San Louis-Marie Grignon de Montfort,
Teólogo, « Misionero
apostólico», Fundador
(Montfort-sur-Meu
1673- Saint-Laurent-sur-Sèvre 1716)
El 16 de octubre
de 2002, con motivo de la apertura del vigésimo quinto año de su pontificado,
el Papa Juan Pablo II proclamaba un «Año del Rosario» y firmaba la Carta
Apostólica Rosarium Virginis Mariæ (RV). «El Rosario de la Virgen
María es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el
Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer
Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir
frutos de santidad... Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos
que han encontrado en el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará
con recordar a san Luis María Grignion de Montfort, autor de una preciosa obra
sobre el Rosario...» (Juan Pablo II, RV, 1, 8).
Luis Grignion nace en
Montfort-la-Cane, en la Bretaña francesa, el 31 de enero de 1673, recibiendo el
bautismo al día siguiente. El día de su confirmación añadirá a su nombre de
pila el de María. Su nodriza será una granjera del lugar, y el niño conservará
de ello el amor por la naturaleza y la soledad. Su padre, abogado de profesión,
tiene un carácter impulsivo y violento a veces. Luis María es un muchacho
valiente que estudia con gran dedicación y da muestras de gran inteligencia.
Desde muy joven se encomienda con naturalidad a la Santísima Virgen, a quien
llama «buena madre», pidiéndole con infantil sencillez todo lo que necesita y
llevando consigo a sus hermanos y hermanas para honrarla. Cuando Luisa Guyonne,
su hermana menor a la que tan especialmente quiere, vacila en dejar sus juegos
para acudir a rezar el Rosario con él, éste le dice con tono convincente:
«Querida hermanita, si quieres ser muy hermosa y que todos te quieran tienes
que amar a Dios».
El arte de configurarnos
con Cristo
Luis María arrastra a los suyos
hacia María para conducirlos mejor hasta Jesús. «No se trata sólo de comprender
las cosas que Él ha enseñado, sino de comprenderle a Él – recuerda el Papa.
Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María?... San Luis María Grignion de
Montfort explicó así el papel de María en el proceso de configuración de cada
uno de nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra perfección consiste
en ser conformes, unidos y consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la
devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma, nos une y nos consagra lo
más perfectamente posible a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las
criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue que, de todas las devociones,
la que más consagra y conforma un alma a Jesucristo es la devoción a María, su
Santísima Madre, y que cuanto más consagrada esté un alma a la Santísima
Virgen, tanto más lo estará a Jesucristo». De verdad, en el Rosario, el camino
de Cristo y el de María se encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más
que en Cristo y por Cristo!... Si la repetición del Ave María se dirige
directamente a María, el acto de amor con Ella y por Ella, se dirige a Jesús» (RV,
14, 15, 26).
A la edad de doce años, Luis
María ingresa en el colegio de los jesuitas de Rennes. Enseguida, el joven
llega a ser el primero de la clase. Además, da muestras de un gusto y de un
talento especiales por la pintura. Guiado por un piadoso sacerdote, y en
compañía de otros alumnos, acude a visitar a los enfermos, aportándoles lo
mejor de su corazón: primero les lee y comenta un pasaje del Evangelio, y
después les habla acerca de la Virgen. En el colegio de Rennes se hace dos
auténticos amigos: Juan Bautista Blain, que escribirá más tarde su vida, y Claudio
Poullard des Places, futuro fundador de la Congregación de los Padres del
Espíritu Santo.
Luis María desea llegar a ser
sacerdote. A pesar de padecer violentos altercados por parte de su padre, que
tiene otros proyectos para él, acaba convenciéndolo con su dulzura y, a la edad
de veinte años, emprende el trayecto a pie hasta el seminario de San Sulpicio
de París. De camino, entrega a personas necesitadas todo lo que posee, haciendo
después voto de no poseer nunca bien alguno. Una vez en París, es acogido en
primer lugar en un seminario para seminaristas pobres, donde obtiene excelentes
resultados. Durante los recreos, participa de las alegrías de todos,
esmerándose en deleitar a sus compañeros mediante una conversación alegre y
divertida. Con el aval de su superior, se entrega a toda suerte de penitencias,
pero su salud no lo resiste y contrae una grave enfermedad. Una vez
restablecido, termina sus estudios en el seminario de San Sulpicio,
constituyendo una pequeña asociación cuyos miembros se consagran especialmente
a Nuestra Señora. Con motivo de una peregrinación a Chartres, Luis María pasa
una jornada de oración ante la estatua de Notre-Dame-sous-Terre.
Es en compañía de la Virgen, y
especialmente rezando el Rosario, como nuestro santo ha aprendido a orar y a
permanecer en contemplación. El Papa Juan Pablo II escribe: «El Rosario forma
parte de la mejor y más reconocida tradición de la contemplación cristiana...
El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración
marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas... Por
su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida
del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del
Señor»» (RV, 5, 12).
Una luz para el
mundo
Mediante la contemplación de los
misterios del Rosario, Luis María adquiere una familiaridad llena de sencillez
para con Jesús y María. «Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse
también en las costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y
la Virgen, al meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma
vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez,
parecidos a ellos, y aprender en estos eminentes ejemplos el vivir humilde,
pobre, escondido, paciente y perfecto» (Beato Bartolomé Longo. Cf. RV,
15). Con objeto de que el Rosario ayude a conocer de manera más completa la
vida de Cristo, el Santo Padre sugiere agregar, además de los quince misterios
habituales, una serie de misterios relativos a la vida pública de Jesús, misterios
que denomina «luminosos», pues Cristo es la luz del mundo (Jn 9, 5).
Estos misterios son: el Bautismo en el Jordán, las bodas de Caná, el anuncio
del Reino de Dios invitando a la conversión, la Transfiguración y la
institución de la Sagrada Eucaristía.
Luis María es ordenado sacerdote
a la edad de 27 años, el 5 de junio de 1700, y celebra su primera Misa en la
iglesia de San Sulpicio, en el altar de la Virgen. Después acompaña a un
sacerdote de Nantes, que ha conseguido congregar a un grupo de cofrades para
predicar de pueblo en pueblo en favor de las misiones. Tras trabajar algún
tiempo con ellos, se pone a disposición del obispo de Poitiers. Es acogido
primeramente en el hospital de la ciudad para servir a los pobres, y su
profunda piedad asombra a aquellos infortunados, quienes, viendo la caridad que
manifiesta hacia ellos, piden al obispo que nombre a ese nuevo bienhechor
capellán del hospital.
Luis María escribe: «El hospital
al que me destinan es una morada de desavenencias, donde no reina la paz, y una
morada de pobreza donde falta tanto el bien espiritual como el temporal». En
pocos meses de dedicación a toda prueba y a pesar de una intensa oposición por
parte de personas influyentes y de algunos pobres del hospital que no desean
reformas, Luis María consigue poner orden en el establecimiento. Su actividad
abarca tanto las necesidades materiales de sus protegidos, para quienes
organiza colectas en la ciudad, como su beneficio espiritual: «Desde que estoy
aquí – escribe – he estado continuamente de misiones; he confesado casi siempre
desde la mañana hasta la noche y he dado consejos a infinidad de personas... El
Señor y Padre mío, a quien sirvo aunque con infidelidad, me ha iluminado con la
sabiduría que me faltaba, me ha dado una gran facilidad de palabra y de
improvisación, así como una perfecta salud y un corazón siempre abierto hacia
todo el mundo».
Luis María consigue también
formar un grupo de mujeres enfermas de buena voluntad, dándoles una regla de
vida marcada por la humildad y la penitencia, y las deja en manos del Hijo de
Dios, la Sabiduría eterna. Poco tiempo después, una joven de familia burguesa,
María Luisa Trichet, acude a él en confesión. Su deseo es hacerse religiosa y
Luis María la asocia con las pobres mujeres que acaba de reunir. El 2 de
febrero de 1703, le entrega un hábito religioso que es el hazmerreír de todos,
pero ella lo llevará con valentía durante diez años, antes de convertirse en la
primera superiora de las Hijas de la Sabiduría, congregación dedicada al
cuidado de los enfermos, de los pobres y de los niños, y que en la actualidad
cuenta con cerca de 2.400 religiosas repartidas en más de 300 establecimientos.
Una carta de
cuatrocientos pobres
Poco antes de la Pascua de 1703,
Luis María parte hacia París, donde se ocupa durante varios meses de los
enfermos del hospital de La Salpêtrière. Más tarde, al ser despedido por la
administración del hospital, decide quedarse en la capital y aprovechar su
soledad para intensificar su unión con Dios; su corazón se desborda entre unas
páginas ardientes que llevarán por título El amor de la Sabiduría eterna.
En 1704, procedente de Poitiers y dirigida al superior del seminario de San
Sulpicio de París, llega una carta sorprendente que comienza en estos términos:
«Nosotros, cuatrocientos pobres, le suplicamos muy humildemente, por el amor y
la gloria de Dios, que nos mande a nuestro venerable pastor, el que tanto ama a
los pobres, el padre Grignion...». Dos cartas del obispo de Poitiers, dirigidas
a Luis María, también lo llaman, lo que le mueve a tomar la decisión de
regresar a esa ciudad, donde recupera sus funciones de capellán del hospital.
Sin embargo, ni su afán ni la
orden que restaura son del agrado de todos, por lo que, un año después de su
regreso, abandona de nuevo el hospital y se presenta ante el obispo para
evangelizar Poitiers y sus alrededores. En su entrega a todos, recorre las
callejuelas del suburbio de Montbernage, entra en las casas, se interesa por la
salud de la gente y bendice a los niños. Su dulzura, pobreza y humildad
consiguen ablandar los corazones, permitiéndole emprender una misión.
Acondiciona a modo de capilla un granero, en medio del cual es colocado un gran
crucifijo, y las paredes son adornadas con quince estandartes que representan
los misterios del Rosario. Poco a poco, los corazones se van transformando
gracias a las procesiones, los cánticos que él mismo ha compuesto y el rezo en
grupo del Rosario. Una vez terminada la misión, Luis María completa su obra
plantando una cruz. Después, en aquel granero convertido en capilla de «Nuestra
Señora de los Corazones», instala una estatua de la Santísima Virgen, con la
petición expresa de que alguien se comprometa a rezar el Rosario ante ella
todos los domingos y fiestas de guardar. Un obrero del barrio se ofrece de
inmediato a hacerlo, y cumplirá su promesa durante cuarenta años.
Semejante fidelidad supone un
gran amor hacia la Santísima Virgen, manifestada por la repetición del Ave
María del Rosario: «Si consideramos superficialmente esta repetición, se podría
pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se puede
hacer otra consideración sobre el Rosario, si se toma como expresión del amor
que no se cansa de dirigirse a la persona amada con manifestaciones que,
incluso parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al sentimiento
que las inspira» (RV, 26).
Un campo bastante
extenso
En una ocasión, mientras se
encuentra confesando en una iglesia, Luis María observa a un joven que reza
largo rato. Movido por una inspiración, le invita a ayudarle en su labor
apostólica. Con el nombre de hermano Mathurin, ese joven dedicará su vida a
explicar el catecismo a los niños y, en el transcurso de sus misiones, a
enseñar a las multitudes los cánticos del Padre Luis María. Calumniado por quienes
no soportan su apostolado, Luis María es puesto en entredicho ante el obispo,
quien acaba retirándole su misión de predicador. A pesar de ese duro golpe, el
padre Grignion de Montfort lo asume con humildad y como un designio de la
Providencia. Decide entonces acudir a Roma para pedir consejo al propio Papa,
quien le recibe en audiencia en la primavera de 1706. Luis María expone a
Clemente XI sus dificultades y su deseo de ir a lejanas misiones, pero el Papa
responde: «En Francia tiene un campo de apostolado bastante extenso para
ejercer esa dedicación. En sus misiones, enseñe la doctrina con energía al
pueblo y a los niños, y renueve las promesas del Bautismo». A continuación, el
Santo Padre le concede el título de «Misionero apostólico». Luis María engancha
un crucifijo bendecido por el Papa en lo alto de su bastón de caminante y parte
hacia la Abadía de San Martín de Ligugé, en la diócesis de Poitiers, donde
espera descansar un poco; pero no puede quedarse mucho tiempo, pues sus
antiguos enemigos velan.
Hacia finales de 1706, se une al
padre Leuduger, sacerdote que organiza misiones parroquiales en Bretaña, donde
se distingue en la enseñanza del catecismo. En su opinión, esa tarea es «la más
importante de una misión» y encontrar un catequista consumado es más difícil
que encontrar un predicador perfecto». El catequista «intenta hacerse querer y
temer al mismo tiempo, de tal suerte no obstante que el aceite del amor
sobrepase el vinagre del temor»; consigue amenizar el catecismo, «que es en sí
mismo bastante áspero, mediante historietas agradables, a fin de que guste a
los niños y pueda mantener su atención». Para facilitar el aprendizaje de la
doctrina cristiana, Luis María la escribe en versos y la hace cantar
aprovechando melodías conocidas. Sin embargo, su plegaria favorita sigue siendo
el Rosario. «Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso
de crecimiento de los hijos – escribe el Papa Juan Pablo II... Rezar con el
Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos... es una ayuda espiritual
que no se debe minimizar» (RV, 42).
Demasiado a gusto
En su predicación, Luis María
enseña las grandes verdades de la fe (la muerte, el juicio final, el cielo y el
infierno), denuncia vicios y pecados, exhortando después a la contrición y a la
confianza en la misericordia de Dios. Renueva también las promesas del Bautismo
y dispensa los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. La Providencia
divina apoya a su servidor con el don de los milagros (curaciones,
multiplicación de alimentos, etc.). Sin embargo, como consecuencia de unas
divergencias entre él y el Padre Leuduger, Luis María se instala en una pequeña
ermita cerca de su población natal. Dos años más tarde se dirige a Nantes, de
donde le ha llamado un sacerdote amigo, el padre Barrin, que es vicario
general. En esa diócesis predica en numerosas misiones, se acerca a los pobres
y anima a vivir en la santidad y en la laboriosidad. Convencido del valor del
sufrimiento que da luz a las almas, dirige estas palabras a uno de sus colaboradores
tras una misión sin problemas: «Aquí estamos demasiado a gusto; esto va mal,
nuestra misión carecerá de frutos porque no se basa ni se apoya en la Cruz;
aquí nos quieren demasiado, y esto me hace sufrir; ¡cuánta aflicción me causa
que no haya cruz!».
La fe del Padre Grignion de
Montfort en el misterio de la Cruz le inspira el deseo de construir un calvario
monumental cerca de Pont-Château. Se trata de elevar una verdadera colina,
rodeada de un foso, sobre la cual se plantarán tres cruces como las del
Gólgota. El trabajo se emprende sin dilación con la ayuda de numerosos obreros
voluntarios. Luis María consigue la comida para el personal haciendo colecta
por las granjas vecinas. La obra se termina, pero la bendición del Calvario es
prohibida por el obispo de Nantes. En efecto, con el pretexto de que la nueva
colina podría convertirse en peligrosa fortaleza en manos de invasores
enemigos, el rey Luis XIV, mal informado, ha dado la orden de demolerla. Luis
María suspira: «El Señor ha permitido que construya ese Calvario, y ahora
permite que sea destruido; ¡bendito sea su santo nombre!». Recuperada la paz de
su alma, continúa con su tarea apostólica. Después de su muerte, el Calvario
será reconstruido.
En 1711, el Padre Grignion de
Montfort es llamado por el obispo de La Rochelle. Sus misiones en aquella
diócesis, que es un feudo calvinista, son numerosas. Con la finalidad de evitar
que los protestantes se crean los únicos que respetan la Biblia, organiza una
procesión, en la cual, bajo el palio, un sacerdote lleva respetuosamente el
Libro Santo. Además, Luis María anima a que se rece el Rosario en la parroquia
y en familia. En efecto, desde la canonización de san Pío V en 1710, gran
promotor de esa devoción, el fervor por el Rosario se ha acrecentado. En nuestros
días, Juan Pablo II recuerda que rezar el Rosario resulta muy efectivo
especialmente para la paz y para la familia: «El Rosario es una oración
orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a
Cristo, Príncipe de la paz y nuestra paz (Ef 2, 14). Quien interioriza
el misterio de Cristo – y el Rosario tiende precisamente a eso— aprende el
secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además, debido a su
carácter meditativo, con la serena sucesión del «Ave María», el Rosario ejerce
sobre el orante una acción pacificadora...».
«Además de oración por la paz, el
Rosario es también, desde siempre, una oración de la familia y por la familia.
Antes esta oración era apreciada particularmente por las familias cristianas, y
ciertamente favorecía su comunión... Muchos problemas de las familias
contemporáneas, especialmente en las sociedades económicamente más
desarrolladas, derivan de una creciente dificultad para comunicarse. No se
consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos
por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia
significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas, las del
misterio que salva: la imagen del Redentor, la imagen de su Madre santísima» (RV,
40, 41).
En 1712, Luis María redacta el Tratado
de la verdadera devoción a la Santísima Virgen. En él escribe: «He tomado
la pluma para escribir en papel lo que he enseñado con frutos en público y en
especial en mis misiones durante muchos años». En esas páginas, el santo nos
muestra que la gracia del Bautismo requiere una total consagración a
Jesucristo, que no conseguiría ser perfecta sin una total consagración a María.
La oposición jansenista impide que el Padre Grignion de Montfort publique su
tratado, que no verá la luz hasta 1843, es decir, más de un siglo después de su
muerte.
«¡Vamos al
paraíso!»
Luis María siente gran
preocupación por la instrucción de los niños, por eso crea pequeñas escuelas
gratuitas en los pueblos. En 1715, consigue poner a punto las Reglas de las
Hijas de la Sabiduría. En lo referente a las misiones, son cuatro los hermanos
que le ayudan, pero ningún sacerdote le ha seguido de manera estable. En una
ocasión, al coincidir con un joven sacerdote medio paralítico, Renato Mulot, le
mira fijamente y le dice: «Sígame». Sorprendido, aunque seducido, el Padre
Mulot le sigue. Después de la muerte de Luis María, el Padre Mulot llegará a
ser el primer superior general de sus familias religiosas. A principios de
abril de 1716, Luis María se dirige a Saint-Laurent-sur-Sèvre para predicar en
una misión. Como es costumbre en él, pone todo su empeño, pero las fuerzas le
abandonan y enseguida queda agotado. Después de un último sermón en el que
habla de la dulzura de Jesús, con una entonación que conturba a su auditorio,
debe guardar cama y recibe los últimos sacramentos. Reuniendo las fuerzas que
le quedan, se pone a cantar: «¡Vamos, queridos amigos, vamos al paraíso!
¡Aunque ganemos aquí, más vale estar allí!». En sus manos sostiene un crucifijo
y una estatuilla de la Virgen. El 28 de abril, a la edad de cuarenta y tres
años, entrega su alma a Dios.
Junto a san Luis María, dirijamos
nuestra mirada llena de confianza hacia María mientras rezamos el Rosario. «Una
oración tan fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras ser de nuevo
descubierta por la comunidad cristiana – afirma el Papa... Pienso en vosotros,
hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras, familias cristianas, en
vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes: tomad con confianza entre
las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la luz de la Sagrada Escritura,
en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida cotidiana» (RV,
43).
Rezamos por usted, y por todas
sus intenciones, a la Reina del Santísimo Rosario y a su esposo, san José.
Dom Antoine Marie osb
http://www.clairval.com/lettres/es/2003/05/05/3070503.htm