CongreGAción
para el clero
Tema para la Jornada
Mundial de Oración
por la Santificación de
los Sacerdotes
(Jn 15, 15)
- 23 junio 2006 -
Solemnidad del S. Corazón
de Jesús
SANTA
MISA CRISMAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO
XVI
Basílica de San Pedro
Jueves santo 13 de abril de 2006
Queridos hermanos en el
episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea
sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de
su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los
sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el
don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de que, ante todo,
Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don, llegamos a
ser suyos: la creación vuelve al Creador. Del mismo modo también el
sacerdocio se ha transformado en algo nuevo: ya no es cuestión de
descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesucristo.
Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede
decir: "Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del
sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos
miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su
"yo": in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su
sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada
celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo
particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan
grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al
momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.
Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos
donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de
las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome:
"Tú me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo:
"Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de
mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te
encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis
manos y dame las tuyas".
Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es
el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La
mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad
de afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y
ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas.
Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo
para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino,
poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y,
por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él
y lo lleva a los hombres. Si las manos del hombre representan simbólicamente
sus facultades y, por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo,
entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la
creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos
necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de
asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de
lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en
función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor
que él.
Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el
Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en
la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva
realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a
sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el mundo ha sido creado.
Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos
vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.
En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo
fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume
todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros
discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su
invitación: "Sígueme". Tal vez al inicio lo seguimos con
vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro
camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de
Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos
ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de
nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás:
"Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).
Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos
dijo: "No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me
abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos
ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al
encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que
estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: "Señor, ¡sálvame!"
(Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las
aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces
miramos hacia él... y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo "peso
específico": la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia
arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos
a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él. Dejemos que su
mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de
la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más
fuerte que el odio. La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual
volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra
nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la
liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión: "Jamás
permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la comunión
con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico.
Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano...
El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese
gesto lo explicó con las palabras: "Ya no os llamo siervos, porque
el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,
15). Ya no os llamo siervos, sino amigos: en estas palabras se podría ver
incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos: nos
encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su
"yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza!
Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. Todos los signos esenciales de
la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra:
la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos
encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más
profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de
absolver: nos hace participar también en su conciencia de la miseria del
pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para
abrir la puerta de la casa del Padre. Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este
es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de
Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad
significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de
pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta
a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no
es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de
voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a
Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando
con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la
sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a
encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar,
delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de
la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y
llevar a la oración. Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas
ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a
solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el
monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se
desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal;
sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres. El simple
activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas
cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima
comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de
actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser
sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo
pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si
fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida
capaces de fecundar la tierra árida.
Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos
de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi,
aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez
del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser
hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples
siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él. La amistad
con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser
amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo;
en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada
Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el
sujeto vivo que abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a
menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado. En el presente
sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo sigue
siendo contemporáneo nuestro: en el cuerpo de su Iglesia.
Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez
más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un
dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y
sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo
un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él.
Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio
sacerdotal puede dar fruto.
Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el
sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras
oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espirituales. Son
las siguientes: "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir
que Jesús lo haga prestándole mi carne... Sólo seremos capaces de salvación
ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos
compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como
hizo Jesús".
Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo
pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.
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