CONCLUSIONES DEL ENCUENTRO
"SITUACIÓN Y PERSPECTIVAS
DE LA FAMILIA Y LA VIDA EN AMÉRICA"
Los
presidentes o delegados de las Conferencias episcopales de todo el continente
de América nos hemos reunido en la ciudad de Santo Domingo del 1 al 5 de
septiembre. Una vez escuchadas las ponencias de su eminencia el cardenal
Giovanni Battista Re, prefecto de la Congregación para los obispos, del señor
cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la
familia, del presidente del Celam, mons. Jorge Enrique Jiménez, y teniendo en
cuenta los informes de las Conferencias episcopales de América y un detallado
estudio sobre las legislaciones en los diversos Parlamentos, ofrecemos las
presentes conclusiones para orientar y fortalecer la pastoral familiar de
nuestros países. Estas conclusiones suponen el texto de la Declaración de
Santo Domingo,
que se entregará a los jefes de Estado, Parlamentos, etc.
Al iniciar el tercer milenio, las crisis económicas, sociales y políticas que
afectan a nuestros países ocupan las primeras páginas de los medios de
comunicación social y expresan las angustias y la incertidumbre de millones de
familias. Esta dolorosa situación puede conducir al olvido de otra crisis más
grave, que en silencio penetra las mentes e incide en la misma esencia del
matrimonio y de la familia, creando una perniciosa pseudo-cultura. Nos
referimos a una crisis moral que afecta a esa célula básica de la sociedad que
es la familia.
Los gobiernos y los organismos financieros internacionales buscan fórmulas para
superar la crisis económica. Con mayor razón, la Iglesia tiene el hermoso y
difícil desafío de inspirar una cultura de la vida y de la familia, trabajando
así por la regeneración moral de la sociedad. El camino es muy difícil, pero la
Iglesia cuenta con la riqueza del Evangelio y con la fuerza del Espíritu,
presente como alma de la Iglesia y que actúa en el interior de cada persona y
de cada nación, en la variedad de las culturas de nuestros pueblos.
Una realidad que interpela a los pastores
No hay valor más querido de nuestros pueblos que la familia. La gran mayoría de
los jóvenes y de los adultos, como muestran diferentes encuestas, quieren gozar
de una familia estable y rica en valores, de un hogar colmado de confianza, de
comprensión y de apoyo mutuo: de una familia bendecida por
Dios.
Sin embargo, es muy grande el número de niños que nacen fuera del matrimonio,
de uniones que nunca se afianzan, de novios que no contraen el sacramento; son
muy frecuentes las tensiones en los hogares; los niños son víctimas del
abandono o de malos tratos, con olvido de sus derechos, de diversos modos
conculcados. Cada vez se vuelven más frecuentes las rupturas conyugales. El
término "pareja", que asume una significación ambigua, tiende a
sustituir al de "matrimonio". La donación humana, total, fiel,
exclusiva y fecunda (Humanae vitae, 9), se sustituye por un compromiso ad tempus
caprichoso, en donde el compromiso serio, permanente, se vuelve relativo,
marginal y cambiante. El egoísmo reemplaza al amor y el individualismo a la
solidaridad.
Las situaciones de extrema pobreza, las migraciones del campo a las grandes
ciudades, y la de nuestros países al extranjero, agudizan los problemas, ya que
conducen a un aumento de las familias incompletas y agravan la situación de
pobreza.
Antes, las crisis eran intrafamiliares. Hoy comprobamos una fría concertación
anti-vida y anti-familia, que pretende desmontar la institución estable del
matrimonio como si fuera algo perjudicial para la realización personal y para
la libertad. Así se perturba la comprensión que tiene el hombre de sí mismo, de
su modo de ser, de amar y de relacionarse con los demás. Los seres humanos que
carecen de una adecuada experiencia familiar sufren a menudo de una razón no
lúcida, sino invadida de confusión, una voluntad debilitada y una afectividad
capturada por nuevos ídolos. No es, pues, extraña una aguda confusión moral que
se manifiesta en el relativismo y la ambigüedad del lenguaje.
En esta nueva coyuntura, los Parlamentos de varios países pretenden olvidar y
cambiar la naturaleza del matrimonio y legislar sobre la familia, poniendo en
peligro la misma identidad de la institución natural familiar con el recurso a
un plural -"las familias"-, en donde cabe todo y se pierde la comprensión,
la identidad y la existencia del modelo de familia querido por Dios (Gn 1,
27; 2, 24; Mt 19, 4-9). Sin medir las consecuencias, se vuelven
frecuentes las "Recomendaciones" del Parlamento europeo contra la
familia y la vida, que pueden tener también impacto en nuestros Parlamentos.
Hay interpretaciones que, en algunos organismos de las Naciones Unidas,
relativizan y dificultan la misión integral de la familia. Colaboran en esta
hostilidad no pocos medios de comunicación. Aumentan las causas de divorcio, quitándole
toda estabilidad y espesor al contrato conyugal. Equiparan las uniones de hecho
al matrimonio pues, al menos implícitamente, lo presentan como alternativa. Y
en lo que se refiere a la vida, legislan con una mentalidad positivista y
pragmática; recurren a despenalizar el aborto como primera etapa que, después,
buscará abrir nuevas puertas, aumentando las causas, los tiempos, etc.
Numerosos gobiernos propagan ampliamente las esterilizaciones masivas no
terapéuticas y, en algunos casos, también la eutanasia.
En las últimas décadas se han acuñado términos ambiguos, hoy muy abundantes,
tales como "género", "derechos sexuales", "derechos
reproductivos", derecho al "niño deseado", etc., que se usan
para defender y legalizar lo indefendible.
El secularismo, el alejamiento y el olvido de Dios, así como el "derecho a
decidir" ("pro-choice"), proclaman la exclusividad de las
realidades terrenas, negando toda trascendencia y toda realidad sobrenatural en
una aproximación superficial, desacralizando la totalidad de la vida humana. A
este respecto, afirma Juan Pablo II: "A menudo el
hombre vive como si Dios no existiera, e incluso se pone en el lugar de Dios.
Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida
humana. Quiere decidir, mediante manipulaciones genéticas, la vida del hombre y
determinar el límite de la muerte. Rechazando las leyes divinas y los
principios morales, atenta abiertamente contra la familia. De varios modos
intenta silenciar la voz de Dios en el corazón de los hombres; quiere hacer de
Dios el gran ausente en la cultura y en la conciencia de los pueblos. El
misterio de iniquidad sigue caracterizando la realidad del mundo"
(Homilía en Cracovia, 18 de agosto de 2002, n. 3: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 6).
Es justo destacar que surgen cada vez más movimientos pro-vida y pro-familia
más fuertes y organizados. Se forman cada vez más matrimonios y familias
comprometidas con Cristo y su Evangelio en parroquias, movimientos y escuelas
católicas. Aumenta el número de jóvenes y de familias que desean vivir los
principios de la fe y la moral, que inspiran y animan a vivir en su plenitud el
sacramento del matrimonio y la institución familiar. Esta esperanzadora
realidad está iluminada por el claro magisterio del Papa y de los obispos, así
como por las orientaciones pastorales de las Conferencias episcopales y la
permanente actividad del Consejo pontificio para la familia, y del Celam. La
nueva evangelización del continente es una gracia del Señor de la vida que
anima nuestra esperanza.
Amenazas contra la vida
No asistimos tan sólo a una lucha por la existencia de la familia:
afrontamos también graves amenazas contra la vida. Precisamente en la familia,
la vida es recibida con gozo como un don de Dios, es amada, respetada,
protegida, y despierta la generosa solidaridad de los padres y los hermanos. No
es de extrañar, entonces, que las fuerzas que van destruyéndola como santuario
de la vida y que arrebatan su valor sagrado a la maternidad, se vuelquen contra
la vida indefensa -y con el uso arbitrario de la "calidad de vida",
en una interpretación reductora, la vida se vuelve "enemiga",
"inservible", la vida que se extingue- y también contra toda vida que
exija renunciar al egoísmo y al afán desmedido de bienestar, placer y poder.
Con razón se ha descrito el siglo XX como aquel en que se logró formular la Declaración
de derechos humanos, paso decisivo para asegurar la paz mundial y que ha
permitido defender con pasión la dignidad humana y el derecho universal y
fundamental a la vida (art. 3). Sin embargo, no hay otro siglo que haya
desencadenado tantas guerras, ni desarrollado peores armas y fármacos de
exterminio, ni recurrido de modo generalizado a la violencia, ni dado muerte a
tal número de seres humanos como en la masacre del aborto, como nunca antes
había ocurrido, en una tal magnitud, en la historia de la humanidad.
En el siglo del secularismo se ha prescindido del valor sagrado de la vida y el
hombre se ha declarado dueño absoluto de la existencia. Se ha querido eclipsar
la paternidad de Dios sobre la vida humana y, con ello, las leyes y los caminos
dados por él, que conducen a la vida y a la felicidad. El misterio de la
iniquidad ha marcado la vida de los pueblos, revirtiendo el anhelo de la
humanidad de tener una cultura favorable a la vida, en pro de una civilización
donde crece la violencia y la muerte en las diversas formas de atentados, las
guerras, el aborto y la eutanasia.
Compartimos las esperanzas de millones de jóvenes y adultos que anhelan una
sociedad respetuosa de la familia y la vida, justa y solidaria, que tienda su
mano hacia el prójimo, no para perjudicarle o incluso darle muerte, sino para
ayudarlo, sobre todo cuando es indefenso, débil, anciano o enfermo.
Por eso, nunca podremos estar de acuerdo con ninguna forma de aborto, ni con
las maneras inicuas, sutiles y perversas de globalizar su práctica, que
destruye vidas y degrada los espíritus. Hay que detener la mundialización de la
droga y de otras adicciones, que son otras tantas maneras de muerte lenta.
Tenemos que llamar a la solidaridad a quienes crean o permiten condiciones de vida
que precipitan en la desesperación y la angustia, así como promueven estilos
inhumanos de vida. Denunciamos enérgicamente el tráfico de personas y de
órganos, que causa víctimas inocentes. Rechazamos completamente la indigna
imposición de fronteras e ideologías mediante el terrorismo y la guerra.
Reflexión
Los tiempos son especialmente propicios para la proclamación del Evangelio de
la vida y de la familia, del que el mundo tiene hoy tanta necesidad. Nuestras
sociedades son cada vez más complejas y conflictivas, con una creciente crisis
de los valores de la familia y de la vida. En esta difícil situación, la
palabra de Dios nos ilumina y nos invita a la solidaridad, dándonos certeza y
esperanza.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, pero no quiso que estuviera solo.
Le dio por compañera a la mujer, en todo semejante a él. Así constituyó la
familia a imagen del Dios que es amor, uno y trino. Llegada la plenitud de los
tiempos, Jesús elevó a la dignidad de sacramento la unión del varón y la mujer
con todas sus propiedades, entre las cuales la indisolubilidad (cf. Mt 19,
8). "Lo que Dios ha unido" (Mt 19, 6) no puede ser separado por poder
humano alguno, ya que la unión conyugal hace presente en la sociedad el amor
fiel de Cristo a la Iglesia.
Hay en la Biblia diversos signos del lugar de la familia en el designio amoroso
de Dios por los hombres. Así, tras el diluvio, viendo Dios que la maldad cundía
en el mundo, la esperanza de la humanidad y el amor de Dios se concentran de
nuevo en una familia, la de Noé.
En la etapa actual de la historia, el materialismo y el hedonismo, a manera de
nuevo diluvio, se propagan por la tierra amenazando con arrasar los valores del
espíritu y pretendiendo sofocar la esperanza de salvación, que se expresa de
modo singular en los valores y la santidad de la familia.
De la misma manera que hace un siglo la Iglesia defendió con valentía los
derechos de los trabajadores oprimidos, tenemos ahora el deber de
proclamar con la misma energía el Evangelio de la vida y de la familia,
defendiendo estos derechos fundamentales, según el plan de Dios: "Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos" (Mt 19, 17).
Recomendaciones
La familia y la vida humana, sobre todo cuando es más débil e indefensa,
interpelan a la Iglesia a prestar su voz a los que no la tienen. En esto los
obispos debemos estar en primera línea, y con nosotros nuestros colaboradores
más cercanos, sobre todo los sacerdotes y las mismas familias.
El servicio a la familia y a la vida pertenece a las tareas esenciales del
obispo. La pastoral familiar y la defensa de la vida constituyen un elemento
central de la pastoral, como dimensión transversal que está presente en una
pastoral orgánica de toda la pastoral diocesana y nacional. Esto exige una
formación adecuada para el servicio de la familia y de la vida en los
seminarios y en las jornadas de agentes pastorales. La adecuada preparación de
los agentes de la pastoral es una exigencia prioritaria. También requiere
especial dedicación e interés, atención, tiempo, personas y recursos.
A todo esto los pastores y agentes de pastoral hemos de dar prioridad por el
bien de nuestras comunidades eclesiales, de modo que la pastoral de la familia
y la vida se haga palpable y real en las estructuras diocesanas. "El
primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo. Como
padre y pastor, debe prestar particular solicitud a este sector, sin duda
prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar interés, atención, tiempo,
personas, recursos y, sobre todo, apoyo personal a las familias y a cuantos, en
las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la pastoral de la familia.
Procurará particularmente que la propia diócesis sea cada vez más una verdadera
familia diocesana, modelo y fuente de esperanza para tantas familias que
a ella pertenecen" (Familiaris
consortio,
73).
Es necesario que las Conferencias episcopales cuenten con estructuras que
permitan velar y seguir estas realidades de nuestros pueblos, en el campo
cultural, político y legislativo, así como en el campo de las comunicaciones,
contando con personas competentes que conformen un equipo asesor multidisciplinar
con ascendiente en la Iglesia y en la sociedad. Además, tenemos el deber de
ofrecer a los constructores de la sociedad el apoyo doctrinal y humano que
necesitan para su abnegado servicio al bien integral de las familias.
En esta importante tarea, el obispo debe ser maestro y custodio de la fe; ha de
intervenir oportunamente y con autoridad frente a los errores y las
concepciones contrarias a la ley de Dios o que desvían del plan divino sobre el
matrimonio y la vida humana. Esta tarea de vigilancia le compete a él
personalmente, porque dichos extravíos amenazan la verdad, ponen en peligro la
libertad y cuanto es "humano", es decir, el mismo presente y el
futuro del hombre y de la mujer. De lo contrario, el rostro de la sociedad,
sedienta de dignidad y humanidad, será profundamente herido y desfigurado.
Es tarea profética del obispo buscar una convergencia entre lo que atañe a la
dignidad de la persona y al bien de la familia. Así, debe invitar a las
familias y a la juventud a no plegarse al conformismo cultural dominante, a no
dejarse vencer por una mentalidad divorcista, por una actitud egoísta y
prepotente, y tampoco por la indiferencia ante los más pobres, indefensos y
afligidos. Con los jóvenes y las familias que viven su alianza con el Señor,
hemos de ser "centinelas de la mañana", dando valientemente
testimonio del amor de Dios contra corriente, anunciando de forma incansable el
Evangelio de la vida, esperanza y norma de nuestra existencia.
Es preciso alentar a nuestros organismos de educación para que ofrezcan
jornadas que preparen a vivir el amor esponsal y paternal, proponiendo modelos
de santidad conyugal. Hay una cadena formidable de testimonios de esposos
fieles, santos. Varios son, con gozo, reconocidos por la Iglesia, tales como el
matrimonio italiano Beltrame Quatrocchi. Será un estímulo y fuerte atractivo
ver cómo matrimonios santos reciben el honor de los altares. Asimismo, las
escuelas católicas deben educar a los jóvenes para el verdadero sentido de la
alianza matrimonial y para la fidelidad en ella.
Es de desear que el Consejo pontificio para la familia pueda contar con una
comisión jurídica capaz de asesorar adecuadamente en materia de políticas
familiares, proyectos legislativos familiares, y en legislación sobre la vida
(como en este Encuentro), de manera que se facilite el servicio de las
Conferencias episcopales a la misión de los legisladores en los respectivos
países.
Pedimos también al Celam que pueda contar con un equipo capaz de brindar
servicios análogos. Es algo que deben tener también las
Conferencias episcopales, y más en este tiempo tan decisivo.
Debemos implorar intensamente al Señor para que él construya la casa familiar
en nuestros países. Para ello proponemos que las parroquias promuevan campañas
de oración, particularmente el rosario en familia, de modo que la santísima
Virgen inspire nuestro amor humano y este sea conforme al plan original del
Creador.
Es necesario intensificar las estrategias e iniciativas pastorales sin
desalentarnos por nuestra pobreza de medios, pues más eficaz es la confianza en
Dios, en la fuerza del Espíritu y en el poder de la oración. Según san Juan,
"lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe" (1
Jn 5, 4).
En resumen, exhortamos a todos los cristianos, a nivel personal, familiar,
social y eclesial, a acoger la invitación evangélica que nos hace el Papa a
"remar mar adentro", al encuentro con Jesucristo vivo, y echar las
redes en la pastoral familiar para "dejar a Dios ser Dios en nuestras
vidas".