CONGREGATIO PRO CLERICIS

 

 

Universalis Presbyterorum Conventus

"Sacerdotes, forjadores de Santos

para el nuevo milenio"

siguiendo las huellas del apóstol Pablo

 

 

 

 

 

 

Santo Rosario

MISTERIOS DOLOROSOS

 

 

 

 

 

 

 

 

Malta

22 octubre 2004

 

 

 

 

 

PRIMER MISTERIO: la agonía de Jesús en el Getsemaní

La pasión del Señor es la prueba suprema del amor infinito de Dios hacia nosotros: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16). Al mismo tiempo es la prueba definitiva del amor de Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero, así como Él mismo lo ha afirmado: "Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Nosotros, sacerdotes de Cristo, queremos acompañar de cerca, de muy cerca, a Jesús.

Armado de este amor de Cristo hacia él, el sacerdote enfrenta los momentos inevitables de sufrimiento que puedan estar destinados a él. ¡Renovemos con fuerza, en esta hora, nuestro deseo de estar con Cristo que, en la Eucaristía, es nuestro refugio y nuestro mejor descanso!

Jesús acostumbraba retirarse en el jardín de Getsemaní, situado en el Monte de los Olivos, como refieren San Juan (18,1) y San Lucas (21,37).

Al llegar al jardín, nuestro Señor vivió, acompañado por los suyos, la hora suprema de su agonía. Pero muy pronto Cristo se sintió presa de una angustia mortal, una tristeza, una aflicción tan amarga, que se dirigió a los tres discípulos: "Mi alma está triste hasta la muerte" (Mc 14,34). Jesús, habiendo asumido la humanidad, es hombre verdadero, con todos los sentimientos naturales del ser humano: el temor, la angustia, la tristeza; es lógico que los hombres vayan al encuentro de la muerte contra su misma voluntad.

La oración del jardín nos muestra que "en la unidad de su Persona había dos naturalezas, la naturaleza humana y la divina, y puesto que la voluntad humana no poseía la omnipotencia, era conveniente que Cristo pidiera ayuda al Padre para fortalecer esa voluntad" (cfr. Summa Theologiae, III, q. 21, a. 1). Y Jesús le rezaba al Padre con el sentido profundo de su misma filiación. Sólo Marcos ha transmitido en su idioma original la exclamación filial de Jesús a su Padre: "Abbá", el nombre con el que los niños judíos se dirigían con total confianza a sus padres.

Como Jesús, que estaba costantemente unido al Padre en la oración (cfr. Lc 3,21; Mc 1,35), también nosotros, los sacerdotes, debemos ser hombres de oración filial, hombres acostumbrados a encontrar en cada momento la comunión íntima con Dios, para que podamos decir como San Ambrosio: " Nunca estoy menos solo como cuando estoy solo" (Epist. 33: CSEL 82,229).

Junto al Señor, encontraremos la fuerza para acercar a los hombres a Dios, encender su fe, suscitar el compromiso apostólico y la condivisión fraternal.

SEGUNDO MISTERIO: la flagelación de Jesús

Hablando en la persona del Señor, el profeta Isaías proclama la realidad de sus sufrimientos al decir: "Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos" (Is 50,6).

El Evangelio de Mateo describe con sobriedad el cumplimiento de esta profecía: "Entonces (Pilato) los soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó (a los soldados) para que fuera crucificado" (Mt 27,26). El mismo Jesús, en el tercer anuncio de la pasión, mientras ascendía a Jerusalén, tomó aparte a los Doce y les dijo por el camino: "Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarlo y crucificarlo, y al tercer día resucitará" (Mt 20,18).

Jesús no opone resistencia a los tormentos y a las burlas. Los mismos hechos son elocuentes: "No tenía apariencia ni presencia; y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verlo. Despreciable, un Don Nadie. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! (...) con sus cardenales hemos sido curados" (Is 53,2b-5).

Ante Jesús flagelado por amor al Padre y a nosotros, en nuestro corazón, brota un sentimiento de inmensa gratitud a Jesucristo y de profundo dolor por nuestros pecados. "Como todo buen fiel, también el presbítero tiene necesidad de (reconocer) y confesar sus pecados y debilidades. Él es quien mejor sabe que la práctica de este sacramento lo fortifica en la fe y la caridad hacia Dios y los hermanos."

TERCER MISTERIO: la coronación de espinas

"Los soldados lo llevaron dentro del palacio, es decir, al pretorio y llaman a toda la cohorte. Lo visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarlo: "¡Salve, rey de los judíos!" Y lo golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él" (Mc 15,16-19).

Los soldados hacen de Jesús el objeto de sus burlas y, puesto que han oído que ha sido acusado de hacerse pasar por rey, lo coronan y parodian los honores debidos a un rey.

Jesús dolorido, flagelado y coronado de espinas, en la mano, una caña por cetro y una vieja túnica de púrpura en los hombros, es el símbolo, que se ha vuelto universal, del dolor humano: "ecce homo."

Todo sacerdote es, a imagen de Cristo, el buen samaritano que alivia los sufrimientos humanos: ésta es su misión. Como buen pastor, el sacerdote existe y vive para servir al hombre; por sus fieles y por cada hombre, reza, estudia, trabaja y se sacrifica; por ellos, está dispuesto a inmolar su vida, amando como Cristo Jesús, con desvelo, con todas sus fuerzas y sin límites.

Gracias a esta dimensión esponsal de su vida, el presbítero, guiará a su comunidad como pastor, sirviendo con abnegación a todos y cada uno de sus miembros, iluminando sus conciencias con la luz de la verdad revelada, custodiando con autoridad la autenticidad evangélica de la vida cristiana, corrigiendo los errores, perdonando, curando las heridas, consolando las aflicciones, promoviendo la hermandad.

De esta manera, por medio del ministerio sacerdotal, los vínculos que atan a Cristo harán libres a los hombres; su corona de espinas procurará a los hombres la diadema del Reino; sus heridas curarán nuestras heridas.

San Pablo escribe a los Tesalonicenses: "Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie. Aunque podamos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con vosotros, como una madre cuida con cariño a sus hijos. Tanto os queríamos, que estábamos dispuestos a daros no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas" (1 Ts 2,5-8).

CUARTO MISTERIO: Jesús camina con la cruz hacia el Calvario

Jesús "cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota" (Jn 19, 17).

Pilato accede a lo que le habían pedido y condena al Señor al suplicio más ignominioso, el suplicio de la cruz. El Señor cumple en su persona lo que había dicho el profeta Isaías: "Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido" (Is 53, 8).

En el camino, los soldados obligaron al Cireneo a llevar la cruz. La constricción impuesta a Simón es aceptada por Jesús. El Señor ha querido ser ayudado para enseñarnos que también nosotros, representados por ese hombre común llamado Simón, estamos llamados a ser "corredentores" junto con Él.

Nosotros los sacerdotes hemos sido invitados, personalmente , a tomar con decisión la cruz de Jesús, por amor a Dios y a los hermanos, sintiendo también sobre nosotros el peso de toda la humanidad y perseverando en el camino de nuestra vocación, dejándonos ayudar por nuestros hermanos. Seguir a Jesús en este camino exige marchar a su paso con las obras propias de la vida cristiana y el ministerio sacerdotal, con plena generosidad, con perseverancia, arrancando y alejando de nosotros todo lo que pueda ser un obstáculo.

Escuchemos a San Pedro: "También Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas. El que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño (Is 53,9); el que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia; el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados (Is 53,12) en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados (Is 53,5-6). Erais como ovejas descarriadas pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de nuestras almas" (1 P 2,21-25).

QUINTO MISTERIO: la crucifixión y muerte de Jesús

"Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: "Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?" -que quiere decir- "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Al oír esto algunos de los presentes decían: "Mira, llama a Elías." Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: "Dejad, vamos a ver si Elías viene a descolgarlo." Pero Jesús lanzando un fuerte grito expiró" (Mc 15,33-37).

Las últimas palabras de Jesús son, según el Evangelio de Marcos, el comienzo del Salmo 21 (22), la oración del justo que, perseguido y acosado por el peligro, se ve marginado en la soledad más extrema, como un "gusano, no hombre, soy afrenta del vulgo, asco del pueblo" (v. 7). Desde el abismo de la miseria, el abandono y la soledad, el justo recurre clamando al Señor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (...) desde el vientre materno tú eres mi Dios (...) No te alejes, corre en mi ayuda, fuerza mía" (vs. 2.11.20).

En el instante supremo, Jesús deposita su confianza plena en su Padre, el único en quien puede confiar entre los estertores de la muerte. A él, a su Padre, el Hijo confía sus quejas, abandonándose sin reservas: "en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46; cfr. Sal 30 (31),6).

Éste es el lugar, ésta la hora a la que hace referencia espiritualmente cada presbítero al celebrar la Santa Misa con la comunidad cristiana que participa en ella. Aun puesto a la prueba hasta la hez, Jesús no rehuye a su "hora." "Y ¿qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12,27). Sólo Juan permanecerá bajo la cruz junto con María y las pías mujeres. Es la hora de la redención del mundo. Cada vez que celebramos la Eucaristía "in persona Christi", es decir, en la identificación sacramental específica con el Sacerdote sumo y eterno, volvemos a su "hora", la hora de la cruz y la glorificación. Para el sacerdote, la celebración cotidiana de la Eucaristía tiene un valor insustituible. "La vivirá como el momento central del día y de su ministerio cotidiano, fruto del deseo sincero y ocasión de encuentro profundo y eficaz con Cristo, y dedicará sus mejores cuidados para celebrarla con devoción y participación íntima de la mente y el cuerpo."