CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

 

Universalis Presbyterorum Conventus

"Sacerdotes, forjadores de Santos

para el nuevo milenio"

siguiendo las huellas del apóstol Pablo

 

 

SANTIDAD MARIANA DEL SACERDOTE

La santidad de María aclara la vida y el ministerio sacerdotal

Card. José Saraiva Martins

Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos

Conferencia

 

 

 

 

 

 

 

Malta

21 octubre 2004

 

 

 

 

Introducción

El punto de inicio de nuestra reflexión no puede ser otro que el horizonte del capítulo VIII de la Constitución Lumen gentium, de la cual se cumple este año el 40° de su promulgación. Su alcance era evidenciado por Pablo VI: "Es la primera vez (...) que un Concilio ecuménico presenta una síntesis tan amplia de la doctrina católica en relación al lugar que María santísima ocupa en el ministerio de Cristo y de la Iglesia" (Discurso de cierre de la III Sesión del Concilio Vaticano II, 21 de noviembre de 1964).

La perspectiva conciliar nos lleva a entender que no es posible hablar de Cristo, ni de su Cuerpo místico, omitiendo la Virgen María. La sobriedad con la que el Nuevo Testamento presenta la persona y la misión de la Madre del Señor seguramente no se puede confundir por irrelevancia de su figura. María, al contrario, es decisiva para enfrentar la verdad de Dios hecho hombre y, entonces, el fundamento de la entera economía salvífica. Si por un lado el hablar de Cristo y de la Iglesia lleva naturalmente a hablar de María (pensamos al alcance cristológico de la definición de la maternidad divina en el Concilio de Efesos del 431), por otro lado, la consideración de la figura de María conduce rápidamente a Cristo y a la Iglesia: el dicho tradicional "ad Iesum per Mariam". Distinto sería una falsa devoción a la Virgen, construida según nuestro entendimiento, pero no según la revelación bíblica y la tradición eclesial de Oriente y Occidente.

Con relación a la unión con la Iglesia, de la cual es hija y madre, imagen y espejo, María refleja el Pueblo de Dios, en su conjunto como cada uno de sus miembros, cada uno de ellos con los propios carismas, misión, condición, estado de vida, función... Ya San Ambrosio, hablando a las vírgenes consagradas, recordaba que la vida de María "es regla de conducta para todos" y no sólo para quien se ha dado públicamente a la secuela del Cristo con amor único. No hay de hecho una categoría de creyentes que, de algún modo, se acerque más que otros a María, ya que, representando la "creyente" por excelencia, todos los discípulos de Jesús pueden y deben reconocerse en ella, advirtiendo que en su experiencia espiritual revive de alguna manera aquella de María. Si consideras, de hecho, aquello que ha dicho Jesús: "Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen" (Lc 8,21; Mc 3,35; Mt 12,50).

La cualidad de vida santa de María aclara entonces cada estado de vida, siendo definida por actitudes interiores esenciales para la vida como cristianos, que precede las varias vocaciones existentes en la Iglesia. Ya que María es la primera y más perfecta discípula de Jesús, todos los cristianos son exhortados a completarla, conscientes de que para seguir Cristo es necesario cultivar las virtudes que fueron de María: la excelencia del camino mariano para vivir en Cristo ha sido bien ilustrada en la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae de Juan Pablo II (16.10.2002). Se podría decir que como la fe, la esperanza y la caridad no son virtudes de una vocación en la Iglesia pero se suponen presentes en todas las vocaciones, del mismo modo, en analogía, la santidad de María informa la santidad cristiana, de modo que no hay santo o santa que no presente en su "propia" santidad el perfil "mariano".

En verdad, la fisonomía "mariana" de la santidad de los cristianos se antepone a su devoción a María, porque está implícita en la conformación a Cristo. En otras palabras, para adherir a Dios completamente es natural apropiarse de aquel conjunto de virtudes espirituales que resplandecen con plenitud de la luz de la Virgen María, icono de la Iglesia de Cristo. Si todos los santos y las santas, en las distintas condiciones de vida (apóstoles, mártires, obispos, presbíteros, diáconos, religiosos, laicos, vírgenes, casados), llevan en sí el reflejo de la "santidad" de la Iglesia, ninguno de ellos puede llamarse "imagen purísima de la Iglesia" como en cambio confesamos de María (cf. Sacrosanctum Concilium n.103). Nos lo enseña magistralmente Lumen gentium 65: "Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes". Por otro lado, el sello mariano marca profundamente la Iglesia, su identidad y misión, como ha destacado Juan Pablo II al observar que la dimensión mariana de la Iglesia es antecedente a la petrina.

Como María exprime y refleja la credencial de la fe verdadera, así ella reúne en sí y refleja entonces el sentido y el alcance de la santidad cristiana: ¿Quién más que ella puede testimoniar el haber "tocado" la santidad de Dios, de haber recibido en su persona - espíritu, alma y cuerpo - el solo Santo? Mirar a la Todasanta es, de algún modo, comprender que la "santidad" le ha sido otorgada: desde el primer instante de su concepción, María es santa porque es gratuitamente santificada por Dios; y por otro lado, es entender que la santidad de María es una respuesta total, generosa, perseverante, al don del tres veces Santo, que la ha elegido como propio santuario viviente. El don y la respuesta implicados en la santidad de María son subrayados por los títulos que tradición eclesial le ha atribuido: casa de Dios, morada consagrada a Dios, templo de Dios... Tal misterio está bien ilustrado por el icono oriental de la Panaghía, donde María está representada en un comportamiento orante, con los brazos abiertos, y que lleva sobre el corazón - regazo el círculo que encierra Aquel que los mismos cielos no pueden contener: quien la hace Panaghía es Aquel que ella ha recibido en sí, el Santo Hijo de Dios, rostro visible del Padre invisible que está en los cielos; y esto en virtud de la potencia del Espíritu Santo y de la docilidad a este.

María es santidad recibida por gracia y correspondida con libertad; es santidad testimoniada, irradiada, transmitida a todos, sin excepciones y preferencias. Por medio de ella nosotros hemos recibido el Santo que santifica nuestras almas.

Si debemos, por lo tanto, reconocer que la santidad de María no tiene que ver más con los sacerdotes que con los laicos o los religiosos, debemos todavía añadir que los sacerdotes no pueden no inspirar su vida y su misterio sin tomar referencia de la Todasanta.

En esta línea, quisiera explicitar el tema de la espiritualidad mariana del sacerdote, subrayando algunos aspectos que no hablan solo de la piedad de cultivar hacia María, sino que son vitales con el objetivo de vivir el misterio que el Espíritu Santo ha difundido en los corazones y puesto en las manos de los sacerdotes.

 

El vínculo "filial" que une el sacerdote y María

Como enseña Presbyterorum Ordinis, en el n. 18, la santidad del sacerdote se alimenta sobretodo mediante la economía sacramental, la cual une vitalmente a Cristo involucrando toda la vida, en comunión y siguiendo el ejemplo de María: "Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que, preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias. A la luz de la fe, nutrida con la lectio divina, pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad divina y los impulsos de su gracia en los varios aconteceres de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles cada día para su misión recibida en el Espíritu Santo. En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio".

En este texto se observa que la devoción mariana solicitada al sacerdote no está dictada por una inclinación a la devoción, pero está radicada en el sacramento recibido: los sacerdotes están completamente consagrados, por el Espíritu derramado sobre ellos, al misterio de Cristo Salvador. Para responder con diligencia a su vocación, ellos - advierte el Concilio- deben venerar y amar María con devoción y culto filial. El adjetivo "filial" merece detenerse a reflexionar, ya que cualifica una unión constitutiva que precede y suscita la misma devoción mariana: no es el homenaje caballeresco a la propia mujer (Madonna), ni el sentimentalismo que no incide sobre la vida, sino que es obediencia al don de Cristo, según la mutua entrega - recibimiento entre María y el discípulo amado, por deseo testamentario del Redentor (cf. Jn 19,25-27). Es más, el amor "filial" hacia la Madre del Señor, prolongando el amor por ella nutrido por su Hijo divino, debe recubrir las características del mismo amor filial de Cristo, quien, desde la Encarnación, ha sido el primero en decir a María "totus tuus". En este sentido la cualifica de "filial" no expresa el amor como optativo, dejando a los más sensibles a la espiritualidad mariana, siendo circunscrito en la objetividad del ser discípulos - hermanos de Jesús.

Sabemos que la entrega de María al discípulo amado no involucra sólo al apóstol Juan: Jesús la entregó como madre a todos los discípulos. Pero tratándose de una relación entre personas, se entiende que María exprime su maternidad en relación con cada hijo, reconocido en su propia originalidad. Por tal motivo, los sacerdotes deben tener conciencia, en calidad de ministros ordenados, del vínculo que los une con María por aquello que ella es y por lo que ellos son en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Aquella que consagró todo su ser en la obra del Redentor, es inspiración fundamental para quienes se consagran en el ministerio ordenado para anunciar y actuar la obra de la redención.

No se debe olvidar que María no es sólo modelo de donación al Redentor y a los redimidos, sino, como Madre, es matriz que genera en los sacerdotes, que la reciben y la aman con amor "filial", la conformidad al Cristo su Hijo. El sacerdote está llamado por Jesús, en el estado que lo caracteriza, a recibir María en su vida y en su ministerio, dispuesto a introducirla en todo el espacio de su ser y de su obrar, en calidad de ministro que obra in persona Christi. La eficacia del ministerio sacerdotal es, de cierta medida, condicionada por el comportamiento "filial" que une el sacerdote a la Madre de Cristo, en obediencia a la suprema voluntad del Redentor.

De este modo el Santo Padre ha hablado de María Madre del sacerdocio, Madre de los sacerdotes, exhortando los ministros ordenados a sentir aplicada a ellos la consigna del testamento del Cristo: "De hecho, al discípulo predilecto, que siendo uno de los Doce había escuchado en el Cenáculo las palabras: "Haced esto en memoria mía". Cristo, desde lo alto de la Cruz, lo señaló a su Madre, diciéndole: "He ahí a tu hijo". El hombre, que el Jueves Santo recibió el poder de celebrar la Eucaristía, con estas palabras del Redentor agonizante fue dado a su Madre como "hijo". Todos nosotros, por consiguiente, que recibimos el mismo poder mediante la Ordenación sacerdotal, en cierto sentido somos los primeros en tener el derecho a ver en ella a nuestra Madre. Deseo, por consiguiente, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio".

Desde este punto de vista, así escribe el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros publicado por la Congregación para el Clero en 1994: "La espiritualidad sacerdotal no puede considerarse completa si no toma seriamente en consideración el testamento de Cristo crucificado, que quiso confiar a Su Madre al discípulo predilecto y, a través de él, a todos los sacerdotes, que han sido llamados a continuar Su obra de redención"

(n.68).

El vínculo "filial" con María, mientras permite experimentar a los sacerdotes la presencia materna, les enseña a vivir el ministerio dóciles al Espíritu Santo, imitando su ser Cristofora por el mundo. Al respecto, es iluminante recordar un pasaje de la Lumen gentium donde la luz de la "maternidad" de María aclara a cuantos son llamados al ministerio de regenerar los hombres en la santidad de Dios, como son justamente lo sacerdotes: "La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres" (n. 65).

Comentando esta realidad, el Santo Padre Juan Pablo II auguraba en la Carta a los sacerdotes del Jueves Santo 1988: "Que la verdad sobre la maternidad de la Iglesia, como por ejemplo sobre la Madre de Dios, se haga más cercana a nuestras conciencias sacerdotales... Es necesario ir a fondo de nuevo en esta verdad misteriosa de nuestra vocación: esta paternidad en el espíritu, que a nivel humano es muy similar a la maternidad... Se trata de una característica de nuestra personalidad sacerdotal, que expresa justamente su madurez apostólica y su fecundidad espiritual... Que cada uno de nosotros permita a María de ocupar un espacio en la casa del propio sacerdocio sacramental, como madre y mediadora de aquel gran misterio (cf. Ef 5,32) que todos queremos servir con nuestra vida".

La santidad inspiradora de María en el sacerdote.

La obra del Espíritu Santo y Santificador llama la atención obviamente el Padre, "fuente de toda santidad", y el Hijo Redentor: el Espíritu "procede del Padre y del Hijo", profesamos en el Símbolo. Pero implica también María, como vemos en las páginas del Nuevo Testamento. La Virgen, junto al Espíritu, resalta en la hora de la Encarnación y del Pentecostés, inicio y fruto del mysterium salutis obrado por el Cristo: el Hijo del Altísimo se ha encarnado en el seno de la Virgen para emanar sobra cada criatura el Espíritu recreador. Si la efusión del Espíritu Santo en la Encarnación y en Pentecostés implica la presencia de María (Madre de Cristo Cabeza en Nazareth - Madre de la Iglesia, cuerpo de Cristo, en el Cenáculo), esto no debe ser sin un motivo: comprendemos que su cooperación materna es de alguna manera involucrada en la incesante santificación que el Espíritu de Cristo cumple en la vida de sus discípulos.

Según dos dimensiones.

La primera considera la misión de María con respecto a nosotros: si estamos unidos por gracia inmerecida al Santo, es también gracias a Aquella que nos lo ha donado. "Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia"

(Lumen gentium 61).

El significado de la asociación de María a la obra del Redentor, es así expresado por Cirillo de Alexandria "Por ti María los creyentes llegamos a la gracia del santo bautismo... Por ti los apóstoles han predicado en el mundo la salvación". En esta línea, podemos agregar nosotros: "Por ti, María, es donada la gracia del sacramento de la Ordenación; por ti los sacerdotes son aquello que son; por ti María los sacerdotes desarrollan el ministerio de la santificación de los miembros del Cuerpo de Cristo".

En la santa unción que, mediante el sacramento de la Ordenación, conforma quien lo recibe en Cristo Sacerdote, podemos ver un reflejo mariano. Como no se puede pensar en separar el sacerdocio de Cristo de la cooperación de María, que le ha dado el cuerpo y la sangre para el sacrificio de la nueva y eterna alianza, así debemos pensar que el vínculo entre María y los sacerdotes está ordenado para dar una oferta grata a Dios.

La segunda dimensión contempla nuestra unión con la Todosanta: para ser realmente unidos al Santo nos aferramos a María, aprendiendo de ella a vivir la santidad de la y en la Iglesia. Es lo que hicieron los Apóstoles en el Cenáculo, unidos a la Madre del Señor que imploraba "con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación" ( LG 59). Desde aquel 50° día del alba de la resurrección del Hijo, María continua incesantemente a sintonizar la oración de la comunidad cristiana, invocando el Espíritu Santificador sobre el ministerio de los sacerdotes, enseñándoles a recibirlo dignamente, dócilmente, con perseverancia, cotidianamente.

La espiritualidad mariana de tantos Santos sacerdotes nos exhorta a recibir María en nuestra existencia, es decir a dejar espacio para que ella, por la potencia del Espíritu Santo, reproduzca en nuestras almas Jesucristo vivo "Gestémonos en María, como cera en un molde para asemejar perfectamente a Cristo" diría aún hoy Montfort a los sacerdotes. Lo retomaba también Pablo VI en estos términos: "María es el modelo estupendo de la dedicación total a Dios; Ella constituye para nosotros no sólo el ejemplo, sino la gracia de poder permanecer siempre fieles a la consagración, que hemos hecho de nuestra vida entera a Dios".

 

María "maestra de vida espiritual"

A la pregunta ¿qué dice María a los sacerdotes?, es fácil responder recordando las sobrias pero importantes palabras que ella dijo a los siervos en las bodas de Caná: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2, 5). Es evocativo relacionar estas palabras con aquellas que Jesús dijo a los apóstoles en la Última Cena: "Hagan esto en memoria mía". Nutrir una verdadera devoción hacia María se resuelve de hecho en el obedecer existencialmente a Cristo, dejándolo "revivir" en nuestras personas y en nuestro ministerio sacerdotal. En síntesis, María nos llama maternalmente a comportarnos según la vocación recibida mediante la imposición de las manos, es decir a hacer memoria en la vida cotidiana de los santos misterios que celebramos en el altar in persona Christi.

Prestar atención a los llamados de María: "Haced lo que Él os diga", quiere decir para nosotros sacerdotes dejarse formar espiritualmente por la Madre del Sumo y eterno Sacerdote: ella educa a la santidad, acompañándonos en el camino; ella nos llama a convertirnos a la santidad; ella nos introduce a la comunión con Cristo en la Iglesia.

Para ser fructuosos, el amor, la contemplación, la oración, la alabanza a María deben traducirse en "imitación de sus virtudes" como recuerda Lumen gentium 67. De ella aprendemos: las beatitudes de la fe; la serenidad del dejarnos llevar por el aquí estoy, también cuando no es todo claro; el perseverar en la vocación recibida, de la cual son humildes servidores y no los dueños; el espíritu misionero del ir solícitos a llevar Cristo al prójimo, como ella hizo visitando a Isabel; la actitud eucarística del Magnificat; el guardar en el corazón meditando palabras y hechos; el silencio receptivo de frente al misterio que nos supera; la fuerza de abrazar con alegría el sufrimiento de la Pascua; el amor al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Una síntesis de los frutos que madura en los sacerdotes el recibir a María como Madre y Maestra de vida espiritual, se ofrece en el n. 68 del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros publicado por la Congregación para el Clero: "La Siempre Virgen es para los sacerdotes la Madre, que los conduce a Cristo, a la vez que los hace amar auténticamente a la Iglesia y los guía al Reino de los Cielos. Todo presbítero sabe que María, por ser Madre, es la formadora eminente de su sacerdocio: ya que Ella es quien sabe modelar el corazón sacerdotal; la Virgen, pues, sabe y quiere proteger a los sacerdotes de los peligros, cansancios y desánimos: Ella vela, con solicitud materna, para que el presbítero pueda crecer en sabiduría, edad y gracia delante de Dios y de los hombres (cf Lc 2, 40). No serán hijos devotos, quienes no sepan imitar las virtudes de la Madre. El presbítero, por tanto, ha de mirar a María si quiere ser un ministro humilde, obediente y casto, que pueda dar testimonio de caridad a través de la donación total al Señor y a la Iglesia"

 

Conclusiones: educarse para educar a la dimensión mariana de la vida espiritual.

También para la espiritualidad mariana existen tiempos de iniciación y de maduración. Pienso en la formación en los seminarios y en los institutos de estudio, y en la formación permanente del clero.

Para vivir en comunión con María y siguiendo su ejemplo, es necesario conocer el misterio, cultivando una espiritualidad mariana alejada de maximalismos y minimalismos injustificados, en armonía con el lugar que la Madre del Señor debe ocupar en la experiencia sacerdotal, aprendiendo de ella a descubrir el "Misterio" para luego otorgarlo, para que los santos misterios se infundan en la existencia de los hombres.

La santidad de María está abierta al misterio de Dios, de la Iglesia, del hombre, de la comunión inseparable con el Eterno en la Jerusalén del cielo. Es este Congreso se han puesto en evidencia las distintas y complementarias categorías de la santidad: trinitaria, cristológica, pneumatológica, eclesial, eucarística, apostólica. Me pregunto: ¿María no es quizás un "compendio" que refleja todas estas dimensiones de la santidad? He aquí porqué nosotros sacerdotes, sintiéndola "matriz" de nuestro sacerdocio, debemos amarla con amor filial y ayuda a crecer en este amor.