La persona humana como principio de reconciliación

Pedro Morandé Court

Que la persona humana pueda ser considerada como principio de reconciliación es una afirmación que encuentra su fundamento en la rica antropología teológica desarrollada por Gaudium et spes y profundizada por el magisterio de S.S. Juan Pablo II, la cual está en la base del llamado a una Nueva Evangelización, tanto en América Latina como en el mundo entero. Desde luego, la evangelización tiene muchos aspectos vinculados con la vida de los pueblos, con sus culturas, con sus tradiciones y valores, con sus relaciones sociales, con sus instituciones. Pero ningún aspecto llega tan hondo como aquél vinculado directamente con la persona humana, puesto que como dijo el Santo Padre ante la UNESCO, el "hombre... es el único sujeto óntico de la cultura", "el hombre es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura" (1). Con igual fuerza y convicción proclamaba en su encíclica Redemptor hominis: "En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo" (2).

¿En qué reside esta suprema dignidad de la persona humana cuya contemplación admirada y agradecida se confunde, según las palabras citadas, con la proclamación del Evangelio? La misma Redemptor hominis nos da la respuesta en un hermoso pasaje en que realiza una exégesis del n. 22 de Gaudium et spes: "Al reflexionar nuevamente sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo, Hijo de Dios vivo, se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre. Precisamente Él, solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre, a la paternidad que desde el principio se manifestó en la creación del mundo, en la donación al hombre de toda la riqueza de la creación, en hacerlo "poco menor que Dios" (citando el Sal 8,6) en cuanto creado a "imagen y semejanza de Dios"... La redención del mundo -ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada-, es en su raíz más profunda "la plenitud de la justicia" en un Corazón humano: en el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la gracia, llamados al amor" (3).

En un corazón humano, el de Cristo, "el hombre perfecto", como lo denomina el texto conciliar, se ha producido nuestra reconciliación con el Creador del mundo, quien se ha revelado como Padre y el ser humano, como hijo. Esta misma conciencia filial que remonta hasta la creación del mundo, es descrita por S.S. Juan Pablo II en su encíclica Dives in misericordia en los siguientes términos: "La cruz colocada sobre el Calvario, donde Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado, no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y fuente última de la existencia. Él es además Padre: con el hombre, llamado por Él a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto, el que ama desea darse a sí mismo" (4).

La mirada sobre la cruz de Cristo nos vuelve "sobre el principio", sobre el acto creador de Dios y su designio original sobre la persona. Nos dice Gaudium et spes en su n. 12 que "el hombre fue creado "a imagen de Dios", capaz de conocer y amar a su Creador" (5). Esta afirmación fundamental de la antropología cristiana no sólo plantea la dignidad humana por su origen, por saber quién creó al hombre, sino también por su vocación, por su destino. Afirma que la creatura humana es capaz de conocer y de amar a su Creador. No sólo ha salido de sus manos, sino lleva a Dios como su anhelo más profundo. Cuando Gaudium et spes se refiere a la inteligencia humana, sostiene que ella "no se limita exclusivamente a lo fenoménico, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, y eso a pesar de que, como consecuencia del pecado, se encuentre parcialmente débil y a oscuras" (6). Y más adelante, al referirse a la dignidad de la conciencia moral, señala que "la conciencia es como un núcleo recóndito, como un sagrario dentro del hombre, donde tiene sus citas a solas con Dios, cuya voz resuena en el interior. Y gracias a la conciencia, aquella ley que se cumple en el amor de Dios y del prójimo se le da a conocer de modo maravilloso" (7). Es decir, el hombre no es sólo capaz de hablar "de Dios", como sostiene la cultura nihilista contemporánea, sino capaz de hablar con Dios en la intimidad de su conciencia y de su corazón. Por ello, sostiene Gaudium et spes que el fundamento esencial "de la dignidad humana está en su vocación a esta comunicación con Dios" (8), afirmando más adelante: "La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los deseos más recónditos del corazón humano cuando defiende la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo así la esperanza a muchos que desesperan de encontrar destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre, difunde en su provecho, luz, vida y libertad; y fuera de él no hay nada capaz de llenar el corazón del hombre: "Nos hiciste para Ti", Señor, "y nuestro corazón no conoce descanso hasta que lo halle en Ti"" (9).

¿Qué es lo que impide u oscurece la conciencia humana que anhela tan hondamente este conocimiento de Dios? El pecado, que es siempre una variante del pecado original: El hombre al pretender "conseguir su fin fuera de Dios... Al negarse a reconocer a Dios como su principio, transtornó, además, su debida ordenación a un fin último" (10). Por ello, haciendo suya la expresión de la Carta a los Romanos, agrega que los hombres "conociendo a Dios, no lo glorificaron como Dios..., sino que se nubló su necio corazón y sirvieron a la creatura más que al Creador" (11). El fruto del pecado es la esclavitud y la muerte, las dos formas supremas de la pérdida de la libertad. La imagen de Dios desde la esclavitud del pecado se deforma hasta el punto de confundir a Dios con variados ídolos, especialmente con la soberbia de sí mismo. Es el caso, especialmente, del ateísmo sistemático (12).

La verdadera imagen de Dios es, en cambio, la del Verbo encarnado, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (ver Heb 4,15). Afirma Gaudium et spes: ""Imagen de Dios invisible" (Col 1,15) Él es el hombre perfecto que ha restaurado en la descendencia de Adán la semejanza divina deformada desde el primer pecado. La naturaleza humana ha sido en Él asumida, no absorbida; por lo mismo, también en nosotros ha sido elevada a dignidad sin igual. Él, Hijo de Dios, por su Encarnación, se identificó en cierto modo con todo hombre... Todo esto es válido no sólo para los que creen en Cristo, sino para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de un modo invisible; puesto que Cristo murió por todos y la vocación del hombre es una misma, es decir, la vocación divina. Debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en el modo sólo por Dios conocido, se asocien a su misterio pascual" (13).

Esta enseñanza de la Gaudium et spes adquiere su plenitud en su conocido n. 24. Allí señala que "cuando Cristo ruega al Padre "que todos sean una misma cosa... como nosotros lo somos" (Jn 17,21-22), desplegando una perspectiva inaccesible a la razón humana, insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino por el sincero don de sí mismo" (14). Este texto define la vocación humana como autodonación de sí a imagen de la Trinidad misma. Si el núcleo de la dignidad humana, como veíamos antes, es la vida de comunión con Dios, ahora se nos revela que la creación misma del hombre, creatura amada por sí misma, fue hecha como analogía de la autodonación de las tres personas de la Santísima Trinidad. Cristo, con su Encarnación y su pasión, hace justicia a Dios porque lo revela como el Padre de la misericordia, y hace justicia al hombre porque lo revela como la "creatura amada por sí misma", restituyendo el vínculo de amor entre el Creador y su obra.

Sin embargo, la vocación humana a la autodonación, como imagen y analogía de la vida intratrinitaria de Dios, debe ser considerada también en su especificidad esponsalicia de complementación entre varón y mujer. Por ello señala Gaudium et spes: "Pero Dios no creó al hombre solo, ya que, desde los comienzos, "los creó varón y mujer" (Gén 1,27), haciendo así, de esta asociación de hombre y mujer, la primera forma de una comunidad de personas: el hombre por su misma naturaleza es un ser social, y sin la relación con otros no puede ni vivir ni desarrollar sus propias cualidades" (15). El Papa ha vuelto una y otra vez sobre la exégesis de este texto de la creación, tanto para hablar de la igual dignidad del varón y la mujer (últimamente en su Carta a las mujeres, antes en Mulieris dignitatem), como para buscar el fundamento de la relación esponsalicia entre ambos sexos "en el principio", es decir, en la misma creación, dignificando de esta manera la vocación al matrimonio como una de las dos vías de la realización de la vocación humana (Familiaris consortio, catequesis de los años 1979-1982). Lo que me parece interesante destacar en este plano es la exégesis del texto de Mt 19,4ss, en que Cristo mismo remite la pregunta por el vínculo conyugal "al principio", es decir, a la creación. Dice Familiaris consortio que "Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor" (16), reiterando así la dignidad humana en su doble dimensión de proceder del amor de Dios, pero también de su vocación al amor, como comunión con quien es Él mismo el Amor.

Se puede afirmar, entonces, que la persona humana es en sí misma principio de reconciliación por reflejar en su propio dinamismo vocacional la vida trinitaria de Dios. A pesar del pecado, ella es capaz de recibir en la intimidad de su corazón la voz de Dios que le habla como "creatura amada por sí misma", puesto que participa de la justicia y reconciliación con que Jesús da gloria al Padre. Es el propio Cristo quien ruega al Padre diciéndole: "quiero que allí donde estoy yo, estén también conmigo y contemplen la gloria que tú me diste" (Jn 17,24). Cuando el ser humano escucha esta voz del corazón y desde lo más profundo de su libertad decide seguirla, según el modo como el Verbo de Dios se hizo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, encuentra el camino de regreso a la comunión con Dios. Por ello quisiera recordar la hermosa interpretación de la parábola del hijo pródigo, tanto en Dives in misericordia como en Reconciliatio et paenitentia: "La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un padre -Dios- que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena. Pero dicha historia, al evocar en la figura del hermano mayor el egoísmo que divide a los hermanos entre sí, se convierte también en la historia de la familia humana: señala nuestra situación e indica la vía a seguir" (17).

Me parece que este texto representa una clave hermenéutica para comprender la dimensión personal de la reconciliación. Nos muestra a dos hermanos, dos creaturas objetivamente amadas por sí mismas. El primero, lacerado en su conciencia por el pecado, por la evidencia de su esclavitud, deja sin embargo que Dios se revele como el Padre que se alegra y hace fiesta porque "el que estaba muerto" ha vuelto a la vida. Su actitud contrita hace justicia al proyecto originario del Creador. El segundo, en cambio, ha vivido siempre en la presencia del Padre, en su casa. Pero en lugar de revelar la gloria de quien lo ha puesto en la existencia y la infinita gratuidad de su acto creador, quiere justificarse a sí mismo desde sí mismo, desde una conciencia que le reprocha a Dios no considerar suficientemente el valor de su propio mérito. Es la imagen del "moralismo" de siempre, de ayer y de hoy, que busca ser coherente con la vara microscópicamente pequeña de su propia autoimagen. Confunde la experiencia de Dios con la de sí mismo; el amor, con la autocomplacencia. Ambos hermanos representan una cara del pecado. Pero mientras en uno el corazón se agita por el presentimiento de que Dios es más grande que su pecado, en el otro Dios mismo es ponderado según la avaricia espiritual de quien se justifica a sí mismo. Debemos proyectar, sin embargo, la experiencia personal del hijo pródigo al conjunto del fenómeno humano.

La mirada sobre el mundo y sobre los pueblos y culturas que surge de un corazón reconciliado, es una mirada solidaria y compasiva, como la del mismo Cristo. Por ello, proclama Gaudium et spes que "después de haber investigado más profundamente el misterio de la Iglesia, ya no se dirige sólo a los hijos de ella y a quienes invocan el nombre de Cristo, sino, sin vacilación, a la humanidad entera" (18). A su vez, el hermoso n. 1 señala que la Iglesia se siente "íntimamente solidaria con la humanidad y con su historia" puesto que "nada hay de verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón" (19). Esta solidaridad con la historia humana se vuelve el mayor estímulo para ejercer el ministerio de la unidad y de la reconciliación. No se trata de una actitud ingenua frente a la existencia del mal o del pecado, sino la proclamación de que el amor es más grande que el pecado. La unidad no es concebida como fruto del consenso o de la negociación, como podría interpretarse desde el horizonte político -aunque tampoco lo excluye-, sino desde el ministerio de la reconciliación que ejerce la Iglesia, cuyo horizonte es el retorno del hombre a la casa del Padre común, al proyecto originario de la creación, tal como lo muestra Cristo, el nuevo Adán, el primogénito entre muchos hermanos (20). Esta rica antropología se proyecta al ámbito de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la comunidad política y de las relaciones internacionales entre los pueblos, y a todos los temas más relevantes que conforman los desafíos de la Nueva Evangelización. Lo fundamental es que lo humano no sólo representa una condición, sino también una vocación, y por lo tanto, el desarrollo y promoción de la vida social no es otra cosa que la creación de las condiciones y del entorno cultural necesario para que cada ser humano pueda responder y colaborar, desde su libertad, a la obra que Dios mismo inició en él desde el momento de la creación.

Centesimus annus recoge este mismo concepto. Dice el Papa que "el hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras... Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene de sí mismo y de su destino" (21).

Esta referencia al "corazón del hombre" como el lugar del diálogo íntimo con la verdad de su origen y de su destino, en otras palabras, con Dios mismo, me permite cerrar esta breve exposición, señalando que el magisterio de la Iglesia ofrece al mundo una antropología realista que, por la contemplación del misterio de Cristo, confía enteramente en el hombre que, salido de las manos de Dios, y aunque extraviado por el pecado, tiene en su corazón el más profundo anhelo de retornar a la casa del Padre para vivir en plenitud.

 

Notas

1. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, París, 2/6/1980, 7-8. [Regresar]

2. Redemptor hominis, 10. [Regresar]

3. Redemptor hominis, 9. [Regresar]

4. Dives in misericordia, 7. [Regresar]

5. Gaudium et spes, 12. [Regresar]

6. Gaudium et spes, 15. [Regresar]

7. Gaudium et spes, 16. [Regresar]

8. Gaudium et spes, 19. [Regresar]

9. Gaudium et spes, 21. [Regresar]

10. Gaudium et spes, 13. [Regresar]

11. Lug. cit. [Regresar]

12. Ver Gaudium et spes, 20. [Regresar]

13. Gaudium et spes, 22. [Regresar]

14. Gaudium et spes, 24. [Regresar]

15. Gaudium et spes, 12. [Regresar]

16. Familiaris consortio, 11. [Regresar]

17. Reconciliatio et paenitentia, 6. [Regresar]

18. Gaudium et spes, 2. [Regresar]

19. Gaudium et spes, 1. [Regresar]

20. Ver Gaudium et spes, 22. [Regresar]

21. Centesimus annus, 49 y 51. [Regresar]