Señor y Dador de vida

No resulta sencillo hablar del Espíritu Santo aunque su acción lo inunde todo y llegue hasta lo más profundo de nuestros corazones. Su presencia fecunda y silenciosa resulta análoga al aire que llena nuestros pulmones: es invisible, apenas si lo percibimos, aunque por una acción oculta a nuestra mirada nos permite la vida.

Para poder acercarnos al misterio del Espíritu Santo vamos a fijar la mirada en la imagen de nuestra Madre, María de la Reconciliación. Descubrimos que sobre su Corazón Inmaculado arde una llama de fuego, signo del amor por su Hijo y signo también de la presencia actuante y dinámica del Espíritu del Amor en su existencia. Esto nos da una primera pista, pues para encontrarnos con el Espíritu de Dios es necesario no sólo que hagamos silencio exterior, sino sobre todo silencio interior, sosegar nuestro corazón y hacernos sensibles a sus latidos.

 

El desconsuelo del ser humano

El hombre es un ser creado por amor y para realizarse amando. Por ello no nos debería sonar extraño que su mayor desconsuelo sea el descubrir la fragilidad de su corazón y de su propia capacidad de amar. Sumidos en contradicciones y extravíos encontramos que, a causa de nuestras miserias y egoísmos, se nos hace difícil vivir en profundidad el dinamismo amoroso del encuentro, la única senda capaz de realizarnos a plenitud. Frente al Señor Jesús que, desde la Cruz, nos llama y nos invita a la felicidad verdadera, frente a Dios que lo entrega todo, parece a veces que nosotros sólo podemos responder con el débil latido de una entrega temerosa. Ante esto, ¿cómo no experimentar momentos de desconsuelo en nuestras vidas?

Tal vez ésta sea una experiencia similar a la de los Apóstoles. Ellos han caminado al lado del Maestro, han contemplado con sus ojos las acciones del Señor y han escuchado su voz pronunciando sus propios nombres. Ellos lo han visto entregarse hasta el extremo como el Amigo bueno, también atravesar triunfante y resucitado el negro velo de la muerte. Sin embargo, todo eso no basta. A pesar de todo lo experimentado y compartido con el Señor Jesús, descubren las limitaciones de un corazón de piedra, frío y endurecido, incapaz de corresponder al amor del Crucificado con toda la fuerza y la generosidad de sus propios anhelos. Llenos de miedo y timidez aguardan afligidos y a puerta cerrada. ¿Cómo medir el dolor y el desconsuelo? ¿Quién podrá aliviar semejante frustración?

El mismo Señor parece querer respondernos a través del profeta Ezequiel cuando nos anuncia: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (1). Tal vez aún no hemos tomado conciencia de la fuerza con que esta promesa del Antiguo Testamento ilumina nuestras vidas.

 

El Espíritu del amor

El mismo Señor Jesús nos promete que no nos dejará huérfanos, pues nos enviará su Espíritu (2). El Espíritu Santo nos revela la intimidad de la vida trinitaria. El Padre ama al Hijo con Amor inefable, y el Hijo ama al Padre con idéntico Amor; la relación de Amor entre ambos es el Espíritu Divino, la tercera Persona de la Trinidad. Y ese mismo Espíritu es enviado en nuestro auxilio para derramar su amor sobre nuestros corazones y amar en y con nosotros (3).

En nuestro camino de conformación con el Señor Jesús no podemos prescindir de la acción del Espíritu Santo, pues bajo su influjo nos hacemos capaces de amar con el mismo amor de Cristo. Y es el Espíritu quien nos ayuda a descubrir y a afirmar nuestra propia identidad, y a desplegarnos según ella.

 

Señor y Dador de vida

El amor que el Espíritu Divino infunde en nuestros corazones sella su acción con un doble dinamismo de permanencia y despliegue.

El dinamismo de permanencia se manifiesta en un amor que tiende a unificar y reconciliar las rupturas interiores. Hablamos de un amor que, infundido en el corazón humano, guarda señorío y soberanía sobre toda la persona. Nadie da lo que no tiene, y nadie puede entregarse en el amor si no se autoposee. Así nos enseña el Señor: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo" (4). La generosidad del amor del Señor es proporcional a la intensidad de su autoposesión y señorío sobre sí mismo.

Por otro lado, bajo el suave influjo del Espíritu, pareciera que se afirma la propia identidad de quien lo experimenta. Lo vemos -incidiendo progresivamente en aspectos esenciales de la propia identidad- en la Anunciación-Encarnación y en la visitación a Isabel. En ambos casos María, bajo la sombra del poder del Altísimo, se define como la "sierva del Señor" (5), y en el segundo, Isabel, llena del Espíritu Santo, de manera implícita, anuncia a Dios como su Señor. En el pasaje de la Presentación de Jesús en el Templo, el anciano Simeón también manifiesta su condición de "siervo" de Dios (6). En el Bautismo del mismo Señor Jesús (7) desciende el Espíritu Santo a la vez que una voz celestial revela y afirma su identidad como Hijo de Dios: "Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado" (8).

El dinamismo de despliegue se hace palpable en un Amor que se comunica y da la vida. Es el dinamismo presente en el Génesis -en el que se dice que el Espíritu de Dios "aleteaba por encima de las aguas" (9)- y que crea el universo entero. Es el mismo Espíritu de Amor que desciende sobre María y la cubre con el poder del Altísimo (10) para dar inicio a la nueva creación, a la nueva vida de gracia que nos trae el Reconciliador. Este dinamismo se evidencia en la experiencia vital. Quien ama se llena de vida y, si su amor es auténtico, se desborda en una fuerza incontenible que se manifiesta en un anhelo de amar cada vez más. De hecho el apostolado es expresión de ese amor de sobreabundancia que lleva a desplegar las propias capacidades.

Por ello el Espíritu, que es comunicación y encuentro, es fuerza fecunda que genera vida y lleva a la plena realización humana. El corazón que es dócil a las mociones del Espíritu encuentra un amor capaz de resonar y prolongarse por generaciones de generaciones a toda la humanidad, al igual que el de la Madre.

 

Pentecostés

No podemos meditar en torno al Espíritu Divino sin detener siquiera brevemente la mirada sobre Pentecostés, ya que es un momento culminante de su acción sobre el corazón humano.

Lo primero que resalta es la presencia de María, quien preside a los Apóstoles como un "pararrayos del Espíritu" que atrae toda su fuerza, pues desde la Anunciación-Encarnación a Ella le resulta cercano y familiar. Al lado de la Madre aprendemos a ser dóciles al fuego del Espíritu Santo.

Por otro lado, la comunidad apostólica está en actitud orante. El Espíritu mismo nos educa a orar diciendo "¡Abbá, Padre!" (11), es decir nos señala no sólo el contenido sino también el estilo de nuestra oración. El Espíritu que ora en nosotros clama al Padre con ternura y confianza.

Finalmente, descubrimos en Pentecostés un impulso apostólico que brota de la alegría profunda del amor. Todo apostolado atesora una dimensión celebrativa, dado que se afirma con júbilo que el amor vivido es bueno, que es el fruto de la acción fecunda del Espíritu Santo en nuestras vidas.

 

Para meditar

El hombre necesita de la fuerza de Dios: Rom 7,18-23; 1Cor 2,3-5; 2Cor 12,9-10; Ef 6,10-13.

Dios da al hombre su Espíritu de amor: Is 11,2; Jn 1,12; Jn 14,20; Jn 14,23; Jn 15,9; Jn 17,21-24; Hch 1,8; Rom 5,5; 1Cor 1,9; 2Cor 1,21-22; Gál 4,6-7; 2Pe 1,4.

El Espíritu habita en nosotros y nos hace dignos: Rom 8,11; Rom 8,14-17; 1Cor 3,16-17; 1Cor 6,19; 2Cor 3,17-18.

El Espíritu transforma nuestro obrar: Lc 4,18; Rom 8,26-27; 1Cor 2,10-15; Gál 5,16-25.

 

Notas

1. Ez 36,26. [Regresar]

2. Ver Jn 14,16. [Regresar]

3. Ver Rom 5,5. [Regresar]

4. Jn 10,17-18. [Regresar]

5. Ver Lc 1,38.48. [Regresar]

6. Ver Lc 2,29. [Regresar]

7. Ver Lc 3,21-22. [Regresar]

8. Lc 3,22. [Regresar]

9. Gén 1,2. [Regresar]

10. Ver Lc 1,35. [Regresar]

11. Rom 8,15. [Regresar]