderna y contemporánea se concluye: "una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser" (n. 48).

Sin negar el recíproco influjo de las dos realidades asumidas en la fórmula, hay que decir que el primer miembro asegura la verificación del segundo. Es la parresía de la fe la que suscita y sostiene la audacia de la razón; el deseo de la verdad, el amor que inspira al intellectus fidei mueve a la razón a lanzarse siempre más allá.

Parresía es un concepto capital del Nuevo Testamento para comprender la misión de la Iglesia y del cristiano. Como que procede de pan-resía, connota la libertad total para hablar, no tanto en sentido objetivo, porque lo permiten las condiciones externas o la autorización de la ley, sino más bien en sentido subjetivo, es decir, una libertad que procede de la constancia de ánimo y de la firme persuasión de la verdad.

La parresía ante los hombres es la actitud apostólica por excelencia en el desarrollo de la misión de predicar y de implantar la Iglesia. Es la libertad espontánea de hablar por la que no se teme decir algo claramente (lo opuesto a callar por timidez o a hablar crípticamente) y no se vacila en amonestar, si es preciso, con toda franqueza (ver Hch 4,13; 2,29; 4,31; 28,31; 2Cor 7,4; 3,12; Flm 8).

Pero la parresía inspira también nuestra relación con Dios. O mejor dicho, un nuevo género de parresía surge de la condición cristiana, porque hemos sido redimidos por Cristo, reconciliados y adoptados por Dios y podemos apoyarnos en la promesa de que nuestras oraciones serán escuchadas. Es la confianza gozosa y filial por la cual nos atrevemos a acercarnos al Padre y a invocarlo con este nombre en nuestras súplicas (ver Ef 3,12; 1Tes 3,13; Heb 3,6; 4,16; 10,35; 1Jn 2,28; 3,21; 4,17; 5,14).

"A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón". La frase no sólo resume la encíclica comentada, sino que manifiesta la índole del magisterio de Juan Pablo II en su doble vertiente característica: una nueva, libre y confiada proposición de la verdad católica en el areópago del mundo contemporáneo, que es fruto de una profunda religiosidad, sostenida por una vigorosa reflexión que otorga a la fe la posibilidad de ser escuchada y comprendida ya que ilumina la vida personal y social a la vez que señala el camino hacia la trascendencia. Característica que identifica también la misión de los cristianos en el milenio que viene: a la libertad de decir, a la afirmación confiada de la verdad, debe corresponder el deseo incesante de saber y la audacia conquistadora de la inteligencia.

 

Mons. Héctor Rubén Aguer, Arzobispo Coadjutor de La Plata, es miembro de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia. Es autor de numerosos estudios filosóficos y teológicos.