CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

 

Universalis Presbyterorum Conventus

"Sacerdotes, forjadores de Santos

para el nuevo milenio"

siguiendo las huellas del apóstol Pablo

 

 

 

 

Santidad Eucarística del Sacerdote

Card. Angelo Scola, Patriarca de Venecia

Conferencia

 

 

 

 

 

 

 

 

Malta

21 octubre 2004

 

 

 

1. Jesuristo sacerdote, víctima y altar

Contemplemos el comienzo de la vida pública del Señor. Después de haberse preparado durante cuarenta días de soledad y de oración en el desierto, Jesús vuelve a Nazareth. Entra en la sinagoga como lo hacia habitualmente el sábado (cf. Lc 4,16), se levanta con autoridad para leer el pasaje de Isaías que habla de la misión del Mesías: "llevar el alegre anuncio a los pobres, curar las llagas, proclamar el año de misericordia del Señor" (Is 61,1-2). La intensa espera de los presentes se transforma en maravilla cargada de sorpresa cuando El, el enviado, se apropia del texto del envío . El Evangelio de Lucas anticipa para nosotros la evidencia que al final será de todos los hombres: la obra de la salvación es Jesucristo mismo. Aquel al cual cada uno de nosotros está llamado a referir la propia existencia es una persona viviente. Un acontecimiento que penetra en la trama de nuestras relaciones. A nosotros nos es pedido que nos identifiquemos siempre más a El: "Hoy –y nosotros sabemos reconocer que el hoy de Lucas indica la plenitud del tiempo y del espacio – se ha cumplido esta escritura que vosotros habeis oido con vuestras orejas" (Lc 4,21).

En Jesucristo Persona y misión, sacerdocio y obra de salvación, coinciden. En El se manifiesta y se cumple una vez para todas el inescrutable designio salvífico del Padre que tiene su acmé en el misterio de muerte y resurrección del Cristo.

Esta identidad entre la Persona y la obra del Redentor nos es eficazmente revelada en la abisal profundidad del misterio eucarístico. La Eucaristía es contemporáneamente sacrificio –obra de redención – y sacramento – presencia real del Redentor. No es posible separar estos dos aspectos: el Cuerpo de Cristo (Ave verum Corpus) y el Cuerpo "dado" (Lc 22,19), su Sangre es la Sangre "derramada" (Lc 22,20) por nosotros hombres y por nuestra salvación. La presencia eucarística es la presencia del Crucificado Resucitado que se ofrece para la libertad de cada hombre de todo tiempo y cumple la obra de la redención. En las raíces de la Eucaristía está el singular sacerdocio mediente el cual Jesucristo cumple Su misión.

Fijemos un poco nuestros ojos sobre este sacerdote totalmente singular, es decir único e irrepetible. El es tal porque en Su persona sacerdote, víctima y altar coinciden. Ningún sacerdote antes que El y ninguno después de El puede exhibir una configuración similar. En el ofrecimiento total de Jesucristo al Padre, sellado sobre la cruz por el abrazo del Espíritu Santo, Jesús es sacerdote en cuanto autor libre del sacrificio. Pero, algo inaudito, en este caso la víctima del sacrificio es el sacerdote mismo. El no sacrifica a otra víctima distinta de Sí, sino que en perfecta libertad y en perfecta obediencia El ofrece Sí mismo como víctima. La cruz sobre la cual el sacerdote que es la víctima se deja abandonar hasta el extremo anonadamiento, se convierte así en altar viviente. En la trama de perfecta libertad y perfecta obediencia que brota de la singular identidad de sacerdote, víctima y altar, se abre al espacio para que la libertad de cada hombre pueda "corresponder" a la voluntad de Dios (el término - Entsprechung – es usado por Hans Urs von Balthasar para describir la relación de la libertad de Cristo al designio del Padre) . Este extraordinario evento de la redención se perpetua en la historia por obra del sacerdocio ministerial.

La mirada penetrante de la pietas cristiana en el célebre himno del Vexilla regis prodeunt nos hace cantar: "Salve ara, salve victima, de passionis gloria, qua vita mortem pertulit et morte vitam reddidit". La víctima ya no es, como en los antiguos ritos, un ser viviente pero privado de libertad. Mucho menos identifica a la oferta inaceptable de un sacrificio humano por parte de un sacrificante. El "sacrificio suspendido" de Isaac le había confundido, obstaculizado. La víctima es este hombre singular, el Hijo mismo de Dios que, en abisal vaciamiento, pudiendo no morir se entrega libremente (Anselmo dice sponte, por propia iniciativa) a la muerte. La misma víctima, adheriendo físicamente, por la fijación de los clavos,a la cruz – el nuevo altar en el que se concentra toda la historia- revela ser el sacerdote –el "pontífice" de la reconciliación entre Dios y el hombre –porque con la entrega de Su vida destruye a la muerte y vuelve a dar la vida.

En la encíclica Ecclesia de Eucharistia Juan Pablo II ha subrayado, con especial énfasis, que es precisamente la unicidad del sacerdocio de Cristo lo que explica de modo exhaustivo el ministerio sacerdotal neotestamentario. Jesucristo es el único sacerdote, nosotros somos sus ministros. Y de hecho en el sacrificio eucarístico nosotros actuamos in persona Christi. Dice el Papa: "In persona: es decir en la específica, sacramental identificación con el sumo y eterno Sacerdote, que es el autor y el principal sujeto de éste Su propio sacrificio, en el cual en verdad no puede ser sustituido por ninguno".

2. EnsimismarTe con el Insustituible

En verdad no puede ser sustituido por ninguno: con esta afirmación neta, inequívoca, el Santo Padre va al corazoón del drama que atraviesa toda nuestra vida sacerdotal: estamos llamados a identificarnos totalmente con Uno que no puede ser sustituido por ninguno. Nosotros estamos llamados a representar, a hacer presente a Aquel que no delega la propia obra a ninguno. La acción eucarística que cada uno de nosotros cumple cada día in persona Christi reclama de manera imponente la infinita distancia entre el representar y el sustituir.

Y aún, detrás de este misterio insoldable y paradojal se oculta el secreto de nuestro sacerdocio. La finalidad primaria de nuestra vida que debemos perseguir con cada fibra de nuestro ser, termina por coincidir con el deber de penetrar cada día un poquito más, con ferviente humildad, este gran don y misterio.

Y en este camino de conocimiento conmovido surge espontánea una pregunta: ¿cómo es posible seguir y ensemismarse con el Inimitable, cómo es posible "representar" al Insustituible?

Nos lo revela el misterio de la Encarnación que se concentra en la alianza decretada sobre el Gólgota en la Eucaristía. En su raíz está de hecho el Sacerdocio de Cristo: "entrando en el mundo Cristo dice: "Tú no has querido ni sacrificio ni ofrecimiento, un cuerpo en vez me has preparado" (Eb 10, 5). Con una afirmación familiar a muchos Padres griegos –inaugurada por Gregorio de Naciancio, tomada a su vez por Orígenes y ampliamente comentada por Máximo el Confesor –podemos decir que "el Hijo de Dios entrado en la forma brevísima [Logos brachynetai] del cuerpo humano" manifiesta aún en ello "la inmensa e invisible grandeza del Padre". La Encarnación es este doble movimiento de abreviación de la grandeza de la Palabra (Logos) para que el hombre pueda crecer en la medida de lo que los mismos Padres amaban llamar: la divinización (theosis). Al brachynetai de Dios le corresponde el pachynetai, el dilatarse, el engrandecerse, el realizarse del yo.

3. Don y aban-dono

Ensemismémonos un poco con el sacerdocio de Jesucristo así como el mismo se manifiesta en el misterio eucarístico para que se luz pueda reflejarse sobre nuestro ministerio. Sintéticamente podremos decir que Su sacedocio se atesta en el don de Sí al Padre, en favor de los hombres, hasta el abandono radical.

a) Don de sí

Del único insustituible sacerdote surge el dato que el ministerio no puede ser reducido a la celebración de los ritos. "El nuevo culto" (cfr. Rm 12, 1) – como lo define San Pablo – consiste, antes que nada, en el ofrecimiento de sí a Dios, en Cristo Jesús, mediante su Espíritu. "Los exhorto por lo tanto, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como sacrificio viviente, santo y agradable a Dios; es éste vuestro culto espiritual" (Rm 12, 1). El rito, genial expresión de la libertad personal y de pueblo, exige la donación cotidiana de toda la vida. ¿Donde se aprende este ofrecimiento? Justamente en la Eucaristía, donde la libertad de Dios llama a la nuestra para que se incorpore a Jesús. Sin este abandono total de nosotros mismos ("Que El haga de nosotros un sacrificio peremne agradable a Tí". Oración Eucarística III), el ejercicio de los tres oficios (profético, sacerdote y real) quedaría idescifrable para nuestro pueblo. Y no sería feliz en nosotrosy por lo tanto definitivamente convincente- la transmisión de la fe objetiva de la Iglesia.

b) En favor de los hombres

"A aquel que no había conocido pecado, Dios lo trató como pecado en nuestro favor, para que nosotros pudiésemos llegar a ser por medio de El justicia de Dios" (2Cor 5, 21). A ninguno se le puede escapar la violencia del del encuentro de estas dos potentísimas imágenes. De una parte el que padece la más abismal ‘injusticia’: el Hijo de Dios, el Santo, el Inocente absoluto, tratado como pecado sobre el ignominioso palo de la cruz. Por otra el que recibe el más inmerecido beneficio: a favor de nosotros. De esta Su trágica y total auto-exposición brota lo positivo para mí, de tal manera que yo, en mi miseria, llego a ser justicia de Dios.

Justicia es tal vez la palabra que más determina nuestro comportamiento cotidiano junto a la insoportable necesidad de salvar nuestra vida. Naturalmente hablando, es éste el doble motor moviente de cada una de nuestras acciones: por una parte salvar nuestra vida, por la otra descubrirnos y declararnos justos. ¡Por esto es tan difícil el dolor de los pecados! Nuestra primera acción es la de afirmar que somos justos y exige, a todos los niveles y en todas las relaciones, justicia. Como si la naturaleza profunda de las relaciones con Dios y con los hombres pudiera reducirse a la economía del cálculo o no requiriese el exponerse gratuito del amor. ¡Por esto nos es difícil el dolor de los pecados que pide el amargo arrepentimiento! En vez Jesús, realmente, es "Aquel que no había conocido pecado" y que "Dios trató como pecado en nuestro favor" (2Cor 5, 21).

c) Hasta el abandono total

El Suyo fue un abandono libre, absoluto. No sólo cuando desde lo íntimo de la Trinidad se dejó mandar, despojásdose de Su divinidad para la muerte (cfr. Fil 2, 6), porque era el Unico que podía tomar nuestro lugar. Sino sobretodo cuando se entregó voluntariamente a la muerte: el Unico que podía no morir. Toda otra sustitución, de hecho, -pensemos por ejemplo a la de Kolbe, que eleigió morir en lugar de un padre de familia- implica que muera en lugar de otro que de todas maneras habría tenido que morir. Mientras que la muerte de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, es única e irrepetible, porque es la muerte de uno que, pudiendo no morir, decidió morir.

Es la razón por la cual, viendo bien, lo que se desarrolla en el Gólgota antes que un duelo entre la vida y la muerte fue una batalla entre la común muerte de los hombres y la muerte irrepetible y única de Jesús. El Redentor "personaliza" nuestra muerte. Rilke se dirige a Dios con esta bellísima invocación: "Da a cada uno oh Padre su muerte personal", que no puede ser afectada por la trágica afirmación de Adorno: "la famosa oración de Rilke es un miserable engaño con el cual se trata de esconder el hecho que los hombres, sin más, mueren y basta.

El Logos del Padre, que podía no morir, encarnándose se ha abreviado en el cuerpo de un hombre, hasta probar la angustia más radical: " ¡Padre, si quieres, aleja de mí este caliz!", pero con una soberana decisión de amor agregó: "Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" .(Lc 22, 42). No pidió que el sacrificio de Su sangre de justo fuese "suspendido" porque el cumplimiento de la Alianza era su misión absoluta.

¿Cómo la entrega eucarística de El, el Unico, cuya humanidad es la humanidad del Hijo de Dios, reverbera en nosotros, sus ministros ordenados? ¿Como la libertad humana de Cristo contenida en el caliz de Su libertad divina en gran y nupcial unidad reverbera en nosotros? Deberemos contemplar las dos naturalezas, las dos libertades, las dos voluntades de Jesucristo en la óptica de la nupcialidad, y así nosotros podemos, al menos un poco, intuir que es dinámicamente la unión hipostática.

d) Súplica

La conciencia de la desproporción entre el don recibido y el frágil vaso de arcillla en el que el mismo es custodiado, lejos de bloquearnos, puede jugar a nuestro favor: "el Señor está a tu lado como un bravo, valiente" (Ger 20, 11). De aquí nuestra cotidiana mendicidad de Cristo: la oración. La afirmación más simple y radical del Otro del que depende y al cual se le confía la totalidad de mi vida: "¿qué es lo que posees que no lo hayas recibido?" (1Cor 4, 7). En nuestra súplica, en nuestra invocación, en nuestro amargo arrepentimiento, en nuestro ir hasta la raíz de nuestras resistencias, de nuestra fragilidad, de nuestro pecado para probar dolor y podernos así acercar al sacramento de la penitencia con un auténtico pedido debemos tener presente la integralidad de nuestra persona y de nuestra misión. Sólo la misericordia puede asegurar la unidad.

"Tota spes mea non nisi in magna valde misericordia Tua" escribe San Agustín. Toda mi esperanza está puesta en la inmensa grandeza de Tu misericordia.

e) Celibato

En el celibato se da una singular concentración de los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Por esto en el corazón indiviso del célibe puede resplandecer más luminoso el ser en favor de los hombres –la pro-existencia eucarística- de nuestro ministerio.

Con decisión firme y profética, la Iglesia latina elige para el ministerio sacerdotal a aquellos hijos que libremente aceptan el compromiso del celibato por el Reino de los cielos. Ellos son así llamados a vivir sine glossa la misma idéntica forma de amor vivida por el Hijo de Dios hecho hombre en la tierra. ¿Quien puede pensar que la virginidad vivida por Jesús le haya quitado algo a Su humanidad? ¿Quien osaría decir que la Suya no es una humanidad realizada? Por lo tanto debemos reconocer con coraje, más allá de todas nuestras contradicciones y de todos nuestros límites, que el celibato representa para nosotros el camino a la forma cumplida del amor. Por la fuerza del don del celibato – ¡y no a pesar del celibato! – el ministro ordenado realiza, en la propia existencia, la plena maduración afectiva en la que se cumple la dimensión nupcial del amor. Diferencia sexual, don de sí y fecundidad se funden armónicamente en nosotros, por gracia, si con simplicidad y humildad obedecemos al don del celibato, según la forma Christi sacerdotis que es la de la caridad pastoral.

El celibato actúa esa posesión en el desapego que es el núcleo esencial de la virginidad en sentido lato, al que son llamados ultimamente también los esposos . La misma urge para crecer más allá de sí mismos, hacia el amor efectivo.

La sucesión de los dos términos en la frase tiene un sentido bien preciso. Primero viene el poseer, y después se hace referencia a la modalidad de tal posesión: en el desapego. Pensemos en la soberana libertad de Jesús: sereno cuando la pecadora rompe para él el vaso del perfume precioso y le unge los pies, libre frente a las murmuraciones, al escándalo; en total paz porque desde la posesión en el desapego florece, inconfundible, el fruto de la libertad.

Para quien, no por sus propios méritos, no por sus propias capacidades, sino por la gracia, es llamado al celibato la posesión del desapego tiene por lo tanto la forma de la virginidad que está en el vértice del amor, el cual sin embargo es siempre nupcial. Siempre, de hecho, la diferencia sexual que, con la polaridad de alma-cuerpo y de individuo-comunidad, es una de las tres polaridades constitutivas de cada hombre, implica el don de sí y la fecundidad, también en nuestro caso. No elimina nada de nuestra personalidad sino que la realiza.

"Quien quiera salvar la propia vida la perderá, pero quien pierda la propia vida por mí la salvará" (Lc 9, 24). El camino del cumplimiento pasa a través del donarse sin reservas, sin querer salvar nada de sí. El deseo de ser amados y de amar para siempre –salvar la propia vida- no se desvanece allí donde comienza el sacrificio, así como el querer en su indómita fuerza realizativa no viene a menos cuardo insurge el deber. Sacrificio y deber son las verdades del deseo y del querer.

4. Eucaristia y santidad sacerdotal

Ensemismarse con Jesucristo Sacerdote significa dejarse incorporar eucarísticamente a la vida, muerte y resurrección del Hijo de Dios hecho hombre. Este es el designio del Padre: hacer de Cristo el corazón del mundo. De aquí la misión de Jesús: "Yo te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me has encomendado" (Gv 17, 4). De esta misión Jesús hace explícitamente partícipes a los Suyos: "como tú me has mandado al mundo, tambiné yo los he mandado al mundo" (Gv 17, 18).

¿Cuáles son las condiciones para cumplir esta misión? Cómo puede permanecer en el tiempo y comunicarse en el espacio el gran evento salvífico sin que pierda vigor en un espiritualismo, doctrinalismo, moralismo, ascetismos que rompen la necesaria unidad del yo? Antes de dar una respuesta a esta pregunta es oportuno hacerla preceder por otra. ¿Cuál es el punto de vista apto, el locus adecuado para tomar tales condiciones? Como cuando en la montaña buscamos un punto privilegiado para mirar un paisaje. O como cuando subimos al campanario de San Marcos para admirar la belleza, tan imponete como frágil, de Venecia.

El locus privilegiado para tomar y acoger las condiciones de nuestra misión es la lógica eucarística. Contra todo racionalismo es necesario recordar que lógica, de logos, no significa discurso, sino que quiere decir más bien experiencia como raíz de conocimiento. De hecho, como decía Maritain, cuando un saber se dá, es siempre un saber de segundo grado. El saber siempre nace de la experiencia. ""Prius vita quam doctrina" decía el gran Tomás de Aquino.

¿Por lo tanto no hay misión sin Eucaristía y por lo tanto sin la lógica eucarística o sacramental? Porque no se trata sólo del rito, ni sólo de los siete sacramentos, sino de toda la existencia afrontada a partir del septenario salvífico.

 

a) "Hagan esto en memoria mia"

La primera condición para proponer el evento salvífico en el hoy está ligada al sentido de la institución de la Eucaristía tomado en toda su plenitud.

El "hagan esto [y no otra cosa] en memoria mía" (Lc 22, 19) no significa solamente "repetir la acción", como si fuese posible reducir el evento eucarístico a su dimensión ritual, si bien irrenunciable. El mandamiento del Señor se refiere a reproponer la "forma" articulada que desembarca en el imponente res del nuevo pueblo de Dios. De la Eucaristía nace el nuevo pueblo de Dios que vive en una comunicad bien identificada, reunida alrededor del Cuerpo de Cristo. La Eucaristía es concretamente escucha de la Palabra del Señor actualizada y explicada que culmina con el partir el pan y produce este pueblo nuevo de enviados.

La Eucaristía es el sacramento de la Presencia de Cristo en la historia después de su Ascensión. Esta no es desencarnación, sino nuestro envío. Uno de los más bellos bajorrelieves del arte medieval que se encuentra en el estupendo claustro de Silos, en España, presenta la Ascensión según la costumbre oriental. Se ven sólo los pies de Jesús que sube hacia el cielo y toda escena la ucupan los Once más María. Ellos son como una sola realidad polarizada por Aquel que asciende. Y así se recorta en primer plano y se presenta imponente su comunión, su ser un solo cuerpo. Este nuevo sujeto no puede no vivir de la memoria de Aquel que ha ascendido, pero al mismo tiempo se convierte en el necesario sacramento y la necesaria palabra: Eucaristía.

Esta es la gran condición: el evento se comunuca sólo a través de otro evento. De la Eucaristía nace el nuevo pueblo de Dios que vive en comunidades bien identificadas, que atraviesan la historia.

Toda nuestra vida personal y comunitaria y la de los fieles aquí se encuentra implicada. Escribe, de hecho, el Papa en la encíclica sobre la Eucaristía: "Anunciar la muerte del Señor hasta que El venga [ "Hagan esto en memoria mía] significa para cuántos participan de la Eucaristía la transformación de la vida para que ella llegue a ser todo eucarística".

b) Una existencia transfigurada

Emerge así de nuevo el nexo entre Eucaristía y sacerdocio ordenado. Un nexo que la tradición teológica de la Iglesia siempre ha reconocido con naturalidad y que el Magisterio ha propuesto autorizadamente.

Dice la oración de la ordenación sacerdotal: "Para formar al pueblo sacerdotal [evento imprescindible para que Cristo sea encontrable hoy] Tú has dispuesto en él, en diversas órdenes, con la potencia del Espíritu Santo a los ministros del Cristo tu Hijo".

La Iglesia existe para que la Eucaristía y la lógica que deriva de ella, es decir Cristo hoy, se proponga a la libertad, muchas veces confusa pero sedienta de verdad, de nuestros contemporáneos. La Iglesia es el pueblo santo de Dios que atraviesa la historia y vive concretamente en la parroquia, en las asociaciones, en los grupos y en los movimientos, como morada, es decir como lugar de la transfiguración de los afectos y del trabajo. Para esta misión el sacerdocio ministerial es decisivo.

Un dato que emerge con claridad de la misma oración de ordenación: "Dona, Padre omnipotente, a estos tus hijos la dignidad del presbiterado. Renueva en ellos la efusión de Tu Espíritu de santidad; que cumplan fielmente, oh Señor, el ministerio del segundo grado sacerdotal de tí recibido y con su ejemplo guíen a todos hacia una íntegra conducta de vida (…) Que sean dignos cooperadores del orden episcopal para que la palabra del evangelio, mediante la predicación, con la gracia del Espíritu Santo, fructifique en el corazón de los hombres, y alcance los confines de la tierra. Que juntos sean con nosotros fieles dispensadores de tus misterios (…) Que estén unidos a nosotros en el implorar tu misericordia por el pueblo a ellos confiado y por el mundo entero". Del sacerdocio del Logos, que se ha abreviado en el cuerpo y que se ha ofrecido a sí mismo sobre la cruz por nuestra salvación, florecen las vidas consagradas de los ministros ordenados.

Es El el único e irrepetible Sacerdote."Unus sacerdos vester, - dice santo Tomás - alii ministri eius", nosotros somos simplemente sus ministros, sus servidores.

c) El don de la ‘communio’

¿Cuál es el signo más explícito y, al mismo tiempo, más convincente e implicante que en nosotros ministros ordenados el don del sacramente del Oden al servicio de la Eucaristía obra?

La comunión con Cristo es, en Cristo, entre nosotros en el presbiterio y con todos los miembros del pueblo de Dios. Ella está en el origen de nuestro ser-con-el otro y del ser-para-el-otro. Posee, por lo tanto, naturaleza eucarística: "la Eucaristia crea comunión y educa a la comunión".

La comunión nos liga porque nos precede. Está en el origen. El sentido de la ordenación sacerdotal se actúa a través de la inserción en el Presbiterio, cuyo dato constitutivo es la participación al sacerdocio del Obispo.

La caridad sacerdotal – expresión menos inmediata, pero ciertamente más precisa para hablar de la afección que nos liga y que, en centros concéntricos, está destinada a dilatarse a todos los hombres- no es reducible a una atención psicológica respecto de la necesidad del otro y ni aún al banal "querámonos".

Ella me injerta objetivamente en el presbiterio, por lo que yo quiero, con todo mí mismo, el bien del otro antes que nada por la simple razón que el otro ha sido llamado conmigo. No pongo otra condición previa a la comunión . Esto tiene la fuerza de corregir, cada día, el inevitable prejuicio. Como el padre frente a nuestro error nos vuelve a acoger totalmente, así también nosotros cada día debemos abrir a 360° nuestra libertad para volver a acoger al otro, también a quien nos humillase injustamente.

Esta idestructible unidad que el sacramento pone en acto implica, cueste lo que cueste, una estima previa de cada uno hacia todos. Una estima incondicionada, a priori. ¿Sobre qué puede fundarse una posición humana totalmente inaudita, que es más fuerte que todas las opiniones, más fuerte que todas las incomprensiones, más fuerte aún que las humillaciones más pesadas? Sólo sobre el reconocimiento del origen sacramental de la comunión.

¿Dónde el pueblo de Dios puede ver esta novedad radical que documenta en el presente el triunfo del Crucificado Resucitado, si no en la comunión orgánica de sus presbíteros? No hay pre-condiciones a esta estima, a menos que se humille la caridad, sin la cual nada tiene valor. Y la caridad comienza justamente del humilde y grato reconocimiento de la unidad que nos liga (congregavit nos in unum Christi amor) en la pluriformidad de expresiones, fruto de la abigarrada respuesta que los temperamentos, las circunstancias y la historia ofrecen a la multiforme gracia del Espíritu.

Este criterio, que con un neologismo podremos definir pre-stima, es fecundo de implicaciones que aquí no se pueden profundizar.

5. Regenerar al pueblo santo de Dios

La comunión sacramental, ordenando cada don a la unidad, repropone la trama de lo universal y particular constitutiva del autorealizarse de la Iglesia. Y lo hace a partir del principio de la eclesiología de comunión: la pluriformidad de la unidad.

Un don no es jamás auténticamente recibido hasta que no reclama la responsabilidad de la persona. Si la comunión con quien está a mi lado en el presbiterio me constituye porque me ha sido donada, la relación con el hermano en el sacerdocio se convierte en un ámbito concreto en el que yo estoy llamado a amar como Cristo ama. Esto implica el deber de no sustraerse a las relaciones, sino de jugarse personalmente por ellos por el sólo hecho que nos han sido dados, atravesando toda diversidad de temperamento y de opinión. El santo pueblo sacerdotal debe poder ver concretamente que el objetivo afecto de la comunión que nos une es mucho más potente que todo lo que nos distingue.

¿Cómo podremos de otra manera proponer a los jóvenes el amor fiel e indisoluble del santo matrimonio cristiano? ¿O invitarlos a obedecer la eventual llamada a la consagración? No lograremos ciertamente educar a los miembros y a los grupos de nuestras comunidades a aquella pluriformidad en la unidad que sólo ella puede volver a dar vitalidad misionera a nuestras Iglesias. Al final quedaría frustrado también nuestro compromiso, muchas veces generosísimo. De lo litúrgico a lo catequístico y a la caridad para alcanzar la improrrogable necesidad de contribuir a la construcción de una sociedad de la vida buena en la que reine la justicia y la paz.

De la communio se libera por lo tanto una potencia afectiva tal que es capaz, en el tiempo, de transfigurar cada condición de nuestra existencia, también las más dolorosas y contradictorias. Porque, como recuerda el Apóstol Pablo: "nosotros sabemos que todo coopera al bien de aquellos que aman a Dios, que han sido llamados según su designio" (Rm 8, 28). Al bien, es decir a su plenitud humana. Esa lograda por el yo que la tradición cristiana siempre ha llamado santidad.

Y esto, también hoy como siempre, es lo que el pueblo de Dios –implícitamente o explícitamente- reclama de nosotros, al continuar a mirar al sacerdote como hombre de Dios, como hombre de la Eucaristía. Aquel que está totalmente identificado con Cristo, del que antes que nada espera el pleno cumplimiento de la persona y de la vida. A él se dirige cuando quiere estar seguro de la mano tierna y fuerte del Padre, al cual no cesa de implorar compañia y ayuda para ser sostenido en las viscisitudes de la vida terrena, inevitablemente entretejida de alegrías y de dolores.

Así, en el transcurrir de los días –no importa cuantos-, que El nos ha reservado, en la Eucaristía alcanzaremos el secreto de aquella inagotable juventud del espíritu que es la impronta inconfundible de la santidad."Introibo ad altarem Dei. Ad Deum qui laetificat iuventutem meam": con esta invocación el sacerdote comenzaba la celebración eucarística cuando yo era niño. De esta fascinante experiencia humana muchos sacerdotes –pienso en primer lugar en el santo Padre, pero pienso también en muchos de mis presbíteros- nos dan cotidiano testimonio.

Esto, más que nunca, implícitamente o explícitamente, nuestros hermanos hombres tienen necesidad de ver.