San Miguel Garicoits
Fundador de la congregación de
los “Padres del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram” (Padres Bayoneses)
(Ibarre 1797
- Betharram 1863)
La educación
ejerce habitualmente una influencia decisiva en la orientación de la vida de
las personas, como lo demuestra la historia de un santo del País Vasco francés.
«Desde su más tierna infancia, san Miguel Garicoits supo escuchar la llamada
del Señor por el sacerdocio. La maduración de su vocación y la disponibilidad
de que dio prueba tuvieron mucho que ver con el cuidado que le prodigaron sus
padres, con su amor por la educación moral y religiosa que recibió y,
especialmente, con las esmeradas atenciones de su madre. Así pues, su familia
ocupó un lugar muy importante en su comportamiento espiritual... Gracias a
ella, el joven Miguel aprendió a dirigir su mirada hacia el Señor y a ser fiel
a Jesucristo y a su Iglesia. En nuestra época, en que los valores conyugales y
familiares son puestos a menudo en entredicho, la familia Garicoits es un
ejemplo para las parejas y para los educadores, que tienen la responsabilidad
de transmitir el significado de la vida y de poner de manifiesto la grandeza
del amor humano, así como de crear el deseo de encontrar y de seguir a
Jesucristo» (Juan Pablo II, 5 de julio de 1997).
¿Malvado o santo?
Miguel, primogénito de los seis
hijos de Arnaldo Garicoits y Graciana Echeverry, nace en Ibarra, un pueblecito
de la diócesis de Bayona, el 15 de abril de 1797. La fe de esa familia pobre se
ve fortalecida por las tribulaciones de la Revolución, ya que muchos sacerdotes
acosados por los revolucionarios se han refugiado en el hogar de los Garicoits,
antes de ser trasladados en secreto por Arnaldo a España. Miguel no fue santo
de nacimiento, pues el pecado original nos alcanza a todos. Más adelante
confesará: «Si no hubiera sido por mi madre, me habría convertido en un
malvado». De temperamento impetuoso y con una fuerza física superior a la
media, suele comportarse de manera combativa y violenta. Apenas tiene cuatro
años cuando entra en la casa de un vecino y arroja una piedra a una mujer de
quien sospecha que ha causado daño a su madre, huyendo después a toda prisa. A
la edad de cinco años, roba un paquete de agujas a un vendedor ambulante:
«Cuando mi madre vio que lo tenia yo, me dio una buena reprimenda» —confesará.
Su madre tuvo que intervenir también en otras ocasiones para que devolviera
objetos robados, según nos sigue contando: «Apenas tenía siete años cuando le
arrebaté una manzana a mi hermano, que era dos años menor que yo; creía de
verdad que con ello no hacía ningún daño, pero tras la reflexión «¿Te gustaría
que hicieran lo mismo contigo?» me mordí la lengua, y la idea de que no hay que
hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran me impresionó de tal modo que
aquel hecho y sus circunstancias jamás se han borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil
temperamento de su hijo, Graciana no lo abruma con largos discursos, sino que,
de forma muy sencilla, lo va guiando, a partir del mundo visible, hacia el
mundo invisible. Ante las llamas que crepitan en el fogón de la cocina, ella le
dice: «¿Ves este fuego, Miguel? Pues los niños que cometen pecado mortal van a
parar a un fuego mucho peor que éste». El niño se pone a temblar, pero aprende
una lección muy útil sobre el más allá, además de adquirir un profundo horror
por el pecado. Sin embargo, y más a menudo que el infierno, es el Cielo lo que
resalta su madre en sus reflexiones. Un buen día, deseoso de subir al Cielo
cuanto antes, Miguel se imagina que conseguirá alcanzarlo fácilmente desde lo
alto de la colina donde pace su rebaño. Después de una fatigosa ascensión, se
da cuenta de que el cielo sigue estando igual de alto, pero que parece tocar
otra cima, más elevada, por lo que se dirige enseguida hacia aquella colina más
alejada. Y de ese modo, de colina en colina, llega a perderse, debiendo pasar
la noche al raso. Al día siguiente, encuentra el camino, consigue reunir el
rebaño y regresa al hogar paterno. Nadie le reprocha aquella escapada infantil,
pero él guarda en lo más hondo de su corazón el deseo de alcanzar el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la
escuela del pueblo; gracias a su inteligencia despierta y a su infalible
memoria, alcanza enseguida el primer puesto. Pero a partir de 1809, su padre lo
coloca como sirviente en una granja, a fin de conseguir algún dinero. Cuando
sale con el rebaño, Miguel lleva siempre consigo un libro para instruirse,
aprendiendo de ese modo la gramática y el catecismo. Dos años más tarde, su
alma se ve invadida por una gran inquietud, pues todavía no ha hecho la primera
comunión. Al cabo de unos meses, consigue permiso para recibir a Jesús. En
adelante, la sed de la Eucaristía habitará en su alma; siendo ya sacerdote,
escribirá: «Es el Dios fuerte: sin Él, mi alma desfallece, tiene sed... Es el
Dios vivo: sin Él, muero... Lloro noche y día cuando me siento alejado de mi
Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera la posibilidad
de la vocación y, poco a poco, va acariciando la idea de hacerse sacerdote. En
1813, de regreso con sus padres, les confiesa su decisión. Pero topa con su
rechazo, puesto que la familia es pobre y no puede pagar los gastos de esos
estudios. El joven recurre entonces a su abuela, quien, después de convencer a
los padres, recorre a pie los veinte kilómetros que la separan de Saint-Palais
para hablar con un sacerdote conocido suyo, consiguiendo de éste que admita a
Miguel en su casa para que pueda seguir estudios en el colegio. En el
presbiterio, la vida del joven estudiante es dura, pues debe cumplir numerosas
tareas domésticas sin por ello descuidar los estudios. Pero, con la obstinación
heroica que es propia de su carácter, a fuerza de estudiar sin parar, ya sea
mientras camina o mientras come, o incluso sacando tiempo de una parte de sus
noches, consigue excelentes resultados. Se hace amigo de un joven piadoso que
iba a morir prematuramente, llamado Evaristo. A propósito de ello dirá más
tarde: «Dios le otorgaba una sabiduría superior a toda la ciencia de los
teólogos, y alcanzaba un admirable grado de recogimiento y de unión íntima con
Él, con las maneras más amables y los procedimientos más caritativos para con
el prójimo». Después de tres años viviendo en Saint-Palais, Miguel es enviado a
Bayona, donde permanecerá al servicio del obispado y seguirá sólidos estudios
en la escuela Saint-Léon. Los esfuerzos que realiza para superar su
temperamento y dedicarse al prójimo obran en él una notable transformación. Él
mismo nos cuenta un rasgo de su conducta: «En el obispado, tenía que soportar a
menudo el mal humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente la
ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo libre en coser mis pañuelos
y en lavarme la ropa».
De reacción lenta
pero profundo
En 1818, Miguel ingresa en el
seminario menor de Aire-sur-l'Adour, y más tarde, el año siguiente, en el
seminario mayor de Dax. En un principio sus profesores piensan que es de
reacción lenta, pero enseguida se percatan de que procura llegar al fondo de
todas las cuestiones y de que responde siempre de manera pertinente. En aquel
tiempo, la diócesis de Bayona tenía costumbre de enviar a París, al seminario
de Saint-Sulpice, a sus estudiantes más destacados para darles una formación
más esmerada. Miguel es designado unánimemente para recibir ese favor, pero, en
el último momento, temiendo con razón el obispo perderlo para la diócesis, lo
retiene en Dax. En 1821, se le encarga la responsabilidad de profesor en el
seminario menor de Larressore, donde, durante el tiempo libre que le permiten
las clases, prosigue los estudios de teología. Finalmente, el 20 de diciembre
de 1823, es ordenado sacerdote.
A principios del año 1824, Miguel
es nombrado vicario en Cambo. El cura de la parroquia, de avanzada edad y
paralítico, deja en manos del joven vicario toda la carga del ministerio. Éste
dirá sonriendo: «Si me han elegido para este puesto es sin duda porque tengo
unos hombros fuertes». El Padre Garicoits consigue ganarse en poco tiempo el
corazón de sus feligreses. Sus sermones transparentes y al alcance de todos,
animados por el amor de Dios y del prójimo, atraen a la iglesia a más de uno de
sus compatriotas que había olvidado el camino. Su reputación se difunde por todo
el País Vasco, pasando días enteros en el confesionario, a costa incluso de
quedarse sin comer. Se encarga personalmente del catecismo de los niños,
convencido de que es misión de todo sacerdote enseñar los fundamentos de la
doctrina cristiana, y de que, para mucha gente, un buen catecismo acaba siendo
el principal recuerdo cristiano en la hora de la muerte. Su carácter vigoroso
le permite entregarse a numerosas penitencias; los días festivos, no obstante,
se integra en el alborozo de la población y asiste a las partidas de pelota
vasca. Después se retira a la iglesia para rezar durante largo rato ante el
Santísimo Sacramento.
A finales de 1825, Miguel
Garicoits es nombrado profesor de filosofía en el seminario mayor de Bétharram,
de donde llega a ser también ecónomo. El estado del seminario, tanto en el
aspecto material como espiritual, es del todo mediocre. Los edificios, adosados
a una colina, son muy húmedos. La disciplina, el fervor religioso y el
funcionamiento de los estudios dejan mucho que desear, ya que el superior, casi
octogenario, carece de la fuerza necesaria para gobernar la casa. Así pues, el
Padre Garicoits es destinado a Bétharram para intentar implantar una reforma
que ya se ha hecho necesaria y urgente. La tarea no resulta fácil, pero sus
cualidades morales son garantía de una audiencia importante entre los
seminaristas, permitiéndole realizar poco a poco una saludable reforma. En
1831, el superior del seminario entrega su alma a Dios, por lo que el Padre
Garicoits es nombrado en su lugar. Sin embargo, ese mismo año, el obispo toma
la decisión de trasladar el seminario a Bayona, donde envía en primer lugar a
los estudiantes de filosofía. En poco tiempo, el nuevo superior de Bétharram se
encuentra solo en medio de aquellos grandes edificios vacíos, pero la alegría y
el humor no lo abandonan...
Hacer el bien y
esperar
Los edificios del seminario de
Bétharram están adosados a un santuario consagrado a la Santísima Virgen desde
el siglo xvi, donde se han producido muchos milagros. Allí acuden para honrar a
la Madre de Dios multitud de gentes de toda la comarca, pero también peregrinos
de regiones alejadas. El Padre Garicoits aprovecha su disponibilidad para
dedicarse a un apostolado abundante y fecundo mediante la confesión y la
dirección espiritual. Su disponibilidad se hace extensiva a las religiosas del
convento de Igon, que visita varias veces a la semana. El convento se encuentra
a cuatro kilómetros de Bétharram y acoge a una comunidad de Hijas de la Cruz,
miembros de una congregación dedicada al apostolado en medio popular, fundada
recientemente por santa Isabel Bichier des Ages. Los contactos del Padre
Garicoits con las hermanas le permiten apreciar las ventajas espirituales de la
vida religiosa y su fuerza apostólica. La gran admiración que siente por san
Ignacio de Loyola y sus Ejercicios Espirituales le mueven a querer ser jesuita.
En 1832, realiza en Toulouse un retiro espiritual con los Padres jesuitas, tras
el cual el Padre que lo dirige le asegura: «Dios quiere que sea algo más que
jesuita... Siga su primera inspiración, porque considero que procede del Cielo,
y llegará a ser el padre de una familia religiosa que será hermana nuestra.
Mientras tanto, Dios quiere que permanezca en Bétharram, siguiendo con los
ministerios que tiene encomendados. Haga el bien y espere.
Así pues, el Padre Garicoits
retoma su trabajo habitual, aunque sin abandonar la idea de formar una
comunidad religiosa dedicada sobre todo a la enseñanza, a la educación y a la
formación religiosa del pueblo obrero y del campesinado, pero también a toda
suerte de misiones. Para conseguir ese objetivo, solicita tres sacerdotes
ayudantes. El obispo concede a esa pequeña comunidad los privilegios de los
misioneros diocesanos, existentes ya en Hasparren, en el otro extremo de la
diócesis. La comunidad va creciendo poco a poco con la incorporación de
novicios destinados al sacerdocio y de hermanos coadjutores. En Bétharram, el
Padre Garicoits crea una «misión» perpetua para asegurar el servicio del
santuario, recibir y confesar a los peregrinos y dirigir retiros espirituales.
En el transcurso de esos retiros entrega a los asistentes el libro de los
«Ejercicios Espirituales» de san Ignacio. Inspirándose en el «Principio y
Fundamento» formulado por san Ignacio, según el cual «El hombre ha sido creado
para alabar, honrar y servir a Dios Nuestro Señor, y salvar así su alma», él
afirma que «Poseer a Dios eternamente es el bien supremo del hombre, y su mal
supremo es la condenación eterna. He ahí dos eternidades. La vida presente es
como un camino por el que podemos llegar a una o a otra de esas dos
eternidades».
¡Menudo empleo!
San Miguel Garicoits creía, como
toda la Iglesia, en la existencia del infierno. Según nos recuerda el Catecismo
de la Iglesia Católica, La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del
infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal
descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren
las penas del infierno, «el fuego eterno» (CEC 1035). En el Evangelio,
Jesús nos pone en guardia muy a menudo contra el infierno. En el momento del
juicio final, se dirigirá a quienes estén a su izquierda y les dirá: «Apartaos
de mí, malvados, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles»... E
irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna (Mt 25,
41-46). Esas palabras de Verdad no pueden engañarnos; así pues, ese día habrá
réprobos, perdidos para siempre a causa de su propio pecado. De ahí que el
entusiasmo del Padre Garicoits por la salvación de las almas le inspirara
palabras inflamadas de amor, según dice a sus sacerdotes: «Nuestro principio
consiste en trabajar por la salvación y la perfección propias, así como por la
salvación y la perfección del prójimo. Esforzarnos en ello por entero, por
nosotros, es vivir; esforzarnos descuidadamente es languidecer, y no
esforzarnos es la muerte. Trabajar para evitar el infierno, para ganar el
cielo, para salvar almas que tanto han costado a Nuestro Señor y que el demonio
intenta continuamente que se pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso no nos pide toda
nuestra dedicación? ¿Tememos hacer demasiado? ¿Haremos lo suficiente? Nunca
podremos hacer tanto como hacen el demonio y el mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de
Bétharram» no olvida ningún detalle de la Verdad revelada. Conoce la inmensidad
de la misericordia de Dios para quienes consienten en recibirla. Durante la
visita a un condenado a muerte, le asegura de golpe: «Amigo, está usted en
buena situación; arrójese en el seno de la misericordia de Dios con entera
confianza. Diga «¡Dios mío, ten piedad de mí!» y se salvará». Y en otra ocasión
dijo: «Si un buen día, de camino entre Bétharram e Igon, me encontrara en
peligro de muerte y me viera cargado de pecados mortales, sin auxilio y sin
confesor, me arrojaría en brazos de la misericordia de Dios y me sentiría en
muy buena situación».
Ternura por todas
partes
Uno de sus religiosos escribe lo
siguiente acerca de él: «Estaba tan seguro y convencido de la bondad de Dios
como de la miseria del hombre, y para él era menos comprensible el sentimiento
de desconfianza hacia Dios que la presencia de orgullo en el corazón del
hombre». Miguel Garicoits obtenía su dulzura de la contemplación de Jesús:
«¿Qué nos predica Nuestro Señor? Siempre ternura: en la Encarnación, en la
Santa Infancia, en la Pasión, en el Sagrado Corazón, en toda su persona
interior y exterior, en sus palabras, en sus miradas... ¿Cuál debe ser el
principal carácter de nuestra vida espiritual? La ternura cristiana. Sin esa
ternura, nunca llegaremos a poseer ese espíritu generoso con el que debemos
servir a Dios. La ternura es igualmente necesaria en nuestra vida interior y en
nuestras relaciones con Dios como en nuestra vida exterior y en nuestras
relaciones con los hombres. Y, ¿cuál es el don del Espíritu Santo cuya
finalidad específica es proporcionar esa ternura? El don de la piedad».
Durante el siglo xix, en el mundo
católico francés, tomaba consistencia la idea de que para recristianizar
Francia, después de la Revolución, era necesario recristianizar la escuela.
Convencido de ello, en noviembre de 1837 el Padre Garicoits abre una escuela
primaria en Bétharram, no sin la oposición de algunos miembros de su comunidad,
que desean reservar las fuerzas disponibles para las misiones. Sin embargo, el
éxito es inmediato: pronto se alcanza la cifra de doscientos alumnos. Para
nuestro santo, educar es «formar al hombre y prepararlo para que sea capaz de
seguir una carrera útil y honorable según su condición, y preparar de ese modo
la vida eterna, educando la vida presente... La educación intelectual, moral y
religiosa es la mayor obra humana que pueda hacerse, y es la continuación de la
obra divina en su aspecto más noble y más elevado, la creación de las almas...
La educación imprime belleza, nobleza, urbanidad y grandeza. Es una inspiración
de vida, de gracia y de luz». Animado por la maravillosa transformación que
constata en los alumnos, el fundador abre o restaura, a lo largo de los años,
varias escuelas en la región.
Sensible a los ataques de los
enemigos de la religión, y deseoso de defenderla, Miguel Garicoits se esfuerza
en iluminar a las almas mediante una seria formación doctrinal; sobre todo, se
aplica con asiduidad a la apologética, exposición de las verdades que apuntalan
nuestra fe. «La fe en un Dios que se revela se basa en los razonamientos de
nuestra inteligencia. Cuando reflexionamos, constatamos que las pruebas de la
existencia de Dios no nos faltan. Son pruebas que han sido elaboradas en forma
de demostraciones filosóficas según el encadenamiento de una lógica rigurosa.
Pero pueden también manifestarse de una forma más sencilla y, como tales,
resultan accesibles a toda persona que intente comprender el significado del
mundo que le rodea» (Juan Pablo II, 10 de julio de 1985). El «Directorio para
el catecismo», publicado por la Congregación del clero en 1997, afirma:
«Actualmente resulta indispensable una fe apologética, que favorezca el diálogo
entre la fe y la cultura».
En 1838, el Padre Garicoits
solicita a su obispo que le permita seguir, junto con sus compañeros, las
Constituciones de los jesuitas. Monseñor Lacroix acepta provisionalmente,
remitiéndoles posteriormente a los Padres, que en adelante recibirán el nombre
de «Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús», una nueva Regla que ha
elaborado para ellos. Pero el texto resulta muy deficiente; así por ejemplo,
los votos no se reconocen con toda su fuerza, el obispo se reserva funciones
que deberían corresponder al superior, etc. En su profunda humildad y
obediencia, el Padre Garicoits se somete, a pesar de ello, sin la menor
reserva. No obstante, algunas disposiciones defectuosas de la nueva Regla
causan en la comunidad ciertas disensiones que el fundador deberá sufrir hasta
el final de su vida. Este último explica numerosas veces a su obispo la
incoherencia de esa situación, pero resulta infructuoso. Un buen día, tras
regresar de una entrevista con Mons. Lacroix, confiesa conmocionado: «¡Cuán
laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!». Habrá que esperar a
la muerte del fundador y a los años 1870 para que la nueva Congregación consiga
establecerse según las perspectivas del Padre Garicoits.
«¡Adelante! ¡Hasta
el Cielo!»
Con motivo de sus viajes a Bayona
para hablar con el obispo, el Padre Garicoits se dirige a veces a casa de sus
padres. Llega al anochecer, cena y pasa casi toda la noche charlando con su
padre, demostrándole la mayor de las ternuras y llegando incluso a fumar usando
una de las pipas del anciano. Después recobra su desbordante actividad,
repartiendo su tiempo entre su Congregación, las hermanas de Igon, las
escuelas, las misiones y la dirección de las almas. Hacia 1853, aquella salud
tan robusta empieza a desfallecer, y un ataque de parálisis lo detiene
momentáneamente. En 1859, sufre un nuevo ataque, pero se recupera
milagrosamente y tranquiliza de este modo a los suyos: «Estad tranquilos,
seguiremos mientras lo quiera el Señor». Durante la cuaresma de 1863, una
crisis especialmente grave hace presagiar su próximo final. Sin perder su
entusiasmo, exclama ante las hermanas de Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta el
Cielo! ¡Hay que ir al paraíso!». El 14 de mayo de ese mismo año, festividad de
la Ascensión, se apaga murmurado: «Ten piedad de mí, Señor, en tu inmensa
misericordia».
«¡Padre, aquí estoy!» Ése es el
grito que desbordaba del corazón de san Miguel Garicoits: «Dios es Padre –
decía –, hay que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle: «¡Aquí
estoy!», y Él levantará al momento a su hijo de la cuna de la miseria y le
prodigará todos sus abrazos». Ésa es la gracia que pedimos a san José y a san
Miguel Garicoits para usted y para todos sus seres queridos.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2003/08/23/3200803.htm