CUARTO CAPÍTULO
Perspectivas
de síntesis: la formación del presbítero en los primeros siglos de la Iglesia[1]
En los capítulos
anteriores - después de una amplia introducción metodológica y bibliográfica –
hemos examinado algunos textos relativos a la formación sacerdotal,
refiriéndonos a la “tradición antioqueña” (desde Ignacio a Juan Crisóstomo) y a
la “tradición alejandrina,” (sobre todo Orígenes).
En este capítulo
conclusivo quisiéramos reconducir en un cuadro histórico sistemático - desde
los orígenes al siglo V - las lecturas y las reflexiones hasta ahora
desarrolladas. Así las referencias al tema específico de la formación
sacerdotal en los Padres correrán de igual paso con el discurso histórico sobre
los orígenes y sobre el desarrollo de los ministerios jerárquicos en la
Iglesia.[2]
1. Antes del Concilio de Nicea (325)
Los testimonios
prenicenos sobre los ministerios ordenados corresponden a dos instancias
complementarias entre ellas: por una parte la fidelidad a los escritos
neotestamentarios y la continuidad con la experiencia de las primeras
comunidades cristianas;[3] por otra parte
la adaptación a las nuevas situaciones internas y externas de la Iglesia.
Como veremos, las dos
instancias convergen hacia Nicea en una jerarquización progresiva del
sacerdocio ministerial.
En el período más antiguo, que va desde
fines del siglo I a las últimas décadas del II, prevalece un fuerte sentido de
la unidad de la Iglesia y la común pertenencia de los cristianos a la “estirpe
electa”, al “sacerdocio real”, a la “nación santa”, “al pueblo que Dios ha
adquirido”. Por ello textos antiguos y venerables como la Didaké, la Carta a los
Corintios de Clemente Romano y las Cartas
de Ignacio elaboran las indicaciones neotestamentarias sobre los
ministerios ordenados sin preocuparse mucho de la distinción interna de los
roles, más bien de la nueva identidad común a todos los fieles.
En cambio en el período
sucesivo, es decir entre fines del siglo II y las últimas décadas del III, la
situación evoluciona. Cambia sobre todo el panorama político, por lo tanto en
la tolerancia que sigue a las primeras violentas persecuciones la Iglesia goza
de un período de relativa calma y tranquilidad, que le permite consolidar al
interno su estructura. En este cuadro histórico el “sacerdocio ordenado” se
hace cada vez más marcadamente “jerárquico”, y se define la distinción
sociológica entre clérigos y laicos.
Tal fenómeno encuentra una precisa verificación en la historia del término laikós y en una serie de testimonios -
expresadas sobre todo por Clemente Alejandrino, Orígenes y Cipriano - que
llegan a oponer las dos realidades del clero y del laicado, a veces también en
función peyorativo de la condición laical.[4] No por ello se
debilita en la Iglesia la conciencia que también los ministerios ordenados
provienen del laicado, y que el sacerdocio de los fieles permanece la común
característica distintiva del nuevo pueblo de Dios.
En el pasaje del primero al segundo período asume
una particular relevancia la edad de los emperadores Severos (193-235). El
análisis historiográfico permite afirmar que algunas características del
llamado “cambio constantiniano” fueron adelantadas - dentro de la medida que es
difícil de precisar – justamente por la tolerancia de la dinastía severiana. En
tal contexto histórico-institucional los obispos de Roma – particularmente Victor,
Cefirino y Calixto - advirtieron claramente la exigencia de consolidar la
organización de la comunidad. Su compromiso se ejercitó en un dúplice nivel. En
relación a la sociedad civil y a las instituciones políticas ellos favorecieron
un prudente diálogo misionero, extendido hasta las clases sociales más
influyentes del imperio; mientras dentro de la comunidad curaron una
organización más eficiente de las estructuras eclesiales, a partir justamente
del sacerdocio jerárquico y de la autoridad del obispo. Al respeto el control
documentario tiene que ser ejercido antes que nada sobre la Tradición Apostólica.
En general, es necesario
reconocer que en los Padres prenicenos se encuentran indicaciones apenas ocasionales
sobre el itinerario formativo del presbítero. Sólo hacia fines del siglo II
aparece la figura del “diácono” destinada a la formación de los clérigos: en
las primeras generaciones cristianas, en efecto, “los obispos, sucesores de los
apóstoles, continúan la formación de los candidatos al sacerdocio como hacían
los apóstoles [...] Formador de los clérigos es, por lo tanto, el obispo en el
rol de maestro, liturgo, pastor”.[5]
Pero volvamos a
considerar en detalle los tres momentos evocados: antes que nada el período más
antiguo, luego el siglo III, en fin la “bisagra” de pasaje constituido por la
edad severiana.
1.1. Los Padres de los siglos I y II
“Elijan obispos y
diáconos dignos del Señor, hombres dóciles, no apegados al dinero, sincero y con
experiencia. En efecto también ellos ejercen para ustedes el ministerio (leitourgia) de los profetas y de los
doctores. Por lo tanto no los miren con desprecio, porque ellos, junto a los
profetas y a los doctores, están entre ustedes hombres honrados”.[6]
Así la Didaké, sobre la huella del Nuevo
Testamento, menciona “obispos y
diáconos” elegidos por la comunidad. Ellos ejercen un ministerio parecido al de
los profetas y de los doctores, que a su vez
“enseñan para establecer la justicia y el conocimiento del Señor”.[7]
El contexto de la cita –
particularmente los capítulos 11-15 - es iluminador. Aquí está descripta la
unidad esencial de los cristianos que, de manera conforme a las “escenas” de
Lucas en los Hechos, viven el
mandamiento del amor fraterno a tal punto de poner “todo en común.” Cada uno se
siente “compañero” del vecino, al mismo nivel de paridad y de igualdad. Y sin
embargo no se trata de una comunidad amorfa e indistinta. Al contrario, ya
aparecen carismas y roles distintos. Se habla en efecto de la presencia de
profetas itinerantes, que gozaron en la comunidad de particular consideración y
honor, de doctores, y en fin de obispos y diáconos. Esta última referencia es
muy importante, porque testimonia la progresiva absorción de la jerarquía
carismático-itinerante (apóstoles-profetas-doctores) en aquella institucional
de las iglesias locales individuales (obispos – presbíteros – diáconos).[8]
Es interesante notar
como esta pluralidad de ministerios corresponda a una imagen de Iglesia saludablemente
“dispersa” en su misión en el mundo, mientras se demanda y espera el don de la
unidad: “Tal como este pan partido estaba esparcido por las montañas y al ser
juntado pasó a ser uno”, se recita en la oración eucarística de la Didaké, “así también que tu Iglesia
pueda ser juntada de todos los extremos de la tierra en tu reino”. Y poco más
adelante: “Recuerda, Señor, a tu Iglesia para librarla de todo mal y para
perfeccionarla en el amor; y recogerla
de los cuatro vientos en tu Reino que has preparado para ella; porque
tuyo es el poder y la gloria para siempre jamás”. [9]
Clemente, por su parte,
en la primera Carta encomienda a los
Corintios de “cumplir con orden todo lo que el Señor ha prescripto de hacer en
los tiempos ordenados. Él, en efecto, ha prescripto de hacer las ofertas y los
servicios litúrgicos (leitourgiai) no
al azar y sin orden, sino en tiempos y horas determinadas. Él mismo luego, en
su soberana voluntad, ha establecido donde y por quien quiere que sean
cumplidos, para que cada cosa hecha santamente y en su beneplácito, lograra ser
bien aceptada a su voluntad [...] Al sumo sacerdote en efecto han sido
otorgadas funciones litúrgicas a él propias, a los sacerdotes ha sido
predispuesto el justo lugar de ellos, a los levitas corresponden servicios
propios. El hombre laico está vinculado a los ordenamientos laicos”.[10]
De este modo,
refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, Clemente desvela su ideal de
Iglesia. Ya en los capítulos anteriores de la Carta él había mencionado otras dos analogías. La primera es
aquella del ejército, en la cual los soldados son sometidos, cada uno en el
propio orden, a sus comandantes. La segunda es aquella del cuerpo, donde todos
los miembros “con-spiran” en una única sumisión a la conservación del cuerpo
entero. Pero el perno sobre el cual giran las tres analogías – la del ejército,
del cuerpo y del antiguo Israel - es uno solo, precisamente aquella del orden
universal que preside al macro y al microcosmos. Su fuerza unificadora es “el
único Espíritu de gracia efuso sobre nosotros”, que exhala en los distintos miembros
del cuerpo de Cristo, en el cual todos, sin alguna separación, son miembros
unos de los otros”.[11] La Iglesia sin
embargo no es lugar de confusión y de anarquía, donde uno puede hacer lo que
quiere, porque cada uno ejerce en ella el propio ministerio en su orden, estando en el lugar asignado a él
según el carisma recibido.
Pero esta pluralidad de
ministerios - en Clemente como en la Didaké
- es ordenada a la misión común,
que se señala en la “gran oración” conclusiva: “Conozcan todas las gentes que
tú eres el único Dios, y que Jesucristo es tu Hijo y nosotros tu pueblo y
rebaño de tu pastoreo”.[12]
La maravillosa “con-spiración",
que habla Clemente, se vuelve “sinfonía de la unidad” en las Cartas de Ignacio: valen, a este
respeto, las reflexiones ya desarrolladas sobre el epistolario ignaciano.[13]
Lo que tienen en común los
documentos hasta ahora mencionados, y que alcanza el ápice en Ignacio, es -
como ya hemos tenido modo de notar - un tipo de dialéctica entre dos elementos
irrenunciables de la vida cristiana: por una parte la unidad fundamental que
une entre ellos a todos los fieles en Cristo, por otra la estructura jerárquica
de la Iglesia.
Pero en estos antiguos
textos no hay espacio para la oposición de los roles. Al contrario, la
experiencia fundamental de la comunión y de la reciprocidad del creyente funda
y sostiene la conciencia de la misión común. Justamente la certeza de
pertenecer a un solo cuerpo, totalmente proyectado en la misión, supera la
fuerza de identificación ejercida por cada uno de los ministerios desarrollados
en el ámbito del mismo cuerpo, que tiene Cristo como jefe.[14]
1.2. Los Padres del siglo III
La situación cambia en
el siglo III, cuando se empieza a hablar expresamente de los laicos como “categoría”
en el ámbito eclesial. Allí se distingue de los clérigos, incluso en la
conciencia que también estos últimos provienen del laicado. El término laico
puede connotarse negativamente, mientras en las comunidades se manifiesta todo
el peso jerárquico de los ministerios ordenados.
Por otra parte no se
puede afirmar tampoco que en el siglo III haya disminuido la conciencia del
sacerdocio común de los fieles como característica distintiva del nuevo pueblo
de Dios. Lo demuestran numerosos testimonios, también de autores generalmente citados
para demostrar la progresiva jerarquización de la Iglesia.
El mismo Clemente Alejandrino,
que alude a la “infidelidad laica”[15] en otro
contexto, no se cansa de repetir que el Logos es el pedagogo común de un único
“pueblo nuevo y joven”, el pueblo de la “nueva y joven alianza”.[16] Y Orígenes, relacionándose
a la rica exégesis subapostólica de 1 Pe 2,9 (“Ustedes, en cambio, son una raza
elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido”)[17] en la novena Homilía sobre el Levítico representa en
estos términos la identidad sacerdotal de cada creyente: “¿no sabes que también
a ti, es decir a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, ha sido
otorgado el sacerdocio? Escucha como Pedro habla de los fieles: “Estirpe
electa”, dice, “real, sacerdotal, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”.
Pues tú tienes el sacerdocio porque eres “estirpe sacerdotal”.[18]
Que luego todos los
fieles, en la variedad de su específico ministerio, estén llamados a una común
misión de salvación, resulta por otro lado de un particular testimonio del Contra Celsum: los cristianos, sostiene
Orígenes, no realizan el servicio militar porque son sacerdotes, y participan
así en el rol que los paganos les reconocían a sus sacerdotes. “Los
cristianos”, continúan el alejandrino en el mismo contexto, “son mucho más
útiles a la patria de todos los otros hombres; ellos forman a sus
conciudadanos, enseñándoles la piedad hacia Dios guardián de la ciudad. Ellos
ayudan a subir hacia una polis divina
y celeste a quienes viven honestamente en sus pequeñas ciudades”.[19]
1.3. El pasaje del primero al segundo período
En definitiva - a pesar
de quien es propenso a ver en los testimonios patrísticos una sistemática
contraposición entre jerarquía y laicado,[20] y en último
análisis una delegación incondicional de la misión a los ministros ordenados -
parece que en edad prenicena nunca disminuyó una fecunda dialéctica entre la
fundamental unidad de la “estirpe electa” y la estructura jerárquica de la
Iglesia. Se tiene que hablar más bien de un equilibrio diferente entre las dos
instancias. Simplificando al máximo, podríamos decir que a la hegemonía de la
primera sigue el prevaler de la
segunda: en medio, “bisagra” de los dos períodos, está la época de los
emperadores Severos (193-235).
Formulada de este modo,
la simplificación aparece sin duda excesiva. Ella conserva sin embargo un valor
provocador, que invita enseguida al estudio del ambiente
histórico-institucional entre los siglos II y III. Se trata efectivamente de un
capítulo decisivo para quien entiende “escribir una historia de la misión
cristiana y de la conversión del mundo antiguo”.[21]
En su conjunto la
organización de la respublica en este
período denuncia las grietas de la próxima crisis, mientras que las
instituciones eclesiales van poco a poco afirmándose en un imperio oficialmente
perseguidor. Y mientras la crisis es retardada por la llegada de los Severos -
vistosamente ocupados en la consolidación y en la propaganda religiosa de la
monarquía - la adhesión ya evidente de los ambientes de corte y de las clarissimae familias senatoriales al
cristianismo prelude al definitivo acto de conquista del imperio por parte de
la Iglesia, quizás como nunca ocupada a extender el diálogo misionero hasta las
clases más influyentes de la sociedad.
Así, en el contexto
paradójico de la edad severiana - donde los cristianos eran perseguidos, sin
embargo admitidos a las intimidades de la familia imperial - la difusión
ampliada del cristianismo comportó en primer lugar un paralelo incremento
cuantitativo y cualitativo de los laico en la Iglesia. En segundo lugar los intercambios
más intensos entre cultura pagana y cultura cristiana expusieron la institución
eclesial a una serie de influjos heterogéneos, provenientes por un lado de la
sociedad romana y de su organización piramidal, por el otro de la tradición
platónica y de sus modelos de polis a
estructura degradante de la perfección del Uno a la imperfección del múltiple.
Es necesario luego añadir a estos influjos aquellos derivados de ciertas
representaciones vétero-testamentarias, que planteaban una neta separación
entre la casta sacerdotal y el pueblo.[22]
Coherentemente las dos
instancias complementarias e ineludibles de la vida eclesial – por una parte
aquella de respetar el sacerdocio común de los creyentes y la estructura
carismática de la Iglesia, por la otra aquella de valorizar el sacramento del
orden y la estructura jerárquica del pueblo de Dios - fueron solicitadas de
modo inédito por la nueva honda política y cultural.
En particular la
urgencia de estructuras organizativas más definidas y eficientes, empezando
justamente por la autoridad del obispo y la formación de los clérigos, debía reflejarse en una
marcada jerarquización de las comunidades.
La verificación
documental está proporcionada antes que nada por un famoso escrito
perteneciente al corpus hipolitiano:
la Tradición Apostólica, el más
antiguo ritual para las ordenaciones, que continúa a inspirar nuestras
liturgias. De hecho todavía hoy la Iglesia romana celebra la ordenación de los
obispos con el texto de la Traditio,
y percibe de ella la sustancia de la anáfora en la segunda Oración Eucarística.[23]
Los problemas de la
paternidad, de la datación y de la transmisión de este documento venerable -
que no nos ha llegado directamente, pero que ha sido identificado y
reconstruido en base a fuentes posteriores - cruzan la vexata quaestio hipolitiana.[24] En todo caso el
antiguo texto de la Traditio está
reconducido comúnmente al corazón del período severiano, alrededor del 215.
En la Tradición Apostólica los clérigos se presentan definitivamente
configurados en la tríada obispos-presbíteros-diáconos.
Sólo a ellos está
reservada la ordenación con la imposición de las manos.[25] A través del rito
es derramada la gracia, destinada de modo especial al ejercicio del ministerio
correspondiente. Otros ministerios son reconocidos e instituidos, pero sin la
ordenación y la impositio manuum: en
efecto no se trata de habilitar a alguien a un oficio litúrgico de presidencia,
sino sencillamente de reconocer un estado de hecho (confesores, vírgenes, curanderos)
de asignar un título (viudas) o de confiar una tarea (lector, subdiácono).
El rol del obispo asume
el máximo relieve: es él que ordena, es él el jefe, es él el sucesor de los
apóstoles, es él que participa al Espíritu del sumo sacerdocio. Los presbíteros
son sus consejeros y ayudantes en el gobierno del pueblo como los sacerdotes
elegidos por Moisés. Luego los diáconos son ordenados no al sacerdocio, sino al
servicio del obispo, para que ejecuten sus órdenes.
“Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo”, recita la solemne oración de la consagración episcopal,
“derrame ahora la fuerza - que viene de ti - del Espíritu principal, que has
donado a tu querido Hijo Jesucristo y él a su vez a los santos apóstoles (...)
Concede oh Padre, conocedor de los corazones, a este tu siervo que has elegido
para el episcopado, de apacentar tu santo rebaño, y de ejercitar por ti la
primacía del sacerdocio de modo irreprensible, sirviendo de noche y de día, de
hacer incesantemente propicio tu rostro y de ofrecer los dones de tu santa
Iglesia, de tener la potestad - por el Espíritu del sumo sacerdocio - de
perdonar los pecados según tu mandato, de distribuir los encargos según tu
mando, de disolver cada vínculo según el poder que tú has otorgado a los
apóstoles”.[26]
Ciertamente no puede
escaparnos la triple referencia a la primacía del sacerdocio episcopal. Por
nuestra parte creemos que esto debe ser considerado como la característica de
aquel “empuje jerarquizante” que atravesó los pontificados de Victor, de Cefirino
y de Calixto, y que condujo la comunidad cristiana de Roma entre finales del
siglo II y principio del siglo III “a organizarse en sentido fuertemente
unitario, potenciando la autoridad del obispo”.[27]
Por otro lado, como
hemos visto, la Tradición Apostólica también
presenta una fecunda pluralidad de ministerios no ordenados - los de los
confesores, de las viudas, de los lectores, de las vírgenes, de los subdiáconos
y de los curanderos, a los cuales deben ser añadidos los hostieros y de los
acólitos - que no resulta seguramente “aplastada”[28] por la
autoridad del obispo. En diálogo con los ministros y con todos los fieles, el
obispo concelebra, en la liturgia y
en la vida, la oración de la oferta sacrifical y el solemne doxología
conclusiva, que expresa la perenne misión del Hijo y del Espíritu a la Iglesia
y al mundo: “te rogamos de enviar tu Espíritu Santo sobre la oferta de la santa
Iglesia, de dar unidad a todos los que participan en ella, y de concederles ser
plenos del Espíritu Santo y
fortificados en la fe de la verdad, para que te alabemos y te glorifiquemos por
Jesucristo tu Hijo, por el cual tú, Padre e Hijo con el Espíritu Santo en la
santa Iglesia, tienes honor y gloria por los siglos de los siglos”.[29]
2. Después de Nicea, hacia Calcedonia (325-451)
2.1. El contexto histórico
La “tendencia histórica”
dominante en la Iglesia de los siglos IV-V es la de una progresiva afirmación
de la religión cristiana sobre el paganismo. En menos de ochenta años se pasa
de la persecución a la supremacía del cristianismo (edicto de Teodosio del
380).[30]
En este contexto la
llamada “Iglesia imperial”[31] es solicitada
cada vez más a organizar las propias estructuras internas, a partir
naturalmente de los varios grados jerárquicos y de la formación de los sagrados
ministros.
2.2. Los órdenes o “grados” jerárquicos
Justamente durante el
siglo IV se afirma la subdivisión del clero en dos grupos, que al principio del
siglo sucesivo Inocencio I (401-417) indica como clerici superioris ordinis, (obispos-presbíteros-diáconos) y clerici inferioris ordinis
(subdiácono-acólito-exorcista- hostiario-lector).[32] Pero quedan los
grados inferiores subordinados a fuertes variaciones, ya sea en el número, en
la evaluación (¿pertenecían realmente al clero?), que en la definición de las
relativas tareas.[33]
2.3. Los tratados sobre el sacerdocio
Al mismo tiempo, entre
los siglos IV y V, se asiste a una verdadera proliferación de escritos sobre el
tema de la santidad sacerdotal. Es oportuno enumerarlos. En Oriente, además del
breve Sermón sobre el sacerdocio de
Efrem Siro (+ 373) tenemos la segunda Oración
de Gregorio de Nacianzo (+ 390) y el célebre Diálogo sobre el sacerdocio de Juan Crisóstomo (+ 407); para el
Occidente es necesario recordar al menos el De
officiis [ministrorum] de Ambrosio (+ 397) la carta de Jerónimo (+ 419 o
420) a Nepociano y varios discursos y cartas de san Agustín (+ 430).[34]
2.4.
“Formación clerical” y “formación
monástica”
La instancia formativa
también está bien presente en las experiencias monásticas de los siglos IV y V.[35] Se puede hablar
más bien de “una estrecha interacción” entre formación clerical y formación
monástica.[36] Al respeto hace
falta considerar sobre todo las Conlationes,
conversaciones comunitarias en forma de diálogo, dirigidas por un “anciano”:
así, precisamente en ámbito monástico-eremítico, nace la figura del “padre
espiritual”.
Antonio abad (+ 356) es el iniciador del
monaquismo en la forma eremítica. Y
justamente Antonio establece el padre espiritual como guía hacia la perfección:
“Ustedes como hijos”, les decía a sus monjes, “tráiganme, como a un padre, las
cosas que saben, y díganmelas. Por mi parte, siendo por mi edad más anciano de
ustedes, los haré partícipes de lo que sé y he experimentado”.[37]
Junto a Antonio es
necesario recordar Pacomio, que en el
323 funda la primera comunidad cenobítica
con sus estructuras características (monasterio, regla, abad) y Basilio (+ 379) para quien la vida monástica
es la perfecta realización de la vida cristiana.
Pero es sobre todo en
Occidente que se registra el encuentro entre formación clerical y formación
monástica. Eusebio, obispo de Vercelli desde el 345, fue primero que reunió al
propio clero en vita communis,
volviéndose por lo tanto el fundador del más antiguo monosterium clericorum. La historia del encuentro entre institución
monástica y eclesiástica continúa con Hilario de Poitiers (+ 367) y con Martín
de Tours (+ 357) verdadero modelo de monje-obispo. Al “punto de llegada”
encontramos a Agustín. Después de la ordenación episcopal, escribe él mismo,
“quise tener en casa un monasterio de clérigos... Y saben todos”, hace notar a
su gente, “que nosotros vivimos aquí, en la casa llamada del obispo, para imitar
en los límites de lo posible aquellos santos, de los cuales habla el libro de
los Hechos de los Apóstoles”: ninguno
consideraba como suyo aquellos que poseía, sino que tenían todo en común”.[38] “También a
Cartago Agustín instituye un monasterio con las mismas finalidades.
3. Conclusión
Como conclusión de esta
síntesis, con la intención de reconducir en su cuadro histórico los testimonios
patrísticos sobre la formación sacerdotal, es oportuno releer un pasaje
importante de la Exhortación apostólico Evangelii
Nuntiandi: “Una mirada sobre los orígenes de la Iglesia” escribió Pablo VI
en 1975, “es muy esclarecedora y aporta
el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto
más valiosa en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y
extenderse”.[39]
Tal es la perspectiva de
estas páginas, que han querido confrontar con la historia de los orígenes
cristiano una de las reflexiones iniciales de la PDV: «“Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde
él..... para que estuvieran con él.(…) Se puede afirmar que la Iglesia —aunque
con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia
esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los
candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos”»[40]
Por nuestra parte
quedamos convencidos que la referencia a la viva tradición de los Padres ayuda
“formadores” y “formandos” a confrontarse eficazmente, en cada momento de la
formación sacerdotal, con la “fisonomía esencial del sacerdote que no cambia”[41]: porque el
sacerdote de la “nueva evangelización” como el presbítero de los orígenes
cristianos, es llamado a ser siempre imagen
viva y transparente de Cristo buen Pastor.
Enrico
dal Covolo
[1] Bibliografía
de base: O. PASQUATO, L'istituzione
formativa del presbitero nel suo sviluppo storico (sec. I-XVI), «Salesianum»
58 (1996), pp. 269-299 (amplia bibliografía diseminada).
[2] Cf. A.
FAIVRE, Naissance d'une hiérarchie. Les premières étapes du cursus clérical
(= Théologie historique, 40), Paris 1977; ID., Ordonner la fraternité...,
pp. 55-109 (con amplia referencia bibliográfica: Cf. Sobre todo pp. 459-472, al
cual agrego J. YSEBAERT, Die Amtsterminologie im Neuen Testament und in der
Alten Kirche. Eine lexikographische Untersuchung, Breda 1994. Sin embargo
las tesis de Faivre van sometidas al cuidadoso filtro crítico: Cf. E. DAL
COVOLO, Chiesa Società Politica. Aree di «laicità» nel cristianesimo delle
origini [= Ieri Oggi Domani, 14], Roma 1994, pp. 160-162). Sobre origen del
sacerdocio jerárquico ver también R.M. HÜBNER, Die Anfänge von Diakonat,
Presbyterat und Episkopat in der frühen Kirche, en A. RAUCH-P. IMHOF SJ
(curr.), Das Priestertum in der Einen Kirche. Diakonat, Presbyterat und
Episkopat. Regensburger Ökumenisches Symposion 1985 (= Koinonia, 4),
Aschaffenburg 1987, pp. 45-89; A. HOUSSIAU, Le sacerdoce ministériel dans
l'Église ancienne, en A. HOUSSIAU-J.-P. MONDET (curr.), Le sacerdoce du
Christ et de ses serviteurs selon les Pères de l'Église (= Collection
Cerfaux-Lefort, 8), Louvain-La-Neuve 1990, pp. 1-47; P. CHAUVET, Sacerdoce
des baptisés, sacerdoce des prêtres (= Pères dans la foi, 46), París 1991;
J. SARAIVA MARTINS, Il sacerdozio ministeriale. Storia e teologia (=
Subsidia Urbaniana, 48), Roma 1991; E. FERGUSON (cur.), Church, Ministry,
and Organization in the Early Church Era (= Studies in Early Christianity,
13), Nueva York-Londres 1993; ver en
fin M. SIMONETTI, Presbiteri e vescovi nella chiesa del I e II secolo,
«Vetera Christianorum» 33 (1996), pp. 115-132, y sobre todo E. CATTANEO, I
ministeri nella Chiesa antica. Testi patristici dei primi tre secoli (=
Letture cristiane del primo millennio, 25), Milán 1997.
[3] Sobre la ordenación eclesiástica
neotestamentaria - vista como un sistema todavía en fase de desarrollo – ver G.
GHIBERTI, Sacerdozio ministeriale e laicità. Il progetto neotestamentario,
en DIPARTIMENTO DI SCIENZE RELIGIOSE DELL'UNIVERSITA' CATTOLICA (cur.), Laicità
nella Chiesa (= Fede e mondo moderno, 3), Milán 1977, pp. 160-180.
[4] Cf. E. DAL
COVOLO (et alii), Laici e laicità nei primi secoli della Chiesa (=
Letture cristiane del primo millennio, 21), Milán 1995.
[5] O. PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero...
[6] Didaché 15,1-2, ed. W. RORDORF-A. TUILIER, SC 248, París 1978, pp. 192-194.
[7] Ibidem 11,2, pp. 182-188.
[8] Cf. Didaché. Dottrina dei Dodici Apostoli. Introducción, traducción y notas de U. MATTIOLI (= Letture cristiane delle origini, 5/Testi), Roma 19803, pp. 63-69, y globalmente K. NIEDERWIMMER, Die Didaché (= Kommentar zu den Apostolischen Vätern, 1), Göttingen 1989. Ver también F.E. VOKES, Life and Order in Early Church: the Didache, en W. HAASE (cur.), Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt, 2,27,1, Berlín-NuevaYork 1993, pp. 209-233; C.N. JEFFORD (cur.) The Didache in Context. Essays on Its Text, History and Transmission (= Supplements to Novum Testamentum, 77), Leiden - NuevaYork – Colonia 1995 (A Bibliography of Literature on the Didake, pp. 368-382). Sobre la relación entre «carisma» e «institución» en los primeros siglos, ver E. CATTANEO, Carisma e istituzione nella Chiesa antica 37 (1996), pp. 201-216.
[9] Didaché 9,4. 10,5, p. 176.
[10] CLEMENTE ROMANO, Lettera ai Corinzi 40,1-5, ed. A. JAUBERT, SC 167, París 1971, p. 166.
[11] Ibidem 46,6-7, p. 176.
[12] Ibidem 59,4, p. 196.
[13] Ver arriba, notas 42-51 y contexto.
[14] Cf. E. DAL
COVOLO, I laici nella chiesa delle origini, en M. TOSO (cur.), Laici
per una nuova evangelizzazione. Studi sull'esortazione apostolica
«Christifideles Laici», Leumann (Turín) 1990, pp. 41-54; E. DAL COVOLO, Ministeri
e missione..., pp. 123-136; ID., Laici e laicità nei primi secoli della
Chiesa, «Rassegna di Teologia» 37 (1996), pp. 359-375.
[15] CLEMENTE AL., Stromati 5,6,33,3, ed. O. STÄHLIN - L. FRÜCHTEL - U. TREU, GCS 524, pp. 347-348.
[16] ID., Pedagogo 1,7,58,1. 59,1, ed. H.I. MARROU - M. HARL, SC 70, París 1960, p. 214.
[17] Ver
especialemente G. OTRANTO, Il sacerdozio comune dei fedeli nei riflessi
della 1 Petr. 2,9 (I e II secolo), «Vetera Christianorum» 7 (1970), pp.
225-246.
[18] ORIGENE, Omelia
sul Levitico 9,1, ed. M. BORRET, SC 287, p. 72. Cf. E. DAL COVOLO, «Voi
siete stirpe eletta, sacerdozio regale, popolo santo...». Esegesi e catechesi
nell'interpretazione origeniana di 1 Petri 2,9, en S. FELICI (cur.), Esegesi
e catechesi nei Padri della Chiesa (secc. II-IV) (= Biblioteca di Scienze
Religiose, 106), Roma 1993, pp. 85-95.
[19] ORIGENE, Contra Celsum 8,74, ed. M. BORRET, SC 150, París 1969, pp. 348-350.
[20] Ver en
particular A. FAIVRE, I laici alle origini della chiesa (ed. francés,
París 1984), Cinisello Balsamo 1986. Pero Cf. las «prospettive di sintesi» de P. Siniscalco y
las mías en E. DAL COVOLO, Chiesa Società Politica..., pp. 159-173.
[21] C. PIETRI, Prefazione,
en E. DAL COVOLO, I Severi e il cristianesimo. Ricerche sull'ambiente
storico-istituzionale delle origini cristiane tra il secondo e il terzo secolo
(= Biblioteca di Scienze Religiose, 87), Roma 1989, p. 6.
[22] Para la
relativa documentación envío nuevamente a E. DAL COVOLO, I Severi e il
cristianesimo...; P. SINISCALCO, I laici nei primi secoli del
cristianesimo, en P.S. VANZAN (cur.), Il laicato nella Bibbia e nella
storia (= Nuovi saggi, 2), Roma 1987, pp. 95-96.
[23] A.G.
MARTIMORT, Nouvel examen de la "Tradition Apostolique" d'Hippolyte,
«Bulletin de Littérature Ecclésiastique» 88 (1987), pp. 5-25; ID., Encore
Hippolyte et la "Tradition Apostolique", ibidem 92 (1991),
pp. 133-137; M. METZGER, Enquêtes autour de la pretendue "Tradition
Apostolique", «Ecclesia orans» 9 (1992), pp. 7-36; ID., A' propos
des règlements ecclésiastiques et de la prétendue Tradition Apostolique,
«Revue des Sciences Religieuses» 66 (1992), pp. 249-261; A.G. MARTIMORT, Encore
Hippolyte et la "Tradition Apostolique" (II), «Bulletin de
Littérature Ecclésiastique» 97 (1996), pp. 275-287; F. RUGGIERO, Celebrazione,
effusione della grazia e annuncio nella Tradizione Apostolica, in E.
MANICARDI - F. RUGGIERO (curr.), Liturgia ed evangelizzazione..., pp.
147-184.
[24] Cf. M.
SIMONETTI, Aggiornamento su Ippolito, en INSTITUTUM PATRISTICUM
AUGUSTINIANUM (cur.), Nuove ricerche su Ippolito (= Studia Ephemeridis
"Augustinianum", 30), Roma 1989, pp. 75-130 (en particular sobre la Tradición
Apostólica Cf. nota 160, pp. 127-128). La publicación muy reciente del
volumen de A. BRENT, Hippolytus and the Roman Church in the Third Century.
Communities in Tension before the Emergence of a Monarch-Bishop (=
Supplements to Vigiliae Christianae, 31), Leiden - Nueva York – Colonia 1995,
parece sugerir ulteriores estímulos a la investigación. Tengo la impresión
además que la tesis enunciada en el título con dificultad pueda tolerar el
examen de los testimonios: ver al respecto M. SIMONETTI, Una nuova proposta
su Ippolito, «Augustinianum» 36 (1996), pp. 13-46. Cf. en fin J.-P. BOUHOT,
L'auteur romain des Philosophumena et l'écrivain Hippolyte, «Ecclesia
Orans» 13 (1996), pp. 137-164.
[25] En griego cheirotonia.
Cf. C. VOGEL, Cheirotonie et Chirotésie. Importance et relativité de
l'imposition des mains dans la collation des ordres, «Irénikon» 45 (1972),
pp. 7-21. 207-238; G. KRETSCHMAR, Die Ordination im frühen Christentum,
«Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie» 22 (1975), pp. 35-69;
E. FERGUSON, Laying on of Hands: its Significance in Ordination,
«Journal of Theological Studies» 26 (1975), pp. 1-12. Sobre la teología de la
ordenación desde el inicio del siglo III hasta el Concilio de Nicea, Cf. J.
LÉCUYER, Le sacrement de l'ordination. Recherche historique et théologique
(= Théologie historique, 65), París 1983, pp. 28-59.
[26] PSEUDOIPPOLITO, La Tradizione Apostolica 3, ed. B. BOTTE, SC 11 bis, París 19842, pp. 42-46.
[27] M.
SIMONETTI, Roma cristiana tra II e III secolo, «Vetera Christianorum» 26
(1989), pp. 135-136 (reimpreso en ID., Ortodossia ed eresia tra I e II
secolo [= Armarium. Biblioteca di storia e cultura religiosa, 5], Messina
1994, pp. 291-314).
[28] Ver por
último U. FALESIEDI, Le diaconie. I servizi assistenziali nella Chiesa
antica (= Sussidi Patristici, 7), Roma 1995, especialmente pp. 51-55.
[30] Ver la
síntesis - rápida cuanto eficaz - de P.F. BEATRICE, Storia della Chiesa Antica,
Turín 1991, pp. 67-73 (nota critico-bibliográfica, pp. 119-127).
[31] Cf. B.
STUDER, La teologia nella Chiesa imperiale (300-450), en ISTITUTO PATRISTICO
AUGUSTINIANUM (cur.), Storia della teologia..., pp. 305 ss.
[32] INNOCENZO I, Epistola 2,3, PL 20, c. 472.
[33] Cf. K. BAUS
- E. EWIG, L'epoca dei Concili (= Storia della Chiesa diretta da Hubert
Jedin, 2) (ed. alemana, Freiburg im Breisgau 1971), Milán 1972, pp. 295-315.
[34] Cf., también para las indicaciones de las respectivas ediciones, A. TRAPÉ, Il sacerdote uomo di Dio..., pp. 16-17.
[35] Ver por
ejemplo L. BOUYER, La spiritualità dei Padri (III-VI secolo). Monachesimo
antico e Padri (= Storia della spiritualità, 3/B), Boloña 1986.
[36] También O.
PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero..., p. 278, reenviamos
también a las consideraciones sucesivas.
[37] ATANASIO, Vita di Antonio, ed. G.J.M. BARTELINK, SC 400, París 1994, p. 178.
[38] AGOSTINO, Sermone 355,2, Nuova Biblioteca Agostiniana 34, Roma 1989, pp. 244-246.
[39] PAOLO VI, Evangelii Nuntiandi 73, «Acta Apostolicae Sedis» 68 (1976), p. 62.
[40] PDV 2, p. 659. Para una mirada de
conjunto de todo el arco de la historia de la Iglesia se puede ver L. PACOMIO
(cur.), I preti da 2.000 anni memoria di Cristo tra gli uomini, Casale
Monf. 1991 (sobre la edad patrística en particular se vea la contribución de L.
PADOVESE, Sacerdote in un «regno di sacerdoti» (Ap 1,6): riflessioni e
testimonianze patristiche sul ministero ordinato, ibidem, pp.
85-151).