Jornadas de Formación sacerdotal

a quince años de la Pastores dabo vobis

 

Pontificio Collegio spagnolo di San Giuseppe

Roma, el 7 de noviembre de 2008

 

 

DESAFÍOS A LA FORMACIÓN SACERDOTAL HOY

NATURALEZA Y MISIÓN DEL SACERDOCIO MINISTERIAL

 

Intervención de S.E.R Mons. Mauro Piacenza,

Arzobispo titular de Vittoriana,

Secretario de la Congregación para el Clero,

 

 

 

Eminencia y Excelencias Reverendísimas,

Rev.mo Rector,

Venerados y Queridos Cofrades,

 

            Estoy muy contento de estar entre ustedes, para abrir los trabajos de estas jornadas sacerdotales, organizadas a partir de la Pastores dabo vobis (el 25 de marzo de 1992). La Exhortación Apostólica post-sinodal del Siervo de Dios Juan Paolo II, representa, después de los Decretos del Concilio Vaticano II, Optatam totius y Presbiterorum ordinis, la referencia más elocuente e inmediata,  ya sea para la formación sacerdotal hoy, que para la correcta lectura e interpretación de aquellos preciosos textos conciliares.

La tarea de Secretario de la Congregación para el Clero, me llama, cada día, a tener una mirada, tendencialmente universal y ciertamente apasionada, sobre la situación del Clero en el mundo. Así puedo constatar la dedicación, el testimonio, el generoso ministerio pastoral que los Sacerdotes, con fidelidad, viven. Al mismo tiempo, sin embargo, no faltan preocupaciones por la actual situación que, sobre todo en algunas regiones, solicita un cuidadoso conocimiento, para poder ser superada eficazmente.

Por la tarde y en los próximos días afrontarán, respetando la clásica repartición en cuatro partes indicada en la Pastores dabo vobis, el tema de la formación sacerdotal, declinándolo según las perspectivas humanas, espirituales, intelectuales y pastorales. En esta contribución deseo, por lo tanto, poner el acento en los fundamentos de la vocación sacerdotal, en su profunda naturaleza, querida por el mismo Cristo, y acogida por dos mil años de Tradición eclesial, y en el ministerio de los Sacerdotes, en particular en el camino de real santificación que, el servicio a Dios y a los hombres, auténticamente experimentados, nos conduce a cumplir.

 

 

  1. Fundamentos y naturaleza de la vocación sacerdotal

 

La Pastores dabo vobis, en el n. 42, reconoce la raíz de la vocación sacerdotal en el diálogo entre Jesús y Pedro, (cf Jn 21); “Formarse para el sacerdocio es aprender a dar una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo: ‘¿Me amas?. Para el futuro sacerdote, la respuesta no puede ser sino el don total de su vida”.

Considero que una tal colocación teológico-espiritual es grávida de importantes consecuencias, que iremos a indagar.

Antes, sin embargo, quisiera hacer una premisa de carácter metodológico y semántico, sobre el empleo del término: “vocación”. Mi impresión es que, ahora, se utiliza demasiado a menudo este término para indicar no tanto una específica llamada del Señor, cuanto las elecciones de vida que los hombres autónomamente cumplen; la consecuencia es que cualquier profesión, trabajo, condición o estado de vida, se transforma en una presunta vocación!

Parafraseando un aserto teológico del Card. Cottier, según el cual “si todo es gracia, nada es gracia”, podríamos decir: “¡Si todo es vocación, nada es vocación!”.

Presentar todo como “vocación” sin las necesarias distinciones, conlleva el riesgo de un grave aplastamiento, de un artificial horizontalismo y de una “normalización” de la vocación, que sería el resultado de una mera elección humana.

Si es cierto que es lícito, más bien, un deber, hablar, por ejemplo, de “vocación universal a la santidad”, o de “vocación a la vida”, tenemos que reconocer que estos lenguajes pertenecen a aquel esquema teológico-moral, que ve en P. Haring uno de los mayores referentes, que ha interpretado la relación de salvación según el díptico: “Dios llama - el hombre responde”. No podemos no reconocer los méritos de un tal enfoque, pero tenemos que también evaluar sus límites. Este, en efecto, si no es adecuadamente comprendido, corre el riesgo de no tener en la debida consideración la dramática realidad del pecado de los orígenes, “pecando” así, a su vez, de un cierto optimismo e irenismo antropológico.

Personalmente estoy convencido que se pueda, y se deba, volver a distinguir con gran claridad, entre “vocación natural” y “vocación sobrenatural”, reservando, sólo a esta última, en sentido estrecho, el significado auténtico de vocación. En este sentido, por ejemplo, el matrimonio es, y permanece, una hermosa realidad, al que cada hombre, sanamente orientado, está naturalmente llamado; por lo tanto, específicamente, no tendría sentido hablar de “vocación” matrimonial, a no ser que se aclare que se trata, más que de una “vocación”, de una “natural inclinación”.

Será, luego, el matrimonio cristiano sacramental que podrá ser descripto con “acentos vocacionales”, porque esta institución natural ha sido elevado, por Nuestro Señor, a la dignidad de sacramento (cf Catecismo de la Iglesia Católico n. 1601). Pero, ciertamente, no todos los movimientos del ánimo humano pueden ser de origen sobrenatural: bien imaginamos cosa ocurriría si cada “inclinación” de los hombres fuera canonizada en una presunta “vocación” divina. Es claro, como un tal enfoque, no resista el impacto de verificación con la realidad y, sobre todo, el análisis del drama universal del pecado, del que no es nunca lícito atribuirle a Dios alguna responsabilidad.

Entonces, cuando se habla de “vocación”, es necesario recuperar el auténtico significado de los términos, reconociendo ciertamente que ya aquella de devenir cristianos es una auténtica vocación sobrenatural, pero reservando, luego, el término a aquellas que, clásicamente, han sido siempre consideradas vocaciones, (sacerdotales, a la vida consagrada).

Si es cierto que no se nace cristianos – a no ser, en cierto sentido, culturalmente - pero se deviene, a través del acontecimiento del encuentro con Cristo, que da a la vida un nuevo horizonte (cf Deus caritas est, 1) es igualmente verdadero e irrenunciable, que la vocación sacerdotal no es una elección humana sino una llamada divina. ¡Es la entrada sobrenatural de Dios en la existencia humana! Un Dios que llama a seguirlo radicalmente, totalmente, renunciando a todo aquello que es humanamente bueno y lícito, para ser, para Él y para el mundo, la “tierra prometida” a la tribu de Levi, quien, por el culto al Señor, no poseía tierra en este mundo. Recordemos el Salmo: “El Señor es mi parte de herencia y mi cáliz” (Salmo 16,5).

Este intento de recuperación semántica del término “vocación” tiene enormes consecuencias de carácter metodológico, sobre todo en orden al discernimiento vocacional: si la vocación es un acontecimiento sobrenatural, el discernimiento tiene que ser cumplido con métodos sobrenaturales. De otra manera, discernir la vocación, por ejemplo, sólo a través de técnicas psicológicas, sería una violencia al objeto, el que impone, ex natura sui, el método del conocimiento.

La psicología es un método natural, por lo tanto resulta inadecuado para discernir la vocación sobrenatural. Las ciencias humanas también pueden resultar sumamente útiles para “trabajar sobre lo humano”, que tiene que sostener la gracia sobrenatural de la vocación, pero nunca pueden convertirse en el criterio último de discernimiento vocacional.

Es necesario, luego, considerar que el Señor dona, a quienes Él llama, también la gracia de un extraordinario “florecimiento humano”: la humanidad, tocada por la gracia de la vocación sobrenatural al sacerdocio, y más en general a la virginidad por el Reino de los cielos, florece como nunca se habría podido pensar y, como la experiencia en Congregación certifica, si se abandona el camino de la vocación, marchita al improviso.

La vocación sacerdotal es, por lo tanto, un acontecimiento sobrenatural de Gracia, una intervención libre y soberana del Señor que “Llamó a los que él quiso y se reunieron con él. Así constituyó a los Doce para que estuvieran con él y para mandarlos” (Mc 3,13; cf Pastores dabo vobis n. 65). A este acontecimiento sobrenatural responde la libertad humana, adhiriendo a la divina voluntad y conformándose a ella progresivamente.

Volviendo, entonces, el incipit de esta contribución, en Pastores dabo vobis 42, podríamos decir que, en el fundamento de la vocación sacerdotal, existe la relación de amor intenso, apasionado, ardiente, exclusivo y totalizador entre Cristo Señor y el llamado. Sin esta experiencia “arrasadora”, que cambia, y en cierto sentido desconcierta la vida, no existe una auténtica vocación, una verdadera comprensión del actuar poderoso de Dios, en el acontecimiento histórico de cada uno.

Este amor, que obviamente tiene origen divino, realmente envuelve el corazón humano, la inteligencia, la libertad, la voluntad y la afectividad del llamado, ya que, en razón de la profunda unidad del hombre, todas las dimensiones del yo son como “secuestradas” e intensamente plasmadas por la llamada del Señor.

Este amor por el Señor, único real fundamento de la Vocación, se documenta en un aspecto, hoy lamentablemente no suficientemente subrayado, pero absolutamente central, de la vida del Sacerdote, y antes del seminarista: el amor por la divina Presencia de Cristo Resucitado en la Eucaristía. Creo que la adoración eucarística debería convertirse en una práctica cotidiana y prolongada, a tal punto que caracterice ya sea la formación inicial que permanente. Cuántas, cuántas cosas maduran bajo el Sol eucarístico. Y si se broncea la piel por exposición a los rayos del sol astronómico, ¿cuál proceso de crecimiento, de “cristificación” sucederá estando bajo los rayos del Sol eucarístico? La vocación nace, crece, se desarrolla, se mantiene fiel y fecunda, sólo en la intensa relación con Cristo.

¡Con la adoración de la Presencia real, la inteligencia tiene que comprender que es Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, la única verdad, la verdad total, el único insustituible Salvador! ¿De otra manera cómo se podría aculturar cristianamente el futuro Sacerdote? ¿De dónde podría extraer alimento aquella misionariedad que tiene que apremiar como un río desbordante?

Ciertamente, la promoción de los valores humanos y un genérico sentimiento de solidariedad, no son razones suficientes para dar la vida, en el martirio cotidiano de la virginidad, de la obediencia y del servicio y - si son llamados - en el martirio del testimonio hasta la efusión de la sangre. ¡No se da la vida por una idea o por un “valor”! ¡Se dona la vida por una Persona! Una Persona conocida, amada, y de quien uno se siente amado: ésta es la relación con Cristo, también de la inteligencia y de la verdadera formación intelectual.

Con la Adoración de la Presencia real, el corazón tiene que sentir la exclusividad del amor. ¡Un amor que incendia todo en nosotros y a nuestro alrededor ! La verdadera raíz del sagrado celibato está en este amor. Lejos de ser una mera norma disciplinaria, como algunos querrían hacer entender, el sagrado celibato, o mejor la virginidad por el reino de los cielos, es la traducción existencial del Apostolica vivendi forma que, a imitación del mismo Jesús, pone Dios al primer y único lugar, también en los afectos. La “ley” sólo es obvia consecuencia.

Con la Adoración de la Presencia real se entiende hasta el sentido profundo de la disciplina eclesiástica, es decir de ser discípulos de Cristo, en la Iglesia. ¡La tan vituperada disciplina eclesiástica no es otra cosa que discipulancia! Tenemos que recuperar urgentemente sus raíces hechas de amor hacia Cristo y hacia las almas, en razón de Él.

La Adoración de la Presencia real es la verdadera, y en el fondo única “escuela de la alegría”; en Cristo también el sacrificio es alegría, porque es participación al gran diseño de salvación, querido por el Padre para la salvación de los hombres.

La penitencia, en esta óptica, es recuperada en su valor sobrenatural, volviéndose una real virtud, en aquella tradición, nunca banal, plena de amor y ternura hacia el Señor, hecha de continuas atenciones hacia Él, de aquella permanente memoria Crucis que caracteriza la vida de los Santos y de los Místicos, hasta la justa recuperación de los “floretes”, es decir de aquellos actos continuos de memoria y oferta, que hacen la jornada totalmente plena de Cristo y de su Presencia. Pero era necesaria humildad, sencillez, infancia espiritual.

Sólo en esta óptica, también en la formación seminarística y permanente, es posible comprender, en la propia carne, qué es la pertenencia al Cuerpo Místico y el actuar en Persona Christi, participando, también a través de los propios sufrimientos, al misterio de la sustitución vicaria, que el Sacerdote está llamado a vivir en sí mismo cotidianamente.

¡Un sacerdote que tenga esta conciencia de la Presencia real de Cristo, será un hombre de Dios, casto, obediente, desapegado completamente de sí mismo, por lo tanto libre!

La obediencia, en la Iglesia, es ciertamente un consejo evangélico, una virtud moral, pero es, sobre todo, una representación permanente del mismo Cristo, “obediente hasta la muerte y a la muerte de Cruz”! (cf. Fil 2,8) representación de aquel amor que es redención que fluye del árbol de la Cruz, que es obediencia y esta obediencia es amor, puro amor!

Sólo con estas condiciones es posible educar al verdadero sentido de la Iglesia, al amor por la Santa Madre que todos nos han engendrado y engendra en la fe y en el santo sacerdocio católico.

¡Por demasiado tiempo, y en demasiados lugares, se ha dejado que el mundo educara a los seminaristas, dejados, abandonados a la osmosis con el clima difuso en una sociedad relativista, hedonista, narcisista, en fin, anti-católica!

De este modo se ha permitido que el mundo condicionara el pensamiento de los seminaristas, su modo de hablar, de criticar y de juzgar a la Madre, es decir la Iglesia, el ceder a categorías histórico-políticas, impuestas por la hermenéutica de la “discontinuidad”, dentro del único sujeto eclesial. ¡Hasta su modo de vestirse, de cantar, un ciertamente irresponsable “manejo de la sexualidad”, con un empleo inmaduro y superficial de la gestualidad, todos aspectos tomados del mundo! Sabemos bien que espíritu del mundo y Espíritu de Dios están en oposición. Como también sabemos que el lugar teológico no es el mundo sino la Iglesia, presencia de Cristo en el mundo.

¿En qué se diferencian algunos seminaristas de sus coetáneos secularizados?

Se ha creado no una herejía, que habría hecho reaccionar rápidamente el Cuerpo eclesial sino un clima general como una niebla que todo envuelve, haciendo incapaces de ver y distinguir bien con claridad entre bien y mal, auténtico y falso, virtud y vicio.

Podríamos encontrar una analogía, para comprender, en aquello que, a nivel filosófico, y luego divulgativo, ha ocurrido con el término “moderno”: una realidad, en el lenguaje común, es buena si es moderna. No importa que sea verdadera o falsa, si promueve realmente al hombre o lo perjudica, no se cuestiona nada al respeto. Es suficiente que sea “moderna”, para encontrar simpatía y hasta acogida en las mentes y en los corazones, y por lo tanto en las costumbres.

Lo mismo sucede en algunos ámbitos eclesiales: basta usar las locuciones ya famosas: “después del Concilio” o “según el espíritu del Concilio” y nadie osa ir a verificar si por casualidad, aquella noble Asís de Padres, haya pronunciado determinadas afirmaciones.

Basta pensar en algunas “palabras clave” con las que, a veces, se humillan, y se pierden, óptimas vocaciones: “es demasiado rígido”, “demasiado apegado a la forma”, “no es abierto a la diversidad”, “está demasiado convencido”, “no tiene dudas”, “no ha elaborado críticamente la fe”, “rompe la comunión”, etcétera.

Ahora es necesario salir de la equivocación y decir “al pan pan, al vino vino”, porque hasta que no se comprende cuáles con las enfermedades, no se podrá localizar nunca la cura y entonces no se podrá construir un modo auténticamente católico y verdaderamente moderno para formar el futuro clero del mundo.

 

 

  1. El ministerio, camino de santificación

 

A la luz de lo dicho anteriormente, se comprende, entonces, cómo el ministerio tenga que ser presentado, acogido y vivido. El Santo Padre Benedictus XVI ha repetido varias veces, también con claridad, por ejemplo en la Deus caritas est, la urgencia de la superación de cada reducción funcionalista y activista del obrar eclesial y, en especie, del ministerio sacerdotal.

La especificidad de la vocación sacerdotal, esencial e insustituible para la vida y la identidad misma de la Iglesia, - y eso debe ser dicho frente a no pocos atentados contra la identidad y el consecuente ministerio pastoral de los presbíteros – postula como lógica consecuencia la especificidad del camino de santificación que, a través del ejercicio del ministerio, cada sacerdote está llamado a cumplir.

También en este sentido, redescubrimos la centralidad de la Eucaristía: fuente y cumbre de todo el ministerio sacerdotal, ella también es centro propulsor de la vida moral y de la santificación del Clero.

Celebrémosla con el estupor agradecido de un niño, con la conciencia profunda de un místico, con la preparación esmerada de un enamorado, en el silencio orante de quien es consciente de encontrarse al servicio de Dios, casi deseando desaparecer, “disminuir para que Él crezca” (cf. Jn 3,30).

Que el ministerio no sea, además, distinto de la vida del sacerdote, quien, en cada actividad que cumple, tiene que mantener siempre un estilo sacerdotal, como si siempre estuviera sobre el estrado del altar: en el rasgo humano, en el lenguaje, en el hábito propio, que expresa un pensar y un actuar específicos, en el actuar constantemente con las modalidades del Buen Pastor, que se ofrece a sí mismo por las ovejas, que nunca es un mero administrador o, aún peor, un mercenario, que es capaz de atraer las ovejas al redil de la santa Iglesia.

Un tal rasgo humano no nace de un esfuerzo improvisado, sino de la conciencia, debidamente educada, de ser, por la pura gracia y misericordia divina, un alter Christus, que camina por las calles del mundo.

¡Éste es el Sacerdote y ésta es la verdadera pastoralidad!

No ceder a las modas y a los gustos del tiempo y de los hombres, no secundarlos hasta en el pecado, personal y social, sino cuidar las ovejas, con particular atención aquellas náufragas y enfermas, partiendo del deseo ardiente que todos conozcan a Cristo, único verdadero Salvador de la historia y del hombre, y que, mientras tanto, los confines visibles de la Iglesia se dilaten hasta los extremos confines del mundo.

Todos los hombres están “ordenados a formar parte del redil de Cristo”. El sacerdote se hace santo, obrando en tal dirección, viviendo, sufriendo, ofreciendo para que todos los que le son confiados y que encuentra, a través de su ministerio y su rasgo humano, puedan hacer una verdadera experiencia de Cristo.

Un sacerdote así, no puede refugiarse en la soledad o en el aislamiento, no puede pensar que la edad canónica de la jubilación coincida con el detenerse en el obrar para el bien de las almas.

El sacerdocio, también sacramentalmente, modifica ontológicamente la identidad de quien lo ha recibido. ¡Entonces se es siempre sacerdotes, hasta más allá de la muerte!.

Ningún ministerio, tampoco el más teológicamente calificado, admitiendo que se trate de sana teología, nunca podrá reemplazar al sacerdote.

¡Eduquemos a esta conciencia! Renovemos nuestra pertenencia a Cristo y al amor incansable por la Eucaristía, que hemos recibido la gracia de celebrar.

Amemos el confesionario como lugar, como servicio, como identificación con Cristo misericordioso, dador del amor trinitario.

 

Que la Bienaventurada Virgen María, madre de los sacerdotes, proteja nuestro camino de santificación, refuerce nuestra conciencia de ser otros hijos suyos y, con su omnipotencia suplicante, done a la Iglesia una nueva grande estación de florecimiento vocacional y sacerdotes santos.

Me parece que el cielo, en este sentido, está alboreando.

 

                                                Gracias.