BENEDICTO
XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles
24 de junio de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado viernes 19 de junio, solemnidad del
Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por
la santificación de los sacerdotes, tuve la alegría de inaugurar el Año sacerdotal, convocado con ocasión del 150°
aniversario del "nacimiento para el cielo" del cura de Ars, san Juan
Bautista María Vianney. Y al entrar en la basílica vaticana para la celebración de
las Vísperas,
casi como primer gesto simbólico, visité la capilla del Coro para venerar la
reliquia de este santo pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año sacerdotal?
¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no
hizo nada extraordinario?
La divina Providencia ha hecho que su figura
se uniera a la de san Pablo. De hecho, mientras está concluyendo el Año
paulino, dedicado al Apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario
evangelizador que realizó diversos viajes misioneros para difundir el
Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre campesino que
llegó a ser un humilde párroco y desempeñó su servicio pastoral en una pequeña
aldea. Aunque los dos santos se diferencian mucho por las trayectorias de vida
que los caracterizaron —el primero pasó de región en región para anunciar el
Evangelio; el segundo acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en
su pequeña parroquia—, hay algo fundamental que los une: su identificación
total con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san
Pablo: "Estoy crucificado con Cristo. Ya no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Y san Juan María Vianney solía
repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como
una luz tras el cristal, como el vino mezclado con agua".
Por tanto, como escribí en la carta enviada a
los sacerdotes para esta ocasión, este Año sacerdotal tiene como finalidad favorecer la tensión de
todo presbítero hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la
eficacia de su ministerio, y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a
todo el pueblo de Dios, a redescubrir y fortalecer más la conciencia del
extraordinario e indispensable don de gracia que el ministerio ordenado
representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo,
que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
No cabe duda de que han cambiado las
condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es
justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con
su ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la
visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo
"funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la
concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su
consideración natural, a veces incluso dentro de la conciencia eclesial. Con
frecuencia, tanto en los ambientes teológicos como también en la práctica
pastoral concreta y de formación del clero, se confrontan, y a veces se oponen,
dos concepciones distintas del sacerdocio.
A este respecto, hace algunos años subrayé
que existen, "por una parte, una concepción social-funcional que define la
esencia del sacerdocio con el concepto de "servicio": el servicio a
la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la
concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de
servicio del sacerdocio, pero lo ve anclado en el ser del ministro y considera
que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la
mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio
y vida del sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su
fede e ministero, Brescia 2005, p. 165). También la derivación
terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de
"servicio, ministerio, encargo", es signo de esa diversa concepción.
A la primera, es decir, a la ontológico-sacramental está vinculado el primado
de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que
a la segunda correspondería el primado de la Palabra y del servicio del
anuncio.
Bien mirado, no se trata de dos concepciones
contrapuestas, y la tensión que existe entre ellas debe resolverse desde
dentro. Así el decreto Presbyterorum
ordinis del concilio Vaticano II afirma:
"Por la predicación apostólica del Evangelio se convoca y se reúne el
pueblo de Dios, de manera que todos (...) se ofrezcan a sí mismos como
"sacrificio vivo, santo, agradable a Dios" (Rm 12, 1). Por
medio del ministerio de los presbíteros se realiza a la perfección el
sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo, único
mediador. Este se ofrece incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, en
nombre de toda la Iglesia, por manos de los presbíteros, hasta que el Señor
venga" (n. 2).
Entonces nos preguntamos: "¿Qué
significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así
llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del reino de Dios
como de la verdadera finalidad de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un
"discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y
los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad
presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido,
es preciso recordar que, también en el primado del anuncio, la palabra y el
signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras",
sino la Palabra, y el anuncio coincide con la persona misma de Cristo,
ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad.
Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra
requiere por parte del sacerdote que tienda a una profunda abnegación de sí
mismo, hasta decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "dueño"
de la palabra, sino servidor. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba
san Juan Bautista, cuya Natividad celebramos precisamente hoy, es
"voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad
el camino del Señor, enderezad sus sendas" (Mc 1, 3).
Ahora bien, para el sacerdote ser
"voz" de la Palabra no constituye únicamente un aspecto funcional. Al
contrario, supone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en
su misterio de muerte y de resurrección con todo su ser: inteligencia,
libertad, voluntad y ofrecimiento de su cuerpo, como sacrificio vivo (cf. Rm
12, 1-2). Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kénosis,
hace auténtico el anuncio. Y este es el camino que debe recorrer con Cristo
para llegar a decir al Padre juntamente con él: "No se haga lo que yo
quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14, 36). Por tanto, el anuncio
conlleva siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea
auténtico y eficaz.
Alter Christus, el sacerdote está profundamente
unido al Verbo del Padre, que al encarnarse tomó la forma de siervo, se
convirtió en siervo (cf. Flp 2, 5-11). El sacerdote es siervo de Cristo,
en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo,
asume un carácter esencialmente relacional: está al servicio de los hombres en
Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente porque pertenece
a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es
ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación,
madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo, en la
oración, en el "estar unido de corazón" a él. Por tanto, esta es la
condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el
ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con
lágrimas en los ojos: "¡Da miedo ser sacerdote!". Y añadía: "¡Es
digno de compasión un sacerdote que celebra la misa de forma rutinaria! ¡Qué
desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año sacerdotal
impulse a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado
y resucitado, para que, imitando a san Juan Bautista, estemos dispuestos a
"disminuir" para que él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del
cura de Ars, sientan de forma constante y profunda la responsabilidad de su
misión, que es signo y presencia de la misericordia infinita de Dios.
Encomendemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año sacerdotal recién
comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.
Saludos
Saludo cordialmente a los fieles de lengua
española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de la arquidiócesis de
Tulancingo, con su arzobispo, monseñor Domingo Díaz Martínez, y de la diócesis
de Alcalá de Henares, con su obispo, monseñor Juan Antonio Reig Pla, así como a
los demás grupos venidos de España, Honduras, México y otros países
latinoamericanos. Os aliento para que en este Año sacerdotal encomendéis de un
modo especial a todos vuestros sacerdotes.
(En polaco)
Hoy celebramos la fiesta de la Natividad de
san Juan Bautista, el profeta que preparó el camino al Hijo de Dios, anunciando
su presencia entre los hombres. Con su martirio dio el más bello testimonio
posible de Cristo. Su mensaje de conversión sigue siendo también actual para
nosotros.
(En croata)
Queridos amigos, con san Juan Bautista
reconozcamos al Señor en su humildad y demos testimonio de él a los demás con
nuestra vida diaria.
(En italiano)
Saludo por último a los jóvenes, a los
enfermos y a los recién casados. Hoy celebramos la fiesta de la
Natividad de san Juan Bautista, enviado por Dios para dar testimonio de la luz
y preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Queridos jóvenes, os deseo
que en la amistad con Jesús halléis la fuerza necesaria para estar siempre a la
altura de las responsabilidades que os esperan. A vosotros, queridos enfermos,
os exhorto a considerar los sufrimientos y las pruebas diarias como
oportunidad que Dios os ofrece para cooperar en la salvación de las almas. Y a
vosotros, queridos recién casados, os invito a manifestar el amor del
Señor en la fidelidad recíproca y en la acogida generosa de la vida.
*
* *
(A la delegación guiada por la subsecretaria
de la ONU y representante especial para los niños que viven en situaciones de
conflicto armado)
Al expresarle a usted y a sus acompañantes mi
profundo aprecio por su compromiso en defensa de la infancia víctima de la
violencia y de las armas, pienso en todos los niños del mundo, en particular en
los que están expuestos al miedo, al abandono, al hambre, a los abusos, a la
enfermedad, a la muerte. El Papa está cerca de todas estas pequeñas víctimas y
las recuerda siempre en la oración.
(En el 150° aniversario del nacimiento de la
Cruz Roja)
El 24 de junio de hace 150 años nacía la idea
de una gran movilización para la asistencia de las víctimas de las guerras, que
posteriormente tomaría el nombre de Cruz Roja. En el transcurso de los años,
los valores de universalidad, neutralidad, independencia del servicio,
suscitaron la adhesión de millones de voluntarios en todas las partes del
mundo, formando un importante baluarte de humanidad y solidaridad en tantos
contextos de guerra y conflicto, así como en muchas otras emergencias. Deseando
que la persona humana, en su dignidad y en su integridad esté siempre en el
centro del compromiso humanitario de la Cruz Roja, animo especialmente a los
jóvenes a comprometerse concretamente en esta benemérita institución. Aprovecho
esta circunstancia para pedir la liberación de todas las personas secuestradas
en zonas de conflicto y nuevamente la liberación de Eugenio Vagni, agente de la
Cruz Roja en Filipinas.
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