Ciencias de la comunicación y revelación cristiana: reflexiones sobre el rol de la teología*

Prof. Giuseppe Tanzella-Nitti**

 

I. Introducción

La humanidad es ya conciente de que las potencialidades tecnológicas de los medios de comunicación en crecimiento están determinando un cambio epocal, destinado a marcar de forma decisiva las modalidades de la convivencia y de las relaciones planetarias. También la Iglesia es conciente de que su misión de evangelizar y de orientar el progreso humano en el espíritu de Cristo no puede prescindir de un conocimiento cuidadoso del significado y de los mecanismos de tal cambio. Y no sólo para beneficio propio de su misión, sino también, y sobre todo, para que las complejas relaciones y las nuevas circunstancias de vida que los medios de comunicación generan hoy en la sociedad humana, sean leídos, juzgados y orientados a la luz del Evangelio.

Pero a esta conciencia clara y generalizada, no corresponde un juicio igualmente claro, ni unanimidad de opiniones sobre cual deba ser el rol de la teología en un contexto así articulado. El panorama de las relaciones entre teología y ciencias de la comunicación de hecho permanece muy variado y, bajo ciertos aspectos, disperso. Con el mismo instrumento se suenan las notas de la denuncia o del optimismo moderado, aquellas de la desconfianza o del entusiasmo radical. No obstante, una reflexión sobre la naturaleza y sobre el significado de la comunicación representa para el teólogo un fuerte atractivo. Las razones no faltan. La Revelación se presenta en la historia como "autocomunicación de Dios en la palabra", una comunicación dominada por la economía de la "Palabra encarnada", que llega a su cúlmine en la universalidad, y por esto sumamente comunicable, del misterio pascual de Cristo. El misterio trinitario se nos revela como la "communio Personarum" de un Dios cuya naturaleza se comunica del Padre al Hijo y que el Padre y el Hijo comunican al Espíritu. La persona humana, creada como interlocutor de Dios, es constitutivamente capaz de escuchar la palabra y está llamada a participar de aquella eterna comunicación de vida trinitaria. La Iglesia, en síntesis, nace de las misiones del Hijo y del Espíritu y se manifiesta históricamente como comunicación de los creyentes en un único pueblo, comunión con un único Cuerpo y coparticipación de un mismo Espíritu.

Además de todo esto, para la Iglesia comunicar es una exigencia, ya que forma parte integrante de su misión salvadora. Ella ha intentado lograrlo de todas las maneras, sirviéndose de todas las formas de expresión compatibles con el contenido específico de su mensaje. No es irrelevante releer aquello que san Gregorio Magno escribía a finales del siglo VI: "En las iglesias se cuelgan las pinturas para que los analfabetos, al menos observando las paredes, lean aquello que no son capaces de leer en los códigos. De hecho, aquello que la Escritura es para quién sabe leer, lo son las imágenes para los analfabetos que las miran, porque en ellas los ignorantes ven lo que deben seguir" .

Seria suficiente pensar en la cantidad de información y de formación teológica contenida en los mosaicos de la Catedral de Monreale o en los frescos de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina para convencerse de lo razonable que es el consejo de san Gregorio y del sabio uso realizado por la Iglesia a lo largo de los siglos.

 

II. Teología y comunicación.

En el estudio de las relaciones entre teología y ciencias de la comunicación es necesario distinguir inmediatamente dos ámbitos distintos. El primero, bastante general –sobre el cual parece concentrarse la mayor parte de las publicaciones- contempla las mutuas relaciones y las influencias recíprocas: por un lado, el uso de los medios de comunicación por parte de la teología o de la Iglesia, acompañados de oportunas "instrucciones de uso"; por otro lado, la influencia de la cultura de los medios de comunicación sobre la sociedad humana y las relativas consecuencias sobre el lenguaje religioso y sobre la misión de la Iglesia. Las implicaciones presentes ya en este primer ámbito son más bien delicadas: piensen a la relación entre medio y mensaje así como lo ha propuesto McLuhan o a la perspectiva distinta con la cual nos acercamos a la comunicación simbólica. Piensen a los efectos de la "globalización" ya teorizada por Luhmann y por Habermas. En campo moral esta ya ha dado lugar a una "conciencia global" en una aldea global, porque los nuevos medios de comunicación no han influido sólo sobre el modo de comportarse de las personas, sino también sobre el modo en que las personas sienten que deben comportarse .

Todo este primer gran ámbito, al cual podríamos llamar "teología o Iglesia versus medios de comunicación", ha sido objeto de una creciente atención por parte del Magisterio pontificio y episcopal. La creación del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, cuya institución fue una consecuencia de la Inter mirifica del Concilio Vaticano II, representa quizás el aspecto más evidente, pero seguramente no el único de esta atención . Pero en este terreno, donde se emplean no pocas fuerzas a nivel pastoral, la teología no se mueve aún con categorías propias. Su relación con las ciencias de la comunicación queda mediada principalmente por la sociología, mientras la praxis eclesial, guiada por la creatividad y por el sentido común, confía el discernimiento en el uso de los medios de comunicación a la "instrucciones de uso" suministradas por el Magisterio .

Existe después un segundo ámbito de estudio, mucho menos desarrollado, que traslada la reflexión sobre el terreno de la "teología de la Revelación", en el intento de originar una verdadera y propia "teología de la comunicación" . Dicha "teología de la comunicación" sería interpretada como el estudio de la comunicación y de sus implicaciones a la luz de la Revelación, es decir el estudio de la naturaleza, del significado y del alcance de la comunicación en el designio histórico-salvador de Dios; además ella tendría que ocuparse del estudio de los "criterios de comunicabilidad" del mensaje cristiano, a la luz de su unicidad y de su contenido de misterio.

En esta ponencia deseo moverme dentro de este segundo ámbito, más familiar a la teología fundamental. Me limitaré a tocar sinteticamente cuatro aspectos en los cuales la Revelación ofrece aportes muy importantes: el antropológico, el trinitario, el cristológico y el pneumatológico-eclesial.

 

III. Antropología cristiana y comunicación.

¿Cuáles aspectos de la comunicación humana serían puestos en evidencia a la luz de la antropología cristiana? Parece evidente que una ciencia de la comunicación con inspiración cristiana debería en primer lugar nutrirse de la rica fenomenología de la palabra, leída dentro de la tradición personalista. Y esto porque la creatura humana ha sido creada para entrar en diálogo con Dios y está, por su constitución, abierta a la comunión interpersonal. La antropología cristiana nos recuerda que la comunicación, como la palabra, no puede ser separada del objetivo para el cual es pronunciada. En definitiva no existe una comunicación "neutra": esta revela siempre la interioridad del sujeto. Se puede comunicar para invitar, para unir, para donar, o bien se comunica para capturar, separar, dominar. No obstante sólo el primer modo de comunicar se presenta conforme con la verdad de la persona, porque esta no puede realizarse ni "reencontrarse plenamente sino a través del don sincero de si mismo" .

No es irrelevante entonces que la Revelación presente el pecado como una ruptura del diálogo entre Dios y la creatura humana, una fractura que perjudica la comunicación interpersonal con la introducción de la sospecha, del engaño, de la traición. Con una expresión que parece unir la traición original de la narración del Génesis a la traición padecida por Cristo, dirá el salmo 55 "Si llegara a insultarme un enemigo, yo lo soportaría; si el que me odia se alzara en contra mía, me escondería de él; más fuiste tú, un hombre como yo, mi familiar, mi amigo, a quien me unía una dulce amistad; juntos íbamos a la casa de Dios en alegre convivencia"(Sal 55,13-15). Una verdadera teología de la comunicación, en sustancia, no puede ignorar que la comunicación misma se encuentra en la situación, en la necesidad de ser "redimida". Si la razón más profunda de la comunicación humana hace referencia a la imagen de Dios en el hombre, entonces cada desdibujamiento de aquella imagen vicia y perjudica en su esencia la sinceridad y el carácter gratuito de cada comunicación. No sorprende, por lo tanto, que la redención del pecado se presente históricamente como un nuevo encuentro con la Palabra, del cual surge el restablecimiento pleno de las relaciones de los hombres con Dios y entre ellos: aquello que era un no-pueblo ahora vuelve a ser un pueblo que comunica con un mismo Espíritu, la nueva comunicación entre las lenguas originada en Pentecostés reconstruye la confusión causada por el pecado en Babel. Recapitulando, la Revelación nos presenta la comunicación humana esencialmente vinculada a la interioridad del sujeto, testigo tácito de su relación con Dios, orientada por naturaleza al don de sí, pero necesitada de redención cuando da lugar a la sospecha y al egoísmo.

IV. El misterio trinitario como misterio de comunión y de comunicación

 

Ya sean los autores como los documentos eclesiales que han querido ofrecer una primera reflexión teológica sobre la comunicación han estado de acuerdo en poner como fundamento de tal reflexión los dos misterios centrales de la fe, el trinitario y el de la encarnación del Verbo . Saber que en el corazón del ser no está el Uno, ni la sustancia, sino la comunión personal, la relación, una eterna comunicación de vida divina, no puede no condicionar de manera significativa cada lectura de las relaciones entre Dios, el hombre y el mundo. El mismo dogma trinitario, confesando una idéntica naturaleza divina en una verdadera distinción personal, se presenta como un modelo capaz de fundar una ‘’comunicación perfecta’’. Si las herejías de la corriente modalista o monarquiana penalizaban la alteridad, y por ende la plenitud de la relación comunicativa, aquellas de la corriente subordinacionista penalizaban la igualdad, y entonces la totalidad de la donación . Sólo la auténtica confesión trinitaria funda la posibilidad de que un ser personal, permaneciendo plenamente sí mismo, pueda dar y darse completamente, descubriendo el sentido de la propia identidad en la relación que lo pone de frente al otro.

En el plan de la historia de la salvación, entonces, esta ‘’perfección de la comunicación’’ se manifiesta en la continuidad procesiones–misiones, en el hecho de que la Palabra encarnada es la misma Palabra del Padre; el espíritu donado a los creyentes para que habite en sus corazones es el mismo Espíritu que procede eternamente del Padre y del Hijo. Continuidad de comunicación que se expresará también sobre el plan eclesiológico, donde el poder que el Padre ha dado al Hijo es entregado por el Hijo a sus discípulos: como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes, el que los escucha a ustedes, me escucha a mí ; y donde el Espíritu que toma de todo aquello que el Hijo posee, permite hacerlo igualmente a los discípulos, conduciéndolos históricamente a la plenitud de aquella verdad que una vez para siempre se ha hecho visible en el Hijo encarnado .

Pero es justamente de la consideración del misterio trinitario que surge un importante elemento de reflexión, aquello que contempla la relación entre comunión y comunicación. La existencia de procesiones en Dios, comunicación eterna de la naturaleza divina en la vida trinitaria inmanente, es seguramente causa y razón de la comunicación de Dios ad extra, en el mundo y en la historia, a las creaturas . Es más, decir ‘’Dios es Amor’’ es seguramente más correcto que decir ‘’Dios es comunicación’’. Y esto no solamente porque existe una comunión inmanente de amor que fundamenta el por qué se pueda tener ad extra una comunicación que tenga la razón del amor; sino también porque existe en general una prioridad semántica y ontológica del ser como Amor-comunión sobre el ser en cuanto Amor-comunicado. La comunicación es seguramente contenida en la comunión, pero no aparece tan fontal como lo es la comunión.

En términos más cercanos a nosotros, esto quiere decir entonces que una ‘’ciencia de comunicación’’ no es ipso facto una ‘’ciencia de comunión’’. La comunión, el amor, no son generados de manera automática por la comunicación o por la condivisión de los bienes o de los valores, sino que lo son sólo cuando la razón última del amor que mueve a comunicar está en el Amor increado, que ya todo posee en eterna comunión. Volveremos más adelante sobre esta misma idea a propósito de la comunión generada por el Espíritu en la Iglesia.

V. El Verbo encarnado, plenitud de la auto-comunicación de Dios en la Palabra.

Aún más, es de la consideración de la encarnación del Verbo – y aquí pasamos al tercer aspecto de nuestra reflexión – que una teología de la comunicación puede extraer los puntos más intuitivos y, en parte, los más inmediatos. De la referencia cristológica emerge en primer lugar la ‘’totalidad’’ – podríamos también decir la generosidad – de la comunicación. En su unión hipostática el Verbo se dona enteramente, asume toda la naturaleza humana sin dejar de ser Persona divina, y comunica de la mejor manera posible, ofreciendo la palabra divina mediante gestos y palabras humanas. La totalidad es aún testimoniada por el don de ‘’su’’ Espíritu – como don que expresa y comunica lo más intimo y personal que pueda existir en un sujeto – y de la oferta de coparticipar en la relación paterno-filial que el Verbo tiene hacia el Padre.

Para que la comunicación sea comprensible, y se haga lo más universal posible, ésta tiene que tomar en sí los caracteres de la humildad y del doblegarse, sabiéndose ‘’poner en el lugar del otro’’. El Verbo hecho carne enseña que ésta kenosis comunicativa debe aceptar todas las consecuencias que tal elección comporta: en el caso del Verbo-imagen, aquella de ser el único que puede restaurar en el hombre la imagen reformada por el pecado, porque de aquella imagen, El era el modelo .

La credibilidad de la comunicación y la sinceridad de la oferta se demuestran con el servicio desinteresado, con el sacrificio, como manifestaciones tangibles de la rectitud interior del Cristo. En línea general, en el Verbo encarnado se capta la necesaria relación entre comunicación y testimonio: las obras confirman la palabra y las palabras declaran el sentido de las obras. Es más: es toda la unidad y sinceridad de su vida que manifiesta la verdad de aquello que se dona, sin posibilidad de engaño.

En fin, Cristo enseña que existe un lenguaje universal para comunicar, el del amor. La universalidad de semejante exhortación es tal que ningún ser humano puede quedar excluido, ni declararse inadecuado en recibir el mensaje. Desde la atención a los más pequeños y a los más débiles, hasta el sacrificio del justo inocente, incapaz de pronunciar palabra de condena ni siquiera sobre la cruz, sino sólo de perdón, toda la vida de Cristo representa una gran, comprensible palabra, luminosa en la forma e inteligible en el contenido . El lenguaje del amor es aquél más apto para una comunicación, como la humana, siempre necesitada de redención, porque éste comunica de tal manera que la libertad de la respuesta es interpelada pero no violentada, atraída pero no dominada. Todos los recursos contenidos en el misterio pascual de Cristo permiten que la encarnación del Verbo haya sido indicada desde hace tiempo como la referencia obligada de cada ‘’inculturación’’ de la fe y, por lo tanto, no sorprende que se transforme también en una referencia igualmente obligada para cada comunicación que quiera ser formalmente cristiana .

VI. Teología del Espíritu y misterio de la Iglesia.

En la perspectiva de una teología de la comunicación, las virtualidades contenidas en la misión del Espíritu Santo no son menos indicativas de aquellas sugeridas por la misión del Hijo. Al Espíritu se asocian de manera particular las inspiraciones de la Escritura, el don de las lenguas, la posibilidad de expresar el misterio, los dones para comprenderlo, la variedad y la eficacia de la comunicación, la acción interior que permite recibir la palabra y comprender el significado profundo de aquello que se comunica. Además, el Espíritu está presentado por la Revelación como principio de unidad y de comunicación dentro de la Iglesia, razón profunda de su comunión tanto visible como invisible .

El tema de la comunicación se presenta tan fuertemente vinculado al misterio de la Iglesia que algunos autores han querido ver una dependencia directa entre el modelo de comunicación elegido dentro de la Iglesia y la concepción o la estructura de la Iglesia que éste causaría, o que de todas formas sería interrelacionado con ésta . A un modelo de comunicación vertical y uni-direccional correspondería un modelo de Iglesia estructurada jerárquicamente, mientras que una Iglesia donde el principal modo de comunicación es horizontal y abierto, condicionado por los feedbacks que provienen de sus distintos componentes, daría origen a una Iglesia más disponible al reconocimiento de los carismas del Espíritu y más dócil a apoyar su acción. No es éste el lugar para profundizar tales modelos, pero parece lógico considerar que a la multiforme realidad de la Iglesia – donde una sola imagen no es suficiente para delinear el misterio en todos sus componentes, sino que es necesario acudir a una multiplicidad de imágenes y analogías – tenga que corresponder una pluralidad de modelos comunicativos, no necesariamente en conflicto, sino capaces de coexistir y ser integrados entre ellos.

Cada comunicación verdadera es seguramente fuente de unidad y de comunión. Dirigiendo nuevamente la mirada hacia la teología del Espíritu, aún se deducen importantes precisiones. La raíz de la comunión de la Iglesia no parece principalmente vinculada a la distribución ‘’horizontal’’ de los dones del Espíritu, sino a la ‘’incorporación a Cristo’’ que el Espíritu realiza en los creyentes. Se participa de un único Espíritu y nos reconocemos untados en orden a una única misión, porque éste es el Espíritu ‘’de Cristo’’. Los distintos componentes eclesiales no comunican mejor cuando participan de manera indiferenciada a las riquezas donadas por el Espíritu, sino cuando éstos se reconocen miembros de un único Cuerpo. Toda la acción del Espíritu está orientada a esta ‘’configuración-incorporación’’ del creyente a Cristo, que sigue siendo la causa principal de la communio eclesial. En una perspectiva eclesiológica-sacramental, esto se manifiesta en la relación entre celebración eucarística y unidad de la Iglesia.

Para que la comunicación sea eficaz, entonces, el Espíritu enseña que existe una dimensión interior subjetiva, que sólo El puede tocar, que no deriva de la instrumentalidad del proceso comunicativo, pero que debe ser recibida como don en un corazón dispuesto a recibir la palabra. Esta dinámica, cuya acción se presenta a todos obvia cuando el objeto de la comunicación tiene que ver con el misterio de Dios, ya que la palabra divina es una palabra ‘’interiorizada’’ por el Espíritu, podría no ser ajena a cada tipo de comunicación interpersonal. Para comprender quien comunica, de hecho, el corazón del interlocutor debe estar siempre dispuesto a recibir al otro como un don, debe manifestar la capacidad de abrirse a la excedencia de lo nuevo, de recibir algo como no deducible o no debido, superando así el confín de una comprensión meramente instrumental, atenta sólo a decodificar, interpretar o descifrar.

La perspectiva pneumático-eclesiológica vuelve entonces a presentarnos la relación entre commumicatio y communio, sugiriéndonos que una comunicación auténticamente humana, dirigida a un mundo de personas, debe tener el coraje de interrogarse también sobre la comunión que ésta favorece u obstacula, es decir sobre la modalidad de comunión compatible con aquél modelo de comunicación. Renunciar a la responsabilidad de cumplir también este último paso querría decir inclinarse hacia una concepción de la comunicación que ya no es capaz de servir al hombre, sino que tiende a sujetarlo.

VII. Evangelización y medios de comunicación.

Antes de concluir esta ponencia, y a la luz del panorama teológico esbozado anteriormente, surge espontáneo el preguntarse si una "teología de la comunicación" no pueda ofrecer también algunas sugerencias sobre los criterios de comunicabilidad del anuncio evangélico. ¿Puede lo peculiar de este anuncio ser vehiculada también en la sociedad de la era tecnológica y con los medios de comunicación que esta nos ofrece?

No debe olvidarse que desde los orígenes apostólicos ha existido siempre una cierta tensión entre la fuerza impetuosa del mensaje que la Iglesia debía entregar al mundo –"¡pobre de mí si no proclamo el evangelio!" (1 Co 9,16), afirmará Pablo- y la absoluta unicidad y especificidad del contenido por comunicar –una sabiduría escondida en el misterio, dirá aún Pablo, que solo el Espíritu puede revelar y hacer comprender (cf. 1 Co 2,7-10). Al mismo tiempo, la comunidad creyente ha mantenido la convicción de que esta tensión había sido ya "resuelta" por Dios mismo, en la economía de la Encarnación. Aunque si las modalidades de anuncio y de inculturación del Evangelio han conocido a lo largo de la historia manifestaciones muy distintas, el camino en realidad estaba ya abierto: asumiendo la naturaleza humana, la Palabra divina asumía también todas las capacidades de mediación corpórea y todas las formas de expresión. ¿ Puede este optimismo de base guiar también hoy las relaciones entre Evangelio y comunicación, especialmente la comunicación de masa?

Solo para comenzar, la oportunidad de una adecuada y cualificada presencia del mensaje cristiano en este nuevo contexto comunicativo es algo que no se discute. Tal presencia, ya sea a los fines de la evangelización como a los fines de la comunión eclesial, no responde primordialmente a la posibilidad o a la necesidad de llegar al mayor número de personas. En realidad están cambiando, es más ya han cambiando el "lugar" de la comunicación y el "modo" de comunicar. Por lo tanto, esta responde primordialmente a la necesidad de difundir el propio contenido de manera "perceptible, significativo y comprensible". La única "agorá" de la cual escuchan llegar hoy las voces es aquella de la ‘’aldea global" .

A nadie escapa, no obstante, la profunda diferencia que existe entre las características del mensaje evangélico-eclesial y aquellas de un mensaje mediático. El primero privilegia el contacto directo y la relación personal, mientras el segundo se presenta como un mensaje indirecto, a distancia; el primero necesita fidelidad y autenticidad en relación al propio contenido y se manifiesta con el carácter de gratuidad, el segundo en cambio se presta fácilmente a manipulaciones y debe caer en acuerdos con las leyes del mercado y de la ganancia. La credibilidad de un contenido como el evangélico es inseparable del testimonio y de la sinceridad del comunicador: aquello que se transmite en el anuncio cristiano no es una información, sino una situación vital, una experiencia que debe ser accesible y verificable. En los medios de comunicación el mensaje está propuesto generalmente a través de modelos y personajes "construidos": incluso cuando el comunicador quisiera transmitir con sinceridad una cierta dimensión vital, esta quedaría inevitablemente "mediada". La palabra evangélica interpela solicitando una respuesta personal, mientras los modernos mensajes "mediáticos", si bien presentan seguramente una dimensión interactiva, privilegian la "disponibilidad" del mensaje y la "flexibilidad" del medio en relación a la expectativa y a la evaluación de su repercusión.

Las características de la comunicación nos colocan entonces de frente a una verdadera "cultura medial" con complejas implicaciones morales y sociales, con leyes y estructuras propias. Basta pensar, por ejemplo, a la relación entre verdad, consenso y persuasión, así lúcidamente identificada por Habermas; o aquella entre las exigencias morales relacionadas al "tener que comunicar algo" y las exigencias de una utilidad económica que permita a la comunicación recibir espacio de audiencia. Son las implicaciones de la relación entre verdad y consenso que aparecen más bien delicadas, especialmente en el momento de comunicar un contenido contra-corriente como el evangélico: la eficacia de los modelos elegidos para la comunicación, de hecho, depende de la base de aceptación y del comportamiento social, que a su vez son inducidos por los mismos modelos.

¿De frente a estas severas limitaciones existen caminos por recorrer? Me limitaré a algunas breves consideraciones finales, de las cuales una "teología de la comunicación" podría quizás tomar inicio.

VIII. Observaciones conclusivas.

Las ciencias de la comunicación muestran hoy que el mensaje más eficaz y el más escuchado es el mensaje capaz de crear un contacto personal, donde el comunicador es accesible, tiene una personalidad no anónima, sabe suscitar experiencias reproducibles, se coloca al mismo nivel del destinatario, crea espacio para un feed-back inmediato, no transmite solo información, sino que, aunque con los límites del medio a disposición, se esfuerza por transmitir también su experiencia de vida. La comunicación entre personas parece predispuesta a favorecer este tipo de protocolos y, por esto, los reconoce mucho más significativos . Ahora bien, estos caracteres son justamente aquellos pedidos por el mensaje evangélico y eclesial; son aquellos, entonces, que más se acercan al modo con el cual debería ser transmitido un mensaje vital como el cristiano. Una primera conclusión es entonces que una "teología de los criterios de comunicabilidad" del misterio cristiano sería solicitada a estudiar qué quiere decir y cómo sería posible, en el contexto de los actuales medios de comunicación, "colocar a quién recibe la comunicación evangélica-eclesial en contacto sincero, vital, experiencial, con quién comunica, con quién evangeliza".

Una segunda observación conclusiva es que no es posible pensar en una evangelización "a través" de los medios de comunicación sin una evangelización "de los" medios de comunicación. Estos no son solo instrumentos técnicos, sino un conjunto estructurado de relaciones, leyes, implicaciones, concesiones que constituyen de hecho una "cultura medial" –no la cultura que vehículan, sino aquella que éstos, con su visión antropológica y su complejidad económico-social de hecho constituyen.

Estamos de frente, entonces, a un "problema de inculturación". En otras palabras, el uso de las ciencias de la comunicación por parte de la teología y de la Iglesia no puede ser instrumental, sino "cultural". Es necesario no solo evangelizar, sino también "inculturar la cultura de los medios". La cuestión sería no tanto la de encontrar o de crear "medios de comunicación cristianos", sino de crear una cultura cristiana en el mundo y en el lenguaje de los medios, entendida como un conjunto de relaciones, lenguajes, leyes y concepciones que sean en linea con una antropología cristiana . De acuerdo con la praxis propia de cada inculturación, la teología tendrá que realizar un discernimiento cristiano de aquellos mecanismos y de aquellas concepciones que ya regulan la cultura a la cual nos dirigimos, acompañándola de lo más original, único y sobre-cultural que el mensaje cristiano lleva en sí, más de una vez con medios e instrumentos propios. Al respecto, es evidente que el contacto personal, inmediato, será siempre un componente irrenunciable de cada comunicación evangélica .

Anclada en las referencias trinitaria y cristológica, una inculturación cristiana de los medios deberá obrarse para que aquello que se comunica tenga la razón del don, respete las exigencias de la gratuidad, de la verdad y de la libertad, sea corroborada por el testimonio, acepte el desafío del servicio . Esto podrá implicar sin duda denuncias proféticas y comportamientos contracorriente, porque la evangelización de los medios de comunicación contiene necesariamente, como hemos visto anteriormente, también un elemento de redención. Solo inspirada en la caridad y construida con la caridad, la comunicación humana puede participar de otra comunicación más alta, la "communicatio Sancti Spiritus" (2 Co 13,13), con la cual el apóstol expresa, concluyendo su segunda carta a los Corintios, el misterio de la intimidad entre la Iglesia y la comunión trinitaria.