EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
SACRAMENTUM
CARITATIS
DEL SANTO PADRE
BENEDICTO
XVI
AL EPISCOPADO, AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA EUCARISTÍA
FUENTE Y CULMEN DE LA VIDA
Y DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA
1.Sacramento de la caridad,[1]
la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos
el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se
manifiesta el amor « más grande », aquel que impulsa a « dar la vida por los
propios amigos » (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús « los amó hasta el
extremo » (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el
gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz,
ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el
Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos « hasta el extremo », hasta el don
de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el corazón de los
Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué
admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!
Alimento de la verdad
2. En el Sacramento del altar, el Señor viene al
encuentro del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,27),
acompañándole en su camino. En efecto, en este Sacramento el Señor se hace
comida para el hombre hambriento de verdad y libertad. Puesto que sólo la
verdad nos hace auténticamente libres (cf. Jn 8,36), Cristo se convierte
para nosotros en alimento de la Verdad. San Agustín, con un penetrante
conocimiento de la realidad humana, puso de relieve cómo el hombre se mueve espontáneamente,
y no por coacción, cuando se encuentra ante algo que lo atrae y le despierta el
deseo. Así pues, al preguntarse sobre lo que puede mover al hombre por encima
de todo y en lo más íntimo, el santo obispo exclama: « ¿Ama algo el alma con más
ardor que la verdad? ».[2]
En efecto, todo hombre lleva en sí mismo el deseo indeleble de la verdad última
y definitiva. Por eso, el Señor Jesús, « el camino, la verdad y la vida » (Jn
14,6), se dirige al corazón anhelante del hombre, que se siente peregrino y
sediento, al corazón que suspira por la fuente de la vida, al corazón que
mendiga la Verdad. En efecto, Jesucristo es la Verdad en Persona, que atrae el
mundo hacia sí. « Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin él
pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad
se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad
se reencuentra ».[3]
En particular, Jesús nos enseña en el sacramento de la Eucaristía la verdad
del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la verdad evangélica que
interesa a cada hombre y a todo el hombre. Por eso la Iglesia, cuyo centro
vital es la Eucaristía, se compromete constantemente a anunciar a todos, « a
tiempo y a destiempo » (2 Tm 4,2) que Dios es amor.[4]
Precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad, la
Iglesia se dirige al hombre, invitándolo a acoger libremente el don de Dios.
Desarrollo del rito eucarístico
3. Al observar la historia bimilenaria de la
Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos
llenos de gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las
formas rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación.
Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen aún en
los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión del rito
romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y del Misal de san
Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en
cada etapa de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, como
fuente y culmen de su vida y misión, resplandece en el rito litúrgico con toda
su riqueza multiforme. La XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos, celebrada del 2 al 23 de octubre de 2005 en el Vaticano, ha
manifestado un profundo agradecimiento a Dios por esta historia, reconociendo
en ella la guía del Espíritu Santo. En particular, los Padres sinodales han
constatado y reafirmado el influjo benéfico que ha tenido para la vida de la
Iglesia la reforma litúrgica puesta en marcha a partir del Concilio Ecuménico
Vaticano II.[5]
El Sínodo de los Obispos ha tenido la posibilidad de valorar cómo ha sido su
recepción después de la cumbre conciliar. Los juicios positivos han sido muy
numerosos. Se han constatado también las dificultades y algunos abusos cometidos,
pero que no oscurecen el valor y la validez de la renovación litúrgica, la cual
tiene aún riquezas no descubiertas del todo. En concreto, se trata de leer los
cambios indicados por el Concilio dentro de la unidad que caracteriza el
desarrollo histórico del rito mismo, sin introducir rupturas artificiosas.[6]
Sínodo de los Obispos y Año de la Eucaristía
4. Además, se ha de poner de relieve la relación
del reciente Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía con lo ocurrido en los
últimos años en la vida de la Iglesia. Ante todo, hemos de pensar en el Gran
Jubileo de 2000, con el cual mi querido Predecesor, el Siervo de Dios Juan
Pablo II, ha introducido la Iglesia en el tercer milenio cristiano. El Año
Jubilar se ha caracterizado indudablemente por un fuerte sentido eucarístico.
No se puede olvidar que el Sínodo de los Obispos ha estado precedido, y en
cierto sentido también preparado, por el Año de la Eucaristía, establecido con
gran amplitud de miras por Juan Pablo II para toda la Iglesia. Dicho Año,
iniciado con el Congreso Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), en
octubre de 2004, se concluyó el 23 de octubre de 2005, al final de la XI
Asamblea Sinodal, con la canonización de cinco Beatos que se han distinguido
especialmente por la piedad eucarística: el Obispo Józef Bilczewski, los
presbíteros Cayetano Catanoso, Segismundo Gorazdowski, Alberto Hurtado Cruchaga
y el religioso capuchino Félix de Nicosia. Gracias a las enseñanzas expuestas
por Juan Pablo II en la Carta apostólica Mane nobiscum Domine,[7]
y a las valiosas sugerencias de la Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos,[8]
las diócesis y las diversas entidades eclesiales han emprendido numerosas
iniciativas para despertar y acrecentar en los creyentes la fe eucarística,
para mejorar la dignidad de las celebraciones y promover la adoración
eucarística, así como para animar una solidaridad efectiva que, partiendo de la
Eucaristía, llegara a los pobres. Finalmente, es necesario mencionar la
importancia de la última Encíclica de mi venerado Predecesor, Ecclesia
de Eucharistia,[9]
con la que nos ha dejado una segura referencia magisterial sobre la doctrina
eucarística y un último testimonio del lugar central que este divino Sacramento
tenía en su vida.
Objeto de la presente Exhortación
5. Esta Exhortación apostólica postsinodal se
propone retomar la riqueza multiforme de reflexiones y propuestas surgidas en
la reciente Asamblea General del Sínodo de los Obispos —desde los Lineamenta
hasta las Propositiones, incluyendo el Instrumentum laboris,
las Relationes ante et post disceptationem, las intervenciones de los
Padres sinodales, de los auditores y de los hermanos delegados—, con la
intención de explicitar algunas líneas fundamentales de acción orientadas a
suscitar en la Iglesia nuevo impulso y fervor por la Eucaristía. Consciente del
vasto patrimonio doctrinal y disciplinar acumulado a través de los siglos sobre
este Sacramento,[10]
en el presente documento deseo sobre todo recomendar, teniendo en cuenta el
voto de los Padres sinodales,[11]
que el pueblo cristiano profundice en la relación entre el Misterio
eucarístico, el acto litúrgico y el nuevo culto espiritual
que se deriva de la Eucaristía como sacramento de la caridad. En esta
perspectiva, deseo relacionar la presente Exhortación con mi primera Carta
encíclica Deus caritas est, en la que he hablado
varias veces del sacramento de la Eucaristía para subrayar su relación con el
amor cristiano, tanto respecto a Dios como al prójimo: « el Dios encarnado nos
atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se haya
convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de
Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros ».[12]
PRIMERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CREER
«Éste es el trabajo que Dios quiere:
que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6,29)
La fe eucarística de la Iglesia
6. « Este es el Misterio de la fe ». Con
esta expresión, pronunciada inmediatamente después de las palabras de la
consagración, el sacerdote proclama el misterio celebrado y manifiesta su
admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la
sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana. En
efecto, la Eucaristía es « misterio de la fe » por excelencia: « es el
compendio y la suma de nuestra fe ».[13]
La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística y se alimenta de modo
particular en la mesa de la Eucaristía. La fe y los sacramentos son dos
aspectos complementarios de la vida eclesial. La fe que suscita el anuncio de
la Palabra de Dios se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor
resucitado que se produce en los sacramentos: « La fe se expresa en el rito y
el rito refuerza y fortalece la fe ».[14]
Por eso, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial;
« gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo ».[15]
Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda
es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la
misión que Cristo ha confiado a sus discípulos. La historia misma de la Iglesia
es testigo de ello. Toda gran reforma está vinculada de algún modo al
redescubrimiento de la fe en la presencia eucarística del Señor en medio de su
pueblo.
Santísima Trinidad y Eucaristía
El pan que baja del cielo
7. La primera realidad de la fe eucarística es el
misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo
encontramos una expresión iluminadora a este respecto: « Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que
creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él » (Jn
3,16-17). Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios. En la
Eucaristía, Jesús no da « algo », sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama
su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este
amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros. En el
Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la
multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus
interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: « Es mi
Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que
baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,32-33); y llega a
identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: « Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo » (Jn
6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a
los hombres.
Don gratuito de la Santísima Trinidad
8. En la Eucaristía se revela el designio de amor
que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef 1,10; 3,8-11). En
ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8),
se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya
apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20;
1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en
la forma del Sacramento. Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir
en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7). Pero es en
Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da
sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes
de la intimidad divina.[16]
Jesucristo, pues, « que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios
como sacrificio sin mancha » (Hb 9,14), nos comunica la misma vida
divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se
debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La
Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El « misterio de
la fe » es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos
llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san
Agustín: « Ves la Trinidad si ves el amor ».[17]
Eucaristía: Jesús,
el verdadero Cordero inmolado
La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero
9. La misión para la que Jesús vino a nosotros
llega a su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde
atrae todo hacia sí (cf. Jn 12,32), antes de « entregar el espíritu »
dice: « Todo está cumplido » (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia
hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), se ha cumplido la
nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han
encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y
válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por
todas por el Hijo de Dios (cf. Hb 7,27; 1 Jn 2,2; 4,10). Como he
tenido ya oportunidad de decir: « En su muerte en la cruz se realiza ese
ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y
salvarlo: esto es el amor en su forma más radical ».[18]
En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del
mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la
« nueva y eterna alianza », estipulada en su sangre derramada (cf. Mt
26,28; Mc 14,24; Lc 22,20). Esta meta última de su misión era ya
bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas
del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: « Éste es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo » (Jn 1,19). Es significativo
que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la
invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: « Éste es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del
Señor ». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido
espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva
y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos
propone de nuevo en cada celebración.[19]
Institución de la Eucaristía
10. De este modo llegamos a reflexionar sobre la
institución de la Eucaristía en la última Cena. Sucedió en el contexto de una
cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo
de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual,
relacionada con la inmolación de los corderos (Ex 12,1- 28.43-51), era
conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es
decir, anuncio de una liberación futura. En efecto, el pueblo había
experimentado que aquella liberación no había sido definitiva, puesto que su historia
estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de
la antigua liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una
salvación más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en
el cual Jesús introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza, la
Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes acontecimientos de la
historia pasada, sino también por la propia « exaltación ». Al instituir el
sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz
y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el
verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la
creación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf.
1,18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido
salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor
renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la
Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha
transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del
mal para la humanidad.
Figura transit in veritatem
11. De este modo Jesús inserta su novum radical
dentro de la antigua cena sacrificial judía. Para nosotros los cristianos, ya
no es necesario repetir aquella cena. Como dicen con precisión los Padres,
figura transit in veritatem: lo que anunciaba realidades futuras, ahora ha
dado paso a la verdad misma. El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido
superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado. El
alimento de la verdad, Cristo inmolado por nosotros, dat... figuris terminum.[20]
Con el mandato « Haced esto en conmemoración mía » (cf. Lc 22,19;
1 Co 11,25), nos pide corresponder a su don y representarlo
sacramentalmente. Por tanto, el Señor expresa con estas palabras, por decirlo
así, la esperanza de que su Iglesia, nacida de su sacrificio, acoja este don,
desarrollando bajo la guía del Espíritu Santo la forma litúrgica del
Sacramento. En efecto, el memorial de su total entrega no consiste en la simple
repetición de la última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en
la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea
de participar en su « hora ». « La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo
de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino
que nos implicamos en la dinámica de su entrega ».[21])
Él « nos atrae hacia sí ».[22]
La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre
introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de «
fisión nuclear », por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se
produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de
transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del
mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Co
15,28).
El Espíritu Santo y la Eucaristía
Jesús y el Espíritu Santo
12. Con su palabra, y con el pan y el vino, el
Señor mismo nos ha ofrecido los elementos esenciales del culto nuevo. La
Iglesia, su Esposa, está llamada a celebrar día tras día el banquete
eucarístico en conmemoración suya. Introduce así el sacrificio redentor de su
Esposo en la historia de los hombres y lo hace presente sacramentalmente en
todas las culturas. Este gran misterio se celebra en las formas litúrgicas que
la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, desarrolla en el tiempo y en los
diversos lugares.[23]
A este propósito es necesario despertar en nosotros la conciencia del papel
decisivo que desempeña el Espíritu Santo en el desarrollo de la forma litúrgica
y en la profundización de los divinos misterios. El Paráclito, primer don para
los creyentes,[24]
que actúa ya en la creación (cf. Gn 1,2), está plenamente presente en
toda la vida del Verbo encarnado; en efecto, Jesucristo fue concebido por la
Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1,18; Lc 1,35);
al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en
forma de paloma (cf. Mt 3,16 y par.); en este mismo Espíritu actúa,
habla y se llena de gozo (cf. Lc 10,21), y por Él se ofrece a sí mismo
(cf. Hb 9,14). En los llamados « discursos de despedida » recopilados
por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el
misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf. Jn 16,7). Una
vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el
Espíritu (cf. Jn 20,22), haciendo a los suyos partícipes de su propia
misión (cf. Jn 20,21). Será el Espíritu quien enseñe después a los
discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf.
Jn 14,26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn
15,26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13). En el relato
de los Hechos, el Espíritu desciende sobre los Apóstoles reunidos en
oración con María el día de Pentecostés (cf. 2,1-4), y los anima a la misión de
anunciar a todos los pueblos la buena noticia. Por tanto, Cristo mismo, en
virtud de la acción del Espíritu, está presente y operante en su Iglesia, desde
su centro vital que es la Eucaristía.
Espíritu Santo y Celebración eucarística
13. En este horizonte se comprende el papel
decisivo del Espíritu Santo en la Celebración eucarística y, en particular, en
lo que se refiere a la transustanciación. Todo ello está bien documentado en
los Padres de la Iglesia. San Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis, recuerda
que nosotros « invocamos a Dios misericordioso para que mande su Santo Espíritu
sobre las ofrendas que están ante nosotros, para que Él convierta el pan en
cuerpo de Cristo y el vino en sangre de Cristo. Lo que toca el Espíritu Santo
es santificado y transformado totalmente ».[25]
También san Juan Crisóstomo hace notar que el sacerdote invoca el Espíritu
Santo cuando celebra el Sacrificio[26]:
como Elías —dice—, el ministro invoca el Espíritu Santo para que, «
descendiendo la gracia sobre la víctima, se enciendan por ella las almas de
todos ».[27]
Es muy necesario para la vida espiritual de los fieles que tomen más clara
conciencia de la riqueza de la anáfora: junto con las palabras pronunciadas por
Cristo en la última Cena, contiene la epíclesis, como invocación al Padre para
que haga descender el don del Espíritu a fin de que el pan y el vino se
conviertan en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y para que « toda la
comunidad sea cada vez más cuerpo de Cristo ».[28]
El Espíritu, que invoca el celebrante sobre los dones del pan y el vino puestos
sobre el altar, es el mismo que reúne a los fieles « en un sólo cuerpo »,
haciendo de ellos una oferta espiritual agradable al Padre.[29]
Eucaristía, principio causal de la Iglesia
14. Por el Sacramento eucarístico Jesús incorpora
a los fieles a su propia « hora »; de este modo nos muestra la unión que ha
querido establecer entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia. En
efecto, Cristo mismo, en el sacrificio de la cruz, ha engendrado a la Iglesia
como su esposa y su cuerpo. Los Padres de la Iglesia han meditado mucho sobre
la relación entre el origen de Eva del costado de Adán mientras dormía (cf. Gn
2,21-23) y de la nueva Eva, la Iglesia, del costado abierto de Cristo, sumido
en el sueño de la muerte: del costado traspasado, dice Juan, salió sangre y
agua (cf. Jn 19,34), símbolo de los sacramentos.[30]
Contemplar « al que atravesaron » (Jn 19,37) nos lleva a considerar la
unión causal entre el sacrificio de Cristo, la Eucaristía y la Iglesia. En
efecto, la Iglesia « vive de la Eucaristía ».[31]
Ya que en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, se tiene que
reconocer ante todo que « hay un influjo causal de la Eucaristía en los
orígenes mismos de la Iglesia ».[32]
La Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su
cuerpo. Por tanto, en la sugestiva correlación entre la Eucaristía que edifica
la Iglesia y la Iglesia que hace a su vez la Eucaristía,[33]
la primera afirmación expresa la causa primaria: la Iglesia puede celebrar y
adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el
mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz. La
posibilidad que tiene la Iglesia de « hacer » la Eucaristía tiene su raíz en la
donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un
aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: « Él nos ha amado primero » (1Jn
4,19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don
de Cristo. En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la
Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica sino también ontológica del
habernos « amado primero ». Él es quien eternamente nos ama primero.
Eucaristía y comunión eclesial
15. La Eucaristía es, pues, constitutiva del ser y
del actuar de la Iglesia. Por eso la antigüedad cristiana designó con las
mismas palabras Corpus Christi el Cuerpo nacido de la Virgen María, el
Cuerpo eucarístico y el Cuerpo eclesial de Cristo.[34]
Este dato, muy presente en la tradición, ayuda a aumentar en nosotros la
conciencia de que no se puede separar a Cristo de la Iglesia. El Señor Jesús,
ofreciéndose a sí mismo en sacrificio por nosotros, anunció eficazmente en su
donación el misterio de la Iglesia. Es significativo que en la segunda plegaria
eucarística, al invocar al Paráclito, se formule de este modo la oración por la
unidad de la Iglesia: « que el Espíritu Santo congregue en la unidad a
cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo ». Este pasaje permite
comprender bien que la res del Sacramento eucarístico incluye la unidad
de los fieles en la comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las
raíces de la Iglesia como misterio de comunión.[35]
Ya en su Encíclica Ecclesia
de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la
atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial
de Cristo como la « suprema manifestación sacramental de la comunión en la
Iglesia ».[36]
La unidad de la comunión eclesial se revela concretamente en las comunidades
cristianas y se renueva en el acto eucarístico que las une y las diferencia en
Iglesias particulares, « in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia
catholica exsistit ».[37]
Precisamente la realidad de la única Eucaristía que se celebra en cada diócesis
en torno al propio Obispo nos permite comprender cómo las mismas Iglesias
particulares subsisten in y ex Ecclesia. En efecto, « la unicidad
e indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su
Cuerpo místico, que es la Iglesia una e indivisible. Desde el centro
eucarístico surge la necesaria apertura de cada comunidad celebrante, de cada
Iglesia particular: del dejarse atraer por los brazos abiertos del Señor se
sigue la inserción en su Cuerpo, único e indiviso ».[38]
Por este motivo, en la celebración de la Eucaristía cada fiel se encuentra en
su Iglesia, es decir, en la Iglesia de Cristo. En esta perspectiva
eucarística, comprendida adecuadamente, la comunión eclesial se revela una
realidad católica por su propia naturaleza.[39]
Subrayar esta raíz eucarística de la comunión eclesial puede contribuir también
eficazmente al diálogo ecuménico con las Iglesias y con las Comunidades
eclesiales que no están en plena comunión con la Sede de Pedro. En efecto, la
Eucaristía establece objetivamente un fuerte vínculo de unidad entre la Iglesia
católica y las Iglesias ortodoxas que han conservado la auténtica e íntegra
naturaleza del misterio de la Eucaristía. Al mismo tiempo, el relieve dado al
carácter eclesial de la Eucaristía puede convertirse también en elemento
privilegiado en el diálogo con las Comunidades nacidas de la Reforma.[40]
Sacramentalidad de la Iglesia
16. El Concilio Vaticano II recordó que « los
demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de
apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada
Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es
decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo que, por su carne vivificada y
vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres.. Así, los hombres son
invitados y llevados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas
creadas junto con Cristo ».[41]
Esta relación íntima de la Eucaristía con los otros sacramentos y con la
existencia cristiana se comprende en su raíz cuando se contempla el misterio de
la Iglesia como sacramento.[42]
A este propósito, el Concilio Vaticano II afirma que « La Iglesia es en Cristo
como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano ».[43]
Ella, como dice san Cipriano, en cuanto « pueblo convocado por el unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,[44]
es sacramento de la comunión trinitaria.
El hecho de que la Iglesia sea « sacramento
universal de salvación »[45]
muestra cómo la « economía » sacramental determina en último término el modo
cómo Cristo, único Salvador, mediante el Espíritu llega a nuestra existencia en
sus circunstancias específicas. La Iglesia se recibe y al mismo tiempo
se expresa en los siete sacramentos, mediante los cuales la gracia de Dios
influye concretamente en los fieles para que toda su vida, redimida por Cristo,
se convierta en culto agradable a Dios. En esta perspectiva, deseo subrayar
aquí algunos elementos, señalados por los Padres sinodales, que pueden ayudar a
comprender la relación de todos los sacramentos con el misterio eucarístico.
I. Eucaristía
e iniciación cristiana
Eucaristía, plenitud de la iniciación cristiana
17. Puesto que la Eucaristía es verdaderamente
fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, el camino de
iniciación cristiana tiene como punto de referencia la posibilidad de acceder a
este sacramento. A este respecto, como han dicho los Padres sinodales, hemos de
preguntarnos si en nuestras comunidades cristianas se percibe de manera
suficiente el estrecho vínculo que hay entre el Bautismo, la Confirmación y la
Eucaristía.[46]
En efecto, nunca debemos olvidar que somos bautizados y confirmados en orden a
la Eucaristía. Esto requiere el esfuerzo de favorecer en la acción pastoral una
comprensión más unitaria del proceso de iniciación cristiana. El sacramento del
Bautismo, mediante el cual nos configuramos con Cristo,[47]
nos incorporamos a la Iglesia y nos convertimos en hijos de Dios, es la puerta
para todos los sacramentos. Con él se nos integra en el único Cuerpo de Cristo
(cf. 1 Co 12,13), pueblo sacerdotal. Sin embargo, la participación en el
Sacrificio eucarístico perfecciona en nosotros lo que nos ha sido dado en el
Bautismo. Los dones del Espíritu se dan también para la edificación del Cuerpo
de Cristo (cf. 1 Co 12) y para un mayor testimonio evangélico en el
mundo.[48]
Así pues, la santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y
es como el centro y el fin de toda la vida sacramental.[49]
Orden de los sacramentos de la iniciación
18. A este respeto es necesario prestar atención
al tema del orden de los Sacramentos de la iniciación. En la Iglesia hay
tradiciones diferentes. Esta diversidad se manifiesta claramente en las
costumbres eclesiales de Oriente,[50]
y en la misma praxis occidental por lo que se refiere a la iniciación de los
adultos,[51]
a diferencia de la de los niños.[52]
Sin embargo, no se trata propiamente de diferencias de orden dogmático, sino de
carácter pastoral. Concretamente, es necesario verificar qué praxis puede
efectivamente ayudar mejor a los fieles a poner de relieve el sacramento de la
Eucaristía como aquello a lo que tiende toda la iniciación. En estrecha
colaboración con los competentes Dicasterios de la Curia Romana, las
Conferencias Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos
de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción
educadora de nuestras comunidades, y a asumir en su vida una impronta
auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia
esperanza de modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3,15).
Iniciación, comunidad eclesial y familia
19. Se ha de tener siempre presente que toda la
iniciación cristiana es un camino de conversión, que se debe recorrer con la
ayuda de Dios y en constante referencia a la comunidad eclesial, ya sea cuando
es el adulto mismo quien solicita entrar en la Iglesia, como ocurre en los
lugares de primera evangelización y en muchas zonas secularizadas, o bien
cuando son los padres los que piden los Sacramentos para sus hijos. A este
respecto, deseo llamar la atención de modo especial sobre la relación que hay
entre iniciación cristiana y familia. En la acción pastoral se tiene que asociar
siempre la familia cristiana al itinerario de iniciación. Recibir el Bautismo,
la Confirmación y acercarse por primera vez a la Eucaristía, son momentos
decisivos no sólo para la persona que los recibe sino también para toda la
familia, la cual ha de ser ayudada en su tarea educativa por la comunidad
eclesial, con la participación de sus diversos miembros.[53]
Quisiera subrayar aquí la importancia de la primera Comunión. Para muchos
fieles este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer momento
en que, aunque de modo todavía inicial, se percibe la importancia del encuentro
personal con Jesús. La pastoral parroquial debe valorar adecuadamente esta
ocasión tan significativa.
II. Eucaristía y sacramento de la
Reconciliación
Su relación intrínseca
20. Los Padres sinodales han afirmado que el amor
a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la
Reconciliación.[54]
Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el
sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino
penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la
actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a
borrar el sentido del pecado,[55]
favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar
en gracia de Dios para acercarse dignamente a la Comunión sacramental.[56]
En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta
superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a
los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa,
expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de
Dios.[57]
Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el
pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una
herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo.
Por esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es
laboriosus quidam baptismus,[58]
subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el
restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo
a la Eucaristía.[59]
Algunas observaciones pastorales
21. El Sínodo ha recordado que es cometido
pastoral del Obispo promover en su propia diócesis una firme recuperación de la
pedagogía de la conversión que nace de la Eucaristía, y fomentar entre los
fieles la confesión frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse con
generosidad, empeño y competencia a la administración del sacramento de la
Reconciliación.[60]
A este propósito, se debe procurar que los confesionarios de nuestras iglesias
estén bien visibles y sean expresión del significado de este Sacramento. Pido a
los Pastores que vigilen atentamente sobre la celebración del sacramento de la
Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general exclusivamente a
los casos previstos,[61]
siendo la celebración personal la única forma ordinaria.[62]
Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe haber siempre
un Penitenciario [63]
en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia,
obtenida para sí o para los difuntos, puede ser una ayuda válida para una nueva
toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y Reconciliación. Con la
indulgencia se gana « la remisión ante Dios de la pena temporal por los
pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa ».[64]
El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con nuestras
fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados de cada uno
dañan a toda la comunidad; por otra parte, la práctica de la indulgencia, que,
además de la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, implica la de la
comunión de los santos, enseña « la íntima unión con que estamos vinculados a
Cristo, y la gran importancia que tiene para los demás la vida sobrenatural de
cada uno ».[65]
Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los fieles en el
camino de conversión y a descubrir el carácter central de la Eucaristía en la
vida cristiana, ya que las condiciones que prevé su misma forma incluye el
acercarse a la confesión y a la comunión sacramental.
III. Eucaristía
y Unción de los enfermos
22. Jesús no solamente envió a sus discípulos a
curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que instituyó
también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos.[66]
La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto
sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St 5,14-16). Si la
Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han
transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que
sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de
tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos,
participar en la redención del mundo. La relación entre estos sacramentos se manifiesta,
además, en el momento en que se agrava la enfermedad: « A los que van a dejar
esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la
Eucaristía como viático ».[67]
En el momento de pasar al Padre, la comunión con el Cuerpo y la Sangre de
Cristo se manifiesta como semilla de vida eterna y potencia de resurrección: « El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día » (Jn 6,54). Puesto que el santo Viático abre al enfermo la
plenitud del misterio pascual, es necesario asegurarle su recepción.[68])
La atención y el cuidado pastoral de los enfermos redunda sin duda en beneficio
espiritual de toda la comunidad, sabiendo que lo que hayamos hecho al más
pequeño se lo hemos hecho a Jesús mismo (cf. Mt 25,40).
IV. Eucaristía
y sacramento del Orden
In persona Christi capitis
23. La relación intrínseca entre Eucaristía y
sacramento del Orden se desprende de las mismas palabras de Jesús en el
Cenáculo: « haced esto en conmemoración mía » (Lc 22,19). En efecto, la
víspera de su muerte, Jesús instituyó la Eucaristía y fundó al mismo tiempo
el sacerdocio de la nueva Alianza. Él es sacerdote, víctima y altar:
mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb 5,5-10), víctima de
expiación (cf. 1 Jn 2,2; 4,10) que se ofrece a sí mismo en el altar de
la cruz. Nadie puede decir « esto es mi cuerpo » y « éste es el cáliz de mi
sangre » si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote
de la nueva y eterna Alianza (cf. Hb 8-9). El Sínodo de los Obispos en
otras asambleas trató ya el tema del sacerdocio ordenado, tanto por lo que se
refiere a la identidad del ministerio[69]
como a la formación de los candidatos.[70]
Ahora, a la luz del diálogo tenido en la última Asamblea sinodal, creo oportuno
recordar algunos valores sobre la relación entre la Eucaristía y el Orden. Ante
todo, se ha de reafirmar que el vínculo entre el Orden sagrado y la Eucaristía
se hace visible precisamente en la Misa presidida por el Obispo o el presbítero
en la persona de Cristo como cabeza.
La doctrina de la Iglesia considera la ordenación
sacerdotal condición imprescindible para la celebración válida de la
Eucaristía.[71]
En efecto, « en el servicio eclesial del ministerio ordenado es Cristo mismo
quien está presente en su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su
rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor ».[72]
Ciertamente, el ministro ordenado « actúa también en nombre de toda la Iglesia
cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el
sacrificio eucarístico ».[73]
Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben
ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino
a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la
acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote
es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil
instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente
en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo
y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda
dar precisamente la sensación de un protagonismo suyo inoportuno. Recomiendo,
por tanto, al clero que profundice cada vez más en la conciencia de su propio
ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia. El
sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium,[74]
es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (cf. Jn
10,14-15).
Eucaristía y celibato sacerdotal
24. Los Padres sinodales han querido subrayar que
el sacerdocio ministerial requiere, mediante la Ordenación, la plena
configuración con Cristo. Respetando la praxis y las diferentes tradiciones
orientales, es necesario reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal,
considerado con razón como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis
oriental de elegir como obispos sólo entre los que viven el celibato, y que
tiene en gran estima la opción por el celibato que hacen numerosos presbíteros.
En efecto, esta opción del sacerdote es una expresión peculiar de la entrega
que lo configura con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino
de Dios.[75]
El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta
el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia
seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este
respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos
meramente funcionales. En realidad, representa una especial configuración con
el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una
identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa.
Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II[76]
y con los Sumos Pontífices predecesores míos,[77]
reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el
celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la
Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter obligatorio para
la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y
entrega, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma.
Escasez de clero y pastoral vocacional
25. A propósito del vínculo entre el sacramento
del Orden y la Eucaristía, el Sínodo reflexionó sobre la preocupación que
ocasiona en muchas diócesis la escasez de sacerdotes. Esto no sólo ocurre en
algunas zonas de primera evangelización, sino también en muchos países de larga
tradición cristiana. Ciertamente, una distribución del clero más equitativa
favorecería la solución del problema. Es preciso, además, hacer un trabajo de
sensibilización capilar. Los Obispos han de implicar a los Institutos de Vida
consagrada y a las nuevas realidades eclesiales en las necesidades pastorales,
respetando su carisma propio, y pedir a todos los miembros del clero una mayor
disponibilidad para servir a la Iglesia allí dónde sea necesario, aunque
comporte sacrificio.[78]
En el Sínodo se ha discutido también sobre las iniciativas pastorales que se
han de emprender para favorecer, sobre todo en los jóvenes, la apertura
interior a la vocación sacerdotal. Esta situación no se puede solucionar con
simples medidas pragmáticas. Se ha de evitar que los Obispos, movidos por
comprensibles preocupaciones por la falta de clero, omitan un adecuado
discernimiento vocacional y admitan a la formación específica, y a la
ordenación, candidatos sin los requisitos necesarios para el servicio
sacerdotal.[79]
Un clero no suficientemente formado, admitido a la ordenación sin el debido
discernimiento, difícilmente podrá ofrecer un testimonio adecuado para suscitar
en otros el deseo de corresponder con generosidad a la llamada de Cristo. La
pastoral vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad cristiana
en todos sus ámbitos.[80]
Obviamente, en este trabajo pastoral capilar se incluye también la acción de
sensibilización de las familias, a menudo indiferentes si no contrarias incluso
a la hipótesis de la vocación sacerdotal. Que se abran con generosidad al don
de la vida y eduquen a los hijos a ser disponibles ante la voluntad de Dios. En
síntesis, hace falta sobre todo tener la valentía de proponer a los jóvenes la
radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo.
Gratitud y esperanza
26. Es necesario tener mayor fe y esperanza en la
iniciativa divina. Aunque en algunas regiones haya escasez de clero, nunca debe
faltar la confianza en que Cristo seguirá suscitando hombres que, dejando
cualquier otra ocupación, se dediquen totalmente a la celebración de los
sagrados misterios, a la predicación del Evangelio y al ministerio pastoral.
Deseo aprovechar esta ocasión para dar las gracias, en nombre de la Iglesia
entera, a todos los Obispos y presbíteros que desempeñan fielmente su propia
misión con dedicación y entrega. Naturalmente, el agradecimiento de la Iglesia
se dirige también a los diáconos, a los cuales se les imponen las manos « no
para el sacerdocio sino para el servicio ».[81]
Como ha recomendado la Asamblea del Sínodo, expreso un agradecimiento especial
a los presbíteros fidei donum, que con competencia y generosa
dedicación, sin escatimar energías en el servicio a la misión de la Iglesia,
edifican la comunidad anunciando la Palabra de Dios y partiendo el Pan de Vida.[82]
Por último, hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido
hasta el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo. En ellos se ve de
manera elocuente lo que significa ser sacerdote hasta el fin. Se trata de
testimonios conmovedores que pueden impulsar a muchos jóvenes a seguir a Cristo
y a dar su vida por los demás, encontrando así la vida verdadera.
Eucaristía, sacramento esponsal
27. La Eucaristía, sacramento de la caridad,
muestra una relación particular con el amor entre el hombre y la mujer unidos
en matrimonio. Profundizar en esta relación es una necesidad propia de nuestro
tiempo.[83]
El Papa Juan Pablo II afirmó en numerosas ocasiones el carácter esponsal de la
Eucaristía y su relación peculiar con el sacramento del Matrimonio: « La
Eucaristía es el sacramento de nuestra redención. Es el sacramento del Esposo,
de la Esposa ».[84]
Por otra parte, « toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de
Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, que introduce en el Pueblo de Dios, es
un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al
banquete de bodas, la Eucaristía ».[85]
La Eucaristía corrobora de manera inagotable la unidad y el amor indisolubles
de cada Matrimonio cristiano. En él, por medio del sacramento, el vínculo
conyugal se encuentra intrínsecamente ligado a la unidad eucarística entre
Cristo esposo y la Iglesia esposa (cf. Ef 5,31-32). El consentimiento
recíproco que marido y mujer se dan en Cristo, y que los constituye en comunidad
de vida y amor, tiene también una dimensión eucarística. En efecto, en la
teología paulina, el amor esponsal es signo sacramental del amor de Cristo a su
Iglesia, un amor que alcanza su punto culminante en la Cruz, expresión de sus «
nupcias » con la humanidad y, al mismo tiempo, origen y centro de la
Eucaristía. Por eso, la Iglesia manifiesta una cercanía espiritual particular a
todos los que han fundado sus familias en el sacramento del Matrimonio.[86]
La familia —iglesia doméstica[87]—
es un ámbito primario de la vida de la Iglesia, especialmente por el papel
decisivo respecto a la educación cristiana de los hijos.[88]
En este contexto, el Sínodo ha recomendado también destacar la misión singular
de la mujer en la familia y en la sociedad, una misión que debe ser defendida,
salvaguardada y promovida.[89]
Ser esposa y madre es una realidad imprescindible que nunca debe ser
menospreciada.
Eucaristía y unidad del matrimonio
28. Precisamente a la luz de esta relación
intrínseca entre matrimonio, familia y Eucaristía se pueden considerar algunos
problemas pastorales. El vínculo fiel, indisoluble y exclusivo que une a Cristo
con la Iglesia, y que tiene su expresión sacramental en la Eucaristía, se
corresponde con el dato antropológico originario según el cual el hombre debe
estar unido de modo definitivo a una sola mujer y viceversa (cf. Gn 2,24;
Mt 19,5). En este orden de ideas, el Sínodo de los Obispos ha afrontado
el tema de la praxis pastoral respecto a quien, proviniendo de culturas en que
se practica la poligamia, se encuentra con el anuncio del Evangelio. A quienes
se hallan en dicha situación, y se abren a la fe cristiana, se les debe ayudar
a integrar su proyecto humano en la novedad radical de Cristo. En el proceso
del catecumenado, Cristo los asiste en su condición específica y los llama a la
plena verdad del amor a través de las renuncias necesarias, con vistas a la
comunión eclesial perfecta. La Iglesia los acompaña con una pastoral llena de
comprensión y también de firmeza,[90]
sobre todo enseñándoles la luz de los misterios cristianos que se refleja en la
naturaleza y los afectos humanos.
Eucaristía e indisolubilidad del matrimonio
29. Puesto que la Eucaristía expresa el amor
irreversible de Dios en Cristo por su Iglesia, se entiende por qué ella
requiere, en relación con el sacramento del Matrimonio, esa indisolubilidad a
la que aspira todo verdadero amor.[91]
Por tanto, está más que justificada la atención pastoral que el Sínodo ha
dedicado a las situaciones dolorosas en que se encuentran no pocos fieles que,
después de haber celebrado el sacramento del Matrimonio, se han divorciado y
contraído nuevas nupcias. Se trata de un problema pastoral difícil y complejo,
una verdadera plaga en el contexto social actual, que afecta de manera
creciente incluso a los ambientes católicos. Los Pastores, por amor a la
verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones, para ayudar
espiritualmente de modo adecuado a los fieles implicados.[92]
El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la
Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a
los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida
contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se
significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos
a casar, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los
sigue con especial atención, con el deseo de que, dentro de lo posible,
cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa
Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración
eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo
con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de
caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos.
Donde existan dudas legítimas sobre la validez del
Matrimonio sacramental contraído, se debe hacer todo lo necesario para
averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto del
derecho canónico,[93]
que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así
como su correcta y pronta actuación.[94]
En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para
el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que « es
una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los
tribunales sea cada vez más cercana a los fieles ».[95]
Sin embargo, se ha de evitar que la preocupación pastoral sea interpretada como
una contraposición con el derecho. Más bien se debe partir del presupuesto de
que el amor por la verdad es el punto de encuentro fundamental entre el
derecho y la pastoral: en efecto, la verdad nunca es abstracta, sino que « se
integra en el itinerario humano y cristiano de cada fiel ».[96]
Por esto, cuando no se reconoce la nulidad del vínculo matrimonial y se dan las
condiciones objetivas que hacen la convivencia irreversible de hecho, la
Iglesia anima a estos fieles a esforzarse por vivir su relación según las
exigencias de la ley de Dios, como amigos, como hermano y hermana; así podrán
acercarse a la mesa eucarística, según las disposiciones previstas por la praxis
eclesial. Para que semejante camino sea posible y produzca frutos, debe contar
con la ayuda de los pastores y con iniciativas eclesiales apropiadas, evitando
en todo caso la bendición de estas relaciones, para que no surjan confusiones
entre los fieles sobre del valor del matrimonio.[97]
Debido a la complejidad del contexto cultural en
que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomienda tener el máximo
cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de
sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del
sacramento del Matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá
evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones
superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar.[98]
El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del Matrimonio, y de la
familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este
ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben
ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica
verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la
convivencia humana como tal.
Eucaristía: don al hombre en camino
30. Si es cierto que los sacramentos son una
realidad propia de la Iglesia peregrina en el tiempo[99]
hacia la plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado, también es
igualmente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a
pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y
toda la creación (cf. Rm 8,19 ss.). El hombre ha sido creado para la
felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra
libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora,
algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar
en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta
última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte,
que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De
este modo, aún siendo todavía como « extranjeros y forasteros » (1 P
2,11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida
resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente
escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino.
El banquete escatológico
31. Reflexionando sobre este misterio, podemos
decir que, con su venida, Jesús se puso en relación con la expectativa del
pueblo de Israel, de toda la humanidad y, en el fondo, de la creación misma.
Con el don de sí mismo, inauguró objetivamente el tiempo escatológico. Cristo
vino para congregar al Pueblo de Dios disperso (cf. Jn 11,52),
manifestando claramente la intención de reunir la comunidad de la alianza, para
llevar a cumplimiento las promesas que Dios hizo a los antiguos padres (cf. Jr
23,3; 31,10; Lc 1,55.70). En la llamada de los Doce, que tiene una
clara relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que les dio en la
última Cena, antes de su Pasión redentora, de celebrar su memorial, Jesús ha
manifestado que quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de
ser, en la historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada
en Él. Así pues, en cada Celebración eucarística se realiza sacramentalmente la
reunión escatológica del Pueblo de Dios. El banquete eucarístico es para
nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf.
Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como « las bodas del cordero »
(Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los
santos.[100]
Oración por los difuntos
32. La Celebración eucarística, en la que
anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección, en la espera de su
venida, es prenda de la gloria futura en la que serán glorificados también
nuestros cuerpos. La esperanza de la resurrección de la carne y la posibilidad
de encontrarnos de nuevo, cara a cara, con quienes nos han precedido en el
signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la celebración del Memorial
de nuestra salvación. En esta perspectiva, junto con los Padres sinodales,
quisiera recordar a todos los fieles la importancia de la oración de sufragio
por los difuntos, y en particular la celebración de santas Misas por ellos,[101]
para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de Dios. Al
descubrir la dimensión escatológica que tiene la Eucaristía, celebrada y
adorada, se nos ayuda en nuestro camino y se nos conforta con la esperanza de
la gloria (cf. Rm 5,2; Tt 2,13).
33. La relación entre la Eucaristía y cada
sacramento, y el significado escatológico de los santos Misterios, ofrecen en
su conjunto el perfil de la vida cristiana, llamada a ser en todo momento culto
espiritual, ofrenda de sí misma agradable a Dios. Y si bien es cierto que todos
nosotros estamos todavía en camino hacia el pleno cumplimiento de nuestra
esperanza, esto no quita que se pueda reconocer ya ahora, con gratitud, que
todo lo que Dios nos ha dado encuentra realización perfecta en la Virgen María,
Madre de Dios y Madre nuestra: su Asunción al cielo en cuerpo y alma es para
nosotros un signo de esperanza segura, ya que, como peregrinos en el tiempo,
nos indica la meta escatológica que el sacramento de la Eucaristía nos hace
pregustar ya desde ahora.
En María Santísima vemos también perfectamente
realizado el modo sacramental con que Dios, en su iniciativa salvadora, se
acerca e implica a la criatura humana. María de Nazaret, desde la Anunciación a
Pentecostés, aparece como la persona cuya libertad está totalmente disponible a
la voluntad de Dios. Su Inmaculada Concepción se manifiesta claramente en la
docilidad incondicional a la Palabra divina. La fe obediente es la forma que
asume su vida en cada instante ante la acción de Dios. La Virgen, siempre a la
escucha, vive en plena sintonía con la voluntad divina; conserva en su corazón
las palabras que le vienen de Dios y, formando con ellas como un mosaico,
aprende a comprenderlas más a fondo (cf. Lc 2,19.51). María es la gran
creyente que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a
su voluntad.[102]
Este misterio se intensifica hasta a llegar a la total implicación en la misión
redentora de Jesús. Como afirmó el Concilio Vaticano II, « la Bienaventurada
Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (cf. Jn
19,25), sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón
de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo
como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre
al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo ».[103]
Desde la Anunciación hasta la Cruz, María es aquélla que acoge la Palabra que
se hizo carne en ella y que enmudece en el silencio de la muerte. Finalmente,
ella es quien recibe en sus brazos el cuerpo entregado, ya exánime, de Aquél
que de verdad ha amado a los suyos « hasta el extremo » (Jn 13,1).
Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística
nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que,
adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la
Iglesia. Los Padres sinodales han afirmado que « María inaugura la
participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor ».[104]
Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa
manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la
Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a
recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía.
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE CELEBRAR
«Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan
del cielo,
sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo» (Jn 6,32)
Lex orandi y lex credendi
34. El Sínodo de los Obispos ha reflexionado mucho
sobre la relación intrínseca entre fe eucarística y celebración, poniendo de
relieve el nexo entre lex orandi y lex credendi, y subrayando la
primacía de la acción litúrgica. Es necesario vivir la Eucaristía como
misterio de la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que «
el intellectus fidei está originariamente siempre en relación con la
acción litúrgica de la Iglesia ».[105]
En este ámbito, la reflexión teológica nunca puede prescindir del orden
sacramental instituido por Cristo mismo. Por otra parte, la acción litúrgica
nunca puede ser considerada genéricamente, prescindiendo del misterio de la fe.
En efecto, la fuente de nuestra fe y de la liturgia eucarística es el mismo
acontecimiento: el don que Cristo ha hecho de sí mismo en el Misterio pascual.
Belleza y liturgia
35. La relación entre el misterio creído y
celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de
la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está
vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la
liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos
atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía decir san
Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los orígenes.[106]
Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que
nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo,
haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera
vocación: el amor.[107]
Ya en la creación, Dios se deja entrever en la belleza y la armonía del cosmos
(cf. Sb 13,5; Rm 1,19-20). Encontramos después en el Antiguo
Testamento grandes signos del esplendor de la potencia de Dios, que se
manifiesta con su gloria a través de los prodigios obrados en el pueblo elegido
(cf. Ex 14; 16,10; 24,12-18; Nm 14,20-23). En el Nuevo Testamento
se llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación de Dios en
Jesucristo.[108]
Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la glorificación del Hijo
resplandece y se comunica la gloria del Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28;
17,1). Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; « el más
bello de los hombres » (Sal 45[44],33) es también, misteriosamente,
quien no tiene « aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres
[...], ante el cual se ocultan los rostros » (Is 53,2). Jesucristo nos
enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de
la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la
gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de
Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte de este
misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un
asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva
en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado
testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén,
quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no
es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento
constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.
Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción
litúrgica resplandezca según su propia naturaleza.
La celebración eucarística,
obra del «Christus totus»
Christus totus in capite et in corpore
36. La belleza intrínseca de la liturgia tiene
como sujeto propio a Cristo resucitado y glorificado en el Espíritu Santo que,
en su actuación, incluye a la Iglesia.[109]
En esta perspectiva, es muy sugestivo recordar las palabras de san Agustín que
describen elocuentemente esta dinámica de fe propia de la Eucaristía. El gran
santo de Hipona, refiriéndose precisamente al Misterio eucarístico, pone de
relieve cómo Cristo mismo nos asimila a sí: « Este pan que vosotros veis sobre
el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. Este
cáliz, mejor dicho, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de
Dios, es sangre de Cristo. Por medio de estas cosas quiso el Señor dejarnos su
cuerpo y sangre, que derramó para la remisión de nuestros pecados. Si lo habéis
recibido dignamente, vosotros sois eso mismo que habéis recibido ».[110]
Por lo tanto, « no sólo nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo
mismo ».[111]
Así podemos contemplar la acción misteriosa de Dios que comporta la unidad
profunda entre nosotros y el Señor Jesús: « En efecto, no se ha de creer que
Cristo esté en la cabeza sin estar también en el cuerpo, sino que está
enteramente en la cabeza y en el cuerpo ».[112]
Eucaristía y Cristo resucitado
37. Puesto que la liturgia eucarística es
esencialmente actio Dei que nos une a Jesús a través del Espíritu, su
fundamento no está sometido a nuestro arbitrio ni puede ceder a la presión de
la moda del momento. En esto también es válida la afirmación indiscutible de
san Pablo: « Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es
Jesucristo » (1 Co 3,11). El Apóstol de los gentiles nos asegura además
que, por lo que se refiere a la Eucaristía, no nos transmite su doctrina
personal, sino lo que él, a su vez, recibió (cf. 1 Co 11,23). En efecto,
la celebración de la Eucaristía implica la Tradición viva. A partir de la
experiencia del Resucitado y de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia
celebra el Sacrificio eucarístico obedeciendo el mandato de Cristo. Por este
motivo, al inicio, la comunidad cristiana se reúne el día del Señor para la
fractio panis. El día en que Cristo resucitó de entre los muertos, el
domingo, es también el primer día de la semana, el día que según la tradición
veterotestamentaria representaba el principio de la creación. Ahora, el día de
la creación se ha convertido en el día de la « nueva creación », el día de
nuestra liberación en el que conmemoramos a Cristo muerto y resucitado.[113]
38. En los trabajos sinodales se ha insistido
varias veces en la necesidad de superar cualquier posible separación entre el
ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar rectamente, y la
participación plena, activa y fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el
primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el
Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es
la mejor premisa para la actuosa participatio.[114]
El ars celebrandi proviene de la obediencia fiel a las normas litúrgicas
en su plenitud, pues es precisamente este modo de celebrar lo que asegura desde
hace dos mil años la vida de fe de todos los creyentes, los cuales están
llamados a vivir la celebración como Pueblo de Dios, sacerdocio real, nación
santa (cf. 1 P 2,4-5.9).[115]
El Obispo, liturgo por excelencia
39. Si bien es cierto que todo el Pueblo de Dios
participa en la Liturgia eucarística, en el correcto ars celebrandi desempeñan
un papel imprescindible los que han recibido el sacramento del Orden. Obispos,
sacerdotes y diáconos, cada uno según su propio grado, han de considerar la
celebración como su deber principal.[116]
En primer lugar el Obispo diocesano: en efecto, él, como « primer dispensador
de los misterios de Dios en la Iglesia particular a él confiada, es el guía, el
promotor y custodio de toda la vida litúrgica ».[117]
Todo esto es decisivo para la vida de la Iglesia particular, no sólo porque la
comunión con el Obispo es la condición para que toda celebración en su
territorio sea legítima, sino también porque él mismo es por excelencia el
liturgo de su propia Iglesia.[118]
A él corresponde salvaguardar la unidad concorde de las celebraciones en su
diócesis. Por tanto, ha de ser un « compromiso del Obispo hacer que los presbíteros,
diáconos y los fieles comprendan cada vez mejor el sentido auténtico de los
ritos y los textos litúrgicos, y así se les guíe hacia una celebración de la
Eucaristía activa y fructuosa ».[119]
En particular, exhorto a cumplir todo lo necesario para que las celebraciones
litúrgicas oficiadas por el Obispo en la iglesia Catedral respeten plenamente
el ars celebrandi, de modo que puedan ser consideradas como modelo para
todas las iglesias de su territorio.[120]
Respeto de los libros litúrgicos y de la riqueza
de los signos
40. Por consiguiente, al subrayar la importancia
del ars celebrandi, se pone de relieve el valor de las normas
litúrgicas.[121]
El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de
las formas exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del
rito, los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado. Favorece la
celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral
litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las
respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la Ordenación General
del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa. En
las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y
aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen
riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios
a lo largo de dos milenios de historia. Para una adecuada ars celebrandi
es igualmente importante la atención a todas las formas de lenguaje previstas
por la liturgia: palabra y canto, gestos y silencios, movimiento del cuerpo,
colores litúrgicos de los ornamentos. En efecto, la liturgia tiene por su
naturaleza una variedad de formas de comunicación que abarcan todo el ser
humano. La sencillez de los gestos y la sobriedad de los signos, realizados en
el orden y en los tiempos previstos, comunican y atraen más que la
artificiosidad de añadiduras inoportunas. La atención y la obediencia de la
estructura propia del ritual, a la vez que manifiestan el reconocimiento del
carácter de la Eucaristía como don, expresan la disposición del ministro para
acoger con dócil gratitud dicho don inefable.
El arte al servicio de la celebración
41. La relación profunda entre la belleza y la
liturgia nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas
que se ponen al servicio de la celebración.[122]
Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la arquitectura de
las iglesias,[123]
en las que debe resaltar la unidad entre los elementos propios del presbiterio:
altar, crucifijo, tabernáculo, ambón, sede. A este respecto, se ha de tener
presente que el objetivo de la arquitectura sacra es ofrecer a la Iglesia, que
celebra los misterios de la fe, en particular la Eucaristía, el espacio más
apto para el desarrollo adecuado de su acción litúrgica.[124]
En efecto, la naturaleza del templo cristiano se define por la acción litúrgica
misma, que implica la reunión de los fieles (ecclesia), los cuales son
las piedras vivas del templo (cf. 1 P 2,5).
El mismo principio vale para todo el arte sacro,
especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía religiosa se
ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las
formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de
gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y
artistas obras relacionadas con la acción litúrgica. Por tanto, es
indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se
incluya la historia del arte como materia importante, con especial referencia a
los edificios de culto, según las normas litúrgicas. Es necesario que en todo
lo que concierne a la Eucaristía haya gusto por la belleza. También hay respetar
y cuidar los ornamentos, la decoración, los vasos sagrados, para que,
dispuestos de modo orgánico y ordenado entre sí, fomenten el asombro ante el
misterio de Dios, manifiesten la unidad de la fe y refuercen la devoción.[125]
El canto litúrgico
42. En el ars celebrandi desempeña un papel
importante el canto litúrgico.[126]
Con razón afirma san Agustín en un famoso sermón: « El hombre nuevo conoce el
cántico nuevo. El cantar es expresión de alegría y, si lo consideramos
atentamente, expresión de amor ».[127]
El Pueblo de Dios reunido para la celebración canta las alabanzas de Dios. La
Iglesia, en su historia bimilenaria, ha compuesto y sigue componiendo música y
cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder.
Ciertamente, no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este
respecto, se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros
musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico,
el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración.[128]
Por consiguiente, todo —el texto, la melodía, la ejecución— ha de corresponder
al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos
litúrgicos.[129]
Finalmente, si bien se han de tener en cuenta las diversas tendencias y
tradiciones muy loables, deseo, como han pedido los Padres sinodales, que se
valore adecuadamente el canto gregoriano[130]
como canto propio de la liturgia romana.[131]
Estructura de la celebración eucarística
43. Después de haber recordado los elementos
básicos del ars celebrandi puestos de relieve en los trabajos sinodales,
quisiera llamar la atención de modo más concreto sobre algunas partes de la
estructura de la celebración eucarística que requieren un cuidado especial en
nuestro tiempo, para ser fieles a la intención profunda de la renovación litúrgica
deseada por el Concilio Vaticano II, en continuidad con toda la gran tradición
eclesial.
Unidad intrínseca de la acción litúrgica
44. Ante todo, hay que considerar la unidad
intrínseca del rito de la santa Misa. Se ha de evitar que, tanto en la catequesis
como en el modo de la celebración, se dé lugar a una visión yuxtapuesta de las
dos partes del rito. La liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística
—además de los ritos de introducción y conclusión— « están estrechamente unidas
entre sí y forman un único acto de culto ».[132]
En efecto, la Palabra de Dios y la Eucaristía están intrínsecamente unidas.
Escuchando la Palabra de Dios nace o se fortalece la fe (cf. Rm 10,17);
en la Eucaristía, el Verbo hecho carne se nos da como alimento espiritual.[133]
Así pues, « la Iglesia recibe y ofrece a los fieles el Pan de vida en las dos
mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo ».[134]
Por tanto, se ha de tener constantemente presente que la Palabra de Dios, que
la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía como a su fin
connatural.
Liturgia de la Palabra
45. Junto con el Sínodo, pido que la liturgia de
la Palabra se prepare y se viva siempre de manera adecuada. Por tanto,
recomiendo vivamente que en la liturgia se ponga gran atención a la
proclamación de la Palabra de Dios por parte de lectores bien instruidos. Nunca
olvidemos que « cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras, Dios
mismo habla a su Pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio
».[135]
Si las circunstancias lo aconsejan, se puede pensar en unas breves moniciones
que ayuden a los fieles a una mejor disposición. Para comprenderla bien, la
Palabra de Dios ha de ser escuchada y acogida con espíritu eclesial y siendo
conscientes de su unidad con el Sacramento eucarístico. En efecto, la Palabra
que anunciamos y escuchamos es el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), y
hace referencia intrínseca a la persona de Cristo y a su permanencia de manera
sacramental. Cristo no habla en el pasado, sino en nuestro presente, ya que Él
mismo está presente en la acción litúrgica. En esta perspectiva sacramental de
la revelación cristiana,[136]
el conocimiento y el estudio de la Palabra de Dios nos permite apreciar,
celebrar y vivir mejor la Eucaristía. A este respecto, se aprecia también en
toda su verdad la afirmación, según la cual « desconocer la Escritura es
desconocer a Cristo ».[137]
Para lograr todo esto es necesario ayudar a los
fieles a apreciar los tesoros de la Sagrada Escritura en el leccionario, mediante
iniciativas pastorales, celebraciones de la Palabra y la lectura meditada (lectio
divina). Tampoco se ha de olvidar promover las formas de oración
conservadas en la tradición, la Liturgia de las Horas, sobre todo Laudes,
Vísperas, Completas y también las celebraciones de vigilias. El rezo de los
Salmos, las lecturas bíblicas y las de la gran tradición del Oficio divino
pueden llevar a una experiencia profunda del acontecimiento de Cristo y de la
economía de la salvación, que a su vez puede enriquecer la comprensión y la
participación en la celebración eucarística.[138]
Homilía
46. La necesidad de mejorar la calidad de la
homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto,
ésta « es parte de la acción litúrgica »; [139]
tiene como finalidad favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra
de Dios en la vida de los fieles. Por eso los ministros ordenados han de «
preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la
Sagrada Escritura ».[140]
Han de evitarse homilías genéricas o abstractas. En particular, pido a los
ministros un esfuerzo para que la homilía ponga la Palabra de Dios proclamada
en estrecha relación con la celebración sacramental[141]
y con la vida de la comunidad, de modo que la Palabra de Dios sea realmente
sustento y vigor de la Iglesia.[142]
Se ha de tener presente, por tanto, la finalidad catequética y exhortativa de
la homilía. Es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen
a los fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los
grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los
cuatro « pilares » del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la
celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana.[143]
Presentación de las ofrendas
47. Los Padres sinodales han puesto también su
atención en la presentación de las ofrendas. Ésta no es sólo como un «
intervalo » entre la liturgia de la Palabra y la eucarística. Entre otras
razones, porque eso haría perder el sentido de un único rito con dos partes
interrelacionadas. En realidad, este gesto humilde y sencillo tiene un sentido
muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es
asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre.[144]
En este sentido, llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del
mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios. Este gesto, para
ser vivido en su auténtico significado, no necesita enfatizarse con añadiduras
superfluas. Permite valorar la colaboración originaria que Dios pide al hombre
para realizar en él la obra divina y dar así pleno sentido al trabajo humano,
que mediante la celebración eucarística se une al sacrificio redentor de
Cristo.
Plegaria eucarística
48. La Plegaria eucarística es « el centro y la
cumbre de toda la celebración ».[145]
Su importancia merece ser subrayada adecuadamente. Las diversas Plegarias
eucarísticas que hay en el Misal nos han sido transmitidas por la tradición
viva de la Iglesia y se caracterizan por una riqueza teológica y espiritual
inagotable. Se ha de procurar que los fieles las aprecien. La Ordenación
General del Misal Romano nos ayuda en esto, recordándonos los elementos
fundamentales de toda Plegaria eucarística: acción de gracias, aclamación,
epíclesis, relato de la institución y consagración, anámnesis, oblación,
intercesión y doxología conclusiva.[146]
En particular, la espiritualidad eucarística y la reflexión teológica se
iluminan al contemplar la profunda unidad de la anáfora, entre la invocación
del Espíritu Santo y el relato de la institución,[147]
en la que « se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última
Cena ».[148]
En efecto, « la Iglesia, por medio de determinadas invocaciones, implora la
fuerza del Espíritu Santo para que los dones que han presentado los hombres
queden consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y
para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sea para la
salvación de quienes la reciben ».[149]
Rito de la paz
49. La Eucaristía es por su naturaleza sacramento
de paz. Esta dimensión del Misterio eucarístico se expresa en la celebración
litúrgica de manera específica con el rito de la paz. Se trata indudablemente
de un signo de gran valor (cf. Jn 14,27). En nuestro tiempo, tan lleno
de conflictos, este gesto adquiere, también desde el punto de vista de la
sensibilidad común, un relieve especial, ya que la Iglesia siente cada vez más
como tarea propia pedir a Dios el don de la paz y la unidad para sí misma y
para toda la familia humana. La paz es ciertamente un anhelo indeleble en el
corazón de cada uno. La Iglesia se hace portavoz de la petición de paz y
reconciliación que surge del alma de toda persona de buena voluntad,
dirigiéndola a Aquel que « es nuestra paz » (Ef 2,14), y que puede
pacificar a los pueblos y personas aun cuando fracasen las iniciativas humanas.
Por ello se comprende la intensidad con que se vive frecuentemente el rito de
la paz en la celebración litúrgica. A este propósito, sin embargo, durante el
Sínodo de los Obispos se ha visto la conveniencia de moderar este gesto, que
puede adquirir expresiones exageradas, provocando cierta confusión en la
asamblea precisamente antes de la Comunión. Sería bueno recordar que el alto valor
del gesto no queda mermado por la sobriedad necesaria para mantener un clima
adecuado a la celebración, limitando por ejemplo el intercambio de la paz a los
más cercanos.[150]
Distribución y recepción de la Eucaristía
50. Otro momento de la celebración, al que es
necesario hacer referencia, es la distribución y recepción de la santa
Comunión. Pido a todos, en particular a los ministros ordenados y a los que,
debidamente preparados, están autorizados para el ministerio de distribuir la
Eucaristía en caso de necesidad real, que hagan lo posible para que el gesto,
en su sencillez, corresponda a su valor de encuentro personal con el Señor
Jesús en el Sacramento. Respecto a las prescripciones para una praxis correcta,
me remito a los documentos emanados recientemente.[151]
Todas las comunidades cristianas han de atenerse fielmente a las normas
vigentes, viendo en ellas la expresión de la fe y el amor que todos han de tener
respecto a este sublime Sacramento. Tampoco se descuide el tiempo precioso de
acción de gracias después de la Comunión: además de un canto oportuno, puede
ser también muy útil permanecer recogidos en silencio.[152]
A este propósito, quisiera llamar la atención
sobre un problema pastoral con el que nos encontramos frecuentemente en nuestro
tiempo. Me refiero al hecho de que en algunas circunstancias, como por ejemplo
en las santas Misas celebradas con ocasión de bodas, funerales o
acontecimientos análogos, además de fieles practicantes, asisten también a la
celebración otros que tal vez no se acercan al altar desde hace años, o quizás
están en una situación de vida que no les permite recibir los sacramentos.
Otras veces sucede que están presentes personas de otras confesiones cristianas
o incluso de otras religiones. Situaciones similares se producen también en
iglesias que son meta de visitantes, sobre todo en las grandes ciudades de en
las que abunda el arte. En estos casos, se ve la necesidad de usar expresiones
breves y eficaces para hacer presente a todos el sentido de la Comunión sacramental
y las condiciones para recibirla. Donde se den situaciones en las que no sea
posible garantizar la debida claridad sobre el sentido de la Eucaristía, se ha
de considerar la conveniencia de sustituir la Eucaristía con una celebración de
la Palabra de Dios.[153]
Despedida: « Ite, missa est »
51. Quisiera detenerme ahora en lo que los Padres
sinodales han dicho sobre el saludo de despedida al final de la Celebración
eucarística. Después de la bendición, el diácono o el sacerdote despide al
pueblo con las palabras: Ite, missa est. En este saludo podemos apreciar
la relación entre la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo. En la
antigüedad, « missa » significaba simplemente « terminada ». Sin
embargo, en el uso cristiano ha adquirido un sentido cada vez más profundo. La
expresión « missa » se transforma, en realidad, en « misión ». Este saludo
expresa sintéticamente la naturaleza misionera de la Iglesia. Por tanto,
conviene ayudar al Pueblo de Dios a que, apoyándose en la liturgia, profundice
en esta dimensión constitutiva de la vida eclesial. En este sentido, sería útil
disponer de textos debidamente aprobados para la oración sobre el pueblo y la
bendición final que expresen dicha relación.[154]
Auténtica participación
52. El Concilio Vaticano II puso un énfasis
particular en la participación activa, plena y fructuosa de todo el Pueblo de
Dios en la celebración eucarística.[155]
Ciertamente, la renovación llevada a cabo en estos años ha favorecido notables
progresos en la dirección deseada por los Padres conciliares. Pero no hemos de
ocultar el hecho de que, a veces, ha surgido alguna incomprensión precisamente
sobre el sentido de esta participación. Por tanto, conviene dejar claro que con
esta palabra no se quiere hacer referencia a una simple actividad externa
durante la celebración. En realidad, la participación activa deseada por el
Concilio se ha de comprender en términos más sustanciales, partiendo de una
mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la
vida cotidiana. Sigue siendo totalmente válida la recomendación de la
Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, que exhorta a
los fieles a no asistir a la liturgia eucarística « como espectadores mudos o
extraños », sino a participar « consciente, piadosa y activamente en la acción
sagrada ».[156]
El Concilio prosigue la reflexión: los fieles, « instruidos por la Palabra de
Dios, reparen sus fuerzas en el banquete del Cuerpo del Señor, den gracias a
Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo
por manos del sacerdote, sino también juntamente con él, y se perfeccionen día
a día, por Cristo Mediador, en la unidad con Dios y entre sí ».[157]
Participación y ministerio sacerdotal
53. La belleza y armonía de la acción litúrgica se
manifiestan de manera significativa en el orden con el cual cada uno está
llamado a participar activamente. Eso comporta el reconocimiento de las
diversas funciones jerárquicas implicadas en la celebración misma. Es útil
recordar que, de por sí, la participación activa no es lo mismo que desempeñar
un ministerio particular. Sobre todo, no ayuda a la participación activa de los
fieles una confusión ocasionada por la incapacidad de distinguir las diversas
funciones que corresponden a cada uno en la comunión eclesial.[158]
En particular, es preciso que haya claridad sobre las tareas específicas del
sacerdote. Éste es, como atestigua la tradición de la Iglesia, quien preside de
modo insustituible toda la celebración eucarística, desde el saludo inicial a
la bendición final. En virtud del Orden sagrado que ha recibido, él representa
a Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y, de la manera que le es propia, también a
la Iglesia misma.[159]
En efecto, toda celebración de la Eucaristía está dirigida por el Obispo, « ya
sea personalmente, ya por los presbíteros, sus colaboradores ».[160]
Es ayudado por el diácono, que tiene algunas funciones específicas en la
celebración: preparar el altar y prestar servicio al sacerdote, proclamar el
Evangelio, predicar eventualmente la homilía, enunciar las intenciones en la
oración universal, distribuir la Eucaristía a los fieles.[161]
En relación con estos ministerios vinculados al sacramento del Orden, hay
también otros ministerios para el servicio litúrgico, que desempeñan religiosos
y laicos preparados, lo que es de alabar.[162]
Celebración eucarística e inculturación
54. A partir de las afirmaciones fundamentales del
Concilio Vaticano II, se ha subrayado varias veces la importancia de la
participación activa de los fieles en el Sacrificio eucarístico. Para
favorecerla se pueden permitir algunas adaptaciones apropiadas a los diversos
contextos y culturas.[163]
El hecho de que haya habido algunos abusos no disminuye la claridad de este
principio, que se debe mantener de acuerdo con las necesidades reales de la
Iglesia, que vive y celebra el mismo misterio de Cristo en situaciones
culturales diferentes. En efecto, el Señor Jesús, precisamente en el misterio
de la Encarnación, naciendo de mujer como hombre perfecto (cf. Ga 4,4),
no sólo está en relación directa con las expectativas expresadas en el Antiguo
Testamento, sino también con las de todos los pueblos. Con eso, Él ha
manifestado que Dios quiere encontrarse con nosotros en nuestro contexto vital.
Por tanto, para una participación más eficaz de los fieles en los santos
Misterios, es útil proseguir el proceso de inculturación en el ámbito de la
celebración eucarística, teniendo en cuenta las posibilidades de adaptación que
ofrece la Ordenación General del Misal Romano,[164]
interpretadas a la luz de los criterios fijados por la IV Instrucción de la
Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos, Varietates
legitimae, del 25 de enero de 1994,[165]
y de las directrices dadas por el Papa Juan Pablo II en las Exhortaciones
apostólicas postsinodales Ecclesia in Africa, Ecclesia in America, Ecclesia in Asia, Ecclesia in
Oceania, Ecclesia in Europa.[166]
Para lograr este objetivo, recomiendo a las Conferencias Episcopales que
favorezcan el adecuado equilibrio entre los criterios y normas ya publicadas y
las nuevas adaptaciones,[167]
siempre de acuerdo con la Sede Apostólica.
Condiciones personales para una « actuosa
participatio »
55. Al considerar el tema de la actuosa
participatio de los fieles en el rito sagrado, los Padres sinodales han
resaltado también las condiciones personales de cada uno para una fructuosa
participación.[168]
Una de ellas es ciertamente el espíritu de conversión continua que ha de
caracterizar la vida de cada fiel. No se puede esperar una participación activa
en la liturgia eucarística cuando se asiste superficialmente, sin antes
examinar la propia vida. Favorece dicha disposición interior, por ejemplo, el
recogimiento y el silencio, al menos unos instantes antes de comenzar la
liturgia, el ayuno y, cuando sea necesario, la confesión sacramental. Un
corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación. En
particular, es preciso persuadir a los fieles de que no puede haber una
actuosa participatio en los santos Misterios si no se toma al mismo tiempo
parte activa en la vida eclesial en su totalidad, la cual comprende también el
compromiso misionero de llevar el amor de Cristo a la sociedad.
Sin duda, la plena participación en la Eucaristía
se da cuando nos acercamos también personalmente al altar para recibir la
Comunión.[169]
No obstante, se ha de poner atención para que esta afirmación correcta no
induzca a un cierto automatismo entre los fieles, como si por el solo hecho de
encontrarse en la iglesia durante la liturgia se tenga ya el derecho o quizás
incluso el deber de acercarse a la Mesa eucarística. Aun cuando no es posible
acercarse a la Comunión sacramental, la participación en la santa Misa sigue
siendo necesaria, válida, significativa y fructuosa. En estas circunstancias,
es bueno cultivar el deseo de la plena unión con Cristo, practicando, por
ejemplo, la comunión espiritual, recordada por Juan Pablo II[170]
y recomendada por los Santos maestros de la vida espiritual.[171]
Participación de los cristianos no católicos
56. Al tratar el tema de la participación nos
encontramos inevitablemente con el de los cristianos pertenecientes a Iglesias
o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia
Católica. A este respecto, se ha de decir que la unión intrínseca que se da
entre Eucaristía y unidad de la Iglesia nos lleva a desear ardientemente, por
un lado, el día en que podamos celebrar junto con todos los creyentes en Cristo
la divina Eucaristía y expresar así visiblemente la plenitud de la unidad que
Cristo ha querido para sus discípulos (cf. Jn 17,21). Por otro lado, el
respeto que debemos al sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo nos impide
hacer de él un simple « medio » que se usa indiscriminadamente para alcanzar
esta misma unidad.[172]
En efecto, la Eucaristía no sólo manifiesta nuestra comunión personal con
Jesucristo, sino que también implica la plena communio con la Iglesia.
Este es, pues, el motivo por el cual, con dolor pero no sin esperanza, pedimos
a los cristianos no católicos que comprendan y respeten nuestra convicción,
basada en la Biblia y en la Tradición. Nosotros sostenemos que la Comunión
eucarística y la comunión eclesial están tan íntimamente unidas que por lo general
resulta imposible que los cristianos no católicos participen en una sin tener
la otra. Menos sentido tendría aún una verdadera concelebración con ministros
de Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la
Iglesia Católica. No obstante, es verdad que, de cara a la salvación, existe la
posibilidad de admitir individualmente a cristianos no católicos a la
Eucaristía, al sacramento de la Penitencia y a la Unción de los enfermos. Pero
eso sólo en situaciones determinadas y excepcionales, caracterizadas por
condiciones bien precisas.[173]
Éstas están indicadas claramente en el Catecismo de la Iglesia Católica [174]
y en su Compendio.[175]
Todos tienen el deber de atenerse fielmente a ellas.
Participación a través de los medios de
comunicación social
57. Debido al gran desarrollo de los medios de
comunicación social, la palabra « participación » ha adquirido en las últimas
décadas un sentido más amplio que en el pasado. Todos reconocemos con
satisfacción que estos instrumentos ofrecen también nuevas posibilidades en lo
que se refiere a la Celebración eucarística.[176]
Eso exige a los agentes pastorales del sector una preparación específica y un
acentuado sentido de responsabilidad. En efecto, la santa Misa que se transmite
por televisión adquiere inevitablemente una cierta ejemplaridad. Por tanto, se
ha de poner una especial atención en que la celebración, además de hacerse en
lugares dignos y bien preparados, respete las normas litúrgicas.
Por lo que se refiere al valor de la participación
en la santa Misa que los medios de comunicación hacen posible, quien ve y oye
dichas transmisiones ha de saber que, en condiciones normales, no cumple con el
precepto dominical. En efecto, el lenguaje de la imagen representa la realidad,
pero no la reproduce en sí misma.[177]
Si es loable que ancianos y enfermos participen en la santa Misa festiva a
través de las transmisiones radiotelevisivas, no puede decirse lo mismo de
quien, mediante tales transmisiones, quisiera dispensarse de ir al templo para
la celebración eucarística en la asamblea de la Iglesia viva.
« Actuosa participatio » de los enfermos
58. Teniendo presente la condición de los que no
pueden ir a los lugares de culto por motivos de salud o edad, quisiera llamar
la atención de toda la comunidad eclesial sobre la necesidad pastoral de
asegurar la asistencia espiritual a los enfermos, tanto a los que están en su
casa como a los que están hospitalizados. En el Sínodo de los Obispos se ha
hecho referencia a ellos varias veces. Se ha de procurar que estos hermanos y
hermanas nuestros puedan recibir con frecuencia la Comunión sacramental. Al
reforzar así la relación con Cristo crucificado y resucitado, podrán sentir su
propia vida integrada plenamente en la vida y la misión de la Iglesia mediante
la ofrenda del propio sufrimiento en unión con el sacrificio de nuestro Señor.
Se ha de reservar una atención particular a los discapacitados; si lo permite
su condición, la comunidad cristiana ha de favorecer su participación en la
celebración en un lugar de culto. A este respecto, se ha de procurar que los
edificios sagrados no tengan obstáculos arquitectónicos que impidan el acceso
de los minusválidos. Se ha de dar también la Comunión eucarística, cuando sea
posible, a los discapacitados mentales, bautizados y confirmados: ellos reciben
la Eucaristía también en la fe de la familia o de la comunidad que los
acompaña.[178]
Atención pastoral a los presos
59. La tradición espiritual de la Iglesia,
siguiendo una indicación específica de Cristo (cf. Mt 25,36), ha
reconocido en la visita a los presos una de las obras de misericordia corporal.
Los que se encuentran en esta situación tienen una necesidad especial de ser
visitados por el Señor mismo en el sacramento de la Eucaristía. Sentir la
cercanía de la comunidad eclesial, participar en la Eucaristía y recibir la
sagrada Comunión en un período de la vida tan particular y doloroso puede
ayudar sin duda en el propio camino de fe y favorecer la plena reinserción
social de la persona. Interpretando los deseos manifestados en la asamblea
sinodal pido a las diócesis que, en la medida de lo posible, pongan los medios
adecuados para una actividad pastoral que se ocupe de atender espiritualmente a
los presos.[179]
Los emigrantes y su participación en la Eucaristía
60. Al plantearse el problema de los que se ven
obligados a dejar la propia tierra por diversos motivos, el Sínodo ha expresado
particular gratitud a los que se dedican a la atención pastoral de los
emigrantes. En este contexto, se ha de prestar una atención especial a los
emigrantes que pertenecen a las Iglesias católicas orientales y a los que,
lejos de su propia casa, tienen dificultades para participar en la liturgia
eucarística según su propio rito de pertenencia. Por eso, donde sea posible,
concédaseles que puedan ser asistidos por sacerdotes de su rito. En todo caso,
pido a los Obispos que acojan en la caridad de Cristo a estos hermanos. El
encuentro entre los fieles de diversos ritos puede convertirse también en
ocasión de enriquecimiento recíproco. Pienso particularmente en el beneficio
que puede aportar, sobre todo para el clero, el conocimiento de las diversas
tradiciones.[180]
Las grandes concelebraciones
61. La asamblea sinodal ha considerado la calidad
de la participación en las grandes celebraciones que tienen lugar en
circunstancias particulares, en las que, además de un gran número de fieles,
concelebran muchos sacerdotes.[181]
Por un lado, es fácil reconocer el valor de estos momentos, especialmente
cuando el Obispo preside rodeado de su presbiterio y de los diáconos. Por otro,
en estas circunstancias se pueden producir problemas por lo que se refiere a la
expresión sensible de la unidad del presbiterio, especialmente en la Plegaria
eucarística y en la distribución de la santa Comunión. Se ha de evitar que
estas grandes concelebraciones produzcan dispersión. Para ello, se han de
prever modos adecuados de coordinación y disponer el lugar de culto de manera
que permita a los presbíteros y a los fieles una participación plena y real. En
todo caso, se ha de tener presente que se trata de concelebraciones de carácter
excepcional y limitadas a situaciones extraordinarias.
Lengua latina
62. Lo dicho anteriormente, sin embargo, no debe
ofuscar el valor de estas grandes liturgias. En particular, pienso en las
celebraciones que tienen lugar durante encuentros internacionales, hoy cada vez
más frecuentes. Se las debe valorar debidamente. Para expresar mejor la unidad
y universalidad de la Iglesia, quisiera recomendar lo que ha sugerido el Sínodo
de los Obispos, en sintonía con las normas del Concilio Vaticano II: [182]
exceptuadas las lecturas, la homilía y la oración de los fieles, sería bueno
que dichas celebraciones fueran en latín; también se podrían rezar en latín las
oraciones más conocidas[183]
de la tradición de la Iglesia y, eventualmente, cantar algunas partes en canto
gregoriano. Más en general, pido que los futuros sacerdotes, desde el tiempo
del seminario, se preparen para comprender y celebrar la santa Misa en latín,
además de utilizar textos latinos y cantar en gregoriano; y se ha de procurar
que los mismos fieles conozcan las oraciones más comunes en latín y que canten
en gregoriano algunas partes de la liturgia.[184]
Celebraciones eucarísticas en pequeños grupos
63. Una situación muy distinta es la que se da en
algunas circunstancias pastorales en las que, precisamente para lograr una
participación más consciente, activa y fructuosa, se favorecen las
celebraciones en pequeños grupos. Aun reconociendo el valor formativo que
tienen estas iniciativas, conviene precisar que han de estar en armonía con el
conjunto del proyecto pastoral de la diócesis. En efecto, dichas experiencias
perderían su carácter pedagógico si se las considerara como antagonistas o
paralelas con respecto a la vida de la Iglesia particular. A este propósito, el
Sínodo ha subrayado algunos criterios a los que es preciso atenerse: los grupos
pequeños han de servir para unificar la comunidad parroquial, no para
fragmentarla; esto se debe evaluar en la praxis concreta; estos grupos tienen
que favorecer la participación fructuosa de toda la asamblea y preservar en lo
posible la unidad de la vida litúrgica de cada familia.[185]
La celebración participada interiormente
Catequesis mistagógica
64. La gran tradición litúrgica de la Iglesia nos
enseña que, para una participación fructuosa, es necesario esforzarse por
corresponder personalmente al misterio que se celebra mediante el ofrecimiento
a Dios de la propia vida, en unión con el sacrificio de Cristo por la salvación
del mundo entero. Por este motivo, el Sínodo de los Obispos ha recomendado que
los fieles tengan una actitud coherente entre las disposiciones interiores y
los gestos y las palabras. Si faltara ésta, nuestras celebraciones, por muy
animadas que fueren, correrían el riesgo de caer en el ritualismo. Así pues, se
ha de promover una educación en la fe eucarística que disponga a los fieles a
vivir personalmente lo que se celebra. Ante la importancia esencial de esta participatio
personal y consciente, ¿cuáles pueden ser los instrumentos formativos idóneos?
A este respecto, los Padres sinodales han propuesto unánimemente una catequesis
de carácter mistagógico que lleve a los fieles a adentrarse cada vez más en los
misterios celebrados.[186]
En particular, por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi
y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que « la mejor
catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada ».[187]
En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para
introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Precisamente
por ello, el itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de
la Iglesia, aun sin descuidar la comprensión sistemática de los contenidos de
la fe, tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el
encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En
este sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo. Dicho
encuentro ahonda en la catequesis y tiene su fuente y su culmen en la
celebración de la Eucaristía. De esta estructura fundamental de la experiencia
cristiana nace la exigencia de un itinerario mistagógico, en el cual se han de
tener siempre presentes tres elementos:
a) Ante todo, la interpretación de los ritos a la luz de los
acontecimientos salvíficos, según la tradición viva de la Iglesia.
Efectivamente, la celebración de la Eucaristía contiene en su infinita riqueza
continuas referencias a la historia de la salvación. En Cristo crucificado y
resucitado podemos celebrar verdaderamente el centro que recapitula toda la
realidad (cf. Ef 1,10). Desde el principio, la comunidad cristiana ha
leído los acontecimientos de la vida de Jesús, y en particular el misterio
pascual, en relación con todo el itinerario veterotestamentario.
b) Además, la catequesis mistagógica ha de introducir en el significado
de los signos contenidos en los ritos. Este cometido es particularmente
urgente en una época como la actual, tan imbuida por la tecnología, en la cual
se corre el riesgo de perder la capacidad perceptiva de los signos y símbolos.
Más que informar, la catequesis mistagógica debe despertar y educar la
sensibilidad de los fieles ante el lenguaje de los signos y gestos que, unidos
a la palabra, constituyen el rito.
c) Finalmente, la catequesis mistagógica ha de enseñar el significado de
los ritos en relación con la vida cristiana en todas sus facetas, como el
trabajo y los compromisos, el pensamiento y el afecto, la actividad y el
descanso. Forma parte del itinerario mistagógico subrayar la relación entre los
misterios celebrados en el rito y la responsabilidad misionera de los fieles.
En este sentido, el resultado final de la mistagogía es tomar conciencia de que
la propia vida se transforma progresivamente por los santos misterios que se
celebran. Por otra parte, toda la educación cristiana tiene como objetivo
formar al fiel como « hombre nuevo », con una fe adulta, que lo haga capaz de
testimoniar en su propio ambiente la esperanza cristiana que lo anima.
Para realizar en nuestras comunidades eclesiales
esta tarea educativa, hay que contar con formadores bien preparados.
Ciertamente, todo el Pueblo de Dios ha de sentirse comprometido en esta
formación. Cada comunidad cristiana está llamada a ser ámbito pedagógico que
introduce en los misterios que se celebran en la fe. A este respecto, durante
el Sínodo los Padres han subrayado la conveniencia de una mayor participación
de las comunidades de vida consagrada, de los movimientos y demás grupos que,
por sus propios carismas, pueden aportar un renovado impulso a la formación
cristiana.[188]
También en nuestro tiempo el Espíritu Santo prodiga la efusión de sus dones
para sostener la misión apostólica de la Iglesia, a la cual corresponde
difundir la fe y educarla hasta su madurez.[189]
Veneración de la Eucaristía
65. Un signo convincente de la eficacia que la
catequesis eucarística tiene en los fieles es sin duda el crecimiento en ellos
del sentido del misterio de Dios presente entre nosotros. Eso se puede
comprobar a través de manifestaciones específicas de veneración de la
Eucaristía, hacia la cual el itinerario mistagógico debe introducir a los
fieles.[190]
Pienso, en general, en la importancia de los gestos y de la postura, como
arrodillarse durante los momentos principales de la Plegaria eucarística. Para
adecuarse a la legítima diversidad de los signos que se usan en el contexto de
las diferentes culturas, cada uno ha de vivir y expresar que es consciente de
encontrarse en toda celebración ante la majestad infinita de Dios, que llega a
nosotros de manera humilde en los signos sacramentales.
Adoración y piedad eucarística
Relación intrínseca entre celebración y adoración
66. Uno de los momentos más intensos del Sínodo
fue cuando, junto con muchos fieles, nos desplazamos a la Basílica de San Pedro
para la adoración eucarística. Con este gesto de oración, la asamblea de los
Obispos quiso llamar la atención, no sólo con palabras, sobre la importancia de
la relación intrínseca entre celebración eucarística y adoración. En este
aspecto significativo de la fe de la Iglesia se encuentra uno de los elementos
decisivos del camino eclesial realizado tras la renovación litúrgica querida
por el Concilio Vaticano II. Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a
veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca
entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción
difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan
eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En
realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha
contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: « nemo
autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non
adorando – Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si
no la adoráramos ».[191]
En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea
unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de
la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de
adoración de la Iglesia.[192]
Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y
sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos
anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la
santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración
litúrgica. En efecto, « sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda
y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor
madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere
romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre
todo las barreras que nos separan a los unos de los otros ».[193]
Práctica de la adoración eucarística
67. Por tanto, juntamente con la asamblea sinodal,
recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la
práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria.[194]
A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se
explique a los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir
más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando
sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar
las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo
también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación
para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de
estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.
Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los
Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su
tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de
personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo tiempo,
deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen
esta práctica como un compromiso especial, siendo así fermento de contemplación
para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los
individuos y de las comunidades.
Formas de devoción eucarística
68. La relación personal que cada fiel establece
con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la
comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de
Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente
tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las
parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración
comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción
eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones
eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en la solemnidad del Corpus
Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos
eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas
análogas. Estas formas de devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las
diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy.[195]
Lugar del sagrario en la iglesia
69. Sobre la importancia de la reserva eucarística
y de la adoración y veneración del sacramento del sacrificio de Cristo, el
Sínodo de los Obispos ha reflexionado sobre la adecuada colocación del sagrario
en nuestras iglesias.[196]
En efecto, esto ayuda a reconocer la presencia real de Cristo en el Santísimo
Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en que se conservan las
especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en
la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de
tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las
iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en
el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y
adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En
las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del
presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el
presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro
punto donde resulte bien visible. Todos estos detalles ayudan a dar dignidad al
sagrario, cuyo aspecto artístico también debe cuidarse. Obviamente, se ha tener
en cuenta lo que dice a este respecto la Ordenación General del Misal Romano.[197]
En todo caso, el juicio último en esta materia corresponde al Obispo diocesano.
TERCERA PARTE
EUCARISTÍA,
MISTERIO QUE SE HA DE VIVIR
«El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el
Padre;
del mismo modo, el que come, vivirá por mí» (Jn 6,57)
Forma eucarística de la vida cristiana
El culto espiritual – logiké latreía (Rm 12,1)
70. El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho
alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que «
quien coma de este pan vivirá para siempre » (Jn 6,51). Pero esta « vida
eterna » se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don
eucarístico realiza en nosotros: « El que me come vivirá por mí » (Jn
6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio «
creído » y « celebrado » contiene en sí un dinamismo que lo convierte en
principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. En
efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de
la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo
que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento
del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina
que se le dice: « Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que
por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te
transformarás en mí ».[198]
En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino
que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados
misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; « nos atrae hacia sí ».[199]
La Celebración eucarística aparece aquí con toda
su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al
mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo
culto, la logiké latreía.[200]
A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más
sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto
espiritual agradable a Dios: « Os exhorto, por la misericordia de Dios, a
presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es
vuestro culto razonable » (Rm 12,1). En esta exhortación se ve la imagen
del nuevo culto como ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la
Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de nuestros cuerpos
subraya la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado. A
este propósito, el santo de Hipona nos sigue recordando que « éste es el
sacrificio de los cristianos: es decir, el llegar a ser muchos en un solo
cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el sacramento del altar,
que los fieles conocen bien, y en el que se les muestra claramente que en lo
que se ofrece ella misma es ofrecida ».[201]
En efecto, la doctrina católica afirma que la Eucaristía, como sacrificio de
Cristo, es también sacrificio de la Iglesia, y por tanto de los fieles.[202]
La insistencia sobre el sacrificio —« hacer sagrado »— expresa aquí toda la
densidad existencial que se encuentra implicada en la transformación de nuestra
realidad humana ganada por Cristo (cf. Flp 3,12).
Eficacia integradora del culto eucarístico
71. El nuevo culto cristiano abarca todos los
aspectos de la vida, transfigurándola: « Cuando comáis o bebáis o hagáis
cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios » (1 Co 10,31). El
cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a
Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida
cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente,
hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a
ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay
de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra
en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en
plenitud. Aparece aquí todo el valor antropológico de la novedad radical traída
por Cristo con la Eucaristía: el culto a Dios en la vida humana no puede quedar
relegado a un momento particular y privado, sino que, por su naturaleza, tiende
a impregnar todos los aspectos de la realidad del individuo. El culto agradable
a Dios se convierte así en un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de
la existencia, en la que cada detalle queda exaltado al ser vivido dentro de la
relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre
viviente (cf. 1 Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios.[203]
« Iuxta dominicam viventes » – Vivir según el
domingo
72. Esta novedad radical que la Eucaristía
introduce en la vida del hombre ha estado presente en la conciencia cristiana
desde el principio. Los fieles percibieron en seguida el influjo profundo que
la Celebración eucarística ejercía sobre su estilo de vida. San Ignacio de
Antioquía expresaba esta verdad definiendo a los cristianos como « los que han
llegado a la nueva esperanza », y los presentaba como los que viven « según el
domingo » (iuxta dominicam viventes).[204]
Esta fórmula del gran mártir antioqueno pone claramente de relieve la relación
entre la realidad eucarística y la vida cristiana en su cotidianidad. La
costumbre característica de los cristianos de reunirse el primer día después
del sábado para celebrar la resurrección de Cristo —según el relato de san
Justino mártir[205]—
es el hecho que define también la forma de la existencia renovada por el
encuentro con Cristo. La fórmula de san Ignacio —« vivir según el domingo »—
subraya también el valor paradigmático que este día santo posee con respecto a
cualquier otro día de la semana. En efecto, su diferencia no está simplemente
en dejar las actividades habituales, como una especie de paréntesis dentro del
ritmo normal de los días. Los cristianos siempre han vivido este día como el
primero de la semana, porque en él se hace memoria de la radical novedad traída
por Cristo. Así pues, el domingo es el día en que el cristiano encuentra
aquella forma eucarística de su existencia que está llamado a vivir
constantemente. « Vivir según el domingo » quiere decir vivir conscientes de la
liberación traída por Cristo y desarrollar la propia vida como ofrenda de sí
mismos a Dios, para que su victoria se manifieste plenamente a todos los
hombres a través de una conducta renovada íntimamente.
Vivir el precepto dominical
73. Los Padres sinodales, conscientes de este
nuevo principio de vida que la Eucaristía pone en el cristiano, han reafirmado
la importancia del precepto dominical para todos los fieles, como fuente de
libertad auténtica, para poder vivir cada día según lo que han celebrado en el
« día del Señor ». En efecto, la vida de fe peligra cuando ya no se siente el
deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la
victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con
todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en
Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo
la forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es
síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la
libertad de los hijos de Dios.[206]
A este respecto, son hermosas las observaciones de mi venerado predecesor Juan
Pablo II en la Carta apostólica Dies Domini.[207]
a propósito de las diversas dimensiones del domingo para los cristianos: es dies
Domini, con referencia a la obra de la creación; dies Christi como
día de la nueva creación y del don del Espíritu Santo que hace el Señor
Resucitado; dies Ecclesiae como día en que la comunidad cristiana se
congrega para la celebración; dies hominis como día de alegría, descanso
y caridad fraterna.
Por tanto, este día se manifiesta como fiesta
primordial en la que cada fiel, en el ambiente en que vive, puede ser
anunciador y custodio del sentido del tiempo. En efecto, de este día brota el
sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir el tiempo, las
relaciones, el trabajo, la vida y la muerte. Por eso, convienes que en el día
del Señor los grupos eclesiales organicen en torno a la Celebración eucarística
dominical manifestaciones propias de la comunidad cristiana: encuentros de
amistad, iniciativas para formar la fe de niños, jóvenes y adultos,
peregrinaciones, obras de caridad y diversos momentos de oración. Ante estos
valores tan importantes —aun cuando el sábado por la tarde, desde las primeras
Vísperas, ya pertenezca al domingo y esté permitido cumplir el precepto
dominical— es preciso recordar que el domingo merece ser santificado en sí
mismo, para que no termine siendo un día « vacío de Dios ».[208]
Sentido del descanso y del trabajo
74. Es particularmente urgente en nuestro tiempo
recordar que el día del Señor es también el día de descanso del trabajo.
Esperamos con gran interés que la sociedad civil lo reconozca también así, a
fin de que sea posible liberarse de las actividades laborales sin sufrir por
ello perjuicio alguno. En efecto, los cristianos, en cierta relación con el
sentido del sábado en la tradición judía, han considerado el día del Señor
también como el día del descanso del trabajo cotidiano. Esto tiene un
significado propio, al ser una relativización del trabajo, que debe
estar orientado al hombre: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el
trabajo. Es fácil intuir cómo así se protege al hombre en cuanto se emancipa de
una posible forma de esclavitud. Como he afirmado, « el trabajo reviste una
importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la
sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno
respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es
indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo
idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la
vida ».[209]
En el día consagrado a Dios es donde el hombre comprende el sentido de su vida
y también de la actividad laboral.[210]
Asambleas dominicales en ausencia de sacerdote
75. Al profundizar en el sentido de la Celebración
dominical para la vida del cristiano, se plantea espontáneamente el problema de
las comunidades cristianas en las que falta el sacerdote y donde, por
consiguiente, no es posible celebrar la santa Misa en el día del Señor. A este
respecto, se ha de reconocer que nos encontramos ante situaciones bastante
diferentes entre sí. El Sínodo, ante todo, ha recomendado a los fieles
acercarse a una de las iglesias de la diócesis en que esté garantizada la
presencia del sacerdote, aun cuando eso requiera un cierto sacrificio.[211]
En cambio, allí donde las grandes distancias hacen prácticamente imposible la
participación en la Eucaristía dominical, es importante que las comunidades
cristianas se reúnan igualmente para alabar al Señor y hacer memoria del día
dedicado a Él. Sin embargo, esto debe realizarse en el contexto de una adecuada
instrucción acerca de la diferencia entre la santa Misa y las asambleas
dominicales en ausencia de sacerdote. La atención pastoral de la Iglesia se
expresa en este caso vigilando para que la liturgia de la Palabra, organizada
bajo la dirección de un diácono o de un responsable de la comunidad, al que le
haya sido confiado debidamente este ministerio por la autoridad competente, se
cumpla según un ritual específico elaborado por las Conferencias episcopales y
aprobado por ellas para este fin.[212]
Recuerdo que corresponde a los Ordinarios conceder la facultad de distribuir la
comunión en dichas liturgias, valorando cuidadosamente la conveniencia de la
opción. Además, se ha de evitar que dichas asambleas provoquen confusión sobre
el papel central del sacerdote y la dimensión sacramental en la vida de la
Iglesia. La importancia del papel de los laicos, a los que se ha de agradecer
su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, nunca ha de ocultar
el ministerio insustituible de los sacerdotes para la vida de la Iglesia.[213]
Así pues, se ha de vigilar atentamente para que las asambleas en ausencia de
sacerdote no den lugar a puntos de vista eclesiológicos en contraste con la
verdad del Evangelio y la tradición de la Iglesia. Es más, deberían ser
ocasiones privilegiadas para pedir a Dios que mande sacerdotes santos según su
corazón. A este respecto, es conmovedor lo que escribía el Papa Juan Pablo II
en la Carta a los Sacerdotes para el Jueves
Santo de 1979, recordando aquellos lugares en los que la gente, privada del
sacerdote por parte del régimen dictatorial, se reunía en una iglesia o
santuario, ponía sobre el altar la estola que conservaba todavía y recitaba las
oraciones de la liturgia eucarística, haciendo silencio « en el momento que
corresponde a la transustanciación », dando así testimonio del ardor con que «
desean escuchar las palabras, que sólo los labios de un sacerdote pueden
pronunciar eficazmente ».[214]
Precisamente en esta perspectiva, teniendo en cuenta el bien incomparable que
se deriva de la celebración del Sacrificio eucarístico, pido a todos los
sacerdotes una activa y concreta disponibilidad para visitar lo más a menudo
posible las comunidades confiadas a su atención pastoral, para que no
permanezcan demasiado tiempo sin el Sacramento de la caridad.
Una forma eucarística de la vida cristiana,
la pertenencia eclesial
76. La importancia del domingo como dies
Ecclesiae nos remite a la relación intrínseca entre la victoria de Jesús
sobre el mal y sobre la muerte y nuestra pertenencia a su Cuerpo eclesial. En
efecto, en el Día del Señor todo cristiano descubre también la dimensión
comunitaria de su propia existencia redimida. Participar en la acción
litúrgica, comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere decir, al mismo
tiempo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia a Él, que
murió por nosotros (cf. 1 Co 6,19 s.; 7,23). Verdaderamente, quién se
alimenta de Cristo vive por Él. El sentido profundo de la communio sanctorum
se entiende en relación con el Misterio eucarístico. La comunión tiene siempre
y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con
Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran
misteriosamente en el don eucarístico. « Donde se destruye la comunión con
Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye
también la raíz y el manantial de la comunión con nosotros. Y donde no se vive
la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios
Trinitario ».[215]
Así pues, llamados a ser miembros de Cristo y, por tanto, miembros los unos de
los otros (cf. 1 Co 12,27), formamos una realidad fundada
ontológicamente en el Bautismo y alimentada por la Eucaristía, una realidad que
requiere una respuesta sensible en la vida de nuestras comunidades.
La forma eucarística de la vida cristiana es sin
duda una forma eclesial y comunitaria. El modo concreto en que cada fiel puede experimentar
su pertenencia al Cuerpo de Cristo se realiza a través de la diócesis y las
parroquias, como estructuras fundamentales de la Iglesia en un territorio
particular. Las asociaciones, los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades —con la vitalidad de sus carismas concedidos por el Espíritu Santo
para nuestro tiempo—, así como también los Institutos de vida consagrada,
tienen el deber de dar su contribución específica para favorecer en los fieles
la percepción de pertenecer al Señor (cf. Rm 14,8). El fenómeno
de la secularización, que comporta aspectos marcadamente individualistas,
ocasiona sus efectos deletéreos sobre todo en las personas que se aíslan, y por
el escaso sentido de pertenencia. El cristianismo, desde sus comienzos, supone
siempre una compañía, una red de relaciones vivificadas continuamente por la
escucha de la Palabra, la Celebración eucarística y animadas por el Espíritu
Santo.
Espiritualidad y cultura eucarística
77. Es significativo que los Padres sinodales
hayan afirmado que « los fieles cristianos necesitan comprender más
profundamente las relaciones entre la Eucaristía y la vida cotidiana. La
espiritualidad eucarística no es solamente participación en la Misa y devoción
al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera ».[216]
Esta consideración tiene hoy un significado particular para todos
nosotros. Se ha de reconocer que uno de los efectos más graves de la
secularización, mencionada antes, consiste en haber relegado la fe cristiana al
margen de la existencia, como si fuera algo inútil con respecto al desarrollo
concreto de la vida de los hombres. El fracaso de este modo de vivir « como si
Dios no existiera » está ahora a la vista de todos. Hoy se necesita redescubrir
que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta,
sino una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida
de todos. Por eso la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida y de la misión
de la Iglesia, se tiene que traducir en espiritualidad, en vida « según el
Espíritu » (cf. Rm 8,4 s.; Ga 5,16.25). Resulta significativo que
san Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos en que invita a vivir el
nuevo culto espiritual, mencione al mismo tiempo la necesidad de cambiar el
propio modo de vivir y pensar: « Y no os ajustéis a este mundo, sino
transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es
la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto » (12,2). De esta
manera, el Apóstol de los gentiles subraya la relación entre el verdadero culto
espiritual y la necesidad de entender de un modo nuevo la vida y vivirla. La renovación
de la mentalidad es parte integrante de la forma eucarística de la vida
cristiana, « para que ya no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al
retortero por todo viento de doctrina » (Ef 4,14).
Eucaristía y evangelización de las culturas
78. De todo lo expuesto se desprende que el
Misterio eucarístico nos hace entrar en diálogo con las diferentes
culturas, aunque en cierto sentido también las desafía.[217]
Se ha de reconocer el carácter intercultural de este nuevo culto, de esta
logiké latreía. La presencia de Jesucristo y la efusión del Espíritu Santo
son acontecimientos que pueden confrontarse siempre con cada realidad cultural,
para fermentarla evangélicamente. Por consiguiente, esto comporta el compromiso
de promover con convicción la evangelización de las culturas, con la conciencia
de que el mismo Cristo es la verdad de todo hombre y de toda la historia
humana. La Eucaristía se convierte en criterio de valorización de todo lo que
el cristiano encuentra en las diferentes expresiones culturales. En este
importante proceso podemos escuchar las muy significativas palabras de san
Pablo que, en su primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta: « examinadlo
todo, quedándoos con lo bueno » (5,21).
Eucaristía y fieles laicos
79. En Cristo, Cabeza de la Iglesia que es su
Cuerpo, todos los cristianos forman « una raza elegida, un sacerdocio real, una
nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del
que nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa » (1 P
2,9). La Eucaristía, como misterio que se ha de vivir, se ofrece a cada
persona en la condición en que se encuentra, haciendo que viva diariamente la
novedad cristiana en su situación existencial. Puesto que el Sacrificio
eucarístico alimenta y acrecienta en nosotros lo que ya se nos ha dado en el
Bautismo, por el cual todos estamos llamados a la santidad,[218]
esto debería aflorar y manifestarse también en las situaciones o estados de
vida en que se encuentra cada cristiano. Este, viviendo la propia vida como
vocación, se convierte día tras día en culto agradable a Dios. Ya desde la
reunión litúrgica, el Sacramento de la Eucaristía nos compromete en la realidad
cotidiana para que todo se haga para gloria de Dios.
Puesto que el mundo es « el campo » (Mt
13,38) en el que Dios pone a sus hijos como buena semilla, los laicos
cristianos, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y fortalecidos por la
Eucaristía, están llamados a vivir la novedad radical traída por Cristo
precisamente en las condiciones comunes de la vida.[219]
Han de cultivar el deseo de que la Eucaristía influya cada vez más
profundamente en su vida cotidiana, convirtiéndolos en testigos visibles en su
propio ambiente de trabajo y en toda la sociedad.[220]
Animo en especial a las familias para que este Sacramento sea fuente de fuerza
e inspiración. El amor entre el hombre y la mujer, la acogida de la vida y la
tarea educativa son ámbitos privilegiados en los que la Eucaristía puede
mostrar su capacidad de transformar la existencia y llenarla de sentido.[221]
Los Pastores siempre han de apoyar, educar y animar a los fieles laicos a vivir
plenamente su propia vocación a la santidad en el mundo, al que Dios ha amado
tanto que le ha entregado a su Hijo para que se salve por Él (cf. Jn
3,16).
Eucaristía y espiritualidad sacerdotal
80. Indudablemente, la forma eucarística de la
existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal.
La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística. La semilla de esta
espiritualidad ya se encuentra en las palabras que el Obispo pronuncia en
la liturgia de la Ordenación: « Recibe la ofrenda del pueblo santo para
presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y
conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor ».[222]
El sacerdote, para dar a su vida una forma eucarística cada vez más plena, ya
en el período de formación y luego en los años sucesivos, ha de dedicar tiempo
a la vida espiritual.[223]
Está llamado a ser siempre un auténtico buscador de Dios, permaneciendo al
mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual
intensa le permitirá entrar más profundamente en comunión con el Señor y le
ayudará a dejarse ganar por el amor de Dios, siendo su testigo en todas las
circunstancias, aunque sean difíciles y sombrías. Por esto, junto con los
Padres del Sínodo, recomiendo a los sacerdotes « la celebración diaria de la
santa Misa, aun cuando no hubiera participación de fieles ».[224]
Esta recomendación está en consonancia ante todo con el valor objetivamente
infinito de cada Celebración eucarística; y, además, está motivado por su
singular eficacia espiritual, porque si la santa Misa se vive con atención y
con fe, es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la
configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación.
Eucaristía y vida consagrada
81. En el contexto de la relación entre la Eucaristía
y las diversas vocaciones eclesiales resplandece de modo particular « el
testimonio profético de las consagradas y de los consagrados, que encuentran en
la Celebración eucarística y en la adoración la fuerza para el seguimiento
radical de Cristo obediente, pobre y casto ».[225]
Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos servicios en el
campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o
en la asistencia a los enfermos, saben que el objetivo principal de su vida es
« la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios ».[226]
La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida consagrada es más en
el orden del ser que en el del hacer. En este contexto, quisiera subrayar la
importancia del testimonio virginal precisamente en relación con el misterio de
la Eucaristía. En efecto, además de la relación con el celibato sacerdotal, el
Misterio eucarístico manifiesta una relación intrínseca con la virginidad
consagrada, ya que es expresión de la consagración exclusiva de la Iglesia a
Cristo, que ella con fidelidad radical y fecunda acoge como a su Esposo.[227]
La virginidad consagrada encuentra en la Eucaristía inspiración y alimento para
su entrega total a Cristo. Además, en la Eucaristía obtiene consuelo e impulso
para ser, también en nuestro tiempo, signo del amor gratuito y fecundo de Dios
a la humanidad. A través de su testimonio específico, la vida consagrada se
convierte objetivamente en referencia y anticipación de las « bodas del Cordero
» (Ap 19,7-9), meta de toda la historia de la salvación. En este
sentido, es una llamada eficaz al horizonte escatológico que todo hombre
necesita para poder orientar sus propias opciones y decisiones de vida.
Eucaristía y transformación moral
82. Descubrir la belleza de la forma eucarística
de la vida cristiana nos lleva a reflexionar también sobre la fuerza moral que
dicha forma produce para defender la auténtica libertad de los hijos de Dios.
Con esto deseo recordar una temática surgida en el Sínodo sobre la relación
entre forma eucarística de la vida y transformación moral. El Papa Juan
Pablo II afirmaba que la vida moral « posee el valor de un ‘‘culto espiritual''
(Rm 12,1; cf. Flp 3,3) que nace y se alimenta de aquella
inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos,
especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la
Cruz, el cristiano comulga con el amor de donación de Cristo y se capacita y
compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos
de vida ».[228]
En definitiva, « en el ‘‘culto'' mismo, en la comunión eucarística, está
incluido a la vez el ser amado y el amar a los otros. Una Eucaristía que no
comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma ».[229]
Esta referencia al valor moral del culto
espiritual no se ha de interpretar en clave moralista. Es ante todo el gozoso
descubrimiento del dinamismo del amor en el corazón que acoge el don del Señor,
se abandona a Él y encuentra la verdadera libertad. La transformación moral que
comporta el nuevo culto instituido por Cristo, es una tensión y un deseo
cordial de corresponder al amor del Señor con todo el propio ser, a pesar de la
conciencia de la propia fragilidad. Todo esto está bien reflejado en el relato
evangélico de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10). Después de haber hospedado a
Jesús en su casa, el publicano se ve completamente transformado: decide dar la
mitad de sus bienes a los pobres y devuelve cuatro veces más a quienes había
robado. El impulso moral, que nace de acoger a Jesús en nuestra vida, brota de
la gratitud por haber experimentado la inmerecida cercanía del Señor.
Coherencia eucarística
83. Es importante notar lo que los Padres
sinodales han denominado coherencia eucarística, a la cual está llamada
objetivamente nuestra vida. En efecto, el culto agradable a Dios nunca es un
acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario,
exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos
los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la
posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores
fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su
concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre
hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien
común en todas sus formas.[230]
Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores
católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse
particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para
presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza
humana.[231]
Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1 Co 11,27-29).
Los Obispos han de llamar constantemente la atención sobre estos valores. Ello
es parte de su responsabilidad para con la grey que se les ha confiado.[232]
Eucaristía, misterio que se ha de anunciar
Eucaristía y misión
84. En la homilía durante la Celebración eucarística
con la que he iniciado solemnemente mi ministerio en la Cátedra de Pedro,
decía: « Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el
Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la
amistad con él ».[233]
Esta afirmación asume una mayor intensidad si pensamos en el Misterio
eucarístico. En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos
en el Sacramento. Éste exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo
que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por
eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es
también de su misión: « Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia
misionera ».[234]
También nosotros podemos decir a nuestros hermanos con convicción: « Lo que
hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros » (1
Jn 1,3). Verdaderamente, nada hay más hermoso que encontrar a Cristo y
comunicarlo a todos. Además, la institución misma de la Eucaristía anticipa lo
que es el centro de la misión de Jesús: Él es el enviado del Padre para la
redención del mundo (cf. Jn 3,16-17; Rm 8,32). En la última Cena
Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él
ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos
nosotros. No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por
ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a
llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte
constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana.
Eucaristía y testimonio
85. La misión primera y fundamental que recibimos
de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra
vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra
vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos
convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser,
aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio como
la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger
libremente esta novedad radical. En el testimonio Dios, por así decir, se
expone al riesgo de la libertad del hombre. Jesús mismo es el testigo fiel y
veraz (cf. Ap 1,5; 3,14); vino para dar testimonio de la verdad (cf. Jn
18,37). Con estas reflexiones deseo recordar un concepto muy querido por
los primeros cristianos, pero que también nos afecta a nosotros, cristianos de
hoy: el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido
considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto
espiritual: « Ofreced vuestros cuerpos » (Rm 12,1). Se puede recordar,
por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, discípulo de
san Juan: todo el acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más
aún como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía.[235]
Pensemos también en la conciencia eucarística que san Ignacio de Antioquía
expresa ante su martirio: él se considera « trigo de Dios » y desea llegar a
ser en el martirio « pan puro de Cristo ».[236]
El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la
Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía. Tampoco faltan
hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de
Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos
que el culto agradable a Dios implica también interiormente esta
disponibilidad,[237]
y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida
cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo.
Jesucristo, único Salvador
86. Subrayar la relación intrínseca entre
Eucaristía y misión nos ayuda a redescubrir también el contenido último de
nuestro anuncio. Cuanto más vivo sea el amor por la Eucaristía en el corazón
del pueblo cristiano, tanto más clara tendrá la tarea de la misión: llevar a
Cristo. No es sólo una idea o una ética inspirada en Él, sino el don de su
misma Persona. Quien no comunica la verdad del Amor al hermano no ha dado
todavía bastante. La Eucaristía, como sacramento de nuestra salvación, nos
lleva a considerar de modo ineludible la unicidad de Cristo y de la salvación
realizada por Él a precio de su sangre. Por tanto, la exigencia de educar
constantemente a todos al trabajo misionero, cuyo centro es el anuncio de
Jesús, único Salvador, surge del Misterio eucarístico, creído y celebrado.[238]
Así se evitará que se reduzca a una interpretación meramente sociológica la
decisiva obra de promoción humana que comporta siempre todo auténtico proceso
de evangelización.
Libertad de culto
87. En este contexto, deseo hablar de lo que los
Padres han afirmado durante la asamblea sinodal sobre las graves dificultades
que afectan a la misión de aquellas comunidades cristianas que viven en
condiciones de minoría o incluso privadas de la libertad religiosa.[239]
Realmente debemos dar gracias al Señor por todos los Obispos, sacerdotes,
personas consagradas y laicos, que se dedican a anunciar el Evangelio y viven
su fe arriesgando la propia vida. En muchas regiones del mundo el mero hecho de
ir a la Iglesia es un testimonio heroico que expone a las personas a la
marginación y a la violencia. En esta ocasión, deseo confirmar también la
solidaridad de toda la Iglesia con los que sufren por la falta de libertad de
culto. Como sabemos, donde falta la libertad religiosa, falta en definitiva la
libertad más significativa, ya que en la fe el hombre expresa su íntima
convicción sobre el sentido último de su vida. Pidamos, pues, que aumenten los
espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los cristianos,
así como también los miembros de otras religiones, puedan vivir personal y
comunitariamente sus convicciones libremente.
Eucaristía,
misterio que se ha de ofrecer al mundo
Eucaristía: pan partido para la vida del mundo
88. « El pan que yo daré es mi carne para la vida
del mundo » (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero
sentido del don de su propia vida por todos los hombres y nos muestran también
la íntima compasión que Él tiene por cada persona. En efecto, los Evangelios
nos narran muchas veces los sentimientos de Jesús por los hombres, de modo
especial por los que sufren y los pecadores (cf. Mt 20,34; Mc 6,54;
Lc 9,41). Mediante un sentimiento profundamente humano, Él expresa la
intención salvadora de Dios para todos los hombres, a fin de que lleguen a la
vida verdadera. Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don
de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo entero.
Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de
Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el
servicio de la caridad para con el prójimo, que « consiste precisamente en que,
en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera
conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con
Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a
implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya
sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo ».[240]
De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por
los que el Señor ha dado su vida amándolos « hasta el extremo » (Jn
13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía,
han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para
todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse
« pan partido » para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo
y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de
reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a
comprometerse en primera persona: « dadles vosotros de comer » (Mt
14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto
con Jesús, pan partido para la vida del mundo.
Implicaciones sociales del Misterio eucarístico
89. La unión con Cristo que se realiza en el
Sacramento nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: « la
"mística'' del Sacramento tiene un carácter social ». En efecto, « la
unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se
entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en
unión con todos los que son suyos o lo serán »[241]
A este respecto, hay que explicitar la relación entre Misterio eucarístico y
compromiso social. La Eucaristía es sacramento de comunión entre hermanos y
hermanas que aceptan reconciliarse en Cristo, el cual ha hecho de judíos y
paganos un pueblo solo, derribando el muro de enemistad que los separaba (cf. Ef
2,14). Sólo esta constante tensión hacia la reconciliación permite comulgar
dignamente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Mt 5,23- 24).[242]
Cristo, por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre los
hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que
aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la
justicia. No cabe duda de que las condiciones para establecer una paz verdadera
son la restauración de la justicia, la reconciliación y el perdón.[243]
De esta toma de conciencia nace la voluntad de transformar también las
estructuras injustas para restablecer el respeto de la dignidad del hombre,
creado a imagen y semejanza de Dios. La Eucaristía, a través de la puesta en
práctica de este compromiso, transforma en vida lo que ella significa en la
celebración. Como he afirmado, la Iglesia no tiene como tarea propia emprender
una batalla política para realizar la sociedad más justa posible; sin embargo,
tampoco puede ni debe quedarse al margen de la lucha por la justicia. La
Iglesia « debe insertarse en ella a través de la argumentación racional y debe
despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige
también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar ».[244]
En la perspectiva de la responsabilidad social de
todos los cristianos, los Padres sinodales han recordado que el sacrificio de
Cristo es misterio de liberación que nos interpela y provoca continuamente.
Dirijo por tanto una llamada a todos los fieles para que sean realmente operadores
de paz y de justicia: « En efecto, quien participa en la Eucaristía ha de
comprometerse en construir la paz en nuestro mundo marcado por tantas
violencias y guerras, y de modo particular hoy, por el terrorismo, la
corrupción económica y la explotación sexual ».[245]
Todos estos problemas, que a su vez engendran otros fenómenos degradantes, son
los que despiertan viva preocupación. Sabemos que estas situaciones no se
pueden afrontar de un manera superficial. Precisamente, gracias al Misterio que
celebramos, deben denunciarse las circunstancias que van contra la dignidad del
hombre, por el cual Cristo ha derramado su sangre, afirmando así el alto valor
de cada persona.
El alimento de la verdad y la indigencia del
hombre
90. No podemos permanecer pasivos ante ciertos
procesos de globalización que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en
todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres. Debemos denunciar a quien
derrocha las riquezas de la tierra, provocando desigualdades que claman al
cielo (cf. St 5,4). Por ejemplo, es imposible permanecer callados ante «
las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados
—en muchas partes del mundo— concentrados en precarias condiciones para
librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no
son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las
mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás? ».[246]
El Señor Jesús, Pan de vida eterna, nos apremia y nos hace estar atentos a las
situaciones de pobreza en que se halla todavía gran parte de la humanidad: son
situaciones cuya causa implica a menudo un clara e inquietante responsabilidad
por parte de los hombres. En efecto, « sobre la base de datos estadísticos
disponibles, se puede afirmar que menos de la mitad de las ingentes sumas
destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de
manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto
interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede
y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de
la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones
internacionales políticas, comerciales y culturales, que a causa de
circunstancias incontroladas ».[247]
El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar
las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la
explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para
trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor. Los
cristianos han procurado desde el principio compartir sus bienes (cf. Hch
4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rm 15,26). La colecta en las asambleas
litúrgicas no sólo nos lo recuerda expresamente, sino que es también una
necesidad muy actual. Las instituciones eclesiales de beneficencia, en
particular Caritas en sus diversos ámbitos, prestan el precioso servicio
de ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres. Estas
instituciones, inspirándose en la Eucaristía, que es el sacramento de la
caridad, se convierten en su expresión concreta; por ello merecen todo encomio
y estímulo por su compromiso solidario en el mundo.
Doctrina social de la Iglesia
91. El misterio de la Eucaristía nos capacita e
impulsa a un trabajo audaz en las estructuras de este mundo para llevarles
aquel tipo de relaciones nuevas, que tiene su fuente inagotable en el don de
Dios. La oración que repetimos en cada santa Misa: « Danos hoy nuestro pan de
cada día », nos obliga a hacer todo lo posible, en colaboración con las
instituciones internacionales, estatales o privadas, para que cese o al menos
disminuya en el mundo el escándalo del hambre y de la desnutrición que sufren
tantos millones de personas, especialmente en los países en vías de desarrollo.
El cristiano laico en particular, formado en la escuela de la Eucaristía, está
llamado a asumir directamente su propia responsabilidad política y social. Para
que pueda desempeñar adecuadamente sus cometidos hay que prepararlo mediante
una educación concreta para la caridad y la justicia. Por eso, como ha pedido
el Sínodo, es necesario promover la doctrina social de la Iglesia y darla a
conocer en las diócesis y en las comunidades cristianas.[248]
En este precioso patrimonio, procedente de la más antigua tradición eclesial,
encontramos los elementos que orientan con profunda sabiduría el comportamiento
de los cristianos ante las cuestiones sociales candentes. Esta doctrina,
madurada durante toda la historia de la Iglesia, se caracteriza por el realismo
y el equilibrio, ayudando así a evitar compromisos equívocos o utopías
ilusorias.
Santificación del mundo y salvaguardia de la
creación
92. Para desarrollar una profunda espiritualidad
eucarística que pueda influir también de manera significativa en el campo
social, se requiere que el pueblo cristiano tenga conciencia de que, al dar
gracias por medio de la Eucaristía, lo hace en nombre de toda la creación,
aspirando así a la santificación del mundo y trabajando intensamente para tal
fin.[249]
La Eucaristía misma proyecta una luz intensa sobre la historia humana y sobre
todo el cosmos. En esta perspectiva sacramental aprendemos, día a día, que todo
acontecimiento eclesial tiene carácter de signo, mediante el cual Dios se
comunica a sí mismo y nos interpela. De esta manera, la forma eucarística de la
vida puede favorecer verdaderamente un auténtico cambio de mentalidad en el
modo de ver la historia y el mundo. La liturgia misma nos educa para todo esto
cuando, durante la presentación de las ofrendas, el sacerdote dirige a Dios una
oración de bendición y de petición sobre el pan y el vino, « fruto de la tierra
», « de la vid » y del « trabajo del hombre ». Con estas palabras, además de
incluir en la ofrenda a Dios toda la actividad y el esfuerzo humano, el rito
nos lleva a considerar la tierra como creación de Dios, que produce todo lo
necesario para nuestro sustento. La creación no es una realidad neutral, mera
materia que se puede utilizar indiferentemente siguiendo el instinto humano.
Más bien forma parte del plan bondadoso de Dios, por el que todos nosotros
estamos llamados a ser hijos e hijas en el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo
(cf. Ef 1,4-12). La fundada preocupación por las condiciones ecológicas
en que se halla la creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de
consuelo en la perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a
actuar responsablemente en defensa de la creación.[250]
En efecto, en la relación entre la Eucaristía y el universo descubrimos la
unidad del plan de Dios y se nos invita a descubrir la relación profunda entre
la creación y la « nueva creación », inaugurada con la resurrección de Cristo,
nuevo Adán. En ella participamos ya desde ahora en virtud del Bautismo (cf.
Col 2,12 s.), y así se le abre a nuestra vida cristiana, alimentada por la
Eucaristía, la perspectiva del mundo nuevo, del nuevo cielo y de la nueva
tierra, donde la nueva Jerusalén baja del cielo, desde Dios, « ataviada como
una novia que se adorna para su esposo » (Ap 21,2).
Utilidad de un Compendio eucarístico
93. Al final de estas reflexiones, en las que he
querido fijarme en las orientaciones surgidas en el Sínodo, deseo acoger
también una petición que hicieron los Padres para ayudar al pueblo cristiano a
creer, celebrar y vivir cada vez mejor el Misterio eucarístico. Preparado por
los Dicasterios competentes se publicará un Compendio que recogerá
textos del Catecismo de la Iglesia Católica, oraciones y explicaciones de las
Plegarias Eucarísticas del Misal, así como todo lo que pueda ser útil para la
correcta comprensión, celebración y adoración del Sacramento del altar.[251]
Espero que este instrumento ayude a que el memorial de la Pascua del Señor se
convierta cada vez más en fuente y culmen de la vida y de la misión de la
Iglesia. Esto impulsará a cada fiel a hacer de su propia vida un verdadero
culto espiritual.
94. Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es
el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la
plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su
propia vida gracias a su piedad eucarística! De san Ignacio de Antioquía a san
Agustín, de san Antonio abad a san Benito, de san Francisco de Asís a santo
Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san
Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al
beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux,
de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio
Frassati al beato Iván Merz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres, la
santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.
Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea
realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio.
El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos
asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida
trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La
celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de
Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El
ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los
creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké
latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm
12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su
gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la
promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los
presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico,
reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación
constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de
santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a
encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para
transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor
resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su
propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al
Señor.
95. A principios del siglo IV, el culto cristiano
estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del
Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor,
desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les
era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non
possumus.[252]
Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho
de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la
fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir
sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta
dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día
del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué
tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por
Cristo con el misterio de la Eucaristía?
96. Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca
de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del
Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del
modo más perfecto. La Iglesia ve en María, « Mujer eucarística » —como la llamó
el Siervo de Dios Juan Pablo II [253]—,
su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida
eucarística. Por eso, disponiéndose a acoger sobre el altar el « verum
Corpus natum de Maria Virgine », el sacerdote, en nombre de la asamblea
litúrgica, afirma con las palabras del canon: « Veneramos la memoria, ante
todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y
Señor ».[254]
Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones
cristianas orientales. Los fieles, por su parte, « encomiendan a María, Madre
de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos
sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva,
agradable al Padre ».[255]
Ella es la Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el
resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia celestial, que debe
reflejarse también en nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella
hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para
poder presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, «
inmaculados » ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio (cf.
Col 1,21; Ef 1,4).[256]
97. Que el Espíritu Santo, por intercesión de la
Santísima Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los
discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el
asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito
litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de
Dios. Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén para
compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la
verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros,
compañero fiel de nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo
muerto y resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la
Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor.
Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía,
para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la que
Jesús se despidió de sus discípulos: « Yo estoy con vosotros todos los días,
hasta al fin del mundo » (Mt 28,20).
En Roma, junto a san Pedro, el 22 de Febrero,
fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro, del año 2007, segundo de mi
Pontificado.
Notas
[1]
Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 73, a. 3.
[2] In Iohannis Evangelium Tractatus, 26,5: PL 35, 1609.
[3] A los participantes en la Asamblea Plenaria de la
Congregación para la Doctrina de la Fe (10 febrero 2006): AAS 98 (2006),
255.
[4] Discurso a los participantes en la III reunión del XI
Consejo Ordinario del Sínodo de los Obispos (1 junio 2006): L'Osservatore Romano, ed.
en lengua española (9 junio 2006), p. 18.
[5]
Cf. Propositio 2.
[6]
Me refiero a la necesidad de una hermenéutica de la continuidad con referencia
también a una correcta lectura del desarrollo litúrgico después del Concilio
Vaticano II: cf. Discurso a la Curia Romana (22
diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[7]
Cf. AAS 97(2005), 337-352.
[8]
Cf. Año de la Eucaristía. Sugerencias y propuestas
(14 octubre 2004): L'Osservatore Romano (15 octubre 2004), Suplemento.
[9]
Cf. AAS 95(2003), 433-475. Recuérdese también la Instrucción de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Redemptionis Sacramentum (25 marzo
2004): AAS 96 (2004), 549-601, querida expresamente por Juan Pablo II.
[10]
Por recordar sólo los principales: Conc. Ecum. de Trento, Doctrina et
canones de ss. Missae sacrificio, DS 1738-1759; León XIII, Carta
enc. Mirae Caritatis (28 mayo 1902): ASS (1903), 115- 136,
115-136; Pío XII, Carta enc. Mediator Dei (20 noviembre 1947): AAS
39 (1947), 521-595; Pablo VI, Carta enc. Mysterium Fidei (3 septiembre
1965): AAS 57 (1965), 753-774; Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003): AAS 95(2003), 433-475;
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Eucharisticum mysterium (25 mayo 1967): AAS 59
(1967), 539-573; Instr. Liturgiam authenticam (28 marzo 2001): AAS 93
(2001), 685-726.
[11] Cf. Propositio 1.
[12]
N. 14: AAS 98 (2006), 229.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 1327.
[14] Propositio 16.
[15] Homilía en la Misa de toma de posesión de la Cátedra
de Roma (7
mayo 2005): AAS 97 (2005), 752.
[16]
Cf. Propositio 4.
[17] De Trinitate, VIII,
8, 12: CCL 50, 287.
[18]
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
12: AAS 98 (2006), 228.
[19]
Cf. Propositio 3.
[20]
Breviario Romano, Himno en el Oficio de lectura de la solemnidad del
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
[21]
Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
13: AAS 98 (2006), 228.
[22] Homilía en la explanada de Marienfeld (21 agosto 2005): AAS 97 (2005),
891-892.
[23]
Cf. Propositio 3.
[24]
Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.
[25] Catequesis XXIII, 7:
PG 33, 1114s.
[26]
Cf. Sobre el sacerdocio, VI, 4: PG 48, 681.
[27] Ibíd., III,
4: PG 48, 642.
[28] Propositio 22.
[29]
Cf. Propositio 42: « Este encuentro eucarístico se realiza en el
Espíritu Santo que nos transforma y santifica. Él despierta en el discípulo la
decidida voluntad de anunciar con audacia a los demás lo que se ha escuchado y
vivido, para acompañarlos al mismo encuentro con Cristo. De este modo, el
discípulo, enviado por la Iglesia, se abre a una misión sin fronteras ».
[30]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 3;
véase, por ejemplo, S. Juan Crisóstomo, Catequesis 3,13-19: SC
50,174-177.
[31]
Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 1: AAS 95(2003) 433.
[32] Ibíd.,
21: AAS 95 (2003), 447.
[33]
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptor
hominis (4 marzo 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316; Carta
ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 4: AAS
72 (1980), 119-121.
[34] Cf. Propositio 5.
[35] Cf. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 80, a. 4.
[36] N. 38: AAS 95 (2003), 458.
[37] Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[38]
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, sobre algunos
aspectos de la Iglesia como comunión (28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993),
844-845.
[39] Propositio 5: « El
término “católico” expresa la universalidad que proviene de la unidad que la
Eucaristía, que se celebra en cada Iglesia, favorece y edifica. En la
Eucaristía, las Iglesias particulares tienen el papel de hacer visible en la
Iglesia universal su propia unidad y su diversidad. Esta relación de amor
fraterno deja entrever la comunión trinitaria. Los concilios y los sínodos expresan
en la historia este aspecto fraterno de la Iglesia ».
[40]
Cf. ibíd.
[41]
Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[42] Cf. Propositio 14.
[43] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[44] De Orat. Dom.,
23: PL 4, 553.
[45] Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48;
cf. también ibíd., 9.
[46]
Cf. Propositio 13.
[47]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 7.
[48]
Cf. ibíd., 11; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera
de la Iglesia, 9.13.
[49]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 7:
AAS 72 (1980), 124-127; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[50]
Cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 710.
[51]
Cf. Rito de la iniciación cristiana de los adultos, Introd. gen., nn.
34-36.
[52]
Cf. Rito del Bautismo de los niños, Introd. nn. 18-19.
[53]
Cf. Propositio 15.
[54]
Cf. Propositio 7. Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia
de Eucharistia (17 abril 2003), 36: AAS 95 (2003),
457-458.
[55]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984), 18: AAS 77 (1985), 224-228.
[56]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1385.
[57]
A este respecto, se puede pensar en el Confiteor o en las palabras del
sacerdote y de la asamblea antes de acercarse al altar: « Señor, no soy
digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme
». La liturgia prevé justamente algunas oraciones muy bellas para el sacerdote,
transmitidas por la tradición y que le recuerdan la necesidad de ser perdonado,
como, por ejemplo, las que se pronuncian en voz baja antes de invitar a los
fieles a la comunión sacramental: « líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y
de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus
mandamientos y jamás permitas que me separe de ti ».
[58]
Cf. S. Juan Damasceno, Sobre la recta fe, IV, 9: PG 94, 1124C; S.
Gregorio Nacianceno, Discurso 39, 17: PG 36, 356A; Conc. Ecum. de
Trento, Doctrina de sacramento paenitentiae, cap. 2: DS 1672.
[59] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11; Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984), 30: AAS 77 (1985), 256-257.
[60] Cf. Propositio 7.
[61]Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Misericordia Dei (7 abril 2002): AAS 94 (2002), 452-459.
[62]
Junto con los Padres sinodales, recuerdo que las celebraciones penitenciales no
sacramentales, mencionadas en el ritual del sacramento de la Reconciliación,
pueden ser útiles para aumentar el espíritu de conversión y de comunión en las
comunidades cristianas, preparando así los corazones a la celebración del
sacramento: cf. Propositio 7.
[63] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 508.
[64] Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 enero 1967),
Normae, n. 1: AAS 59 (1967), 21.
[65] Ibíd., 9:
AAS 59 (1967), 18-19.
[66]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
1499-1531.
[68]
Cf. Propositio 44.
[69]
Cf. Sínodo de los Obispos, II Asamblea General, Documento sobre el sacerdocio
ministerial Ultimis temporibus (30 noviembre 1971): AAS 63
(1971), 898-942.
[70]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992),
42-69: AAS 84 (1992), 729-778.
[71]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta sobre algunas cuestiones
concernientes al ministro de la Eucaristía Sacerdotium ministeriale (6
agosto 1983): AAS 75 (1983), 1001-1009.
[72] Catecismo de la Iglesia Católica, 1548.
[74]
Cf. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: PL 35, 1967.
[75]
Cf. Propositio 11.
[76]
Cf. Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el
ministerio y vida de los presbíteros, 16.
[77]
Cf. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia (1 agosto 1959): AAS
51 (1959), 545-579; Pablo VI, Carta enc. Sacerdotalis coelibatus (24
junio 1967): AAS 59 (1967), 657-697; Juan Pablo II, Exhort. ap.
postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992),
29: AAS 84 (1992), 703-705; Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana ( 22
diciembre 2006): L'Osservatore Romano, ed. en lengua española (29
diciembre 2006), p. 7.
[78]
Cf. Propositio 11.
[79]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, sobre la formación
sacerdotal, 6; Código de Derecho Canónico, can. 241, § 1 y can. 1029; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 342, § 1 y can. 758; Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992)
11.34.50: AAS 84 (1992), 673-675; 712-714; 746-748; Congregación para el
Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Dives Ecclesiae (31 marzo 1994), 58: LEV,
1994, pp. 56-58; Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre los criterios de discernimiento
vocacional sobre las personas con tendencias homosexuales con vistas a su
admisión al Seminario y a las Órdenes sagradas (4 noviembre 2005):
AAS 97 (2005), 1007-1013.
[80]
Cf. Propositio 12; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992) 41:
AAS 84 (1992), 726-729.
[81]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.
[82]
Cf. Propositio 38.
[83]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 57: AAS 74 (1982), 149-150.
[84] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 26: AAS 80
(1988), 1715-1716.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 1617.
[86]
Cf. Propositio 8.
[87]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[88]Cf.
Propositio 8.
[89]
Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988): AAS
80 (1988), 1653-1729; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la
colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo
(31 mayo 2004): AAS 96 (2004), 671-687.
[90]
Cf. Propositio 9.
[91]
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1640.
[92]
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 84: AAS 74 (1982), 184-186; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la
recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y
vueltos a casar Annus Internationalis Familiae (14 septiembre
1994): AAS 86 (1994), 974-979.
[93]
Cf. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Instrucción sobre las
normas que han de observarse en los tribunales eclesiásticos en las causas
matrimoniales Dignitas connubii (25 enero 2005),
Ciudad del Vaticano, 2005.
[94]
Cf. Propositio 40.
[95] Discurso al Tribunal de la Rota Romana con ocasión de
la inauguración del año judicial (28 enero 2006): AAS 98
(2006), 138.
[96]
Cf. Propositio 40.
[97]
Cf. ibíd.
[98]
Cf. ibíd.
[99]
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 48.
[100] Cf. Propositio 3.
[101] A este propósito, quisiera recordar las palabras llenas de esperanza y de
consuelo de la Plegaria eucarística II: « Acuérdate también de nuestros
hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección, y de todos los que
han muerto en tu misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro ».
[102] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS
98 (2006), 15-16.
[103] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.
[104] Propositio 4.
[105] Relatio post disceptationem, 4: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), p. 5.
[106] Cf. Serm. 1, 7; 11, 10; 22, 7; 29, 76: Sermones dominicales ad
fidem codicum nunc denuo editi, Grottaferrata, 1977, pp.135, 209 s., 292
s., 337; Benedicto XVI, Mensaje a los Movimientos Eclesiales y a las Nuevas
Comunidades (22 mayo 2006): AAS 98 (2006), 463.
[107] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
2.4.
[109] Propositio 33.
[110] Sermo 227, 1: PL 38,
1099.
[111] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: PL 35,
1568.
[112] Ibíd., 28,1: PL 35,
1622.
[113] Cf. Propositio 30. La santa Misa que la Iglesia celebra durante la
semana, y a la que se invita a los fieles a participar, tiene también su
paradigma en el día del Señor, el día de la resurrección de Cristo; Propositio
43.
[114] Cf. Propositio 2.
[115] Cf. Propositio 25.
[116] Cf. Propositio 19. La Propositio 25 especifica: « Una
auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del Misterio eucarístico. Ésta
debería reflejarse en las palabras y las acciones del sacerdote celebrante
mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles como por ellos ».
[117] Ordenación General del Misal Romano, 22; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 41; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo
2004), 19-25: AAS 96 (2004), 555-557.
[118] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos, 14; Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 41.
[119] Ordenación General del Misal Romano, 22.
[120] Cf. ibíd.
[121] Cf. Propositio 25.
[122] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 112-130.
[123] Cf. Propositio 27.
[124] Cf. ibíd.
[125] Con referencia a estos aspectos, es necesario atenerse fielmente a lo
establecido en la Ordenación General del Misal Romano, 319-351.
[126] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 39-41; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 112-118.
[127] Sermo 34, 1:
PL 38, 210.
[128] Cf. Propositio 25: « Como todas las expresiones artísticas, también
el canto debe armonizarse íntimamente con la liturgia y contribuir eficazmente
a su finalidad, es decir, ha de expresar la fe, la oración, la admiración y el
amor a Jesús presente en la Eucaristía ».
[129] Cf. Propositio 29.
[130] Cf. Propositio 36.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 116; Ordenación General del Misal Romano, 41.
[132] Ordenación General del Misal Romano, 28; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 56; Sagrada Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum
Mysterium (25 mayo 1967), 3: AAS 57 (1967), 540-543.
[133] Cf. Propositio 18.
[134] Ibíd.
[135] Ordenación General del Misal Romano, 29.
[136] Cf. Juan Pablo II, Carta. enc. Fides
et ratio (14 septiembre 1998), 13: AAS 91 (1999),
15-16.
[137] S. Jerónimo, Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17; cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
25.
[138] Cf. Propositio 31.
[139] Cf. Ordenación General del Misal Romano, 29; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 7.33.52.
[140] Propositio 19.
[141] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 52.
[142] Cf. Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
21.
[143] Para este fin, el Sínodo ha exhortado a elaborar elementos pastorales
basados en el leccionario trienal, que ayuden a unir intrínsecamente la
proclamación de las lecturas previstas con la doctrina de la fe: cf. Propositio
19.
[144] Cf. Propositio 20.
[145] Ordenación General del Misal Romano, 78.
[146] Cf. ibíd. 78-79.
[147] Cf. Propositio 22.
[148] Ordenación General del Misal Romano, 79d.
[149] Ibíd. 79c.
[150] Teniendo en cuenta costumbres antiguas y venerables, así como los deseos
manifestados por los Padres sinodales, he pedido a los Dicasterios competentes
que estudien la posibilidad de colocar el rito de la paz en otro momento, por
ejemplo, antes de la presentación de las ofrendas en el altar. Por lo demás,
dicha opción recordaría de manera significativa la amonestación del Señor sobre
la necesidad de reconciliarse antes de presentar cualquier ofrenda a Dios (cf. Mt
5,23 s.): cf. Propositio 23.
[151] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo
2004), 80-96: AAS 96 (2004), 574-577.
[152] Cf. Propositio 34.
[153] Cf. Propositio 35.
[154] Cf. Propositio 24.
[155] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 14-20; 30 s.; 48 s.; Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo
2004), 36-42: AAS 96 (2004), 561-564.
[156] N. 48.
[157] Ibíd.
[158] Cf. Congregación para el Clero y otros Dicasterios de la Curia Romana,
Instr. Sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos
en el sagrado ministerio de los sacerdotes, Ecclesiae de mysterio (15
agosto 1997): AAS 89 (1997), 852-877.
[159] Cf. Propositio 33.
[160] Ordenación General del Misal Romano, 92.
[161] Cf. ibíd., 94.
[162] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 24; Ordenación General del Misal Romano, nn.
95-111; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Instr. Redemptionis Sacramentum (25 marzo
2004), 43-47: AAS 96 (2004), 564-566; Propositio 33: « Se han de
introducir estos ministerios de acuerdo con un mandato específico y las
exigencias reales de la comunidad que celebra. Las personas encargadas de estos
servicios litúrgicos laicales han de ser elegidas con mucha atención, bien
preparadas y acompañadas con una formación permanente. Su nombramiento ha de
ser temporal. Dichas personas deben ser conocidas por la comunidad y recibir de
ella el debido reconocimiento ».
[163] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 37-42.
[164] Cf. nn. 386-399.
[165] AAS 87
(1995), 288-314.
[166] Cf. Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre
1995), 55-71; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 enero
1999), 16.40.64.70-72: AAS 91 (1999), 752-753; 775-776; 799; 805-809;
Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 21s.:
AAS 92 (2000), 482-487; Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania
(22 noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 382- 384; Exhort. ap.
postsinodal Ecclesia in Europa (28 junio 2003), 58- 60: AAS 95
(2003), 685-686.
[167] Cf. Propositio 26.
[168] Cf. Propositio 35; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 11.
[169] Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica,
1388; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 55.
[170] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 34: AAS 95
(2003), 456.
[171] Así, por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q.
80, a. 1,2; Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección, cap. 35. La
doctrina ha sido confirmada con autoridad por el Concilio de Trento, sess.
XIII, c. VIII.
[172] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut
unum sint (25 mayo 1995), 8: AAS 87 (1995), 925-926.
[173] Cf. Propositio 41; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 8,15; Juan Pablo II, Carta enc. Ut
unum sint (25 mayo 1995), 46: AAS 87 (1995), 948; Carta
enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril
2003), 45-46: AAS 95 (2003), 463- 464; Código
de Derecho Canónico, can. 844 §§ 3-4; Código de los Cánones
de las Iglesias Orientales, can. 671 §§ 3-4; Consejo Pontificio para la
Unidad de los Cristianos, Directoire pour l'application des principes et des
normes sur l'œcuménisme (25 marzo 1993), 125, 129-131: AAS 85
(1993), 1087, 1088-1089.
[174] Cf. nn. 1398-1401.
[175] Cf. n. 293.
[176]Cf. Consejo Pontificio de las Comunicaciones Sociales, Instr. past. sobre
las Comunicaciones Sociales en el 20º aniversario de la « Communio et
progressio », Aetatis novae (22 febrero 1992): AAS
84 (1992), 447-468.
[177] Cf. Propositio 29.
[178] Cf. Propositio 44.
[179] Cf. Propositio 48.
[180] Este conocimiento se puede adquirir también en los años de formación de
los candidatos al sacerdocio en el seminario mediante iniciativas apropiadas:
cf. Propositio 45.
[181] Cf. Propositio 37.
[182] Cf. Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 36 y 54.
[183] Propositio 36.
[184] Cf. ibíd.
[185] Cf. Propositio 32.
[186]Cf. Propositio 14.
[187] Propositio 19.
[188] Cf. Propositio 14.
[180] Cf. Homilía en las primeras Vísperas de Pentecostés
(3 junio 2006): AAS 98 (2006), 509.
[190] Cf. Propositio 34.
[191] Enarrationes in Psalmos 98,9 CCL XXXIX 1385; cf. Discurso a la Curia Romana (22
diciembre 2005): AAS 98 (2006), 44-45.
[192] Cf. Propositio 6.
[193] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006),
45.
[194] Cf. Propositio 6; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y liturgia
(17 diciembre 2001), nn. 164-165, Ciudad del Vaticano 2002; Sagrada
Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum Mysterium (25 mayo 1967): AAS
57 (1967), 539-573.
[195] Cf. Relatio post disceptationem, 11: L'Osservatore Romano (14
octubre 2005), p. 5.
[196]Cf. Propositio 28.
[197] Cf. n. 314.
[198] VII, 10, 16: PL 32, 742.
[199] Homilía en la Explanada de Marienfeld, (21 agosto 2005): AAS 97 (2005),
892; cf. Homilía en la Vigilia de Pentecostés (3
junio 2006): AAS 98 (2006), 505.
[200] Cf. Relatio post disceptationem, 6,47: L'Osservatore Romano (14 octubre 2005), pp. 5. 6; Propositio 43.
[201] De civitate Dei, X, 6: PL 41, 284.
[202] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1368.
[203] Cf. S. Ireneo, Contra las herejías IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[204] A los Magnesios, 9,1-2:
PG 5, 670.
[205] Cf. I Apología 67, 1-6; 66: PG 6, 430 s. 427. 430.
[206] Cf. Propositio 30.
[207] Cf. AAS 90 (1998), 713-766.
[208] Propositio 30.
[209] Homilía (19 marzo 2006): AAS 98 (2006), 324.
[210] Señala a este respecto el Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
258: « El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la
perspectiva de una libertad más plena, la del Sábado eterno (cf. Hb 4,9-10).
El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde
la Creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf.
Ef 2,10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a Él, que de ellas es
el Autor ».
[211] Cf. Propositio 10.
[212] Cf. ibíd..
[213] Cf. Discurso a los obispos de la conferencia episcopal de
Canadá – Quebec en visita ad limina Apostolorum (11 mayo 2006):
L'Osservatore Romano (12 mayo 2006), p. 5.
[214] N. 10: AAS 71(1979), 414-415.
[215] Audiencia general del 29 marzo 2006: L'Osservatore
Romano, ed. en lengua española (31 marzo 2006), p. 16.
[216] Propositio 39.
[217] Cf. Relatio post disceptationem, 30: L'Osservatore Romano (14
octubre 2005), p. 6.
[218] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 39-42.
[219] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre
1988), 14.16: AAS 81 (1989), 409-413; 416-418.
[220] Cf. Propositio 39.
[221] Cf. ibíd.
[222] Pontifical Romano. Ordenación
del Obispo, de Presbíteros y de Diáconos, Rito de la ordenación del
presbítero, n. 150.
[223] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992),19-33; 70-81: AAS 84 (1992), 686-712; 778-800.
[224] Propositio 38.
[225] Propositio 39.
Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 95: AAS
88 (1996), 470-471.
[226] Código de Derecho Canónico, can. 663, § 1.
[227] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 34: AAS
88 (1996), 407-408.
[228] Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 107: AAS
85 (1993), 1216-1217.
[229] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 14:
AAS 98 (2006), 229.
[230] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995): AAS 87 (1995), 401-522; Benedicto
XVI, Discurso a un congreso organizado por la Academia
Pontificia para la vida (27 febrero 2006): AAS 98 (2006),
264-265.
[231] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunas cuestiones con
respecto al comportamiento de los católicos en la vida política (24
noviembre 2002): AAS 95 (2004), 359-370.
[232] Cf. Propositio 46.
[233] AAS (2005), 711.
[234] Propositio 42.
[235] Cf. Martirio de Policarpo, XV, 1: PG 5, 1039. 1042.
[236] A los Romanos, IV,1:
PG 5, 690.
[237]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 42.
[238] Cf. Propositio 42; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia
Dominus Iesus (6 agosto 2000), 13-15:
AAS 92 (2000), 754-755.
[239] Cf. Propositio 42.
[240]Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006), 232.
[241] Ibíd., n. 14.
[242] Durante la asamblea sinodal hemos escuchado conmovidos testimonios muy
significativos acerca de la eficacia del sacramento en la obra de pacificación.
Se afirma al respecto en la Propositio 49: « Gracias a las celebraciones
eucarísticas, pueblos en conflicto se han podido reunir alrededor de la Palabra
de Dios, escuchar su anuncio profético de reconciliación a través del perdón
gratuito, recibir la gracia de la conversión que permite la comunión en el
mismo pan y en el mismo cáliz ».
[243] Cf. Propositio 48.
[244] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
28: AAS 98 (2006), 239.
[245] Propositio 48.
[246] Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la
Santa Sede (9
enero 2006), 28: AAS 98 (2006), 127.
[247] Ibíd.
[248] Cf. Propositio 48. A este respecto es muy útil el Compendio de la doctrina social de la Iglesia.
[249] Cf. Propositio 43.
[250] Cf. Propositio 47.
[251] Cf. Propositio 17.
[252] Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7. 9. 10: PL 8, 707.709-710.
[253] Cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 53: AAS 95 (2003), 469.
[254] Plegaria Eucarística I (Canon Romano).
[255] Propositio 50.
[256] Cf. Homilía (8 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 15.
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