DISCURSO DE
SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO EUROPEO
DE PASTORAL VOCACIONAL
Sala Clementina
Sábado 4 de julio de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
Con verdadera alegría me
encuentro con vosotros, pensando en el valioso servicio pastoral que realizáis
en el ámbito de la promoción, animación y discernimiento de las vocaciones.
Habéis venido a Roma para participar en un congreso de reflexión, confrontación
e intercambio entre las Iglesias de Europa, que tiene por tema "Sembradores
del Evangelio de la vocación: una Palabra que llama y envía" y cuya
finalidad es dar nuevo impulso a vuestro compromiso en favor de las vocaciones.
Para cada diócesis, la
atención a las vocaciones constituye una de las prioridades pastorales, que asume
más valor aún en el contexto del Año sacerdotal recién
iniciado. Por eso, saludo de corazón a los obispos delegados para la pastoral
vocacional de las distintas Conferencias episcopales, así como a los directores
de los centros vocacionales nacionales, a sus colaboradores y a todos los
presentes.
En el centro de vuestros
trabajos habéis puesto la parábola evangélica del sembrador. El Señor arroja
con abundancia y gratuidad la semilla de la Palabra de Dios, aun sabiendo que
podrá encontrar una tierra inadecuada, que no le permitirá madurar a causa de
la aridez, y que apagará su fuerza vital ahogándola entre zarzas. Con todo, el
sembrador no se desalienta porque sabe que parte de esta semilla está destinada
a caer en "tierra buena", es decir, en corazones ardientes y capaces
de acoger la Palabra con disponibilidad, para hacerla madurar en la
perseverancia, de modo que dé fruto con generosidad para bien de muchos.
La imagen de la tierra puede
evocar la realidad más o menos buena de la familia; el ambiente con frecuencia
árido y duro del trabajo; los días de sufrimiento y de lágrimas. La tierra es,
sobre todo, el corazón de cada hombre, en particular de los jóvenes, a los que
os dirigís en vuestro servicio de escucha y acompañamiento: un corazón a menudo
confundido y desorientado, pero capaz de contener en sí energías inimaginables
de entrega; dispuesto a abrirse en las yemas de una vida entregada por amor a
Jesús, capaz de seguirlo con la totalidad y la certeza que brota de haber
encontrado el mayor tesoro de la existencia. Quien siembra en el corazón del
hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra abundante y
generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos de acompañar
y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña semilla, don
misterioso de la Providencia celestial, que irradia una fuerza extraordinaria,
pues la Palabra de Dios es la que realiza eficazmente por sí misma lo que dice
y desea.
Hay otra palabra de Jesús
que utiliza la imagen de la semilla, y que se puede relacionar con la parábola
del sembrador: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él
solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Aquí el Señor insiste
en la correlación entre la muerte de la semilla y el "mucho fruto"
que dará. El grano de trigo es él, Jesús. El fruto es la "vida en
abundancia" (Jn 10, 10), que nos ha adquirido mediante su cruz.
Esta es también la lógica y la verdadera fecundidad de toda pastoral vocacional
en la Iglesia: como Cristo, el sacerdote y el animador deben ser un "grano
de trigo", que renuncia a sí mismo para hacer la voluntad del Padre; que
sabe vivir oculto, alejado del clamor y del ruido; que renuncia a buscar la
visibilidad y la grandeza de imagen que hoy a menudo se convierten en criterios
e incluso en finalidades de la vida en buena parte de nuestra cultura y
fascinan a muchos jóvenes.
Queridos amigos, sed
sembradores de confianza y de esperanza, pues la juventud de hoy vive inmersa
en un profundo sentido de extravío. Con frecuencia las palabras humanas carecen
de futuro y de perspectiva; carecen incluso de sentido y de sabiduría. Se
difunde una actitud de impaciencia frenética y una incapacidad de vivir el
tiempo de la espera. Sin embargo, esta puede ser la hora de Dios: su llamada,
mediante la fuerza y la eficacia de la Palabra, genera un camino de esperanza
hacia la plenitud de la vida. La Palabra de Dios puede ser de verdad luz y
fuerza, manantial de esperanza; puede trazar una senda que pasa por Jesús,
"camino" y "puerta", a través de su cruz, que es plenitud
de amor.
Este es el mensaje que nos
deja el Año paulino recién concluido. San Pablo, conquistado por Cristo, fue un
promotor y formador de vocaciones, como bien se desprende de los saludos de sus
cartas, donde aparecen decenas de nombres propios, es decir, rostros de hombres
y mujeres que colaboraron con él al servicio del Evangelio. Este es también el
mensaje del Año sacerdotal recién
iniciado: el santo cura de Ars, Juan María Vianney —que constituye el
"faro" de este nuevo itinerario espiritual— fue un sacerdote que
dedicó su vida a la guía espiritual de las personas, con humildad y sencillez,
"gustando y viendo" la bondad de Dios en las situaciones ordinarias.
Así, fue un verdadero maestro en el ministerio de la consolación y del
acompañamiento vocacional.
Por tanto, el Año sacerdotal brinda una
magnífica oportunidad para volver a encontrar el sentido profundo de la
pastoral vocacional, así como sus opciones fundamentales de método: el
testimonio, sencillo y creíble; la comunión, con itinerarios concertados y
compartidos en la Iglesia particular; la cotidianidad, que educa a seguir al
Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el Espíritu Santo,
para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la verdadera felicidad;
y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar libertad interior.
Que la Palabra de Dios,
queridos hermanos y hermanas, sea en cada uno de vosotros fuente de bendición,
de consuelo y de confianza renovada, para que podáis ayudar a muchos a
"ver" y "tocar" al Jesús que ya han acogido como Maestro.
Que la Palabra del Señor habite siempre en vosotros, renueve en vuestro corazón
la luz, el amor y la paz que sólo Dios puede dar, y os capacite para
testimoniar y anunciar el Evangelio, fuente de comunión y de amor. Con este
deseo, que encomiendo a la intercesión de María santísima, os imparto de
corazón a todos la bendición apostólica.
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