B. Carlos de
Foucauld
soldado, geógrafo,
trappiste, lingüista, ermitaño, sacerdote diocesano
(1858 Estrasburgo –
1916 Hoggar)
Un joven entra
en un confesionario de la iglesia de San Agustín, en París, se inclina ante el
sacerdote y dice: «Señor párroco, no tengo fe; vengo a pedirle que me
instruya». El sacerdote lo examina con la mirada« «Póngase de rodillas,
confiésese con Dios y creerá. –Pero, no he venido para eso« –¡Confiésese!». El
que quería creer, siente en ese momento que el perdón es la condición para
alcanzar la luz. Arrodillado, confiesa toda su vida. Una vez el penitente ha
recibido la absolución de sus pecados, el párroco prosigue: «¿Está usted en
ayunas? –Sí. –¡Vaya a comulgar!». El joven se acerca inmediatamente a la santa
mesa; era su «segunda primera Comunión»« El hecho acontece a finales de octubre
de 1886. Ese sacerdote, famoso por su habilidad a la hora de dirigir almas, es
el párroco Huvelin, y ese joven de 28 años se llama Charles de Foucauld.
Nacido el 15 de septiembre de
1858 en Estrasburgo, en el seno de una familia muy cristiana, Carlos pierde a
su madre y a su padre el mismo año, en 1864. Se hace cargo de él, y también de
su única hermana, María, su abuelo el señor Morlet, coronel retirado. Carlos es
afectuoso, ardiente y estudioso, convirtiéndose en el objeto de los mimos del
abuelo, para quien los arrebatos del muchacho merecen una indulgencia secreta y
pasan por ser una señal de su temperamento. El señor Morlet y los niños se
establecen en Nancy en 1872. A partir de entonces, Carlos adquiere la costumbre
de mezclar sus estudios con multitud de lecturas elegidas sin discernimiento.
El resultado es que, al final de sus años de escolaridad, ha perdido la fe, «y
no era el único mal, confiará más tarde« Dejamos que los niños entren en el
mundo sin darles las armas indispensables para combatir a los enemigos que
encuentran en ellos y fuera de ellos, y que les aguardan en tropel. Los
filósofos cristianos han resuelto, desde hace mucho tiempo y con gran claridad,
infinidad de cuestiones que cada joven se plantea febrilmente sin sospechar que
la respuesta existe, luminosa y límpida, a dos pasos de él». Él mismo insistirá
en que sus sobrinos sean educados por maestros cristianos: «Nunca tuve un
maestro malo, pero la juventud necesita ser instruida no por neutros, sino por
almas creyentes y santas, y además por personas que sean capaces de dar razón
de sus creencias y de inspirar en los jóvenes una firme confianza en la verdad
de la fe«».
Todo impiedad, todo
deseo del mal
Con el título ya de bachillerato,
curioso de todo, decidido a disfrutar aunque triste, Carlos se va a París para
preparar el ingreso en la academia militar de Saint-Cyr. Él mismo dirá que era
todo egoísmo, todo vanidad, todo impiedad, todo deseo del mal« Es tal su pereza
que, en el transcurso del segundo año, es expulsado« Sin embargo, es admitido
en la academia en 1876, uno de los últimos de la promoción. En 1878, pasa a la
academia de caballería de Saumur, donde vive, según testimonio de un amigo,
«una existencia de dulce filósofo epicúreo»; Carlos vive a todo tren, se viste
con extrema afectación y organiza fiesta tras fiesta. Su tío se alarma y lo
dota de tutela judicial, lo que encoleriza en extremo al sobrino. En 1880, el
subteniente Foucauld parte con su regimiento hacia Argelia. Una joven se reúne
allí con él, presentándose como su esposa legítima, pero cuando sus superiores
se percatan de la verdad, le instan a que envíe a su compañera a Francia. Ante
la negativa absoluta de Carlos, la sanción no se hace esperar: es declarado en
situación de disponible por indisciplina y mala conducta. Se produce entonces
en Argelia la insurrección del caudillo musulmán Bu'Amama, y Foucauld no puede
hacerse a la idea de que sus camaradas vayan a combatir, acariciando el honor y
exponiéndose al peligro, sin él. Se le concede entonces permiso para
incorporarse al regimiento. «En medio de los peligros y privaciones de las
columnas expedicionarias –dirá uno de sus amigos, el general Laperrine–
demostró ser un soldado y un jefe«».
Tiene veinticuatro años y es
seducido por el silencio habitual de los países del norte de África, por el
espacio, lo imprevisto y lo primitivo de la vida, el misterio de sus
habitantes« Presenta su dimisión del ejército y se lanza a una expedición de lo
más difícil: explorar Marruecos, un país entonces muy cerrado, sobre todo a los
cristianos. Acompañado de un rabino judío nacido en ese país, Carlos, que se
hace pasar también por rabino, atraviesa la frontera en junio de 1883,
recorriendo Marruecos durante once meses. Varios instrumentos de medida, que
disimula entre los pliegues de la ropa, le permiten, aun a riesgo de ser
sorprendido, realizar observaciones y tomar notas sobre ese país todavía
desconocido. En mayo de 1884, regresa a Francia cargado de datos científicos
que recoge en su Reconnaissance au Maroc, libro que le vale enseguida la
estima del mundo científico.
Su familia lo acoge con alegría y
afecto. Aunque conocen sus excesos y su estado de ánimo, no le hacen ningún
reproche, sino que, antes al contrario, lo felicitan por el éxito de su
aventura y lo ponen en contacto con la sociedad más selecta en cualidades
espirituales y convicciones cristianas. Carlos ha quedado impresionado por lo
que ha visto en el norte de África, y en especial por esa continua invocación a
Dios. Todo el aparato religioso de la vida musulmana le mueve a reflexionar:
«¡Y yo que no tengo religión!». Piensa incluso en hacerse musulmán, pero al
primer examen se percata de que la religión de Mahoma no puede ser la
verdadera, «ya que es demasiado material». A pesar de la agradable vida que
lleva, su tristeza no hace más que aumentar. En sus horas libres, abre los
libros de los filósofos paganos, pero sus respuestas le parecen pobres«
Nadie se lo ha
podido arrebatar«
Y he aquí que, providencialmente,
una tarde de 1886, Carlos se topa con el párroco Huvelin, en casa de su tía
Moytessier. La ternura de ese hombre de Dios por los pecadores conmueve a los
más indiferentes; él piensa, por ellos, en la hora definitiva en que serán
juzgados y condenados para siempre. Aquella tarde, el intercambio de ideas
entre ambos resulta banal, pero la Providencia convierte aquello en la causa
inmediata de la confesión que operará un cambio total en la vida de Foucauld.
En noviembre de 1888, Carlos embarca hacia Tierra Santa, recorriéndola durante
cuatro meses. Le seduce sobre todo Nazaret; le inspira un amor que no se
apagará con la vida oculta, la obediencia y la humilde condición
voluntariamente elegida. Pues piensa en quien vivió allí treinta años, y de quien
el párroco Huvelin decía: «Hasta tal punto Nuestro Señor ocupó el último lugar,
que nunca nadie se lo ha podido arrebatar». Tras su regreso, tres retiros
espirituales le ayudan a discernir su vocación: Dios lo llama a ser monje
trapense. A finales de 1889, abandona sus bienes y parte a la Trapa de Nuestra
Señora de las Nieves, en Ardèche. El 26 de enero de 1890, el padre abad le
entrega el hábito, recibiendo el nombre de fray Alberico.
Sus treinta y dos años se adaptan
sin esfuerzo al régimen del monasterio; lo único que resulta difícil a su
naturaleza orgullosa es la obediencia. En sus combates, le sostiene su
intención inicial: «Quería entrar en la vida religiosa para acompañar a Nuestro
Señor en sus penas« Jesús me toma de la mano, introduciéndome en su paz y
alejando la tristeza en cuanto pretende aproximarse». El 27 de junio de 1890,
fray Alberico ve realizado un proyecto del que había hablado al abad nada más
llegar: ser destinado a un monasterio muy pobre situado en Siria, la Trapa de
Akbés, a fin de poder vivir en el anonimato, todavía más pobre, y de
encontrarse próximo a Tierra Santa, donde trabajó y sufrió el Hijo de Dios. En
ese lugar, los religiosos viven en medio de una población formada por kurdos,
sirios, turcos y armenios, que se convertirían –escribe– en «un pueblo
valiente, laborioso y honrado, si fuera instruido, gobernado y sobre todo
convertido« Nos corresponde a nosotros labrar el porvenir de esos pueblos. El
porvenir, el único porvenir, es la vida eterna, y esta vida no es más que una corta
prueba que prepara para la otra« La predicación en los países musulmanes es
difícil, pero los misioneros de tantos siglos pasados supieron vencer otras
muchas dificultades« Seamos ejemplo de una vida perfecta, de una vida superior
y divina».
En 1892, unos meses después de
haber pronunciado los votos, fray Alberico recibe la orden de iniciar estudios
teológicos para convertirse en sacerdote. A pesar de la «extrema repugnancia»
que siente hacia todo lo que le aleje del último lugar que ha venido a buscar,
se pone manos a la obra. Al mismo tiempo, expone al padre abad general la
persistente atracción que siente por un género de vida todavía más humilde,
fuera de la orden cisterciense. El padre abad le manda llamar a Roma para que
curse dos años de estudios. Obediente, fray Alberico llega en octubre de 1896.
No obstante, el abad general le concede la facultad de abandonar la Trapa, a
partir del mes de enero, y de seguir la llamada de Dios.
«Gozo hasta el
infinito»
Fray Carlos de Jesús –es el
nombre que adoptará en adelante– regresa entonces a Nazaret. Las religiosas
clarisas lo admiten como criado: «Gozo hasta el infinito de ser pobre, vestido
de obrero, en esa baja condición que fue la de Jesús«». Son muchas las horas
que pasa en adoración ante el Santísimo Sacramento. Un día, deja escapar de su
corazón estas notas de agradecimiento: «Dios mío, todos debemos cantar tus
misericordias, todos nosotros que hemos sido creados para la gloria eterna y
redimidos por la sangre de Jesús, por tu sangre, Señor y Jesús mío, que estás
junto a mí en este sagrario; pero, si todos debemos hacerlo, ¡yo mucho más!, yo
que desde la infancia he estado rodeado de muchos favores, que soy hijo de una
santa madre, que aprendí de ella a conocerte, a amarte y a rezarte en cuanto pude
entender una palabra. Y los catecismos, las primeras confesiones« aquellos
ejemplos de fervor recibidos en el seno de mi familia« y, tras una larga y
completa preparación, aquella primera Comunión«».
«Y cuando, a pesar de tantos
favores, empezaba a separarme de ti, con cuánta dulzura me llamabas a ti por
mediación de la voz de mi abuelo, con cuánta misericordia me impedías caer en
los últimos excesos conservando en mi corazón mi ternura hacia él« Pero, a
pesar de todo ello, por desgracia yo me alejaba, me alejaba cada vez más de ti,
de ti Señor mío y vida mía« y por eso mi vida empezaba a ser una muerte, o más
bien era ya una muerte a tus ojos« Y en aquel estado de muerte, aún me
conservabas: había desaparecido toda fe, pero el respeto y la estima por la religión
habían permanecido intactos«».
«Y por la fuerza de las cosas, me
obligaste a ser casto, y enseguida, al devolverme a finales del invierno de
1886 al seno de la familia, en París, la castidad se convirtió para mí en algo
dulce y en una necesidad del corazón. Fuiste tú quien lo hizo, Dios mío, sólo
tú; porque yo, por desgracia, no estaba para nada. Esto era necesario para
preparar mi alma a la Verdad, porque el demonio es demasiado dueño de un alma
que no es casta para dejar que entre la Verdad« Y tú, Dios mío, no podías
entrar en un alma donde el demonio de las pasiones inmundas reinaba como amo y
señor« Dios mío, ¿cómo podría cantar tus misericordias?«».
«Te secundaba una hermosa alma,
pero con su silencio, su dulzura y su perfección; ella se dejaba ver, era buena
y esparcía su atractivo perfume, pero no actuaba. Y tú, Jesús mío, mi Salvador,
hacías de todo por dentro y por fuera. Entonces me concediste cuatro gracias.
La primera consistió en inspirarme este pensamiento: puesto que esa alma es tan
inteligente, la Religión en la que tan firmemente cree no podría ser una
locura, como creo yo. La segunda consistió en inspirarme este otro pensamiento:
puesto que la Religión no es una locura, quizás la Verdad que no está en la
tierra en ninguna otra religión, ni en ningún sistema filosófico, se encuentre
allí. La tercera consistió en decirme: estudiemos pues esta Religión, tomemos
un profesor de religión católica, un sacerdote instruido, y veamos qué ocurre.
La cuarta consistió en la gracia incomparable de dirigirme al párroco Huvelin«
Y desde entonces, Dios mío, todo ha sido un encadenamiento de gracias« Una
marea ascendente, ¡siempre ascendente!».
Una Misa más, cada
día
La reputación de santidad de fray
Carlos se propaga sin él saberlo. La abadesa de las clarisas de Jesusalén le
exhorta a prepararse para el sacerdocio. Para vencer sus resistencias, le hace
observar que, en el caso de que aceptara, habría cada día en el mundo una Misa
más en la tierra. Si ha recibido dones, ¿acaso son para él solo? Este argumento
le hace vacilar; una respuesta del párroco Huvelin hace el resto. Fray Carlos
regresa entonces a Francia, a Nuestra Señora de las Nieves, donde se prepara
para la ordenación, que tiene lugar el 9 de junio de 1900. ¿Qué hará en
adelante? Con la aquiescencia del obispo de Viviers y del párroco Huvelin, irá
a llevar el Evangelio a los pueblos del Sahara, que se encuentran entre los más
abandonados«
La vida del padre Carlos de Jesús
se desarrolla a partir de entonces en el desierto: primero en Beni-Abbès, en el
sur de Orán, y luego en Tamanrasset, en el macizo del Hoggar, a 1.500
kilómetros al sur de Argel. Es perfectamente consciente de ser el primer
sacerdote de la historia en residir y celebrar la santa Misa en aquellos
lugares. Su objetivo es abrir el corazón de los musulmanes –árabes y también
tuaregs–, facilitándoles el contacto con la civilización cristiana y con un
sacerdote, a fin de permitir, más tarde, su evangelización con misioneros en el
pleno sentido del término. Con esas gentes ejercita una caridad generosa y
desinteresada, hablándoles de Dios y enseñándoles los preceptos de la religión
natural.
Se ha dicho que el padre Foucauld
no predicaba de ningún modo la fe y que se limitaba a una presencia muda en
medio de los musulmanes. Ya el general Laperrine se irritaba por ello, según
anotó en su diario: «¿Y sus conversaciones? ¿Y su ropa?». Cuando alguien se
presenta ante la puerta de la ermita, fray Carlos aparece, con la mirada llena
de serenidad y la mano tendida, envuelto en una gandura blanca, en la cual hay
cosido un corazón rojo coronado por una cruz. Esa imagen del Sagrado Corazón
proclama la fe de ese hombre blanco, y toda su vida pone de manifiesto el
Evangelio. Los indígenas no se equivocan. En un informe dirigido al prefecto
apostólico del Sahara, fray Carlos anota: «Para los esclavos (la esclavitud era
práctica corriente en el desierto), dispongo de una pequeña habitación donde
los reúno«; poco a poco, les enseño a rezar a Jesús« Los viajeros pobres
encuentran también en la Fraternidad un humilde albergue y una pobre colación,
con una buena acogida y algunas frases para conducirlos al bien y a Jesús«». A
un amigo le escribe: «Me aflige ver a los niños vagabundeando, sin ocupación,
sin instrucción, sin educación religiosa« Unas pocas hermanas de la caridad
conseguirían, en poco tiempo y con la ayuda de Dios, que todo este país se
entregara a Jesús».
Una receta contra
la tristeza
Hace ya mucho tiempo que sueña
con reunir una comunidad a su alrededor: los «Hermanitos del Sagrado Corazón de
Jesús», misioneros que harían conocer y amar a Jesús mediante una vida de
oración, de caridad y de pobreza, en medio de esos pueblos inmensos que no
conocen al único Salvador. Sin embargo, escribe: «En este momento tengo una
gran paz, que durará lo que Jesús quiera. Tengo el Santísimo Sacramento, el
amor de Jesús; otros tienen la tierra, y yo a Dios« Cuando estoy triste, tengo
una receta: rezo los misterios gloriosos del rosario, y me digo que importa
bien poco, después de todo, que yo sea miserable y que no llegue el bien que
deseo. Porque todo ello no impide que el Bienamado Jesús –que desea el bien mil
veces más que yo– sea bienaventurado, eterna e infinitamente bienaventurado!«».
Cuando estalla en Europa la
guerra de 1914-18, el padre lleva ya nueve años establecido en el Hoggar. De
las seis tribus tuaregs entre las cuales vive, tres se han sometido a Francia y
le son fieles, pero las demás aprovechan el conflicto europeo para insuflarles
el espíritu de revuelta. Son conscientes de la influencia preponderante que
tiene el ermitaño sobre los Tuaregs-Hoggar: «El gran interés de Tamanrasset,
escribe en enero de 1914 un médico francés, es la presencia del padre Foucauld.
Ha conseguido, mediante su bondad, santidad y sabiduría, una gran celebridad
entre la población». Así, el padre se convierte en el objetivo de los rebeldes,
que organizan un golpe de mano. El 1 de diciembre de 1916, se acercan sin hacer
ruido al fortín donde éste reside y llaman a la puerta, que el eremita
entreabre sin recelo, capturándolo y maniatándolo. Consciente de lo que ocurre,
se prepara para la muerte. ¡Por fin ha llegado el momento tan deseado de
reunirse con el Bienamado! «Soportemos todos los insultos –había escrito–, los
golpes, las heridas, la muerte, rezando por quienes nos odian« a imitación de
Jesús, sin otro fin ni utilidad que declararle que le amamos».
Sorprendidos por dos soldados
fieles a Francia, los conjurados enloquecen. Quien se encarga de custodiar al
padre le dispara a bocajarro en la cabeza. El padre Carlos de Foucauld se
desliza lentamente a lo largo de la pared y se desploma: está muerto« víctima
de su celo de amor por esos pueblos en los que la luz de la fe nunca había
brillado. Ha dedicado su vida a darles a conocer el verdadero Dios encarnado en
Jesucristo, a hacerles experimentar la misericordia de la que él mismo se ha
beneficiado de forma tan manifiesta y de la que ha querido, por gratitud,
erigirse en heraldo. Hasta el 21 de diciembre, el capitán de La Roche, que
manda el sector del Hoggar, no puede entrar en Tamanrasset. En la tumba del
padre, planta una cruz de madera. Después, al penetrar en la ermita fortificada
que los bandidos han saqueado, encuentra el rosario del padre, un vía crucis
que había dibujado con esmero con pluma en unas tablillas, una cruz de madera
con una hermosísima imagen de Cristo«
Una custodia en la
arena
Al remover el suelo con el pie,
el joven oficial descubre en la arena una pequeña custodia donde permanece
todavía encerrada una sagrada forma. La recoge con respeto, la limpia y la
envuelve en un paño. Cuando llega el momento de dejar Tamanrasset, la coloca
delante de él, en la silla del dromedario, recorriendo de ese modo los 50
kilómetros que separan Tamanrasset de Fort-Motylinski. ¡Es la primera procesión
del Santísimo Sacramento que se realiza en el Sahara! El capitán de La Roche
recuerda una conversación que había mantenido con el padre Foucauld: «Si le
ocurriera alguna desgracia –preguntaba–, ¿qué habría que hacer con el Santísimo
Sacramento? –Hay dos soluciones: realizar un acto de contrición perfecto y
comulgar usted mismo, o bien enviar la sagrada forma por correo a los Padres
Blancos». No puede resignarse a la segunda solución; así pues, tras llamar a un
suboficial, antiguo seminarista y cristiano ferviente, el capitán se pone unos
guantes blancos que nunca antes ha usado para abrir la custodia. Ahí esta la
sagrada forma, tal como el sacerdote la había consagrado y adorado. Ambos
jóvenes se preguntan quién de los dos va a recibirla. Finalmente, el suboficial
se arrodilla y comulga.
En Beni-Abbès, Carlos había
establecido un régimen de vida donde la oración ocupaba el primer lugar: santa
Misa y acción de gracias, breviario, vía crucis, rosario« Pero la adoración de
la Santísima Eucaristía superaba todo lo demás, ya que le dedicaba tres horas y
media cada día, repartidas en tres momentos de silencio. En su diario puede
leerse: «Mayo de 1903. Hoy se cumplen treinta años de mi primera comunión, de
la primera vez que recibí a Nuestro Señor« Y ahora llevo a Jesús en mis miserables
manos. ¡Ponerse Él en mis manos! Y ahora, noche y día, disfruto del santo
sagrario y poseo a Jesús, por así decirlo, para mí solo. Y ahora consagro cada
mañana la Sagrada Eucaristía, y cada noche doy con ella la bendición».
Mediante su ardiente amor hacia
Jesús en el sagrario, fray Carlos se adelantaba a la llamada que, un siglo más
tarde, el siervo de Dios Juan Pablo II lanzaba a toda la Iglesia: «Queridos
hermanos y hermanas« Aquí está el tesoro de la Iglesia« En la Eucaristía
tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección,
tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el
amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra
indigencia? En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y
en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático
y nos convierte en testigos de esperanza para todos» (Ecclesia de
Eucharistia, 17 de abril de 2003, 59, 60, 62).
Carlos de Foucauld, que fue beatificado
en Roma el 13 de noviembre de 2005 amó la Eucaristía como si viera en ella, con
sus propios ojos, a Cristo presente. Pidámosle que encienda en nuestras almas
un amor cada vez más ardiente hacia Él, que quiere permanecer entre nosotros
para ser nuestro confidente, nuestro apoyo, nuestro amigo verdadero y fiel.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2006/09/14/4130906.htm