San Justo de
Bretenières
Missions étrangères
de Paris, Mártir
(Chalon-sur-Saône 1838 – Seul 1866)
«La sociedad técnica ha multiplicado las ocasiones
de placer, pero tiene dificultades para engendrar alegría. Porque la alegría
procede de otro lugar: es espiritual. Ocurre a menudo que, no faltando el
dinero, las comodidades, la higiene o la seguridad material, el destino de
muchas personas sigue siendo desgraciadamente el hastío, la melancolía o la
tristeza... Puede hablarse de la tristeza de los no creyentes, cuando el
espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por lo tanto orientado
instintivamente hacia Él como hacia su bien supremo y único, se queda sin
conocerlo claramente, sin amarlo, y en consecuencia sin experimentar la alegría
que aportan el conocimiento de Dios, aunque sea imperfecto, y la certeza de
mantener con Él un lazo que ni siquiera la muerte podría romper» (Pablo VI,
Exhortación Gaudete in Domino, GD, sobre la alegría cristiana, 9
de mayo de 1975).
El conocimiento y el amor de Dios
dilatan el corazón del hombre y pueden conducirlo hasta el extremo de entregar
con gozo su propia vida para la salvación de sus hermanos, como nos lo muestra
el ejemplo de san Justo de Bretenières.
«Veo a los chinos»
Justo de Bretenières nace el 28
de febrero de 1838 en Chalon-sur-Saône, en Borgoña (Francia), en el domicilio
de sus abuelos maternos. Unos meses después, sus padres regresan al castillo de
Bretenières, propiedad familiar cercana a Dijon en la que viven durante el
verano, ya que el invierno lo pasan en Dijon. Preocupada por el destino futuro
de su hijo, la señora de Bretenières lo deja en manos de la Virgen: «Reina de
los Ángeles, recuerda que eres la Madre de este niño... Te lo consagro para
siempre». A la edad de seis años, mientras Justo juega con su hermano
Christian, dos años más joven que él, en el parque del castillo de Bretenières,
haciendo hoyos en la tierra con sus palas, Justo le dice de repente a su hermano:
«¡Calla!». Se inclina en el hoyo que acaba de hacer y se levanta diciendo:
«¡Veo a los chinos!... ¡Oh! Los oigo... ¡me están llamando!... ¡Tengo que ir a
salvarlos!». Aquel episodio dejará una profunda huella en la mente de Justo, y
nunca se le borrará. Unos años después, su hermano le hace la siguiente
observación: «Algún día este castillo será tuyo, porque eres el mayor». Pero él
responde: «Oh, no; no será para mí, será tuyo, porque yo seré sacerdote». Lo
que más le gusta a Justo es ayudar a Misa, o agitar el incensario ante el
Santísimo Sacramento. Además, rivaliza en entusiasmo con su hermano para que el
mes de María, el mes de mayo, sea lo más hermoso posible.
En el seno de la familia
Bretenières, los hijos tienen ampliamente cubiertas sus necesidades, pero no
hay lugar para el lujo ni la indolencia. En octubre de 1851, los dos muchachos
quedan a cargo de un preceptor de 28 años: el padre Grautelet. Este sacerdote
observa enseguida en Justo una tendencia a juzgar según una lógica un tanto
exagerada, que le impide admitir las opiniones moderadas, de tal modo que,
según él, cuando se trata de practicar las virtudes no deben existir ni
imperfecciones ni grados. El carácter de Justo es encantador, y habitual su
equilibrado estado emocional. Participa de buen grado en los juegos, pero más
bien para complacer que por gusto propio. Una tarde, sin embargo, Justo se
queja de no haber podido terminar una partida de cartas que le gusta mucho.
Como castigo por su impaciencia, no habrá juego en los días siguientes.
Nervioso y sensible, Justo da
muestras desde muy joven de temer con exceso el dolor, pero el deseo por la
vida misionera le estimula a soportar con alegría las fatigas, el calor, la
sed, a acostumbrarse a llevar pesadas cargas y a contentarse con poco durante
las excursiones por la montaña que realiza en vacaciones. En 1856 termina el
bachillerato en Lyon, emprendiendo estudios universitarios de letras, pues sus
padres lo consideran demasiado joven para cumplir con su vocación. En su deseo
de entregarse a Dios, él piensa en los dominicos, que mantienen misiones en
Extremo Oriente, pero también se siente atraído por la vida monástica.
Finalmente, siguiendo el consejo de su confesor y de sus padres, ingresa en el
seminario de Issy (París), donde quedará confirmada la llamada de Dios para las
misiones. Uno de sus condiscípulos manifestará más tarde: «Un día estábamos
hablando del Santísimo Sacramento, y nos lamentábamos al constatar la poca
importancia que tenía en la vida de los cristianos, y Justo decía: ¿Cómo es
posible mirar la sagrada forma, oír su divina llamada que invita a la conquista
lejana de las almas y retroceder ante ello?». El joven seminarista pasa dos
años en Issy, donde se le confían las funciones de organista y de enfermero,
ganándose la simpatía de sus compañeros por su entrega y entusiasmo. De vez en
cuando puede visitar a sus padres, que poseen un apartamento en París.
En mayo de 1861 decide entrar en
el Seminario de las Misiones Extranjeras de París, cosa que aceptan sus padres,
aunque no sin dolor. El 28 de junio, Justo escribe: «Soy consciente de que el
camino que emprendo es arduo y difícil, y no me oculto a mí mismo ni los
obstáculos, ni los sufrimientos, ni los peligros que allí encontraré, pero de
nuevo me entrego por completo en las manos de Dios».
En el Seminario de las Misiones,
en el otoño de 1861, Justo es acogido como a un hermano al que se le espera
desde largo tiempo: «Anoche, al salir del refectorio –escribe–, todos me
abrazaron. El Señor derrama aquí una caridad extraordinaria. Somos más que
hermanos, formamos un todo, un solo corazón, una sola alma». El año empieza con
un retiro según los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, que Justo culmina
repleto de fervor, tal como escribe a su hermano: «Lo más importante de lo que
tengo que decirte es y será siempre lo que san Ignacio decía y repetía a san
Francisco Javier cuando trabajaba con ardor adquiriendo conocimientos en París:
Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?
(Mt 16, 26)... Para poder encontrar cuanto antes el lugar que ha designado para
ti la Providencia, recuerda esto y no lo pierdas nunca de vista: todo lo que,
fuera de Dios, creas que pueda satisfacerte, no te satisfará jamás. Todo es
vanidad, salvo amar al Señor».
Una alegría
proverbial
A finales de año, Justo tiene la
esperanza de recibir las órdenes menores, pero no figura entre los elegidos.
Desconoce que, según los reglamentos del seminario, es preceptivo permanecer un
año completo antes de recibir las órdenes. Al creer que sus superiores no lo
consideran apto para las misiones, siente una intensa amargura, como lo expresa
en una carta a su hermano: «Hace ya dos días que soporto esa medida que
considero inexplicable; porque, al examinar mi corazón, no encuentro nada que me
haga dudar de mi vocación. Sin embargo, antes de interrogar a mi director y de
confiarle mi pena, quiero ofrecer por completo a Dios el sacrificio de mis
aspiraciones, si resulta necesario, y entregarme a su voluntad. No puedo dormir
por las noches; pero, cuando la turbación aumenta, me pongo a cantar en voz
baja algún himno a la Virgen, en cuyas manos he depositado mis intereses, y eso
me sirve de gran ayuda y me devuelve el ánimo». Pero su superior, el padre
Albrand, lo tranquilizará enseguida: está llamado a la vida misionera.
Los años transcurren en medio de
la oración, el estudio y el trabajo santificador: «Hay asuntos que me ocupan
más que la perspectiva de la vida misionera –escribe–; se trata de la propia
perfección, necesaria a todo sacerdote. Es en eso en lo que debo trabajar más y
donde más debo esforzarme». El estudio continuado de las obras de san Juan de
la Cruz le muestra el camino a seguir. Por las mañanas, dedica largo tiempo a
la oración. Durante la jornada, fortifica su fe con prolongadas adoraciones
ante el Sagrario; su devoción a la Eucaristía le dará fuerzas durante toda la
vida. Para imitar a Jesucristo pobre, se esmera en vivir pobremente: en sus
ropas, en el acondicionamiento de su habitación, etc., dedicándose además con
fervor a servir a los pobres de los alrededores, que los seminaristas deben
visitar. Sus preferencias se dirigen a los empleos más humildes, y aprovecha
todas las ocasiones que se le presentan para rebajarse ante la mirada de los
demás. Por obediencia, todo lo que hace lo somete a la aprobación de su
superior. Sin embargo, a pesar de esas austeras prácticas, manifiesta una
proverbial alegría, haciendo reír incluso en clase a sus compañeros. Le gustan
las bromas, y sabe imitar de maravilla el canto del gallo; en más de una
ocasión, consigue sobresaltar los gallineros, simulando en plena noche el
«quiquiriquí» de la aurora. En él, la alegría exterior es el fruto de una
intensa vida espiritual.
Saberse amado
«Para el cristiano, al igual que
para Jesús –escribe el Papa Pablo VI–, todo consiste en vivir las alegrías
humanas que el Creador le da, en medio de la acción de gracias al Padre... Al
vivir Cristo en todo nuestra condición humana, excepto en el pecado, acogió y
experimentó las alegrías afectivas y espirituales, como un don de Dios... Pero
conviene captar aquí el secreto de la alegría insondable que habita en Jesús, y
que le es propia... Si irradia semejante paz, semejante alegría, semejante
disponibilidad, es a causa del inefable amor del que se sabe amado por su Padre...
Los discípulos, y también todos los que creen en Cristo, están llamados a
participar de esa alegría [...], fruto del Espíritu Santo, que consiste en que
el espíritu humano encuentre el reposo y una íntima satisfacción en la posesión
del Dios trinitario, a quien se conoce mediante la fe y a quien se ama con la
caridad que de Él procede» (GD).
No obstante –continúa diciendo el
Papa–, «la alegría espiritual, en este mundo, incluirá siempre en cierto modo
la dolorosa prueba de la mujer de parto, así como cierto aparente abandono
semejante al del huérfano, como lloros y lamentos, mientras que el mundo hará
ostentación de una satisfacción malsana. Pero la tristeza de los discípulos,
que es según Dios y no según el mundo, será cambiada prontamente por una alegría
espiritual que nadie podrá arrebatarles (cf. Jn 16, 20-22)» (GD). En
ocasiones, Justo se siente desconsolado, incluso a veces abatido ante la idea
de las virtudes que le son necesarias al misionero y de los sufrimientos
soportados por sus predecesores. Un día, cuando ya no puede soportarlo, se
dirige al padre superior: «Ya no puedo permanecer aquí; mi conciencia me dicta
que debo regresar con mi familia» –le dice con tristeza. El padre Albrand le
escucha sonriendo: «¿Es todo lo que quería decirme? – Sí, padre. – Pues bien,
vuelva a su habitación y no piensa más en ello». La tentación se disipa de
inmediato.
El 21 de mayo de 1864, Justo es
ordenado sacerdote. «Pide para mí la gracia del martirio –escribe a un amigo».
Ya no le queda sino esperar la orden de partir a las misiones. Los aspirantes a
misioneros ignoran hasta el último momento el lugar de su destino, y deben
estar dispuestos a aceptar de la mano de Dios la misión donde serán enviados,
cualquiera que sea. Tras haberse ofrecido por entero en sacrificio, Justo
permanece en un estado de perfecta indiferencia. El lunes 13 de junio, su
superior le manda llamar: «¿Qué misión prefiere? – No siento preferencia por
nada. – Pues bien, le mando al Tíbet. ¿Le parece bien? – Muy bien, padre. –
Pues no, se marchará a Tonkín. – Como usted quiera. – ¿Así que le resulta
indiferente? – Sí, padre. – Pues ahora hablemos en serio... Se marchará a
Corea». Justo le escribe en el acto a su antiguo preceptor: «Creo que el Señor
me ha concedido la mejor parte... ¡Viva Corea, tierra de mártires!».
Efectivamente, la sangre de los mártires se ha derramado en abundancia en
tierras coreanas desde hace un siglo.
El martes 19 de julio de 1864,
Justo y nueve de sus compañeros se embarcan en Marsella para Extremo Oriente.
Consiguen entrar en Corea, clandestinamente, el 29 de mayo de 1865. Justo
reside en Seúl, la capital, junto a su obispo monseñor Berneux: «Heme aquí
convertido en ciudadano de Seúl, la «ciudad de las delicias». Pero no os dejéis
deslumbrar por ese magnífico nombre. Imaginad una inmensa aglomeración de
chabolas construidas con barro, apretadas unas contra otras, entre las cuales,
a modo de calles, existen pequeños corredores donde apenas pueden cruzarse dos
personas. Esas callejuelas se utilizan al mismo tiempo como alcantarillas...
Podéis imaginaros sobre qué está uno obligado a caminar».
Bajo el sombrero
Justo se hospeda en casa de unos
cristianos, en una paupérrima habitación: el suelo le sirve de silla, el suelo
le sirve de mesa, y un simple trozo de madera bajo su cabeza le sirve de cama.
Cuando sale, únicamente por la noche, a causa de la persecución, viste ropas de
duelo, con «un sombrero parecido al tejado de un palomar, de tal forma que
cubre hasta los codos, lo que resulta ideal para no ser reconocido ni tampoco
reconocer a nadie, y una buena manera de poder rezar bajo el sombrero». Sus
jornadas las ocupa en la oración y en estudiar la lengua coreana. Al cabo de
seis meses, gracias a la ayuda de un joven cristiano, el misionero es capaz de
hacerse comprender lo suficiente en coreano como para predicar y confesar.
Los catecúmenos acuden desde muy
lejos (150 km y más) para ser bautizados o para recibir la sagrada Comunión.
Justo escribe: «He visto acudir a mujeres septuagenarias desde 240 km para
comulgar. ¡Pobres almas, que sólo puedan ver al sacerdote una vez al año y que
estén tan sedientas de la Palabra de Dios! ¡Y pensar que en Europa los fieles
disfrutan con profusión de esas riquezas y que no siempre las aprovechan como
debieran!». Con el nombre de padre Paik, Justo se siente feliz de empezar a
ayudar a sus compañeros sacerdotes: durante los últimos meses de 1865 se dedica
a las confesiones, prepara y bautiza por lo menos a 40 adultos, bendice varios
matrimonios, da en ocasiones la Confirmación y administra con frecuencia la
Extremaunción. Las conversiones prometen ser numerosas.
Pero la tempestad se aproxima.
Después de un período de calma, la persecución contra los europeos y contra los
cristianos recupera su vigor. La traición de un sirviente del obispo acarrea la
detención de varios sacerdotes, y monseñor Berneux es capturado el 23 de
febrero de 1866. El 26 por la mañana, unos soldados irrumpen en la habitación
de Justo en el momento en que se dispone a celebrar la Misa, llevándoselo preso
atado con una cuerda roja, señal distintiva de los grandes criminales. Al
llegar ante el tribunal, siente la alegría de reencontrarse con su obispo,
prosternándose ante él con profunda humildad y gran respeto, antes de tomar
asiento en la silla que se le ha reservado. A las preguntas que le hacen, Justo
responde incansable: «He venido a Corea para salvar vuestras almas, y moriré
gustosamente por Dios».
Sufre entonces el suplicio del
«shien-num», consistente en infligir al condenado, que está atado a una silla,
golpes con un bastón de sección triangular en las tibias y en los pies. El
misionero comparece durante cuatro días seguidos ante diferentes instancias.
Después de cada interrogatorio, su cuerpo es masacrado con una estaca
puntiaguda del grosor de un brazo. El mártir reza en silencio en medio de sus
sufrimientos, y cada noche es conducido a su celda, donde le son curadas las
heridas con papel empapado en aceite. Al mismo tiempo que Justo, son torturados
y después condenados a muerte monseñor Berneux y los padres Beaulieu y Dorie.
Saltar de alegría
Su amor por las almas les ha
conducido a entregar lo más preciado de sí mismos. En 1862, Justo había escrito
lo que sigue a su antiguo preceptor, quien, si bien manifestaba celo por la
salvación de las almas, temía a las renuncias que le podría imponer la vocación
misionera: «¡Oh! quien conoce el precio de un alma, y que no estima otra cosa
sino trabajar por salvarla, no da importancia a lo que habrá de hacer para
conseguirlo, sino que reiría asombrado si alguien le dijera: «Pero tenga en
cuenta que usted tiene unos hábitos regulares de beber, de comer, de
levantarse, de acostarse, y que tendrá que renunciar a esos hábitos». ¿Acaso se
le ocurriría pensar que, al renunciar a esas cosas, abandona algo?... El amor
por el bien de las almas dirige sus pensamientos más lejos, cruza los mares sin
pensar en los peligros que le acechan, y saltará de alegría si Dios le conduce
a un lugar donde todo amenaza su vida, no podrá reprimir sus cánticos de
alegría si queda expuesto a las persecuciones, amenazado por la espada, siempre
a punto de morir de hambre, de fatigas, de miserias y de angustias, y a pesar
de todo ello creerá que no sufre bastante, porque existen almas ante él que
todavía permanecen sordas a la gracia».
El 8 de marzo de 1866, incapaces
ya de tenerse en pie, los condenados son conducidos hasta el lugar de la
ejecución, atados cada uno a su silla. Considerados como criminales contra el
Estado, deben ser ejecutados en una de las enormes playas de arena situadas a
unos 5 km de Seúl. Cuatrocientos soldados armados controlan la multitud. A
algunos espectadores que les increpan, el buen obispo responde con firmeza: «No
os burléis ni riáis de esa manera; más bien deberíais llorar. Vinimos para
enseñaros el camino del Cielo, y ahora ya no podemos hacerlo. ¡Cuánta lástima
dais!». Durante el trayecto, los porteadores se detienen varias veces, lo que
es aprovechado por monseñor Berneux para conversar con sus compañeros de
martirio. La alegría, don de Dios para quienes se olvidan de sí mismos y se
sacrifican por Él, resplandece en sus rostros y sorprende a los paganos. «¡Qué
dulce es morir!» –les dice Justo volviendo su rostro radiante de paz hacia
ellos. «El mundo –el que no es apto para recibir el Espíritu de la Verdad– sólo
percibe un lado de las cosas. Solamente considera la aflicción y la pobreza del
discípulo, mientras que éste permanece siempre en la alegría en lo más profundo
de sí mismo, porque se encuentra en comunión con el Padre y con su Hijo
Jesucristo» (Pablo VI, GD).
A Justo lo llaman en segundo
lugar, después de su obispo. Lo tiran al suelo y le despojan de la ropa. Sus
orejas, replegadas sobre sí mismas, son atravesadas por una flecha. Por debajo
de los brazos, que lleva atados a la espalda, le pasan un grueso y largo palo.
Dos soldados lo levantan y, aguantándolo en esa dolorosa posición, emprenden
una larga marcha en espiral para mostrarlo a la asamblea. A continuación, lo
depositan en el suelo, de rodillas y con la cabeza inclinada hacia adelante. A
una señal del mandarín, seis verdugos ejecutan una danza circular alrededor del
mártir blandiendo sus sables y profiriendo imparablemente feroces gritos:
«¡Muerte! ¡Muerte!». Finalmente, descargan sus golpes; tras el cuarto, cae la
cabeza. Para los espectadores, todo ha concluido, pero el alma de Justo se
encuentra ya en el gozo infinito del Cielo. Había vivido 28 años en esta tierra
nuestra de tribulaciones. Ante la noticia de la muerte de su hijo, el profundo
dolor del padre le provoca abundantes lágrimas. Su madre, sin embargo, no
llora, pero su rostro expresa un profundo sufrimiento. Ambos caen de rodillas y
dan gracias a Dios: su hijo está en el Cielo.
Caído en tierra
Desde un punto de vista humano,
la muerte de Justo, interrumpiendo un cortísimo apostolado, aparece como un
fracaso. Pero la fe nos asegura que si el grano cae en tierra, trae mucho fruto
(Jn, 12, 24). Con motivo de la canonización de los 103 mártires de Corea (entre
los cuales se encontraban Justo de Bretenières y sus compañeros), el 6 de mayo
de 1984, el Papa Juan Pablo II decía: «La muerte de los mártires se asemeja a
la muerte de Cristo en la Cruz, porque, al igual que la suya, la de ellos se ha
convertido en el comienzo de una nueva vida. Y esta nueva vida no solamente se
ha manifestado en ellos (en los que han padecido la muerte por Cristo), sino
que también ha alcanzado a otros, y se ha convertido en el fermento de la
Iglesia como comunidad viviente de discípulos y de testigos de Jesucristo. La
expresión de los primeros siglos de cristianismo que decía que «La sangre de
los mártires es simiente de cristianos» encuentra su confirmación ante
nosotros».
De hecho, la Iglesia Católica ha
conocido en Corea, y conoce aún en nuestros días, un sorprendente auge. Cada
año, más de 100.000 catecúmenos reciben el bautismo. Entre 1990 y 1996, el
número de católicos ha pasado en Corea de 2'7 a 3'5 millones, representando el
7'7% de la población. Los sacerdotes coreanos son más de un millar, gobernados
por 18 obispos. Además, el nuevo presidente de Corea del Sur, elegido el 18 de
diciembre de 1997, es católico practicante, y el 18 de octubre de 2000 recibió
el premio Nobel de la Paz. El dinamismo evangelizador de Corea se manifiesta
enviando más de 200 misioneros (sacerdotes, religiosos y religiosas) al
extranjero; por otra parte, 60 sacerdotes se han presentado voluntarios para
emprender la evangelización de Corea del Norte (comunista), en cuanto las
circunstancias lo permitan.
Los mártires no derramaron en
vano su sangre. Ellos «entraron en el gozo de María, quien, al pie de la Cruz,
tomó parte en la Pasión y en la muerte de su Hijo y Salvador. ¡La reina de los
mártires se regocija con nosotros!» (Juan Pablo II, Ibíd.). «Después de
María –escribía el Papa Pablo VI– encontramos la expresión más pura de la
alegría, la más ardiente, allí donde la Cruz de Jesús es abrazada con el amor
más fiel, en los mártires, en quienes el Espíritu Santo inspira, en el centro
de la tribulación, una espera apasionada de la llegada del Esposo» (GD).
Pidamos a san Justo de Bretenières que consiga para nosotros la alegría que da
el Espíritu Santo, incluso en medio de las más dolorosas tribulaciones de la
vida.
Le deseamos pase este Nuevo Año con provecho espiritual en compañía de
Jesús, María y José, y rezamos por todas sus intenciones.
Dom Antoine Marie osb