A 40 años de Río de Janeiro

Cardenal Juan Landázuri Ricketts, O.F.M.

Arzobispo Metropolitano Emérito de Lima

 

Hace cuarenta años, del 25 de julio al 4 de agosto de 1955, nos reuníamos en la ciudad de Río de Janeiro obispos de toda América Latina convocados por el Papa Pío XII para celebrar la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Fue una ocasión memorable. Más de cincuenta años habían transcurrido desde que se reunieran obispos de todo el subcontinente latinoamericano en Roma con ocasión del Concilio Plenario de la América Latina, convocado por el Papa León XIII. Esta vez nos reunimos en tierra latinoamericana.

Tuve la satisfacción de asistir a la I Conferencia General del Episcopado Latinoamericano como Arzobispo de Lima. Fue una de mis primeras acciones como Arzobispo de la Ciudad de los Reyes, pues había sido recientemente nombrado para la sede limeña por el Papa Pío XII en mayo de aquel año de 1955.

Con la perspectiva que nos dan las cuatro décadas transcurridas desde esas fructíferas jornadas eclesiales debemos decir que fue un acontecimiento de la mayor trascendencia para la vida de la Iglesia en Latinoamérica. Río fue un primer paso de muchos más que han seguido luego y que encuentran su explicación plena desde dicha Conferencia General. Fue un primer paso que ya traía los primeros aires de renovación que más tarde desarrollaría el Concilio Vaticano II. Se trataron entonces aspectos muy importantes de la vida de la Iglesia, como por ejemplo la escasez de sacerdotes, la necesidad de la instrucción catequética, e incluso el compromiso social.

Por ello creo que no es exagerado afirmar que se trató de una Conferencia de carácter fundante para los tiempos actuales del Pueblo de Dios en América Latina. Medellín, Puebla y Santo Domingo no se entienden plenamente sin la referencia a Río.

 

Haciendo un poco de historia

La I Conferencia General se llevó a cabo inmediatamente después de un gran Congreso Eucarístico Internacional celebrado en la misma ciudad de Río de Janeiro. Este Congreso, al que también asistí, duró del 17 al 25 de julio de 1955. Hay que decir que fue un digno marco para la asamblea episcopal que vendría luego.

La Conferencia, como he señalado, fue convocada por el Papa Pío XII. Si bien no asistió personalmente, mandó un representante quien portaba una hermosa carta que tenía por título: Ad Ecclesiam Christi. Dicha carta, en la que se percibe la enorme preocupación del Papa Pacelli por América Latina, constituyó una suerte de marco de orientación para nuestras reflexiones. De hecho en el documento final nos referimos a ella como la "Magna Carta_n los trabajos y las conclusiones de la Conferencia" (1).

El Papa Pío XII nombró como su representante y Presidente de la I Conferencia General al Cardenal Adeodato Giovanni Piazza, entonces Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial. Recuerdo muy vivamente la honda emoción que embargó al Cardenal Piazza cuando habló de la escasez de clero de nuestras Iglesias. Le tocó cumplir con una enorme responsabilidad.

 

Las grandes preocupaciones en Río

Como uno de los frutos de la I Conferencia General se ofreció un documento de conclusiones, que traía además un pequeño Preámbulo y una muy importante Declaración a la Iglesia en América Latina. Este documento no circuló como los documentos de las Conferencias Generales que siguieron después.

El documento de Río tiene aspectos muy interesantes que fueron después retomados en las siguientes Conferencias Generales. Pero es justo decir que ya planteaba con mucha precisión problemas de fondo que son hoy en día reconocidos como centrales por todos. Muchos de sus diagnósticos siguen siendo en sus líneas generales muy válidos aún hoy cuarenta años después. También hay que decir que muchos de los problemas que denunciaba ya entonces han crecido de manera alarmante, como es el caso de las sectas evangélicas.

Entre los varios temas tratados por el documento de Río quizás se puedan destacar de manera particular tres de ellos que resultaron centrales en las preocupaciones de quienes compartimos esas gratas jornadas eclesiales: la escasez del clero; la necesidad de una adecuada instrucción religiosa para nuestro pueblo; y la urgencia de promover un auténtico y evangélico compromiso social. Los tres temas fueron propuestos a la reflexión de las Iglesias locales en la Declaración que hicimos los participantes de la Conferencia de Río de Janeiro.

 

La creación del CELAM

Uno de los principales frutos, sin lugar a dudas, de la I Conferencia General fue la creación del Consejo Episcopal Latinoamericano, más conocido por sus siglas CELAM. Fue iniciativa nuestra, de los obispos allí reunidos, pedirle al Papa Pío XII que se creara este Consejo que tanta importancia ha tenido para la evangelización de los pueblos de esta parte del Continente, hermanados por una misma fe, una historia y un destino común, y agobiados también por problemas similares y muy apremiantes.

Vimos como algo tan importante la creación del CELAM que los obispos reunidos en Río quisimos proponerlo unánimemente como una de las conclusiones de la I Conferencia General. Por eso el documento final de Río tiene un capítulo que propone tanto la creación del CELAM, como las líneas generales de lo que pensábamos debía regir su acción.

El documento de conclusiones de Río dejaba al Santo Padre la elección de la sede del Consejo pedido. Algunos pensaron que sería conveniente que fuera Roma. Pero finalmente no fue así. Creo que fue un acierto que la sede fuera Bogotá, quedando así en un país latinoamericano. Eso insertó dinámicamente al CELAM dentro de la vida cotidiana de nuestras Iglesias locales.

Pero hay que hacer justicia con una persona que tuvo un papel gravitante tanto en la idea de crear un Consejo Episcopal Latinoamericano como en impulsar su organización y desarrollo. Se trata del Cardenal Antonio Samoré. Él tuvo un rol muy activo tanto en la preparación como en el desarrollo de la Conferencia de Río. Asistió como Secretario de la Congregación para Asuntos Eclesiásticos de la Santa Sede; en ese momento aún no era Cardenal de la Iglesia. Allí le tocó asesorar al Cardenal Piazza en la dirección de la I Conferencia General. Creo que se puede afirmar que fue el principal impulsor de la creación del CELAM.

El Cardenal Samoré siguió el resto de su vida muy unido al peregrinar de la vida de la Iglesia en América Latina. Tuvo también un rol destacado en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín. Allí asistió como Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina -CAL-. Me tocó entonces compartir la presidencia con él, y con el entonces Arzobispo de Teresiña y Presidente del CELAM, Monseñor Avelar Brandao Vilela, nombrados copresidentes de la II Conferencia General por S.S. Pablo VI.

Pasadas estas cuatro décadas podemos afirmar lo acertado que resultó proponer la creación del CELAM como un organismo permanente de servicio y coordinación. Este Consejo, junto con la CAL -creada en 1958-, ha jugado un papel decisivo en la integración de la Iglesia en América Latina. Su aporte ha sido invalorable, permitiendo dar continuidad a un rico proceso de intercambio y unidad de las Iglesias particulares del Continente. El CELAM ayudó también a que la Iglesia en América Latina tomara conciencia de su fisonomía propia y su vocación particular dentro de la universalidad de la Iglesia. Su acción permitió además articular una línea de continuidad en la acción de nuestras Iglesias particulares que ha dado como frutos fecundos las siguientes tres Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano celebradas en Medellín, Puebla y Santo Domingo.

 

Un espíritu de comunión y colegialidad

La Conferencia de Río fue un verdadero impulso a intensificar la comunión y la colegialidad episcopal en el Continente. Éste es otro de los frutos de esta asamblea que hunde sus raíces en los Concilios Provinciales de Lima y México de la primera evangelización, ejemplos tempranos de colegialidad que no debemos olvidar.

La II Conferencia General fue una ocasión de encuentro a la vez que una oportunidad de ver en conjunto los principales desafíos que aquejaban a la Iglesia en América Latina. Y lo hicimos en un clima de comunión y fraternidad, tratando de buscar soluciones comunes a los inmensos problemas que se descubrían.

Pero, lo fue también, porque desde Río se impulsó un dinamismo de comunión y participación episcopal que no dejará desde entonces de dar mucho fruto para la Iglesia de Cristo. Este dinamismo, cuya animación tuvo en el CELAM un soporte decisivo, generó un espíritu de integración y solidaridad entre nuestras Iglesias locales que rompió con una cierta tendencia al aislamiento.

Debo confesar que éste es un aspecto que me toca de manera particular. He tratado que mi ministerio episcopal esté siempre regido por la búsqueda de la unidad en el Señor. He procurado poner los medios para que no se rompa la comunión, y cuando ha sido el caso, alentar la reconciliación. Nunca me gustó la polémica ni la intriga. Por eso me alegró mucho que el documento de Santo Domingo recogiera nuestra preocupación pastoral de trabajar por fortalecer la comunión al interior de la Iglesia: "se hace necesario vivir la reconciliación en la Iglesia, recorrer todavía el camino de unidad y comunión de nosotros, los pastores, entre nosotros mismos y con las personas y comunidades que se nos han encomendado" (2).

Río fue un hito muy importante en el fortalecimiento de la comunión y colegialidad episcopal que hoy miramos agradecidos. Los frutos de este espíritu han sido muchos en estas cuatro décadas, a pesar y por encima de las lamentables tensiones que sufrimos años atrás. Y quizá haya que buscar en este espíritu una de las razones que nos permitieron mantener siempre la comunión.

 

El camino hasta Santo Domingo

Con la I Conferencia General se inició un fecundo camino. Este camino ha seguido desde entonces enriqueciéndose en un proceso de renovación en continuidad. Hoy es claro que no se pueden entender bien lo que han sido las Conferencias Episcopales de Medellín, Puebla y Santo Domingo sin tener en cuenta que la actual etapa de nuestra historia empezó en Río.

Debemos dar gracias al Espíritu Santo por las inmensas bendiciones que hemos recibido en este tiempo. Han sido cuarenta años muy intensos. Se han sucedido grandes cambios a todo nivel. No han faltado en todo esto las dificultades. Sin embargo, con la gracia de Dios y la ayuda de la Virgen, Madre de nuestro Continente, hemos podido remontar los problemas que se han presentado.

La voz que se levantó en la ciudad de Río de Janeiro hace cuarenta años ya insinuaba la gran renovación que el Espíritu Santo regalaría a su Iglesia pocos años después con el Concilio Vaticano II. Esta renovación será asimilada e inculturada en nuestra realidad especialmente a través de las Conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Cada cual con sus características y acentos propios, pero dentro de un inequívoco dinamismo de continuidad. Cuatro etapas de un único proceso, de un mismo peregrinar del Pueblo de Dios, con una única motivación: servir al Señor resucitado, vida y esperanza de nuestros pueblos.

En lo personal debo dar gracias al Señor que me ha permitido participar tan directamente en este peregrinar. El haber tomado parte en las cuatro Conferencias Generales ha sido una inmensa bendición que agradezco a Dios.

Este año celebramos cuarenta años de un hito muy importante del peregrinar del Pueblo de Dios en América Latina. Este peregrinar sigue adelante. Hoy a las puertas del tercer milenio, convocados a impulsar una nueva evangelización, se abre una nueva etapa para la Iglesia. No dejar que las brasas del amor del Redentor se apaguen es la palabra que podemos dejarle a quienes tendrán en sus manos seguir adelante el caminar en fidelidad a nuestro Señor Jesucristo, el mismo ayer, hoy y siempre.

 

 

 

Cardenal Juan Landázuri Ricketts, O.F.M., Arzobispo Metropolitano Emérito de Lima, Presidente Honorario Vitalicio de la Conferencia Episcopal Peruana.

 

Notas

1. Declaración de los Obispos y demás prelados representantes de América Latina reunidos en la Conferencia Episcopal de Río de Janeiro, Río de Janeiro, 4 de agosto de 1955, IV. [Regresar]

2. Santo Domingo, 68. [Regresar]