Beato Eduardo Poppe
Vicario
(1890-1924)
«¿Os habéis percatado de la aureola de luz que
envuelve a los piadosos sacerdotes y que todo lo ilumina a su alrededor?
¡Cuántas transformaciones suscitan mediante la silenciosa predicación de sus
piadosas vidas! ¡Cuántos imitadores atraen, arrastrándolos a su ideal
sacerdotal! ¡Ojalá Jesús nos concediera la gracia de entrar en contacto con uno
de esos sacerdotes!». El autor de estas líneas, el padre Eduardo Poppe
(1890-1924) –beatificado por el Papa Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999–, no
podía imaginarse que esas palabras iban a aplicarse a su propia historia.
Eduardo Poppe había nacido el 18
de diciembre de 1890, en el seno de una familia flamenca profundamente
católica. Su padre, Desiderio, y su madre, Josefa, viven en una modesta casa de
la pequeña ciudad de Temse, cerca de Gante (Bélgica). Panadero de profesión,
Desiderio trabaja duro para sacar adelante a los suyos. Durante las
contrariedades, suele decir: «Hay que contentarse siempre con la voluntad de Dios».
Josefa, por su parte, realiza sus quehaceres domésticos con cálido afecto, a la
vez que con firme disciplina. Va a Misa todos los días, siempre que puede, pues
la familia aumenta rápidamente. Serán once los hijos que alegrarán el hogar:
tres morirán en tierna edad, los dos chicos serán sacerdotes, cinco chicas
serán religiosas y solamente una se quedará junto a la madre.
Un niño travieso y
testarudo
Desde sus primeros años, Eduardo
demuestra tener un temperamento a la vez alegre e inquieto. No es un niño
fácil, pues todo lo atropella, con el riesgo que supone romper cosas y hacerse
daño. Travieso y testarudo, nunca deja a sus hermanas en paz, pero ellas se
vengan de él cuando le sorprenden ante el espejo mientras se peina, disfrutando
en despeinarlo. Eduardo va a la escuela de buena gana, pero prefiere sin
embargo quedarse en casa, donde puede dar más fácilmente curso a sus
ocurrencias. Goloso como casi todos los niños, Eduardo se lanza con frecuencia
sobre las golosinas de la panadería. No obstante, se observa en él cierta
franqueza y alegría. A los doce años de edad toma la primera comunión,
recibiendo después la confirmación. Así pues, bajo la beneficiosa influencia de
los sacramentos, Eduardo se torna cada vez más serio, espaciando sus bromas y
guasas.
En la primavera de 1904, el señor
Poppe confía a Eduardo sus proyectos de ampliación del comercio, pues es su
deseo que aprenda el oficio de pastelero. En un principio, Eduardo no dice
nada, pues ha tomado la decisión de ser sacerdote. Finalmente, responde al
padre que no quiere ser panadero. Algún tiempo después, un sacerdote amigo de
los padres les expresa su opinión favorable sobre la vocación de Eduardo, ante
lo cual Desiderio dice a su esposa: «Prefiero que sea lo que Dios quiera.
Además, no debemos ser egoístas, pues Dios no nos ha dado a nuestros hijos para
nosotros». De ese modo, en otoño, el muchacho se marcha al seminario menor de
San Nicolás, en Waas.
El 10 de enero de 1907, Desiderio
Poppe muere de agotamiento. Eduardo, que tiene 16 años, se plantea renunciar
por un tiempo a sus estudios y encargarse de la panadería, pero su madre le
dice: «Antes de morir, tu padre me hizo prometer que te dejaría seguir
estudiando, y quiero mantener la promesa».
En septiembre de 1910, Eduardo es
llamado a filas, en las milicias universitarias, donde podrá iniciar sus
estudios de filosofía. En el acuartelamiento, se enteran enseguida de sus
deseos de hacerse sacerdote, lo que provoca toda suerte de burlas y
provocaciones. La trivialidad y el desenfreno de sus compañeros le resultan
insoportables, un «infierno», según sus palabras. Por añadidura, no puede oír
Misa ni comulgar entre semana, privación que se le hace muy cuesta arriba. En
contrapartida, la experiencia de la vida militar le ilumina acerca de la miseria
humana, y le resultará útil cuando, en 1922, le encargan que se ocupe de los
seminaristas y de los religiosos que realizan el servicio militar. Después de
unos meses, recupera la serenidad, tomando de la Eucaristía, que puede recibir
de nuevo, la fuerza para convertir esas pruebas en motivo de apostolado. Ahora
comprende mejor la vida y las dificultades de los soldados, poniéndose al
servicio de todos, y puede constatar hasta qué punto aquellos hombres de fuerte
temperamento necesitan la amistad; gracias a su amabilidad, a su espíritu de
servicio y a su buen humor, consigue abrir corazones y conducir a las almas
hacia la vida espiritual.
Un día, descubre la vida de santa
Teresita: «Aquel libro –escribirá– me produjo más agrado y provecho que
cualquiera otra obra de filosofía; de él aprendí cosas que no habría podido
descubrir en muchos años de estudios». Lo que más le seduce de la joven
carmelita es su manera de entender la contemplación, que se corresponde a la
perfección con sus propios gustos: una oración sencilla, familiar, práctica,
que haga referencia a los recodos de todos los acontecimientos y de todas las
ocupaciones, formando un todo con la vida, convertida ella misma en la vida y
santificándolo todo. De ese modo desaparece el conflicto entre oración y
trabajo. San Luis María Grignon de Montfort le aporta la sonrisa maternal de
María, pero parece ser que el santo preferido del padre Poppe es san Francisco
de Asís, a causa de su amor por la Cruz de Jesús.
Un seminarista bien
orientado
Libre ya del servicio militar, y
con profunda alegría, Eduardo viste por primera vez la sotana en el seminario
de Lovaina, el 13 de marzo de 1912. Aprecia especialmente estas instrucciones
de su superior: «Según el plan de Dios, la acción debe nutrirse de la oración,
pues la vida interior es la fuente del apostolado... No creáis en el lema que
dice que «El sacerdote se santifica santificando a los demás», porque es un
engaño. La verdadera fórmula es la siguiente: «Santificarse para santificar a
los demás»». Pero su ideal de santificación no es compartido por todos sus
hermanos. En una ocasión, oye la siguiente frase: «El entusiasmo que siente
usted es normal en los jóvenes seminaristas. Todos empiezan como si el fervor
durara siempre. Después de diez años de sacerdocio, la realidad de la vida
termina apagando por completo esa ilusión». Son reflexiones que turban
profundamente a Eduardo, quien escribe a su hermana Eugenia, que es religiosa:
«¿Es verdad que el fervor sólo se da al principio de la vida sacerdotal o religiosa,
cuando todavía se desconocen las dificultades? ¿Es verdad que algún día no seré
más que un sacerdote cualquiera, y que habré perdido toda mi fuerza
sobrenatural? No puedo ni quiero creerlo. Antes morir que servir a Dios a
medias».
Pero las reflexiones
desalentadoras que ha oído sumergen a Eduardo en la incertidumbre y en la duda.
¿Será el ideal de santidad una quimera? La oración le resulta penosa y le
invade la aridez, incluso cuando invoca a la Virgen. En su vida no consigue ver
más que egoísmo, ruindad, vano sentimentalismo, incluso en la oración. «¿Cómo
creer que Dios pueda amar a un ser tan vil?». ¡Y pensar que él pretendía llegar
a ser santo! Gracias a un buen reflejo confiesa sus pensamientos a su director
espiritual, quien le responde: «Diga con frecuencia: «Señor, yo creo, pero
ayúdame». Sobre todo no se desanime. Mire el crucifijo; en él encontrará la paz
gozosa del sacrificio». Eduardo sigue esos preciosos consejos y, poco a poco,
bajo la influencia misericordiosa de María, la espesa niebla que le rodea se
disipa. En la contemplación del crucifijo, siente el deseo irrefrenable de
compartir el sufrimiento de Cristo, y descubre la misteriosa relación que une
el sufrimiento al amor.
En septiembre de 1913, comienza
sus estudios de teología en el seminario de Gante. Pero estalla la primera
guerra mundial y, el 1 de agosto de 1914, Eduardo es movilizado como enfermero.
El día 4 se encuentra en Namur, donde el combate hace estragos. El 25, el
ejército belga se repliega hacia el sur. Agotado por el cansancio, Eduardo es
depositado medio muerto en el furgón de una ambulancia. En el pueblo de
Bourlers, el padre Castelain, párroco del lugar, se hace cargo de él hasta
diciembre. Ese sacerdote tiene una gran confianza en San José, y Eduardo quiere
experimentarla. Un día, los alemanes se llevan una docena de jóvenes del
pueblo, y Eduardo pide a san José que los libere ese mismo día. Unas horas
después, regresan a sus casas, excepto un francés. Eduardo reitera su petición,
y es escuchado de nuevo. A partir de aquel día, María y José serán inseparables
en el corazón del padre Poppe. El padre Castelain le muestra también la vida
pobre y ejemplar del beato padre Chevrier.
Después de numerosas peripecias,
y gracias al cardenal Mercier, consigue una dispensa de sus obligaciones
militares, regresando al seminario en abril de 1915. Eduardo es ordenado
sacerdote el 1 de mayo de 1916. Su emoción y su recogimiento son intensos,
ofreciéndose al Corazón Eucarístico de Jesús, al igual que Él, como víctima por
los pecadores.
En busca del rebaño
perdido
El 16 de junio es nombrado
vicario de la parroquia de Santa Coleta de Gante, en un barrio obrero. Esa
parroquia es de reciente fundación y no es floreciente, pues los buenos
cristianos son escasos y se han abandonado las prácticas religiosas. A causa de
su carrera militar, el párroco conserva cierta rigidez, pero, a pesar de su
áspera apariencia, esconde un generoso corazón, una profunda piedad y una
enorme bondad. Eduardo le querrá siempre como a un padre.
Cuando llega el buen tiempo,
Eduardo puede ya comenzar su apostolado en la calle. Se muestra amable, regala
estampitas a los niños y saluda a los obreros cuando salen de las fábricas por
la tarde: «Pronto me conocerán; tienen que notar que les quiero» –piensa. Poco
a poco, las conversaciones se multiplican y consigue entrar en las casas, en
especial en las más sórdidas. Su corazón se hace añicos ante la miseria de
aquella pobre gente, pues la guerra ha provocado situaciones trágicas. Su bolsa
está siempre abierta y dispuesta a dar todo lo que puede. Ante su evidente
benevolencia, las prevenciones anticlericales de los pobres desaparecen; puede
hablar de Jesucristo y devolver la vida a las viejas raíces cristianas. Se
siente feliz, lleno de esperanza y de fervor.
Pero la cruz redentora le
visitará a menudo. Su párroco le dice un día: «No me gusta que frecuente a esa
gente. Es demasiado joven para exponerse de ese modo. Y además es inútil,
porque se hace usted ilusiones y es una pérdida de tiempo. Reserve sus fuerzas
para el cuidado de las almas fieles». Sin embargo, Eduardo podrá visitar a los
enfermos y a los moribundos, con quienes hará maravillas. La decisión de su
párroco, a quien se somete, le llena de consternación: «Humanamente hablando
–escribe–, es desalentador para el corazón de un sacerdote... ¡Oh, Dios mío,
ayúdame!».
La Eucaristía, sol
de su vida
Para encontrar la fuerza que
necesita, Eduardo pasa mucho tiempo delante del sagrario. A veces suspira:
«¡Oh, Jesús, qué poco te aman los hombres! Por lo menos, amémonos nosotros
dos». La víspera de Todos los Santos, después de un largo día de confesiones,
un amigo lo encuentra cerca del Santísimo Sacramento: «Eduardo, ¿qué hace Ud.
aquí? – ¡Oh! Nada, le estoy haciendo compañía a Nuestro Señor. Me encuentro
demasiado cansado para hablarle, así que estoy descansando a su lado».
Nada más llegar a la parroquia,
el joven sacerdote se hace cargo del círculo recreativo infantil. Su meta es
que los niños estén ocupados durante las vacaciones. Al final del curso
escolar, pasa por el colegio de los Hermanos de la Caridad y se dirige en estos
términos a los alumnos: «Ya están aquí las vacaciones; es época de divertirse,
y eso está muy bien. Pero no os olvidéis de Nuestro Señor, porque es muy bueno
y os quiere, tanto durante las vacaciones como en época de clase. ¡Demostradle
que tenéis corazón, yendo a Misa de siete todos los días, y por la tarde a la
bendición!... Yo comprobaré quienes son los valientes, y para ellos habrá una
tómbola». El discurso es el mismo en el colegio de las Hermanas. Al día
siguiente, son treinta los niños que responden a su llamada. Después, los días
que siguen serán cincuenta, cien, doscientos... El padre les compensa con una
corta instrucción amenizada de historias y de temas divertidos. Luego les
entrega una breve invocación que deben repetir varias veces al día. Para evitar
tumultos, agrupa a los más revoltosos y los nombra responsables de mantener el
orden.
Con objeto de santificar a los
niños mediante la Eucaristía, se le ocurre la idea de constituir una Liga de
comunión, que será «una asociación de niños que aman a Jesús y quieren
santificarse apoyándose mutuamente y dando ejemplo en todo». En las reuniones
de la Liga, que el párroco le ha dejado fundar, Eduardo parte de la base de que
a los niños no hay que predicarles un Evangelio resumido, como hacen algunos
por miedo a desanimarlos, sino el Evangelio íntegro: la perfección cristiana.
Para conseguirlo, cada uno puede contar con la gracia que nos llega, sobre
todo, de la Eucaristía. En junio de 1917, la Liga de comunión de los niños
cuenta ya con 90 miembros. El fervor vuelve a florecer en la parroquia y
Eduardo se siente repleto de alegría. Para la solemnidad del Sagrado Corazón,
21 niños de 5 y 6 años toman la primera comunión. Proceden de familias pobres,
y sus madres lloran de alegría.
A finales del mes de julio,
debilitado por su incansable labor, Eduardo se encuentra extenuado. Le obligan
a permanecer en reposo total durante un mes, que pasa con las Hermanas de la
Caridad de la ciudad de Melle. A su regreso, recupera el ministerio ordinario,
pero el párroco, preocupado por su salud, le dispensa de las reuniones de la
Liga de comunión, del círculo recreativo y del catecismo. Con el corazón
compungido, Eduardo obedece, pero sin él sus obras se irán derrumbando poco a
poco. Más tarde escribirá: «¡Sufrir y obedecer! ¿Está el siervo por encima de
su Amo? Somos inteligentes, nos ponemos de acuerdo para concebir y organizar
nuestras obras, somos previsores y tenemos iniciativa, e incluso ardemos de
entusiasmo. Pero Jesús era mucho más inteligente que nosotros y más entusiasta,
más previsor y más entendido que nosotros. Su entusiasmo era como un fuego
devorador. Sabía ordenar su vida mucho mejor que nosotros... A pesar de ello
Jesús obedece en todo a José y a María. Y la última palabra la deja en manos de
la autoridad, reconociendo y enseñando el valor de la autoridad durante treinta
años. El precio de la obediencia está por encima de toda evaluación cuando nos
percatamos de que Jesús, que se somete a ella, es Dios. Toda su vida, su vida
de niño y de joven, su misión y su muerte –y una muerte de cruz– fue un gran
acto de obediencia».
La elocuencia del
ejemplo
A pesar de los alivios y cuidados
que le dispensan, el joven vicario se debilita, viéndose forzado a reducir cada
vez más su trabajo. Con el visto bueno de su director espiritual, en julio de
1918 solicita al obispo un cambio de actividad. El 4 de octubre es nombrado
director de la casa de las Hermanas de San Vicente de Paúl, en la localidad de
Moerzeke. La casa cuenta con nueve religiosas, personas mayores, algunos
enfermos y varios huérfanos; unos cincuenta residentes en total. La madre y dos
de las hermanas de Eduardo, María y Susana, se instalan también definitivamente
en Moerzeke. En la parroquia del pueblo, el padre Poppe encuentra a un
condiscípulo del seminario, que ahora es vicario. De común acuerdo, realizan
juntos una hora de adoración al Santísimo Sacramento en la capilla del
convento, todos los jueves por la tarde. Influenciados por ese ejemplo, los
residentes de la casa se unen a ellos; después, los sacerdotes atraen a los
niños, y ellos, a su vez, a sus padres. La capilla se llena muy pronto, y el
padre Poppe aprovecha para pronunciar una breve homilía, a la que se añaden
lecturas y cantos.
Si el ardiente apóstol se
interesa por un alma en peligro, primero se dirige al ángel de la guarda de la
persona, le recuerda su misión y prepara con él su estrategia. Cuando entra en
una escuela o en una reunión, saluda a los ángeles de la guarda presentes. Pero
conversa, sobre todo, con su propio ángel de la guarda, a quien considera el
mensajero que une su alma a Jesús y a María, y lo llama «Gabrielito», por el
nombre del ángel de la Anunciación.
El 11 de mayo de 1919, víctima de
una crisis cardíaca, recibe la Extremaunción en medio de una gran paz: «Nunca
he pedido al Señor que me concediera vivir de viejo –declara a un amigo–, sino
solamente que los hombres le amen y que los sacerdotes se santifiquen». En
contra de lo esperado, consigue restablecerse, por lo que el médico permite las
visitas y la habitación de Eduardo está siempre llena. El 8 de junio sufre una
nueva crisis, más grave que la anterior; adiós a las visitas y adiós a la Misa.
De nuevo se restablece, pero se debate entre la vida y la muerte, esperando
antes o después el desenlace. Durante esos períodos de sosiego, recupera como
puede su trabajo de apostolado. Pide que le instalen en la cama un tablero para
poder escribir, sobre todo a sus hermanos sacerdotes. Incluso está al corriente
de las cuestiones sociales, que siempre han suscitado entusiasmo en él,
preocupándose de la fe y de la práctica religiosa de los obreros, ofreciendo
por ellos sufrimientos y plegarias. Se esmera en hacer comprender a uno de sus
amigos, que es diputado, la importancia de su función para encontrar una
solución equitativa al problema obrero. «Pido a Dios –le escribe– que te
conceda poder adaptar tus convicciones políticas al Evangelio. Me alegraría
mucho si al menos un solo diputado contara con Dios a la hora de conseguir un
resultado válido en sus esfuerzos».
Su salud mejora durante algunos
meses, pero sigue siendo delicada. La propia enfermedad contribuirá a cumplir
su misión, como lo explicará el Santo Padre con motivo de su beatificación: «El
padre Poppe, que conoció la adversidad, dirige un mensaje a los enfermos,
recordándoles que la oración y el amor de María son imprescindibles para el
compromiso misionero de la Iglesia».
El apóstol de María
El 1 de enero de 1924 se produce
una nueva crisis cardíaca, a la que, después de un período de calma, le sigue
el 3 de febrero una recaída más grave. En una carta dirigida a sus amigos
sacerdotes, les revela el secreto de su corazón: «María os cubrirá con su
sombra y os sentiréis tranquilos y confiados. Os acompañará en el camino y os
conducirá por atajos secretos. No podréis evitar el sufrimiento, pero Ella os
dará hambre de él, como si de un alimento indispensable se tratara. ¡Ah, María!
¡María! Su nombre será en vuestros labios como la miel y el bálsamo. ¡María!
¡María! ¡Ave María! ¿Quién puede resistirse a ello? ¿Quién, decidme, quién
podrá perderse con el Ave María?».
Poco a poco, Eduardo comprendre
que su misión en la tierra ha terminado, que Jesús quiere retirarlo de este
mundo y que debe morir, sacrificar la vida por sus ovejas, igual que el grano
de trigo en la tierra que trae mucho fruto. A partir de ese momento se prepara
serenamente para el supremo testimonio de la muerte perfectamente aceptada, y
pide a la religiosa que le cuida que le repita continuamente estas palabras:
«No sé si Dios está contento de mí; a Él me abandono. ¡Oh! ¡Cuán dulce es en el
último momento no pensar en nada, ni en sus propios pecados ni en sus propias
virtudes, sino solamente en la Misericordia! Así es realmente la muerte de las
pequeñas víctimas de amor». De ese modo, sus últimos días ilustran las máximas
escritas al principio de su ministerio: «Hermanos, sólo disponemos de una vida
pasajera. Somos viajeros, y es una locura buscar aquí en este mundo nuestra
morada y reposo».
Llegada la primavera, a pesar del
estado de debilidad de Eduardo, son muchos los que acuden a visitarlo. A veces
tienen que esperar su turno durante mucho tiempo, pero no quedan decepcionados
ante su reconfortante acogida. El 10 de junio, al amanecer, es abatido por un
último ataque de apoplejía. Recibe la Extremaunción y, luego, sus ojos
semiabiertos miran por última vez la estatua del Sagrado Corazón, extiende sus
manos como para realizar una última ofrenda y entrega su alma a Dios a la edad
de 33 años.
Ojalá consigamos recordar esta
plegaria, procedente de su corazón de sacerdote: «Recuerda tus sufrimientos,
Jesús. ¡Recuerda tu amor y la inocencia de los pequeños! ¡Mándanos a tus
sacerdotes!».
El Santo Padre se hizo eco de
esta plegaria en el transcurso de la homilía de la Misa de las Jornadas
Mundiales de la Juventud (20 de agosto de 2000): «¡Ojalá tuviéramos, en cada
comunidad, un sacerdote para celebrar la Eucaristía!... El mundo necesita que
no se le prive de la presencia dulce y liberadora de Jesús vivo en la
Eucaristía. Sed vosotros mismos testigos fervientes de la presencia de Cristo
en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida y la vida de las
familias que formaréis. Que oriente todas vuestras opciones de vida».
Con estos pensamientos rogamos
por todas sus intenciones, sin olvidar a sus difuntos.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2001/11/30/3281101.htm