Enrico dal Covolo
SACERDOTES
COMO NUESTROS PADRES
Los
Padres de la Iglesia maestros de formación sacerdotal
SACERDOTES
COMO NUESTROS PADRES
Los
Padres de la Iglesia maestros de formación sacerdotal
SUMARIO
PRIMER CAPÍTULO
Indicaciones
metodológicas y bibliográficas
SEGUNDO CAPÍTULO
La
tradición antioqueña: desde Ignacio a Juan Crisóstomo
TERCER CAPÍTULO
La
tradición alejandrina: Orígenes
CUARTO CAPÍTULO
Perspectivas
de síntesis: la formación del presbítero en los primeros siglos de la Iglesia
PRIMER
CAPÍTULO
PRIMER CAPÍTULO
Indicaciones
metodológicas y bibliográficas[1]
1. Introducción al tema, con referencia a la Pastores dabo vobis (PDV)
Con respecto a la
formación sacerdotal, la referencia a los orígenes de la Iglesia no sólo es
útil, es hasta “obligatoria”. Por su proximidad cronológica a Cristo y a los
apóstoles, en efecto, la Iglesia de los orígenes es testigo privilegiado de la
relación formativa que Jesús estableció con sus discípulos, y a la que siempre
la Iglesia tendrá que hacer referencia para comprender el verdadero significado
de la formación presbiteral.[2]
De hecho la referencia a
los Padres de la Iglesia como maestros de la formación sacerdotal corre de modo
implícito a lo largo de muchas páginas de la Exhortación apostólica Sobre la formación de los sacerdotes en las
situación actual (PDV) y también
está presente de modo explícito, sobre todo en las citas de san Agustín (once
citas) y de otros Padres (Cipriano, Beda).
Además, hablando de la
formación teológica del presbítero, la Exhortación afirma que el estudio de la
Palabra de Dios, “alma de toda la teología”, debe ser conducido por la lectura
de los Padres de la Iglesia y por los pronunciamientos del Magisterio.[3]
Pero no pretendo
limitarme a la recensión y al análisis de las citas patrísticas presentes en la
PDV. Prefiero reflexionar sobre la
cuestión de fondo, que en definitiva está a la base de tales citas, es decir:
¿en qué sentido los Padres de la Iglesia son maestros de formación sacerdotal?
Procederemos en la
reflexión examinando separadamente los dos aspectos de la cuestión. Antes que
nada desarrollaremos el tema de la formación
sacerdotal en los Padres de la Iglesia (es el tema más importante de estas
páginas, al que regresaremos en los próximos capítulos, eligiendo algunos
textos más significativos para el comentario y la reflexión); en según lugar
trataremos el estudio de los Padres en la
formación del presbítero (no es una cuestión marginal, especialmente para
quien se interesa, en un modo u otro, a los problemas de la organización de los
estudios en los seminarios y en los institutos teológicos).
2. La formación sacerdotal en los Padres de la
Iglesia. El ejemplo del Obispo Ambrosio
Pocos meses antes del
Sínodo dedicado a la formación sacerdotal (septiembre-octubre de 1990), la
Facultad de Letras cristianas y clásicas de la Universidad Salesiana (Pontificium Institutum Altioris Latinitatis)
ha realizado un Congreso sobre el tema: “La formación al sacerdocio ministerial
en la catequesis y en el testimonio de vida de los Padres” (Roma, 15-17 de
marzo de 1990).[4]
El Congreso quiso
ofrecer a la asamblea sinodal una cualificada contribución científica en
perspectiva histórico-catequética. Sus Actos
fueron publicados en 1992 en un volumen que permanece fundamental para
delinear algunos aspectos de la formación sacerdotal en los Padres de la
Iglesia[5]. Queremos
hacerles conocer algo de este, eligiendo como punto de referencia al Obispo
Ambrosio de Milán (337 o 339-397) y las dos ponencias dedicadas a él: aquellas
de G. Coppa y de J. Janssens.
La ponencia de G. Coppa[6] - muy amplia y
articulada - reexamina sistemáticamente la vida y la obra de Ambrosio, para
hacer emerger las más notables instancias de la formación humana, espiritual y
pastoral del presbítero.
Tales instancias se
manifiestan ricas en contenidos teológicos y en direcciones prácticas. Ellas
deben ser encuadradas en una visión del sacerdocio que presenta algunas
características precisas.
Es una visión crística, como también lo es la
orientación de toda la obra ambrosiana. Cristo es el auténtico levita, que
comunica el propio sacerdocio a toda la Iglesia, y particularmente a los
presbíteros, quienes por esto tienen que vivir como devorados por él, amarlo,
imitarlo, presentar su misma imagen a los fieles, donar su vida. Si el Cristo
es el verus levites, el presbítero
también es él levita verus,
comprometido en una lucha sin límites contra él mismo y el espíritu del mundo,
para ser - como él - totalmente de Dios.
Es una visión totalitaria: la intimidad eucarística,
la humildad, la obediencia al obispo, la castidad perfecta, la oblación de sí
son expresiones de este amor por Cristo, que no admite compromisos o
adaptaciones.
Es una visión comunitaria: la formación del presbítero
tiene un alcance cósmico y está inserta en el misterio de la Iglesia. La vida
espiritual para Ambrosio es apertura a las necesidades del mundo, no
repliegamento sobre sí mismo: el sacerdote es el hombre para los demás, no
tiene nada para sí, y por lo tanto se
santifica no sólo para sí mismo, sino para el enriquecimiento de toda la
comunidad eclesial.
Es una visión práctica: Ambrosio no comprende el
presbítero como “una criatura angelical”, irreal, sino como un cristiano en
posesión de sólidas virtudes humanas, según el molde de Cicerón de la moral
antigua, elevada y cristianizada por la práctica del Evangelio.
Es, por fin, una visión dinámica: el sacerdote tiene que
santificarse a través del ejercicio, rico en celo, de los munera que la Iglesia le ha confiado a través del obispo, es decir
a través de la celebración de la Eucaristía y de la Palabra de Dios.
Como es devorado por
Cristo, así el presbítero es devorado por las almas: la cura pastoral absorbe
todo su tiempo, todos sus recursos físicos, intelectuales, espirituales y
también económicos, sin dejarlo pensar demasiado a sus necesidades. Las
ocupaciones pastorales no se limitan por otro lado, sólo a la esfera cultual y ritual, sino que
empeñan la formación del presbítero en la constante práctica de la caridad,
solicitándole una vida sobria, pobre, desinteresada.[7]
Podríamos añadir por
nuestra parte una reflexión complementaria.
Con su misma vida
Ambrosio ilustra en el modo más claro las distintas instancias de la formación
y de la misión del presbítero. Cuanto haya podido incidir este testimonio en la
conversión de Agustín, y en fin, en su formación de sacerdote y pastor, resulta
en algunos pasos famosos de las Confesiones.[8]
Hacía poco que había
llegado a Milán - estamos en el otoño del 384 - Agustín, joven catedrático de
elocuencia, va a visitar a las distintas autoridades ciudadanas, y encuentra
también al Obispo Ambrosio. Nuestra fuente narra que éste lo acogió satis episcopaliter. Es un adverbio un
poco misterioso: ¿qué entendía decir Agustín? Probablemente que Ambrosio lo
acogió con la dignidad propia de un obispo, con paternidad, pero también con
una cierta distancia.
Es cierto que Agustín
quedó fascinado por Ambrosio; pero es igualmente cierto que un encuentro cara a cara sobre aquello que a Agustín
principalmente le interesaba, y es decir sobre los problemas fundamentales de
la búsqueda de la verdad, fue día a día diferido, a tal punto que alguien pudo
afirmar que Ambrosio estuvo muy frío con respecto a Agustín, y que poco o nada
él tuvo que ver con su conversión.
Sin embargo Ambrosio y
Agustín se encontraron varias veces. Pero Ambrosio hablaba a nivel general,
limitándose por ejemplo a realizar elogios sobre Mónica, y felicitando al hijo
por tener una madre similar.
Luego, cuando Agustín iba
a visitar expresamente a Ambrosio, lo encontraba regularmente empeñado con
catervas de personas llenas de problemas, por cuyas necesidades él se
prodigaba; o bien, cuando no estaba con ellas (y esto sucedía por muy poco
tiempo) o confortaba el cuerpo con lo necesario, o alimentaba el espíritu con
lecturas.
Y aquí Agustín hace sus
maravillas, porque Ambrosio leía las Escrituras mentalmente, sólo con los ojos.
De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura era estrechamente
concebida con la finalidad de la proclamación, y el leer a alta voz facilitaba
la comprensión incluso de quien leía: que Ambrosio pudiera correr solamente las
páginas con los ojos, señala a Agustín admirado una singular capacidad de
conocimiento y de comprensión de las Escrituras.
Agustín a menudo se pone
aparte, con discreción, para observar a Ambrosio; luego, no osando molestarlo,
se va en silencio. “Así”, Agustín concluye, “no me fue nunca posible interpelar
el ánimo de aquel santo profeta sobre lo que me interesaba, sino por cuestiones
tratables rápidamente. En cambio mis tormentos interiores lo hubieran querido
disponible por mucho tiempo para poderlos volcar sobre él; pero nunca sucedía”.[9]
Son palabras muy graves:
tanto que tendríamos ganas de dudar sobre la propia solicitud pastora de
Ambrosio y de su real atención hacia las personas.
Por mi parte, en cambio,
estoy convencido que aquella de Ambrosio con respecto a Agustín era una
auténtica estrategia, y que esta representa eficazmente la figura de Ambrosio
pastor y formador.
Ambrosio seguramente
estaba al corriente de la situación espiritual de Agustín, además porque goza
de la confidencia y de la plena confianza de Mónica. Sin embargo el Obispo no
cree oportuno empeñarse con él en un debate dialéctico, del cual él, Ambrosio,
habría podido salir como perdedor...
Así el obispo suspende
las palabras, deja hablar a los hechos, y con su praxis afirma el primado del
“ser” sobre el “decir” del pastor.
¿Cuáles son estos
hechos?
En primer lugar el
testimonio de la vida de Ambrosio, entretejida de oración y de servicio con
respecto a los pobres. Y Agustín queda saludablemente impresionado, porque
Ambrosio se demuestra hombre de Dios y
hombre totalmente donado al servicio de los fieles. La oración y la
caridad, testimoniadas por este formidable pastor, remplaza a las palabras y a
los razonamientos humanos.
El otro hecho del cual
habla Agustín es el testimonio de la Iglesia de Milán. Una Iglesia fuerte en la
fe, reunida como un solo cuerpo en las santas asambleas de las cuales Ambrosio
es el animador y el maestro, gracias también a los himnos compuestos por él;
una Iglesia capaz de resistir a las pretensiones del emperador Valentiniano y
de su madre Justina, que en los primeros días del 386 volvieron a pretender la
confiscación de una iglesia para las ceremonias de los arrianos.
En la iglesia que tenía
que ser confiscada, cuenta Agustín, el pueblo devoto velaba, pronto a morir con
el propio obispo. “También nosotros”, y este testimonio de las Confesiones es precioso, porque señala
que algo se estaba moviendo en lo íntimo de Agustín, “si bien todavía
espiritualmente tibios, éramos partícipes de la excitación de todo el pueblo”.[10]
Agustín en fin, incluso
no logrando dialogar como habría querido con el Obispo Ambrosio, queda
positivamente contagiado por su vida, por su espíritu de oración, por su
caridad hacia el próximo, y por el hecho que Ambrosio se manifiesta hombre de Iglesia: lo ve impregnado en
la animación de las liturgias, comprende en esto el proyecto valiente de
edificar una Iglesia unida y madura.
De este modo Agustín
encuentra en el testimonio del Obispo Ambrosio una auténtica “escuela de
formación” y un modelo de sacerdote y pastor.[11]
Sobre un aspecto
particular de la búsqueda de G. Coppa se realiza luego una estimulante
profundización de J. Janssens, concerniente el tema de la verecundia o del “dignitoso comportamiento” en el De officiis [ministrorum] de san
Ambrosio.[12]
Partiendo de una
comparación global entre el De officiis de
Cicerón y el homónimo tratado ambrosiano, Janssens concentra su análisis en el
tema enunciado.
De hecho, ya sea Cicerón
que Agustín consideraban la verecundia como parte integrante de la formación de los
jóvenes, respectivamente de los ciudadanos y de los clérigos. Según Janssens,
el valor atribuido por san Ambrosio al decoro externo tiene que ser puesto en
relación con su concepción del comportamiento cristiano, caracterizado por
verdad y sencillez. Lo importante es ser “desde adentro” hombre veraz y leal, y esto se traduce por
consecuencia en un comportamiento decoroso y natural.
Las reglas propuestas
por el obispo de Milán no están en función de una apariencia mundana, que
aspiraría a esconder la verdadera realidad interior para engañar a los demás:
al contrario, ellas contribuyen a poner en plena luz las íntimas riquezas de la
persona. Además - si Ambrosio establece para sus clérigos un cierto tipo de
comportamiento, y por eso asume las reglas de conducta en uso en el ambiente
patricio del tiempo ciceroniano – sin embrago es necesario añadir que él las
entiende animadas por un espíritu evangélico. Es el alma, es el espíritu que
establecen la naturaleza, la índole de una regla de conducta.
El decoro al cual se
refiere Cicerón, que incluye las virtudes fundamentales de la prudencia,
justicia, fortaleza, templanza y la misma sophrosyne
de los griegos, si bien están en la base del tratado ambrosiano, reciben de
la inspiración bíblica del santo obispo una particular connotación espiritual,
que hace de la verecundia un componente esencial en la formación de los
clérigos.[13]
3. El estudio de los Padres en la formación del
presbítero
Al segundo aspecto de la
cuestión en examen ha querido responder de modo puntual la reciente Instrucción de la Congregación para la Educación Católica sobre el estudio de los Padres de la Iglesia
en la formación sacerdotal (IPC).
El documento - que lleva
la fecha del 10 de noviembre de 1989, fiesta de san León Magno - fue presentado
en la Sala de prensa Vaticana por Mons. J. Saraiva Martins, Secretario de dicha
Congregación. El texto de su intervención, firmado también por el Prefecto, Card.
W. Baum, ilustra las fundamentales solicitudes que orientaron la redacción del IPC, particularmente la búsqueda de las
causas y de los remedios de aquel “menor interés” hacia los Padres que parece
haber caracterizado el período post conciliar.
En éste se alude a las aporías
de cierta teología, tan replegada sobre las urgencias del momento presente que
pierde la relevancia del recurso a la tradición cristiana. También está
censurado un enfoque de los Padres que - demasiado confiado en el método
histórico-crítico y poco atento a los valores espirituales y doctrinales del
magisterio patrístico – termina con revelarse dañino, o hasta hostil, a la
plena comprensión de los antiguos escritores cristianos. Pero la más grave
responsabilidad está atribuida al “clima cultural contemporáneo dominado por
las ciencias naturales, la tecnología y el pragmatismo, en el cual la cultura
humanística arraigada en el pasado es cada vez más marginada”: en muchos casos
“hoy parece faltar una verdadera sensibilidad por los valores de la antigüedad
cristiana, como también un adecuado conocimiento de las lenguas clásicas”.
En fin, sobre la
patrística “se repercuten las tensiones entre lo viejo y lo nuevo, entre
apertura y cierre, entre estabilidad y progreso, entre un mundo
predominantemente tecnológico y un mundo que sigue creyendo en los valores
espirituales del humanismo cristiano”.[14]
Como consecuencia, la
puesta en juego es altísima: el “menor interés” hacia los Padres podría hasta
ser el síntoma de un culpable compromiso entre la teología corriente y una
cultura contaminada por secularismo y tecnologismo.
Así - frente a un
documento que va directo al corazón de un debate ya ineludible - la reacción
del teólogo y del pastor no puede ser otra que la acogida cuidadosa y
agradecida, como delante a un don que se espera desde hace tiempo: un don mucho
más precioso, en cuanto no sólo gratifica generosamente a sus destinatarios,
sino que al mismo tiempo los compromete a “traficar el talento” recibido, es
decir a profundizar el mensaje magisterial, a comprender sus consecuencias, y
sobre todo a hacerlo operativo.
Decimos sobre todo, porque el peso del mismo
documento “está a popa”, en algunas disposiciones conclusivas que revolucionan
la enseñanza de la patrística en algunos aspectos.
Como para empezar, ello tendrá que extenderse
en el ciclo teológico institucional “como mínimo durante al menos tres
semestres con dos horas semanales”.[15] Más en general,
como dice Mons. Saraiva Martins “son impuestas claras exigencias ya sea a los
alumnos que a los Profesores, para los cual se solicita un curso de preparación
específica obtenida en institutos patrísticos especializados. A tal respeto es
muy agradable mencionar dos Institutos erigidos a su tiempo en Roma por el Sumo
Pontífice Paolo VI: el Pontificio Instituto Superior de Latinidad en la
Pontificia Universidad Salesiana y el Instituto Patrístico “Augustinianum”
afiliado a la Pontificia Universidad Lateranense. Ambos Institutos desarrollan
desde hace tiempo, conforme a sus objetivos, una benemérita actividad científica
y formativa, que contribuyó mucho a la exploración y a la divulgación del
pensamiento patrístico, y podrá ayudar eficazmente a los Obispos y a otros
Superiores eclesiásticos en la aplicación fiel de la presente Instrucción”.[16]
A este punto la
Universidad Salesiana y el Pontificio Instituto Superior de Latinidad no podía
eximirse de una contribución de estudio original, tendiente a favorecer la
recepción de la IPC y sus instancias.
Precisamente de esta persuasión nació un volumen misceláneo de comentario al
texto magisterial.[17]
Este consta de ocho
contribuciones firmadas por profesores de la Facultad de Teología y del
Instituto de Latinidad (Facultad de Letras cristianas y clásicas) de la
Universidad Salesiana.
El libro se abre con una
reflexión de E. dal Covolo sobre la
naturaleza de los estudios patrísticos y sus objetivos, comentando los
números 49-52 de la IPC. El autor,
mientras identifica en el documento “un decidido y calificado paso adelante en
el reconocimiento y en la definición de la autonomía disciplinar y metodológica
de las investigaciones patrísticas”, sugiere algunas argumentaciones
complementarias al texto en examen, con la finalidad de un diálogo más
articulado y global con los estudiosos de la antigüedad cristiana.[18]
El sucesivo artículo de
F. Bergamelli, que trata sobre el método
en el estudio de los Padres, continúa el comentario refiriéndose sobre todo
a los números 53-56 de la IPC, inclusive
ampliando el análisis a otras referencias que el documento dedica a la misma
cuestión. El autor renuncia por necesidad a un discurso exhaustivo sobre el
estatuto epistemológico de los estudios patrísticos, pero ofrece perspectivas y
orientaciones fecundas para ampliar y profundizar la reflexión magisterial.[19]
El mismo corte
analítico-integrativo es asumido por O. Pasquato en la revisitación de la
relación entre estudios patrísticos y
disciplinas históricas delineada sobre todo en la IPC en el número 60. En la primera parte la contribución ofrece una
mirada sintética sobre el rol global de las ciencias históricas con respecto a
las investigaciones patrísticas; la segunda parte, más analítica, considera el
aporte peculiar de cada disciplina histórica al estudio de la patrología.[20]
Con respecto a los tres
primeros artículos, las intervenciones sucesivas parecen elegir el camino de
las reflexiones “al margen” de la IPC,
o “en ocasión” de ella, sin querer atarse directamente al comentario o a la
integración puntual de algunos de su párrafos.
De tal modo la
contribución de A. Amato afronta una problemática portante del documento,
aquella del recíproco servicio entre estudio
de los Padres y teología dogmática: en esta resulta delineado de modo vivaz
el contexto global dentro del cual debe ser colocado y comprendida la relativa
aportación magisterial.[21]
También R. Iacoangeli
adopta la misma línea metódica, definiendo la “humanitas” clásica como “praenuntia aurora” a la enseñanza de los Padres. Su exposición es un apasionado
reclamo - equipado de oportunas ejemplificaciones - al estudio de la cultura y
de las lenguas clásicas como condición indispensable para un enfoque fecundo al
mensaje patrístico.[22]
El mismo discurso sobre la relevancia de los estudios filológicos y
literarios continúa en el sucesivo articulo de S. Felici: también él
reconoce en la competencia lingüística y literaria el instrumento “técnico”
para descifrar los escritos de los Padres.[23]
Por su parte A. M.
Triacca, considerando el empleo de los
"loci" patrísticos en los Documentos del Concilio Vaticano II,
por un lado identifica en la lectura
Patrum un insustituible auxilio al
sentire cum Ecclesia, coherentemente a la disciplina acogida en la liturgia
de las horas; por otro lado capta en la misma liturgia una formidable clave de
comprensión y asimilación del pensamiento y de la espiritualidad de los Padres,
según una instancia acogida y compartida por el magisterio conciliar.[24]
M. Maritano, en fin,
delinea la situación de los estudios
patrísticos en el siglo XIX proporcionando una preciosa guía bibliográfica
que – si bien concentrándose predominantemente en el siglo pasado, cuando
nuevas situaciones históricas y culturales favorecieron un redescubrimiento de
la tradición patrística - se extiende de hecho hasta nuestros días.[25]
Así los últimos dos
estudios concluyen el volumen relanzando la investigación, mientras solicitan
al estudioso de valorizar el magisterio reciente de la ciencia y de la
historia.
Consideramos que estas ocho
contribuciones pueden proporcionar en su conjunto una discreta radiografía de algunos rasgos más
significativos de la IPC.
El volumen en cambio no
entra en las cuestiones relativas a la génesis del documento. Señalamos
simplemente el hecho que sus tiempos de “incubación” fueron bastante largos, si
- como declaró a los periodistas Mons. J. Saraiva Martins -– era “desde 1981
que se trabajaba en la redacción de esta Instrucción”. No se puede excluir que
“el motivo inmediato de la presentación de la Instrucción”, ofrecido por la
asamblea sinodal de septiembre-octubre de 1990, haya sugerido de reducir los
tiempos de la redacción definitiva. Se explica quizás así uno de los motivos
por los cuales a la “amplia consulta” inicial no siguió una verificación igualmente
participada en la elaboración conclusiva del documento.
Contemplando con una
mirada de síntesis las perspectivas abiertas por la IPC, es necesario reconocer antes que nada que el documento parece
claramente proyectado hacia el futuro.
Su fundamental instancia
de una renovada incrementación de los estudios patrísticos en la formación
sacerdotal podía quizás transcurrir: a través de una elaboración doctrinal más
acabada y coherente, la amplitud de las argumentaciones extenderse en
dimensiones más amplias e incisivas, el diálogo interdisciplinario hacerse más
abierto y global.
Sin embargo el dictado magisterial,
vigorosamente orientado hacia las Disposiciones
conclusivas, otorga a la IPC un
característico rasgo dinámico.
Desde este punto de
vista - creemos - el mismo documento recomienda a los pastores y a los teólogos
convergencia operativa y coherencia de decisiones, mientras que deja el terreno
abierto a intervenciones crítico-integrativas de su instrumentación teórica.
En tal perspectiva se ubica
explícitamente el volumen que hemos presentado.[26]
Pero existe en margen a
la IPC una ulterior, calificada
contribución del Card. P. Laghi, sucesor de W. Baum a la guía de la
Congregación para la Educación Católica. Se trata de una ponencia que presentó
en la Universidad Salesiana el 31 de octubre de 1991, en el contexto de las
manifestaciones científicas de “lanzamiento” de la Corona Patrum, la prestigiosa colección turinés de textos
patrísticos.[27]
Es oportuno resumir aquí
los pasos salientes.[28]
El Card. Laghi afirma
ante todo que la instrucción, mientras promueve y sustenta el compromiso del
estudio y de la investigación en el campo de la patrística, mira también más
allá de sus confines, persiguiendo objetivos más generales. Ella en efecto se
dirige no solamente a los patrólogos, sino a todo los teólogos, invitándolos a
ofrecer a los futuros presbíteros una preparación cultural sana y posiblemente
completa: justamente los estudios
patrísticos, observa el Card. Laghi, pueden ofrecer a los sacerdotes una ayuda
válida para realizar la síntesis de su saber teológico.
De este modo la IPC invita a los estudiantes de teología a la escuela de los
Padres, una escuela que apunta siempre a lo esencial. «Como expresa a tal
propósito Yves-Marie Congar, la tradición patrística “no es disociante, es en
cambio síntesis, armonización. No procede de la periferia aislando aquí y allá
algunos textos, al contrario trabaja desde lo interno, conectando todos los
textos al centro y disponiendo los detalles según su referencia a lo esencial”.
La Tradición patrística “es pues generadora de totalidad, de armonía y de
síntesis. Ella vive y hace vivir del sentido de conjunto del designio de Dios,
a partir del cual se distribuye y se comprende la arquitectura de lo que Ireneo
llama sistema o oikonomi”.»[29]
Pero es obvio que los
estudiantes de teología no tendrán que conformarse con las simples indicaciones
de los patrólogos para asimilar una tal actitud y hábito espiritual, sino que
tendrán que entrar en una familiaridad cada vez más íntima con las obras
patrísticas. Poniéndose sobre este sendero, ellos aprenderán a captar con más facilidad
el núcleo esencial de la teología cristiana. La unidad del saber teológico -
como de cada saber - es una meta muy alta, que cuesta fatiga y que puede ser
alcanzada sólo en la conciencia de la verdadera naturaleza y misión de la misma
teología.[30] Muy oportunamente
el número 16 de la IPC menciona un
célebre paso de la carta que Pablo VI escribió en el 1975 al Card. M.
Pellegrino en el centenario de la muerte de J. - P. Migne. Allí se lee entre
otros: “El étude des Pères, de un grandes utilité pour tous, apparaît de un
impérieuse nécessité pour ceux aquí ont à coeur los renouvellement théologique,
pastoral et spirituel promu par los récent le Curte, et aquí veulent y coopérer”. [31]
Pero hay otro motivo,
continúa el Card. Laghi, por el cual los Padres son maestros de formación
sacerdotal. Ellos en efecto, que eran en gran parte obispos expertos y
plenamente entregados al ministerio, ofrecen a los alumnos óptimos ejemplos e
impulsos para su preparación a la misión de pastores. La dimensión pastoral,
subrayada fuertemente por el Vaticano II, es un elemento formativo a la cual se
da hoy una gran importancia, y que apasiona los candidatos al sacerdocio. Pero
a menudo tal entusiasmo se transforma en activismo unilateral, pobre en
motivaciones y en contenidos teológicos, contrastando con aquel sublime ideal
pastoral personificado por los Padres de la Iglesia. Los más conocidos escritos
patrísticos dedicados al sacerdocio, como por ejemplo el Diálogo sobre el sacerdocio de Juan Crisóstomo o la Regla Pastoral de Gregorio Magno,
desvelan el verdadero corazón de los pastores, quienes, mientras se inclinan
hacia todas las necesidades espirituales de las almas, tratan de elevarlas al
alto grado de perfección evangélica, no descuidando las dificultades y las
necesidades materiales en las que se encuentran.
Para escapar del peligro
de un aplastamiento horizontalista, el candidato al sacerdocio y cada sacerdote
tienen que aprender de los Padres cómo estar en este mundo y no ser de este
mundo; como ser profundamente humanos y al mismo tiempo sobrenaturales,
verdaderos hombres de Iglesia. En esta concepción grandiosa del ministerio
pastoral se comprenden las vivas preocupaciones de los Padres por la unidad de
la Iglesia (es lo que llamaríamos hoy el problema ecuménico); los esfuerzos por
la inserción del cristianismo en el ámbito cultural grecorromano (el problema
misionero de la inculturación), y las incansables solicitudes para aliviar la
suerte de los oprimidos y de los pobres (el problema social).
De acuerdo con las
líneas pastorales indicadas anteriormente, concluye el Card. Laghi, traslucen
la teología cristocéntrica de los Padres, que sustenta y alimenta todo su
ministerio sagrado. De esto deriva un fúlgido ejemplo para la preparación de
los futuros sacerdotes, quienes, para llegar a ser buenos pastores de almas,
tienen que poner en el fundamento de su apostolado una sana teología y una
profunda vida espiritual.[32]
Por mi parte, creo que
las solicitudes de la IPC para una
renovación de los estudios patrísticos en la formación sacerdotal son numerosas
y bien fundamentadas.
Me conformo al respeto
con una simple referencia, suficiente sin embargo para dar una idea del rápido
cambio de perspectivas que sucedió en estos últimos años.
Todavía al inicio de los
años Cincuenta el Card. M. Pellegrino se lamentaba que a las investigaciones de
teología patrística les “faltaba una adecuada base filológica y una sólida
impostación histórica”, que a menudo se reemplazaba con “un más cómodo esquematismo
doctrinal”, “sugerido por desarrollos del pensamiento teológico” frecuentemente
extraños a la mentalidad de los Padres.[33]
M. Pellegrino denunciaba
así aquella “servitud” de la patrística con respecto a la dogmática, que
caracterizaba las curricula teológicas
de los años Cincuenta y Sesenta. Ordinariamente el estudio de los Padres no
constituía en ellas una disciplina autónoma. También se aseguraba una exposición
más o menos amplia de las doctrinas patrísticas, pero siempre con rigurosa
dependencia de los tratados dogmáticos en examen. De este modo muy raramente
los escritores eclesiásticos podía parecer para los estudiantes personas
reales, integradas en un propio contexto histórico-cultural. El riesgo evidente
era el de un “aplastamiento” de la reflexión teológica y de una indebida
absolutización del modelo de teología que estaba en la base de los tratados
dogmáticos: a tal modelo - como a un “lecho de Procuste” – era adaptada la
lectura de los Padres.[34]
De frente a semejante
contexto, la IPC inaugura - como ya
se ha dicho - un tipo de “revolución copernicana”, si es cierto que la
patrística estaba incluida entre las disciplinas principales de la curricula
formativa, para enseñar aparte, con su método y su materia, “por al menos tres
semestre con dos horas semanales.”[35]
4. Conclusiones provisorias
Es evidente que los
documentos magisteriales presentados – particularmente la ICP y la PDV – consideran
a los Padres de la Iglesia como maestros insustituibles en la formación
intelectual, espiritual y pastoral de los futuros presbíteros.[36]
Creo aún más que sobre todo
a los ministros de la Iglesia van referidas las palabras con las cuales Benito
invitaba a los monjes a la lectura de los santos Padres, ya que - explica - sus
enseñanzas pueden conducir “al grado más alto de la perfección.”[37]
SEGUNDO CAPÍTULO
SEGUNDO CAPÍTULO
La
tradición antioqueña: desde Ignacio a Juan Crisóstomo[38]
1. Introducción
En este y en el próximo
capítulo me propongo presentar algunos textos patrísticos relativos a la
formación sacerdotal.
Me limito a algunos
ejemplos, entre los muchos posible,[39] refiriéndome en
este capítulo a la “tradición antioqueña” y en el próximo a la “tradición
alejandrina.”
Se trata de una elección
que pone un poco de orden a la exposición, y que por otro lado ayuda a superar
la imagen de una “teología de los Padres” rígida y compacta como un monolito.
De hecho la variedad de las antiguas “escuelas” de Antioquia, de Alejandría, de
Edesa... y de las correspondientes raíces histórico-culturales determina en los
textos patrísticos posiciones y sensibilidades diferentes.
Son bien conocidas las
orientaciones de las antiguas tradiciones de Antioquia y de Alejandría.
Por una parte Antioquia
parece encarnar las características más evidentes del llamado “materialismo”
asiático, defensor ‘del pie de la letra’ en exégesis y de la humanidad del Hijo
en cristología; mientras Alejandría parece acoger las dos instancias -
respectivamente complementarias - de la alegoría en exégesis y de la divinidad
del Verbo en cristología.[40]
2. de las Cartas
de Ignacio (+ 107)[41]
Es común considerar a
Luciano, maestro de Arión como el fundador de la “escuela” de Antioquia.
Pero ya Ignacio en la
primera mitad del siglo II anticipa
algunas características de ésta, sobre todo en el fuerte realismo de las
referencias a la humanidad de Cristo. Él “es realmente de la estirpe de David”, escribe Ignacio a los habitantes
de Esmirna, “realmente ha nacido de
una virgen..., realmente fue clavado
por nosotros”.[42]
Ignacio también emplea
el mismo realismo cuando se refiere a la Iglesia. En particular alude varias
veces a la jerárquica eclesiástica, hablando de los obispos, de los presbíteros
y de los diáconos.[43]
“Es bueno para ustedes”,
escribe a los Efesinos, “proceder juntos de acuerdo con el pensamiento del
obispo, que ya lo hacen. En efecto vuestro presbiterio, justamente famoso,
digno de Dios, está tan armónicamente unido al obispo como las cuerdas a la
cítara. Por ello en vuestra concordia y en vuestro amor sinfónico, Jesucristo
es cantado. Y así vosotros, uno a uno, se convierten en coro, para que en la
sinfonía de la concordia, después de haber tomado el tono de Dios en la unidad,
canten a una sola voz”.[44] Y después de
haber recomendado a los habitantes de Esmirna de no “hacer nada de aquellas
cosas que conciernen a la Iglesia sin el obispo”,[45] confía a
Policarpo: “Yo ofrezco mi vida por los que se sometieron al obispo, a los
presbíteros y a los diáconos. Que yo pueda con ellos tener parte con Dios.
Trabajen juntos unos por los otros, luchen juntos, corran juntos, sufran
juntos, duerman y despiértense juntos como administradores de Dios, sus
asesores y siervos. Traten de gustar a aquel por quien militan y de quien
reciben la merced. Que ninguno entre ustedes sea encontrado desertor. Que el
bautismo de ustedes permanezca como un escudo, la fe como un yelmo, la caridad
como una lanza, la paciencia como una armadura”. [46]
Se puede captar en las Cartas de Ignacio un tipo de dialéctica
constante y fecunda entre dos aspectos característicos de la experiencia
cristiana: seguramente la estructura jerárquica de la comunidad eclesial, de la
que ya hemos hablado, pero también la unidad fundamental que liga entre ellos a
todos los fieles en Cristo.
Por consiguiente, no
existe la posibilidad de una oposición de los roles.[47] Al contrario,
la insistencia sobre la comunión y sobre la reciprocidad de los creyentes,
continuamente reformulada a través de imágenes y analogías (la cítara, las
cuerdas, la entonación, el concierto...), se presenta como la implicación conciente
de la común identidad de los fieles,
prescindiendo del hecho que sean ministros ordenados o no.
Por otra parte, es
evidente la responsabilidad de los diáconos, de los presbíteros y de los
obispos en la edificación de la comunidad.[48]
Vale sobre todo para
ellos la invitación al amor y a la unidad. “Sean una cosa sola”, escribe
Ignacio a los Magnesios retomando la oración de Jesús en la última cena: “Una
única súplica, una única mente, una única esperanza en el amor... Acudan todos
a Jesucristo como al único templo de Dios, como al único altar: él es uno, y
procediendo del único Padre, quedó unido a Él, y a Él regresó en la unidad”.[49]
Ignacio no expresa las
instancias formativas en relación a los ministros sagrados. Pero éstas no son
por ello menos evidentes. Se vea por ejemplo el paso de la Carta a los Trallianos donde el obispo, recogiendo la enseñanza de Hechos 6 (la ordenación de los primeros
diáconos), explica francamente: “Los diáconos, que están al servicio de los
misterios de Jesucristo, tienen que tratar de hacerse aceptar de todas maneras
por todos. Ellos no son (simples) siervos de las comidas y de las bebidas, sino
que son servidores (huperétai:
literalmente “remadores”) de la Iglesia y de Dios. Estén lejos de cualquier
reproche como del fuego”.[50]
Se puede confrontar
útilmente este paso de Ignacio con el
identikit del diácono que emerge de la narración de los Hechos.
Los diáconos, se dice
allí, son hombres “de buena fama” o mejor “gente de probado testimonio” (martyrouménoi: Hechos 6,3). Como se puede ver, la palabra usada se enlaza con el
término “mártir”. Podríamos decir que el diácono tiene que ser en todo caso un
“mártir”, en el sentido que el testimonio de su diaconía no puede detenerse
nunca, a costo - si fuera necesario - de la propia vida. En este sentido
Ignacio dice que los diáconos son siervos de la Iglesia y de Dios.
En según lugar, según a
los Hechos, el diácono debe ser “pleno
de Espíritu y sabiduría” (6,3). Se trata de una sabiduría que viene de Dios: es
la “sabiduría del Espíritu”, que pide profunda intimidad con el Señor. Pues, el
servicio de la caridad - el llamado “servicio de las mesas”, al cual los
diáconos están destinados - presupone siempre la primacía de la dimensión
espiritual en su vida.
Para volver a las
palabras de Ignacio, ellos no son simples distribuidores de comidas y de
bebidas, sino que están al servicio de los misterios de Jesucristo. Si un
ministro no se forma en la contemplación de los santos misterios de Cristo,
hasta a alcanzar “la unidad” con él, no puede ejercer el ministerio auténtico
de la caridad y no “lleva adelante” la Iglesia de Dios.
3. Juan Crisóstomo (+ 407)[51]
Nos detenemos ahora en
otro Padre antioqueño, místicamente enamorado del sacerdocio.
Antes de cualquier otra
consideración, quisiera presentar al pastor en acción, “tomado en la brecha” de
su ministerio.
Me refiero a las
célebres Homilías sobre Mateo, y al
modo en que Crisóstomo afrontaba pastoralmente problemas candentes como el de
la riqueza y de la pobreza en la comunidad cristiana de Antioquia.
Las homilías de
Crisóstomo (alrededor del 350 – 407) Sobre
el evangelio de Mateo constituyen para nosotros el comentario más antiguo y
completo del primer evangelio. Además representan un significativo testimonio de
aquella actividad homilética que habría asegurado a Crisóstomo el máximo
reconocimiento entre los oradores eclesiásticos. Remontan a los años 386 - 397 – es decir entre la ordenación
sacerdotal en Antioquia y la elección a la cátedra patriarcal de Constantinopla
- período en el cual Crisóstomo fue llamado a cumplir muchos encargos de
predicación en las más importantes iglesias antioqueñas. Estos encargos eran particularmente
aptos para Juan que, después de una experiencia monástica y eremítica, había
abrazado el sacerdocio por una irresistible vocación
pastoral[52], y que
especialmente a través de la predicación de las Escrituras apuntaba a realizar
tal vocación: coherentemente su predicación y su exégesis - fieles a las fundamentales
direcciones de la “escuela antioqueña” - parecen singularmente sensibles a las
condiciones concretas, a los problemas y a las necesidades también materiales
de los destinatarios.
En particular - en la Antioquia
de la segunda mitad del siglo IV, donde enormes eran las desigualdades sociales
y económicas, a causa de las guerras, del latifundismo, del capitalismo, del
inicuo régimen fiscal... - Crisóstomo es estimulado continuamente a tratar los
muchos problemas generados por la copresencia de ricos y pobres dentro de la
comunidad:[53] ¡pensar que
sólo en las homilías Sobre el evangelio
de Mateo el tema recurre no menos de cien veces!
Ahora bien, queremos
escuchar al “pastor sobre la brecha” leyendo
algunos pasos de su quincuagésima homilía Sobre
el evangelio de Mateo.[54]
La homilía en su
conjunto comenta el perikopé
conclusivo de Mateo 14: pero el último
versículo del capítulo - donde se lee que los habitantes de Genesaret llevaron
a Jesús a sus enfermos “rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de
su manto” (Mateo 14,36)
- permite a Crisóstomo una ampliación parenética sustancialmente autónoma, que
ocupa sólo ella la segunda mitad de la homilía.
La ampliación se
justifica gracias al contexto de la liturgia eucarística, donde se coloca la homilía:
“Toquemos también nosotros los flecos
de su manto”, invita Crisóstomo; “aún más, si queremos, tenemos a Cristo todo
entero. Su cuerpo en efecto ahora está aquí adelante de nosotros.” Y continúa:
“Crean que también ahora existe aquella mesa, donde también Jesús se sentó”.[55]
Según Crisóstomo, tal
certeza de fe interpela de modo decisivo la responsabilidad de los fieles, ya
que la participación a la mesa del Señor no permite incoherencias de ningún
tipo: “¡Que ningún Judas se siente en vuestra mesa!”, exclama el homilético. Y
no es un criterio suficiente de dignidad aquel de presentarse a la mesa con
vaso de oro: “no era de plata aquella mesa, ni de oro el cáliz del cual Cristo
dio su sangre a los discípulos... ¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitan
que él esté desnudo: y no lo honren aquí en iglesia con tejidos de seda, para
luego tolerar, afuera de aquí, que él mismo muera por el frío y la desnudez.
Quien dijo: “Éste es mi cuerpo”, también dijo: “me habéis visto hambriento, y
no me habéis nutrido;” y: “Lo que no habéis hecho a uno de estos pequeños, no
lo han hecho a mí.” Aprendamos pues a ser sabios, y a honrar a Cristo como él quiere,
gastando las riquezas para los pobres. Dios no necesita enseres de oro, sino de
almas de oro. ¿Qué ventaja hay si su mesa está llena de cálices de oro, cuando
él mismo muere de hambre? ¡Primero sacia a él hambriento, y luego con el
superfluo ornarás su mesa!”.[56]
Las expresiones citadas
son suficientes para demostrar la plena identificación de Cristo con el indigente.
Crisóstomo en efecto es bien consciente que, antes de cualquiera aclaración ulterior,
vale la declaración de principio: quien sirve al pobre sirve a Cristo, quien
rechaza al pobre rechaza a Cristo. En esto seremos juzgados (Mateo 25,31-46). Pero Crisóstomo es
también conciente que este amor hacia el próximo - para que sea realmente el de
Jesús - tiene que nutrirse de la comunión con Dios, de su amor por nosotros.
En su predicación el
obispo subraya con insistencia la íntima relación entre el mandamiento del amor
y la vida de Dios. El auténtico testigo de la caridad tiene que poder decir,
junto al apóstol Juan: “lo que hemos contemplado (o sea el Verbo de la vida) es
lo que les anunciamos" (1 Juan
1-4).
En otras palabras, para
crecer en la caridad auténtica, los fieles, y a mayor razón los ministros
ordenados, tienen que conocer a
Jesús, entrar en profunda intimidad con él.[57]
Una vez más, el discurso
regresa a la “dimensión contemplativa” del presbítero y a la calidad de su
encuentro con el Señor en la Palabra y en los sacramentos.
En esta misma
perspectiva puede ser también leído el famoso Diálogo con Basilio, compuesto alrededor del 390,[58] donde Juan
Crisóstomo habla del “ejemplo” y de la “palabra” como fármacos del presbítero:
“Los que curan los cuerpos de los hombres,” escribe, “tienen a disposición una
cantidad de fármacos... En nuestro caso, además del ejemplo, no hay otro
instrumento u otro método para curar más allá de la enseñanza que se realiza
con la palabra”.[59]
En el mismo Diálogo Crisóstomo habla del sacerdocio
como de “una vida hecha de coraje y dedicación”, porque el ministerio del
(verdadero) pastor no conoce los confines estrechos del interés personal, pero abunda
a ventaja de todo el rebaño.[60]
Para Crisóstomo la cura del
rebaño es el “signo del amor”, es la prueba concreta que el ministro ama
realmente al Señor: “Si me quieres, apacientas mis ovejas…”
En aquella ocasión,
observa Crisóstomo, el maestro le pregunta al discípulo si lo amaba no para
saberlo él mismo: ¿por qué nunca habría debido hacerlo, él que escruta y conoce
el corazón de todos?. Tampoco “quería demostrarnos cuanto Pedro lo amaba: esto
ya era conocido a través de muchos otros hechos; pero quiso demostrar cuánto
él (el Señor), amaba a su Iglesia, y
enseñar a Pedro y a todos nosotros cuánto cuidado deberíamos prodigar en esta
obra”.[61]
Y justamente aquí reside
la incolmable diferencia entre el “mercenario” y el “pastor”: “El buen Pastor
da su vida por las ovejas”. (Juan
10,11).
4. Conclusiones provisorias
Se tiene la impresión
que ya sea Ignacio que Juan insistan más sobre la identidad y la misión del
presbítero y no tanto sobre el itinerario de su formación. En la mayor parte de
los casos, de hecho, las instancias formativas sólo quedan implícitas.
En ambos Padres, en todo
caso, hemos podido notar un fuerte énfasis sobre la necesaria unidad del presbítero con Cristo.
Para ambos Antioqueños,
además, unidad perfecta con Cristo y
dedicación total al rebaño no se presentan simplemente dos características
constitutivas del presbítero (a las cuales, de consecuencia, tendrá que se constantemente
orientado cada itinerario de formación sacerdotal). Ellas constituyen una única
realidad. Son como las dos caras de una misma moneda. Una hace verdadera la
otra, y no debería existir un sacerdote que tenga una sin la otra. Para el
presbítero la dedicación total al rebaño es el signo de su unidad con Cristo;
por otro lado la plena dedicación al rebaño lo empeña “a acudir” continuamente
“a Jesucristo como el único templo de Dios, como el único altar”.
En último análisis, el
“realismo” de los Padres antioqueños invita al presbítero a una síntesis
progresiva entre configuración a Cristo (intimidad,
unión con él) y dedicación pastoral (misión,
servicio a la Iglesia y al mundo) hasta que a través de una dimensión hable la
otra, y los ministros no se reduzcan nunca a “simples distribuidores”, sino que sean “auténticos testigos” de los misterios de Cristo y de su Iglesia.
TERCER
CAPÍTULO
TERCER CAPÍTULO
La
tradición alejandrina: Orígenes[62]
1. Introducción
Continuamos la
presentación y el comentario de algunos textos patrísticos relativos a la
formación sacerdotal. Ahora me refiero a la llamada “tradición alejandrina”.
Alejandría - ya lo hemos
dicho - parece acoger dos instancias complementarias con respecto de la
tradición antioqueña, es decir la alegoría
en exégesis y la valorización de la
divinidad del Verbo en cristología. En general, Alejandría está bien lejos
del llamado “materialismo” asiático, del que se hablaba en el segundo capítulo:
esto parece evidente también en ámbito eclesiológico y, en particular, en la
concepción del ministerio ordenado.[63]
Para ilustrar las
orientaciones alejandrinas sobre el tema de la formación sacerdotal, sólo me
limito a uno ejemplo, sin embargo máximamente representativo: me refiero a
Orígenes, sobre todo a sus Homilías sobre
el Levítico, pronunciadas a Cesarea de Palestina entre el 239 y el 242.
Estamos ya a pocos años de la grave crisis que - a causa de la ordenación
sacerdotal, a él otorgada a alrededor del 231 por los obispos de Cesarea y de
Jerusalén a escondidas del obispo de Alejandría - opuso Orígenes a su ordinario
Demetrio. La crisis quedó abierta, y causó precisamente el traslado de Orígenes
a Cesarea.
Heredero de la tradición
alejandrina en Occidente - sobre todo en ámbito exegético - es Ambrosio, obispo
de Milán (+ 397)[64]. Pero de
Ambrosio y de Agustín, su “discípulo”, hemos ya hablado en el primer capítulo.
De todos modos, para completar el discurso, envío nuevamente a la ponencia del
padre Janssens, a su tiempo citado, sobre la verecundia (o sobre el “digno comportamiento”) de los clérigos en
el tratado ambrosiano De officiis [ministrorum].[65]
2. Orígenes (+ 254)[66]
Es necesario reconocer
ante todo que Orígenes, como buen alejandrino, está más interesado a contemplar
la Iglesia en su aspecto espiritual, como místico Cuerpo de Cristo, que a su
aspecto visible.
Así Orígenes es más
atento a la llamada “jerarquía de la santidad,” en relación a un camino
incesante de perfección propuesto a cada cristiano, que a la “jerarquía visible”.
Por consiguiente, el
Alejandrino se refiere más a menudo al sacerdocio común de los fieles y a sus
características, que al sacerdocio jerárquico.[67]
De todos modos,
siguiendo el discurso de Orígenes sobre uno y otro argumento, no será difícil
extraer algunas indicaciones sobre el itinerario de formación de los presbíteros.
2.1. El sacerdocio de los fieles y las
condiciones para su ejercicio
Una larga serie de
textos de Orígenes quiere ilustrar las condiciones solicitadas para el
ejercicio del sacerdocio común.
En la novena Homilía sobre el Levítico Orígenes -
refiriéndose a la prohibición hecha a Aarón, después de la muerte de sus dos
hijos, de entrar en el sancta sanctorum “en
cualquier tiempo” (Levítico 16,2) - amonesta: “De eso se demuestra que si uno
entra a cualquier ahora en el santuario, sin la debida preparación, sin vestir
indumentos pontificales, sin haber preparado las ofertas prescriptas y haberse propiciado
Dios, morirá […]. Este discurso concierne a todos nosotros: se refiere a todos,
lo que aquí dice la ley. Dice en efecto que tenemos que saber cómo acceder al
altar de Dios. ¿O no sabes que también a ti, es decir a toda la Iglesia de Dios
y al pueblo de los creyentes, ha sido otorgado el sacerdocio? Escucha como
Pedro habla de los fieles: “Estirpe electa”, dice, “real, sacerdotal, nación
santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Pues tú tienes el sacerdocio porque eres
“estirpe sacerdotal,” y por lo tanto tienes que ofrecerle a Dios el sacrificio
de la alabanza, sacrificio de oraciones, sacrificio de misericordia, sacrificio
de pureza, sacrificio de justicia, sacrificio de santidad. Pero para que tú
puedas ofrecer dignamente estas cosas, necesitas indumentos puros y distintos
de los indumentos comunes a los otros hombres, y necesitas el fuego divino - no
un extraño a Dios sino aquel que desde Dios es dado a los hombres - del cual el
Hijo de Dios dice: “he venido para enviar el fuego sobre la tierra”.[68]
Todavía en la cuarta Homilía, inspirándose en la legislación
levítica según la cual el fuego para el holocausto debía arder perennemente
sobre el altar (Levítico 6,8-13)
Orígenes apostrofa así a sus fieles: “Escucha: siempre tiene que arder el fuego
sobre el altar. Y tú, si quieres ser sacerdote de Dios - como está escrito:
‘Todos ustedes serán sacerdotes del Señor, y a ti es dicho: ‘Estirpe electa,
sacerdocio real, pueblo que Dios ha adquirido’ - si quieres ejercer el
sacerdocio de tu alma, no dejes nunca que se aleja el fuego de tu altar”.[69]
Como se ve, el
alejandrino alude a las condiciones interiores que hacen al fiel más o menos digno de ejercer su sacerdocio. Así
en efecto continúa la misma Homilía:
“Eso significa aquello que el Señor manda en los evangelios, que ‘sean ceñidos
con un cinturón’ y vuestros candiles encendidos”. Entonces que siempre esté
encendido para ti el fuego de la fe y el candil de la ciencia”.[70]
En fin, de una
parte el costado “ceñido con un
cinturón”[71] y los
“indumentos sacerdotales”,es decir la pureza y la honestidad de la vida, por el
otro lado el “candil siempre encendido”, es decir la fe y la ciencia de las
escrituras, se configuran precisamente como las condiciones indispensables para
el ejercicio del sacerdocio común.
A mayor razón lo son,
evidentemente, por el ejercicio del sacerdocio ministerial: podríamos decir más
bien que en el pensamiento de Orígenes ellas constituyen las “piedras miliares”de
la formación presbiteral. Pero sobre este discurso volveremos en las
conclusiones.
2.2. Sacerdocio de los fieles y acogida de la Palabra
Más que sobre los costados
“ceñidos con un cinturón” Orígenes insiste principalmente sobre el “candil
encendido”, es decir sobre la acogida y el estudio de la Palabra de Dios.
“Jericó se derrumba bajo
las trompas de los sacerdotes”, empieza el alejandrino en la séptima Homilía sobre Josué; y comenta, más
adelante: “Tú tienes en ti Josué [= Jesús] como guía gracias a la fe. Si eres
sacerdote, constrúyete “trompas metálicas” (tubae
dúctiles); o mejor, ya que eres sacerdote - en efecto eres “estirpe real”,
y de ti es dicho que eres “sacerdocio santo” - constrúyete “trompas metálicas” desde
las Sagradas Escrituras, de aquí extrae (duc)
los verdaderos significados, de aquí tus discursos; justamente por ello, en
efecto, ellos se llaman tubae ductiles.
En ellas canta, es decir canta con salmos, himnos y cantos espirituales, canta
con los símbolos de los profetas, con los misterios de la ley, con la doctrina
de los apóstoles”.[72]
En la tercera Homilía sobre el Génesis, el “pueblo
electo que Dios ha adquirido” debe acoger en sus orejas la digna circuncisión
de la Palabra de Dios: “Ustedes, pueblo de Dios”, afirma Orígenes, “pueblo
elegido en posesión para narrar las virtudes del Señor”, acoge la digna
circuncisión del Verbo de Dios en vuestras orejas y sobre vuestros labios y en
el corazón y sobre el prepucio de vuestra carne, y en general en todos vuestros
miembros”.[73]
“Tú, pueblo de Dios”,
todavía Orígenes añade en otro contexto, “eres convocado a escuchar la Palabra
de Dios, y no como plebs, sino como rex. A ti en efecto es dicho: “Estirpe
real y sacerdote, pueblo que Dios ha elegido”.[74]
La acogida de las Escrituras
es decisiva para una plena participación a la “estirpe sacerdotal”.
Interpretando alegóricamente Ezequiel 17,
Orígenes ilustra a sus fieles dos posibilidades, entre ellas contrapuestas: la
alianza con Nabucodonosor – marcada por la maldición y el exilio -
característica de quien rechaza la Palabra; o bien la alianza con Dios, cuya credencial
distintiva es precisamente la acogida de las Escrituras. A esta alianza sigue
la bendición y la promesa: así “todos nosotros, que hemos acogido la Palabra de
Dios, somos regium semen”, Orígenes
declara en la duodécima Homilía sobre
Ezequiel. “En efecto somos llamados “estirpe electa y sacerdocio real, nación
santa, pueblo que Dios ha adquirido”.[75]
2.3. Sacerdocio de los fieles y “jerarquía de la
santidad”
Estas condiciones - de
íntegra conducta de vida, pero sobre todo de acogida y de estudio de la Palabra
- establecen una real “jerarquía de la santidad”[76] en el común
sacerdocio de los cristianos.
Por ejemplo, Orígenes
piensa claramente en una “jerarquía de méritos espirituales”, más que en una
“jerarquía visible”, cuando, concluyendo en la cuarta Homilía sobre los Números la explicación sobre el censo y los
oficios litúrgicos de los levitas (Números
4) afirma: “Puesto que es este el
modo con el cual Dios dispensa sus
misterios y regula el servicio de los objetos sagrados, debemos mostrarnos
tales, que seamos hechos dignos del rango sacerdotal […]. Nosotros somos en
efecto “nación santa, sacerdocio real, pueblo de adopción,” porque,
respondiendo con los méritos de nuestra vida a la gracia recibida, somos
considerados dignos del sagrado ministerio”.[77]
En la Homilía sucesiva, la quinta sobre los Números, aventurándose en una audaz
interpretación del texto (Números 4,7-9)
él lee de modo alegórico los varios elementos que constituyen la “Carpa del
Encuentro”.Se puede captar todavía alguna alusión a la “jerarquía de la
santidad” cuando el homilético afirma que “están en esta carpa”, es decir en la
Iglesia del Dios viviente”, personajes más elevados en mérito y superiores en
la gracia”. En todo caso, todos los fieles en su conjunto constituyen el “resto”,
es decir el pueblo de los santos que los ángeles llevan sobre sus manos para
que su pie no tropiece en la piedra, y puedan entrar en el lugar de la promesa.
A pesar de las severas precauciones levíticas, a cada uno de ellos es lícito
contemplar sin sacrilegio algunos aspectos del misterio de Dios, porque todos
juntos son llamados “estirpe y sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios
ha adquirido”.[78]
Siempre en las Homilías sobre los Números se lee la
célebre interpretación de Orígenes del pozo de Beer, “del cual el Señor dijo a
Moisés: “Reúne al pueblo, y yo le daré el agua”. Entonces Israel cantó este
canto: “¡brota oh pozo: cántenlo! Pozo que los príncipes han cavado, que los
reyes del pueblo han perforado con el cetro, con sus bastones” (Números 21,16-18). Orígenes ve en este
pozo al propio Jesucristo, la fuente de la Palabra, y en la referencia a los
príncipes y a los reyes del pueblo los distintos grados de profundidad en la
lectura y en la interpretación de las Escrituras. Si luego es necesario
distinguir entre príncipes y rey, Orígenes propone ver en los príncipes a los
profetas, en los reyes los apóstoles. “En cuanto al hecho que los apóstoles
puedan ser llamados rey”, explica el
alejandrino, “esto se puede fácilmente extraer de aquello que está dicho de todos
los creyentes: “Ustedes son estirpe real, sumo sacerdocio, nación santa”.[79]
Permanece confirmado en
todo caso que para Orígenes la jerarquía más verdadera es la que se basa en los
distintos niveles de acogida de las Escrituras, mientras que queda implícito -
al menos en la última Homilía citada
- que la referencia a la Palabra de Dios es indispensable para el ejercicio del
“real sacerdocio” común a todos los fieles.
2.4. La “jerarquía ministerial”
En sus homilías Orígenes
se refiere explícitamente a los obispos, a los presbíteros y a los diáconos. A
su parecer, tal “jerarquía visible” tiene que representar a los ojos de los
fieles la “jerarquía invisible” de la santidad. En otras palabras, en la
doctrina de Orígenes ordenación ministerial y santidad deben proceder de igual
paso.
“Los sacerdotes”, escribe
en la sexta Homilía sobre el Levítico,
“tienen que mirarse en los preceptos de la ley divina como en un espejo, y
extraer de éste examen el grado de su mérito: si se encuentran revestidos de
los indumentos pontificales […] si a ellos les resulta que están al nivel [de
su vocación] en la ciencia, en los actos, en la doctrina; entonces pueden creer
de haber conseguido no sólo el sumo sacerdocio de nombre, sino también por su
mérito efectivo. De otra manera se consideren como en un rango inferior, aunque
hayan recibido de nombre el primer rango”.[80]
Como se ve, una estima
muy alta por el sacerdocio ordenado hace a Orígenes muy exigente, casi radical,
con respecto a los sagrados ministros. Por ello pone en guardia a cualquiera
del precipitarse “a aquellas dignidades, que vienen de Dios, y a las
presidencias y a los ministerios de la Iglesia”.[81] Y en la segunda
Homilía sobre los Números pregunta
con dolor: “¿Tú crees que quienes tienen el título de sacerdote, que se glorían
de pertenecer al orden sacerdotal, caminan según su orden, y hacen todo lo que
conviene a su orden? Al mismo modo, ¿crees tú que los diáconos caminan según el
orden de su ministerio? ¿Y de dónde surge entonces que se siente con frecuencia
a la gente quejarse, y decir: “Mira a este obispo, a este cura, a este
diácono...?” ¿No se dice, quizás porque se ve al sacerdote o el ministro de
Dios faltar a los deberes de su orden?”.[82]
Así en sus homilías él
no titubea a reprochar abiertamente los defectos más llamativos de los
sacerdotes de su tiempo. Emerge para nosotros un eficaz retrato “en negativo”
sobre los peligros que hay que evitar en la formación de los presbíteros.
Un punto débil de los
sacerdotes es, según Orígenes, la sed de dinero y ganancias temporales; en fin
- nosotros diríamos - la tentación del aburguesamiento y del horizontalismo
exasperado. Él lamenta que los sacerdotes se dejen absorber por las
preocupaciones profanas, y no pidan otra cosa que transcurrir la vida presente
“pensando en los asuntos del mundo, en las ganancias temporales y en la buen
comida”.[83] Y añade, en
otro contexto: “Entre nosotros eclesiásticos se encontrará quien hace de todo
para satisfacer su estómago, para ser honrado y para recibir a su ventaja las
ofertas destinadas a la Iglesia. Aquí están aquellos que no hablan de otra cosa
que del estómago y que sacan de allí todas sus palabras....”[84]
Orígenes también
reprocha a los sacerdotes la arrogancia y la soberbia. “A veces”, observa en la
segunda Homilía sobre el libro de los
Jueces, “se encuentran entre nosotros - que estamos puestos como ejemplo de
humildad y situados alrededor del altar del Señor como espejo para quienes nos
miran - se encuentran algunos hombres de los cuales se exhala el vicio de la
arrogancia. Así un olor repugnante de orgullo se expande desde el altar del
Señor”.[85] Y continúa en
otro lugar: “¡Cuántos sacerdotes ordenados se han olvidado de la humildad!
¡Cómo si hubieran sido ordenados justamente para dejar de ser humildes! [...]
Te han establecido como jefe: no te exaltes, sino que seas entre los tuyos como
uno de ellos. Es necesario que tú seas humilde, es necesario que tú seas
humillado; es necesario huir de la soberbia, cumbre de todos los males”.[86]
Otros pecados de los
sacerdotes son, según Orígenes, el desprecio - o al menos una menor consideración
- de los humildes y de los pobres, y en las relaciones con los fieles una
especie de “alternancia” entre una excesiva severidad y una no menos excesiva
indulgencia.
3. Conclusiones provisorias
Si recogemos las
indicaciones que Orígenes proporciona sobre el sacerdocio común y sobre el
jerárquico, podemos extraer el siguiente itinerario de formación presbiteral.
La “credencial” para acceder a
este itinerario es el “candil encendido,” es decir la escucha de la Palabra.
Otra condición indispensable son los
costados “ceñidos con un cinturón” y los “indumentos sacerdotales” o sea una
vida íntegra y pura: al respecto, los ministros ordenados tendrán que evitar
sobre todo las tentaciones del aburguesamiento, de la soberbia, de la menor
consideración de los pobres, de la severidad excesiva y del laxismo. Aquello
que es solicitado a los sacerdotes es pues la radical obediencia al Señor y a
su Palabra, el desapego del espíritu del mundo, la plena fraternidad con el
pueblo. La cumbre del camino de perfección - es decir el punto de llegada del itinerario de formación sacerdotal, visto
que “jerarquía de la santidad” y “jerarquía ministerial” tienen que
identificarse - es para Orígenes el martirio.
En la novena Homilía sobre el Levítico - aludiendo al
“fuego para el holocausto”, es decir a la fe y a la ciencia de las Escrituras,
que nunca debe apagarse sobre el altar de quien ejerce el sacerdocio -[87] el Alejandrino
añade: “Pero cada uno de nosotros tiene en sí” no solamente el fuego; “también
tiene el holocausto, y de su holocausto enciende el altar, para que siempre
arda. Yo, si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo,
ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios; y si entregara mi cuerpo para que
arda, teniendo la caridad, y conseguiré
la gloria del martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios”.[88]
Son expresiones que
revelan toda la nostalgia de Orígenes por el bautismo de sangre. En la séptima Homilía sobre los Jueces - que remonta
quizás a los años de Felipe el Árabe (244-249) cuando parecía ya esfumada la
eventualidad de un testimonio cruento - él exclama: “Si Dios me permitiera ser
lavado en mi propia sangre, así de recibir el segundo bautismo habiendo
aceptado la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo [...] Pero son
dichosos quienes merecen estas cosas”.[89]
Concluyo con una
observación global sobre el itinerario de Orígenes de formación sacerdotal.
No se puede escapar de
la impresión que en este, como en otros ámbitos, la posición de Orígenes sea
muy exigente, o hasta radical.
En todo caso su
reflexión sobre el sacerdocio (como también la de otros maestros alejandrinos: se
vea al respeto Clemente Alejandrino),[90] incluso
relacionando firmemente la “jerarquía ministerial” con la “jerarquía de la
perfección”, no presenta nunca al sacerdote como una especie de ángel: lo pone
más bien en un camino muy concreto de ascesis cotidiana, en lucha con el pecado
y con el mal.
Sólo para dar un
ejemplo, la progresiva separación del mundo que tiene que caracterizar la
formación del sacerdote, no se traduce para nada en la búsqueda afanosa de un
lugar separado del mundo, porque, Orígenes escribe en la duodécima Homilía sobre el Levítico, “no es en un
lugar que es necesario buscar el santuario, sino en los actos y en la vida y en
las costumbres. Si ellos están según Dios, si se conforman a los mandamientos
de Dios, importa poco que tú estés en casa o “en la plaza”; que digo “¿en la plaza?”
Poco importa hasta que te encuentres en el teatro: si estás sirviendo al Verbo
de Dios tú estás en el santuario, no tengas ninguna duda”.[91]
En fin la tradición
alejandrina enriquece de concreto - por una vía quizás inesperada - la imagen
del pastor delineada por Ignacio de Antioquia y por Juan Crisóstomo.
CUARTO
CAPÍTULO
CUARTO CAPÍTULO
Perspectivas
de síntesis: la formación del presbítero en los primeros siglos de la Iglesia[92]
En los capítulos
anteriores - después de una amplia introducción metodológica y bibliográfica –
hemos examinado algunos textos relativos a la formación sacerdotal,
refiriéndonos a la “tradición antioqueña” (desde Ignacio a Juan Crisóstomo) y a
la “tradición alejandrina,” (sobre todo Orígenes).
En este capítulo
conclusivo quisiéramos reconducir en un cuadro histórico sistemático - desde
los orígenes al siglo V - las lecturas y las reflexiones hasta ahora
desarrolladas. Así las referencias al tema específico de la formación
sacerdotal en los Padres correrán de igual paso con el discurso histórico sobre
los orígenes y sobre el desarrollo de los ministerios jerárquicos en la
Iglesia.[93]
1. Antes del Concilio de Nicea (325)
Los testimonios
prenicenos sobre los ministerios ordenados corresponden a dos instancias
complementarias entre ellas: por una parte la fidelidad a los escritos
neotestamentarios y la continuidad con la experiencia de las primeras
comunidades cristianas;[94] por otra parte
la adaptación a las nuevas situaciones internas y externas de la Iglesia.
Como veremos, las dos
instancias convergen hacia Nicea en una jerarquización progresiva del
sacerdocio ministerial.
En el período más antiguo, que va desde
fines del siglo I a las últimas décadas del II, prevalece un fuerte sentido de
la unidad de la Iglesia y la común pertenencia de los cristianos a la “estirpe
electa”, al “sacerdocio real”, a la “nación santa”, “al pueblo que Dios ha
adquirido”. Por ello textos antiguos y venerables como la Didaké, la Carta a los
Corintios de Clemente Romano y las Cartas
de Ignacio elaboran las indicaciones neotestamentarias sobre los
ministerios ordenados sin preocuparse mucho de la distinción interna de los
roles, más bien de la nueva identidad común a todos los fieles.
En cambio en el período
sucesivo, es decir entre fines del siglo II y las últimas décadas del III, la
situación evoluciona. Cambia sobre todo el panorama político, por lo tanto en
la tolerancia que sigue a las primeras violentas persecuciones la Iglesia goza
de un período de relativa calma y tranquilidad, que le permite consolidar al
interno su estructura. En este cuadro histórico el “sacerdocio ordenado” se
hace cada vez más marcadamente “jerárquico”, y se define la distinción
sociológica entre clérigos y laicos.
Tal fenómeno encuentra una precisa verificación en la historia del término laikós y en una serie de testimonios -
expresadas sobre todo por Clemente Alejandrino, Orígenes y Cipriano - que
llegan a oponer las dos realidades del clero y del laicado, a veces también en
función peyorativo de la condición laical.[95] No por ello se
debilita en la Iglesia la conciencia que también los ministerios ordenados
provienen del laicado, y que el sacerdocio de los fieles permanece la común
característica distintiva del nuevo pueblo de Dios.
En el pasaje del primero al segundo período asume
una particular relevancia la edad de los emperadores Severos (193-235). El análisis
historiográfico permite afirmar que algunas características del llamado “cambio
constantiniano” fueron adelantadas - dentro de la medida que es difícil de
precisar – justamente por la tolerancia de la dinastía severiana. En tal
contexto histórico-institucional los obispos de Roma – particularmente Victor,
Cefirino y Calixto - advirtieron claramente la exigencia de consolidar la
organización de la comunidad. Su compromiso se ejercitó en un dúplice nivel. En
relación a la sociedad civil y a las instituciones políticas ellos favorecieron
un prudente diálogo misionero, extendido hasta las clases sociales más
influyentes del imperio; mientras dentro de la comunidad curaron una
organización más eficiente de las estructuras eclesiales, a partir justamente del
sacerdocio jerárquico y de la autoridad del obispo. Al respeto el control
documentario tiene que ser ejercido antes que nada sobre la Tradición Apostólica.
En general, es necesario
reconocer que en los Padres prenicenos se encuentran indicaciones apenas ocasionales
sobre el itinerario formativo del presbítero. Sólo hacia fines del siglo II
aparece la figura del “diácono” destinada a la formación de los clérigos: en
las primeras generaciones cristianas, en efecto, “los obispos, sucesores de los
apóstoles, continúan la formación de los candidatos al sacerdocio como hacían
los apóstoles [...] Formador de los clérigos es, por lo tanto, el obispo en el
rol de maestro, liturgo, pastor”.[96]
Pero volvamos a
considerar en detalle los tres momentos evocados: antes que nada el período más
antiguo, luego el siglo III, en fin la “bisagra” de pasaje constituido por la
edad severiana.
1.1. Los Padres de los siglos I y II
“Elijan obispos y
diáconos dignos del Señor, hombres dóciles, no apegados al dinero, sincero y con
experiencia. En efecto también ellos ejercen para ustedes el ministerio (leitourgia) de los profetas y de los
doctores. Por lo tanto no los miren con desprecio, porque ellos, junto a los
profetas y a los doctores, están entre ustedes hombres honrados”.[97]
Así la Didaké, sobre la huella del Nuevo
Testamento, menciona “obispos y
diáconos” elegidos por la comunidad. Ellos ejercen un ministerio parecido al de
los profetas y de los doctores, que a su vez
“enseñan para establecer la justicia y el conocimiento del Señor”.[98]
El contexto de la cita –
particularmente los capítulos 11-15 - es iluminador. Aquí está descripta la
unidad esencial de los cristianos que, de manera conforme a las “escenas” de
Lucas en los Hechos, viven el
mandamiento del amor fraterno a tal punto de poner “todo en común.” Cada uno se
siente “compañero” del vecino, al mismo nivel de paridad y de igualdad. Y sin
embargo no se trata de una comunidad amorfa e indistinta. Al contrario, ya
aparecen carismas y roles distintos. Se habla en efecto de la presencia de
profetas itinerantes, que gozaron en la comunidad de particular consideración y
honor, de doctores, y en fin de obispos y diáconos. Esta última referencia es
muy importante, porque testimonia la progresiva absorción de la jerarquía carismático-itinerante
(apóstoles-profetas-doctores) en aquella institucional de las iglesias locales individuales
(obispos – presbíteros – diáconos).[99]
Es interesante notar
como esta pluralidad de ministerios corresponda a una imagen de Iglesia saludablemente
“dispersa” en su misión en el mundo, mientras se demanda y espera el don de la
unidad: “Tal como este pan partido estaba esparcido por las montañas y al ser
juntado pasó a ser uno”, se recita en la oración eucarística de la Didaké, “así también que tu Iglesia
pueda ser juntada de todos los extremos de la tierra en tu reino”. Y poco más
adelante: “Recuerda, Señor, a tu Iglesia para librarla de todo mal y para
perfeccionarla en el amor; y recogerla
de los cuatro vientos en tu Reino que has preparado para ella; porque
tuyo es el poder y la gloria para siempre jamás”. [100]
Clemente, por su parte,
en la primera Carta encomienda a los
Corintios de “cumplir con orden todo lo que el Señor ha prescripto de hacer en
los tiempos ordenados. Él, en efecto, ha prescripto de hacer las ofertas y los
servicios litúrgicos (leitourgiai) no
al azar y sin orden, sino en tiempos y horas determinadas. Él mismo luego, en
su soberana voluntad, ha establecido donde y por quien quiere que sean
cumplidos, para que cada cosa hecha santamente y en su beneplácito, lograra ser
bien aceptada a su voluntad [...] Al sumo sacerdote en efecto han sido
otorgadas funciones litúrgicas a él propias, a los sacerdotes ha sido
predispuesto el justo lugar de ellos, a los levitas corresponden servicios propios.
El hombre laico está vinculado a los ordenamientos laicos”.[101]
De este modo,
refiriéndose a la liturgia del antiguo Israel, Clemente desvela su ideal de
Iglesia. Ya en los capítulos anteriores de la Carta él había mencionado otras dos analogías. La primera es
aquella del ejército, en la cual los soldados son sometidos, cada uno en el
propio orden, a sus comandantes. La segunda es aquella del cuerpo, donde todos
los miembros “con-spiran” en una única sumisión a la conservación del cuerpo
entero. Pero el perno sobre el cual giran las tres analogías – la del ejército,
del cuerpo y del antiguo Israel - es uno solo, precisamente aquella del orden
universal que preside al macro y al microcosmos. Su fuerza unificadora es “el
único Espíritu de gracia efuso sobre nosotros”, que exhala en los distintos miembros
del cuerpo de Cristo, en el cual todos, sin alguna separación, son miembros
unos de los otros”.[102] La Iglesia sin
embargo no es lugar de confusión y de anarquía, donde uno puede hacer lo que
quiere, porque cada uno ejerce en ella el propio ministerio en su orden, estando en el lugar asignado a él
según el carisma recibido.
Pero esta pluralidad de
ministerios - en Clemente como en la Didaké
- es ordenada a la misión común,
que se señala en la “gran oración” conclusiva: “Conozcan todas las gentes que
tú eres el único Dios, y que Jesucristo es tu Hijo y nosotros tu pueblo y
rebaño de tu pastoreo”.[103]
La maravillosa “con-spiración",
que habla Clemente, se vuelve “sinfonía de la unidad” en las Cartas de Ignacio: valen, a este
respeto, las reflexiones ya desarrolladas sobre el epistolario ignaciano.[104]
Lo que tienen en común los
documentos hasta ahora mencionados, y que alcanza el ápice en Ignacio, es -
como ya hemos tenido modo de notar - un tipo de dialéctica entre dos elementos
irrenunciables de la vida cristiana: por una parte la unidad fundamental que
une entre ellos a todos los fieles en Cristo, por otra la estructura jerárquica
de la Iglesia.
Pero en estos antiguos
textos no hay espacio para la oposición de los roles. Al contrario, la
experiencia fundamental de la comunión y de la reciprocidad del creyente funda
y sostiene la conciencia de la misión común. Justamente la certeza de
pertenecer a un solo cuerpo, totalmente proyectado en la misión, supera la
fuerza de identificación ejercida por cada uno de los ministerios desarrollados
en el ámbito del mismo cuerpo, que tiene Cristo como jefe.[105]
1.2. Los Padres del siglo III
La situación cambia en
el siglo III, cuando se empieza a hablar expresamente de los laicos como “categoría”
en el ámbito eclesial. Allí se distingue de los clérigos, incluso en la
conciencia que también estos últimos provienen del laicado. El término laico
puede connotarse negativamente, mientras en las comunidades se manifiesta todo
el peso jerárquico de los ministerios ordenados.
Por otra parte no se
puede afirmar tampoco que en el siglo III haya disminuido la conciencia del
sacerdocio común de los fieles como característica distintiva del nuevo pueblo
de Dios. Lo demuestran numerosos testimonios, también de autores generalmente citados
para demostrar la progresiva jerarquización de la Iglesia.
El mismo Clemente Alejandrino,
que alude a la “infidelidad laica”[106] en otro
contexto, no se cansa de repetir que el Logos es el pedagogo común de un único
“pueblo nuevo y joven”, el pueblo de la “nueva y joven alianza”.[107] Y Orígenes, relacionándose
a la rica exégesis subapostólica de 1 Pe 2,9 (“Ustedes, en cambio, son una raza
elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido”)[108] en la novena Homilía sobre el Levítico representa en
estos términos la identidad sacerdotal de cada creyente: “¿no sabes que también
a ti, es decir a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes, ha sido
otorgado el sacerdocio? Escucha como Pedro habla de los fieles: “Estirpe
electa”, dice, “real, sacerdotal, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”.
Pues tú tienes el sacerdocio porque eres “estirpe sacerdotal”.[109]
Que luego todos los
fieles, en la variedad de su específico ministerio, estén llamados a una común
misión de salvación, resulta por otro lado de un particular testimonio del Contra Celsum: los cristianos, sostiene
Orígenes, no realizan el servicio militar porque son sacerdotes, y participan
así en el rol que los paganos les reconocían a sus sacerdotes. “Los
cristianos”, continúan el alejandrino en el mismo contexto, “son mucho más
útiles a la patria de todos los otros hombres; ellos forman a sus
conciudadanos, enseñándoles la piedad hacia Dios guardián de la ciudad. Ellos
ayudan a subir hacia una polis divina
y celeste a quienes viven honestamente en sus pequeñas ciudades”.[110]
1.3. El pasaje del primero al segundo período
En definitiva - a pesar
de quien es propenso a ver en los testimonios patrísticos una sistemática
contraposición entre jerarquía y laicado,[111] y en último
análisis una delegación incondicional de la misión a los ministros ordenados -
parece que en edad prenicena nunca disminuyó una fecunda dialéctica entre la
fundamental unidad de la “estirpe electa” y la estructura jerárquica de la
Iglesia. Se tiene que hablar más bien de un equilibrio diferente entre las dos
instancias. Simplificando al máximo, podríamos decir que a la hegemonía de la
primera sigue el prevaler de la
segunda: en medio, “bisagra” de los dos períodos, está la época de los
emperadores Severos (193-235).
Formulada de este modo,
la simplificación aparece sin duda excesiva. Ella conserva sin embargo un valor
provocador, que invita enseguida al estudio del ambiente
histórico-institucional entre los siglos II y III. Se trata efectivamente de un
capítulo decisivo para quien entiende “escribir una historia de la misión
cristiana y de la conversión del mundo antiguo”.[112]
En su conjunto la
organización de la respublica en este
período denuncia las grietas de la próxima crisis, mientras que las
instituciones eclesiales van poco a poco afirmándose en un imperio oficialmente
perseguidor. Y mientras la crisis es retardada por la llegada de los Severos -
vistosamente ocupados en la consolidación y en la propaganda religiosa de la monarquía
- la adhesión ya evidente de los ambientes de corte y de las clarissimae familias senatoriales al
cristianismo prelude al definitivo acto de conquista del imperio por parte de
la Iglesia, quizás como nunca ocupada a extender el diálogo misionero hasta las
clases más influyentes de la sociedad.
Así, en el contexto
paradójico de la edad severiana - donde los cristianos eran perseguidos, sin
embargo admitidos a las intimidades de la familia imperial - la difusión
ampliada del cristianismo comportó en primer lugar un paralelo incremento
cuantitativo y cualitativo de los laico en la Iglesia. En segundo lugar los intercambios
más intensos entre cultura pagana y cultura cristiana expusieron la institución
eclesial a una serie de influjos heterogéneos, provenientes por un lado de la
sociedad romana y de su organización piramidal, por el otro de la tradición
platónica y de sus modelos de polis a
estructura degradante de la perfección del Uno a la imperfección del múltiple.
Es necesario luego añadir a estos influjos aquellos derivados de ciertas
representaciones vétero-testamentarias, que planteaban una neta separación
entre la casta sacerdotal y el pueblo.[113]
Coherentemente las dos
instancias complementarias e ineludibles de la vida eclesial – por una parte aquella
de respetar el sacerdocio común de los creyentes y la estructura carismática de
la Iglesia, por la otra aquella de valorizar el sacramento del orden y la
estructura jerárquica del pueblo de Dios - fueron solicitadas de modo inédito
por la nueva honda política y cultural.
En particular la
urgencia de estructuras organizativas más definidas y eficientes, empezando
justamente por la autoridad del obispo y la formación de los clérigos, debía reflejarse en una
marcada jerarquización de las comunidades.
La verificación
documental está proporcionada antes que nada por un famoso escrito
perteneciente al corpus hipolitiano:
la Tradición Apostólica, el más
antiguo ritual para las ordenaciones, que continúa a inspirar nuestras
liturgias. De hecho todavía hoy la Iglesia romana celebra la ordenación de los
obispos con el texto de la Traditio,
y percibe de ella la sustancia de la anáfora en la segunda Oración Eucarística.[114]
Los problemas de la
paternidad, de la datación y de la transmisión de este documento venerable -
que no nos ha llegado directamente, pero que ha sido identificado y
reconstruido en base a fuentes posteriores - cruzan la vexata quaestio hipolitiana.[115] En todo caso el
antiguo texto de la Traditio está
reconducido comúnmente al corazón del período severiano, alrededor del 215.
En la Tradición Apostólica los clérigos se presentan definitivamente
configurados en la tríada obispos-presbíteros-diáconos.
Sólo a ellos está
reservada la ordenación con la imposición de las manos.[116] A través del
rito es derramada la gracia, destinada de modo especial al ejercicio del
ministerio correspondiente. Otros ministerios son reconocidos e instituidos,
pero sin la ordenación y la impositio
manuum: en efecto no se trata de habilitar a alguien a un oficio litúrgico
de presidencia, sino sencillamente de reconocer un estado de hecho (confesores,
vírgenes, curanderos) de asignar un título (viudas) o de confiar una tarea
(lector, subdiácono).
El rol del obispo asume
el máximo relieve: es él que ordena, es él el jefe, es él el sucesor de los
apóstoles, es él que participa al Espíritu del sumo sacerdocio. Los presbíteros
son sus consejeros y ayudantes en el gobierno del pueblo como los sacerdotes
elegidos por Moisés. Luego los diáconos son ordenados no al sacerdocio, sino al
servicio del obispo, para que ejecuten sus órdenes.
“Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo”, recita la solemne oración de la consagración episcopal,
“derrame ahora la fuerza - que viene de ti - del Espíritu principal, que has
donado a tu querido Hijo Jesucristo y él a su vez a los santos apóstoles (...)
Concede oh Padre, conocedor de los corazones, a este tu siervo que has elegido
para el episcopado, de apacentar tu santo rebaño, y de ejercitar por ti la
primacía del sacerdocio de modo irreprensible, sirviendo de noche y de día, de
hacer incesantemente propicio tu rostro y de ofrecer los dones de tu santa
Iglesia, de tener la potestad - por el Espíritu del sumo sacerdocio - de
perdonar los pecados según tu mandato, de distribuir los encargos según tu mando,
de disolver cada vínculo según el poder que tú has otorgado a los apóstoles”.[117]
Ciertamente no puede
escaparnos la triple referencia a la primacía del sacerdocio episcopal. Por
nuestra parte creemos que esto debe ser considerado como la característica de aquel
“empuje jerarquizante” que atravesó los pontificados de Victor, de Cefirino y
de Calixto, y que condujo la comunidad cristiana de Roma entre finales del
siglo II y principio del siglo III “a organizarse en sentido fuertemente
unitario, potenciando la autoridad del obispo”.[118]
Por otro lado, como
hemos visto, la Tradición Apostólica también
presenta una fecunda pluralidad de ministerios no ordenados - los de los
confesores, de las viudas, de los lectores, de las vírgenes, de los subdiáconos
y de los curanderos, a los cuales deben ser añadidos los hostieros y de los
acólitos - que no resulta seguramente “aplastada”[119] por la
autoridad del obispo. En diálogo con los ministros y con todos los fieles, el
obispo concelebra, en la liturgia y
en la vida, la oración de la oferta sacrifical y el solemne doxología
conclusiva, que expresa la perenne misión del Hijo y del Espíritu a la Iglesia
y al mundo: “te rogamos de enviar tu Espíritu Santo sobre la oferta de la santa
Iglesia, de dar unidad a todos los que participan en ella, y de concederles ser
plenos del Espíritu Santo y
fortificados en la fe de la verdad, para que te alabemos y te glorifiquemos por
Jesucristo tu Hijo, por el cual tú, Padre e Hijo con el Espíritu Santo en la
santa Iglesia, tienes honor y gloria por los siglos de los siglos”.[120]
2. Después de Nicea, hacia Calcedonia (325-451)
2.1. El contexto histórico
La “tendencia histórica”
dominante en la Iglesia de los siglos IV-V es la de una progresiva afirmación
de la religión cristiana sobre el paganismo. En menos de ochenta años se pasa
de la persecución a la supremacía del cristianismo (edicto de Teodosio del
380).[121]
En este contexto la
llamada “Iglesia imperial”[122] es solicitada
cada vez más a organizar las propias estructuras internas, a partir naturalmente
de los varios grados jerárquicos y de la formación de los sagrados ministros.
2.2. Los órdenes o “grados” jerárquicos
Justamente durante el
siglo IV se afirma la subdivisión del clero en dos grupos, que al principio del
siglo sucesivo Inocencio I (401-417) indica como clerici superioris ordinis, (obispos-presbíteros-diáconos) y clerici inferioris ordinis
(subdiácono-acólito-exorcista- hostiario-lector).[123] Pero quedan los
grados inferiores subordinados a fuertes variaciones, ya sea en el número, en
la evaluación (¿pertenecían realmente al clero?), que en la definición de las
relativas tareas.[124]
2.3. Los tratados sobre el sacerdocio
Al mismo tiempo, entre
los siglos IV y V, se asiste a una verdadera proliferación de escritos sobre el
tema de la santidad sacerdotal. Es oportuno enumerarlos. En Oriente, además del
breve Sermón sobre el sacerdocio de
Efrem Siro (+ 373) tenemos la segunda Oración
de Gregorio de Nacianzo (+ 390) y el célebre Diálogo sobre el sacerdocio de Juan Crisóstomo (+ 407); para el
Occidente es necesario recordar al menos el De
officiis [ministrorum] de Ambrosio (+ 397) la carta de Jerónimo (+ 419 o
420) a Nepociano y varios discursos y cartas de san Agustín (+ 430).[125]
2.4.
“Formación clerical” y “formación
monástica”
La instancia formativa
también está bien presente en las experiencias monásticas de los siglos IV y V.[126] Se puede hablar
más bien de “una estrecha interacción” entre formación clerical y formación
monástica.[127] Al respeto hace
falta considerar sobre todo las Conlationes,
conversaciones comunitarias en forma de diálogo, dirigidas por un “anciano”:
así, precisamente en ámbito monástico-eremítico, nace la figura del “padre
espiritual”.
Antonio abad (+ 356) es el iniciador del
monaquismo en la forma eremítica. Y
justamente Antonio establece el padre espiritual como guía hacia la perfección:
“Ustedes como hijos”, les decía a sus monjes, “tráiganme, como a un padre, las
cosas que saben, y díganmelas. Por mi parte, siendo por mi edad más anciano de
ustedes, los haré partícipes de lo que sé y he experimentado”.[128]
Junto a Antonio es
necesario recordar Pacomio, que en el
323 funda la primera comunidad cenobítica
con sus estructuras características (monasterio, regla, abad) y Basilio (+ 379) para quien la vida
monástica es la perfecta realización de la vida cristiana.
Pero es sobre todo en
Occidente que se registra el encuentro entre formación clerical y formación
monástica. Eusebio, obispo de Vercelli desde el 345, fue primero que reunió al
propio clero en vita communis, volviéndose
por lo tanto el fundador del más antiguo monosterium
clericorum. La historia del encuentro entre institución monástica y
eclesiástica continúa con Hilario de Poitiers (+ 367) y con Martín de Tours (+
357) verdadero modelo de monje-obispo. Al “punto de llegada” encontramos a
Agustín. Después de la ordenación episcopal, escribe él mismo, “quise tener en
casa un monasterio de clérigos... Y saben todos”, hace notar a su gente, “que
nosotros vivimos aquí, en la casa llamada del obispo, para imitar en los límites
de lo posible aquellos santos, de los cuales habla el libro de los Hechos de los Apóstoles”: ninguno
consideraba como suyo aquellos que poseía, sino que tenían todo en común”.[129] “También a
Cartago Agustín instituye un monasterio con las mismas finalidades.
3. Conclusión
Como conclusión de esta
síntesis, con la intención de reconducir en su cuadro histórico los testimonios
patrísticos sobre la formación sacerdotal, es oportuno releer un pasaje
importante de la Exhortación apostólico Evangelii
Nuntiandi: “Una mirada sobre los orígenes de la Iglesia” escribió Pablo VI
en 1975, “es muy esclarecedora y aporta
el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto
más valiosa en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y
extenderse”.[130]
Tal es la perspectiva de
estas páginas, que han querido confrontar con la historia de los orígenes
cristiano una de las reflexiones iniciales de la PDV: «“Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde
él..... para que estuvieran con él.(…) Se puede afirmar que la Iglesia —aunque
con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia
esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los
candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos”»[131]
Por nuestra parte
quedamos convencidos que la referencia a la viva tradición de los Padres ayuda
“formadores” y “formandos” a confrontarse eficazmente, en cada momento de la
formación sacerdotal, con la “fisonomía esencial del sacerdote que no cambia”[132]: porque el
sacerdote de la “nueva evangelización” como el presbítero de los orígenes
cristianos, es llamado a ser siempre imagen
viva y transparente de Cristo buen Pastor.
Enrico
dal Covolo
[1] Bibliografía
de base, siguiendo el orden de los párrafos: 1) JUAN PABLO II, Pastores dabo
vobis, «Acta Apostolicae Sedis» 84 (1992), pp. 657-804 (de ahora en
adelante: PDV); E. DAL COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), Sacerdoti per la
nuova evangelizzazione. Studi sull'Esortazione apostolica «Pastores dabo vobis»
di Giovanni Paolo II (= Biblioteca di Scienze Religiose, 109), Roma 1994,
pp. 333-345; 2) S. FELICI (cur.), La formazione al sacerdozio ministeriale
nella catechesi e nella testimonianza di vita dei Padri (=Biblioteca di Scienze
Religiose, 98), Roma 1992; 3) CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Instructio
de Patrum Ecclesiae studio in Sacerdotali Institutione, «Acta Apostolicae
Sedis» 82 (1990), pp. 607-636 (de ahora en adelante: IPC); E. DAL COVOLO
- A.M. TRIACCA, Lo studio dei Padri della Chiesa oggi (=Biblioteca di Scienze
Religiose, 96), Roma 1991.
[2] Sobre el
«carácter normativo» es, por otro lado, un riesco de la «idealización» de la
Iglesia antigua, ver R. FARINA, La Chiesa antica modello di riforma,
«Salesianum» 38 (1976), pp. 593-612; L. PERRONE, La via dei Padri.
Indicazioni contemporanee per un «ressourcement» critico, en A. y G.
ALBERIGO (curr.), «Con tutte le tue forze». I nodi della fede cristiana
oggi. Omaggio a Giuseppe Dossetti, Génova 1993, pp. 81-122 (especialmente
94 ss.), y ahora E. DAL COVOLO, Raccogliere l'eredità dei Padri,
«Rivista del clero italiano» 77 (1996), pp. 57-63.
[3] Cf. PDV 54, pp. 753 s.
[4] Cf. E. DAL COVOLO, La formazione sacerdotale nei Padri della Chiesa. Il XIII Convegno di catechesi patristica, «Salesianum» 52 (1990), pp. 703-715. Sobre el argumento – después A. ORBE, Lo studio dei Padri della Chiesa nella formazione sacerdotale, en R. LATOURELLE (cur.), Vaticano II: bilancio e prospettive venticinque anni dopo (1962-1987), Asís 1987, pp. 1366-1380 - ver A.-G. HAMMAN, La formation du clergé latin dans les quatre premiers siècles, ahora en ID., Études patristiques. Méthodologie - Liturgie - Histoire - Théologie (= Théologie historique, 85), París 1991, pp. 279-290, y los amplios análisis bibliográficos de A. FAIVRE, Ordonner la fraternité. Pouvoir d'innover et retour à l'ordre dans l'Église ancienne (= Histoire), París 1992, pp. 455-511, y de S. LONGOSZ, De sacerdotio in antiquitate christiana bibliographia [en idioma polaco], «Vox Patrum» 13-15 (1993-1995), pp. 499-555 (Cf. ibidem, pp. 29-311, algunas contribuciones importantes sobre nuestro argumento).
[6] Cf. G.
COPPA, Istanze formative e pastorali del presbitero nella vita e nelle opere
di S. Ambrogio, en S. FELICI (cur.), La formazione al sacerdozio
ministeriale..., pp. 95-132.
[7] Ibidem, pp. 131 s.
[8] Cf. A.
PINCHERLE, Ambrogio ed Agostino, «Augustinianum» 14 (1974), pp. 385-407;
G. BIFFI, Conversione di Agostino e vita di una Chiesa, en A.
CAPRIOLI-L. VACCARO (curr.), Agostino e la conversione cristiana (=
Augustiniana. Testi e studi, 1), Palermo 1987, pp. 23-34.
[9] AGUSTÍN, Confesiones 6,4, ed. M. SKUTELLA - H. JUERGENS - W. SCHAUB, BT, Stuttgart 1981, p. 102. Ver también S. AGUSTÍN, Confesiones, 2 (libros IV-VI), ed. M. SIMONETTI et alii, Fondazione Lorenzo Valla 1993, pp. 94-99 (comentario, pp. 252-255).
[11] Sobre la cura de las vocaciones y sobre el ideal sacerdotal de Agustín, por muchos aspectos similares a aquella de Ambrosio, ver últimamente JUAN PABLO II, Lettera Apostolica «Augustinum Hipponensem», «Acta Apostolicae Sedis» 79 (1987), pp. 164-167; G. CERIOTTI, La pastorale delle vocazioni in S. Agostino (= Quaerere Deum, 9), Palermo 1991; A.-G. HAMMAN, Saint Augustin et la formation du clergé en Afrique chrétienne, ahora en ID.,
[12] Cf. J.
JANSSENS, La verecondia nel comportamento dei chierici secondo il "De
officiis ministrorum" di Sant'Ambrogio, en S. FELICI (cur.), La
formazione al sacerdozio ministeriale..., pp. 133-143.
[13] Ibidem, pp. 142 s.
[14] Cf. «L'Osservatore Romano» 10.1.1990, pp. 1.5.
[16] «L'Osservatore...»,
p. 5.
[17] Cf. E. DAL
COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), Lo studio dei Padri della Chiesa.... Por su
parte El Instituto Patrístico Augustininum publicó Lo studio dei
Padri della Chiesa nella ricerca attuale, Roma 1991 (extraído de
«Seminarium» n.s. 30 [1990], pp. 327-578): para nuestra investigación es útil
especialmente C. CORSATO, L'insegnamento dei Padri della Chiesa nell'ambito
delle discipline teologiche: una memoria feconda di futuro, ibidem,
pp. 460-485.
[18] Cf. E. DAL COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), Lo studio dei Padri della Chiesa..., pp. 7-17
[19] Ibidem, pp. 19-43
[21] Ibidem, pp. 89-100.
[22] Ibidem, pp. 101-131.
[23] Ibidem, pp. 133-148.
[24] Ibidem, pp. 149-183.
[26] Cf. E. DAL
COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), Lo studio dei Padri della Chiesa..., pp.
3-6. Ver también la amplia recensión de G. CREMASCOLI en «La Civiltà Cattolica»
143 (1992) III, pp. 448 s.
[27] Cf. E. DAL
COVOLO, Corona Patrum: recenti e prossime pubblicazioni nel progresso delle
ricerche patristiche italiane, «Ricerche Teologiche» 1 (1990), pp. 207-219;
ID., La «Corona Patrum»: un contributo al progresso degli studi patristici
in Italia, «Filosofia e Teologia» 6 (1992), pp. 321-330; ID., I Padri
della Chiesa e la cultura odierna. In margine a due convegni sugli studi
patristici, «La rivista del clero italiano» 73 (1992), pp. 221-231.
[28] Cf. P.
LAGHI, Riflessioni sulla formazione culturale del sacerdote in margine
all'istruzione sullo studio dei Padri della Chiesa, en E. DAL COVOLO
(cur.), Per una cultura dell'Europa unita. Lo studio dei Padri della Chiesa
oggi, Turín 1992, pp. 77-86.
[29] Ibidem, pp. 83 s
[31] PABLO VI, Carta a Su Eminencia el Cardenal Michele Pellegrino por el centenario de la muerte de J.P. Migne, «Acta Apostolicae Sedis» 67 (1975), p. 471.
[32] Cf. P.
LAGHI, Riflessioni sulla formazione culturale del sacerdote..., p. 86.
[33] Cf. M.
PELLEGRINO, Un cinquantennio di studi patristici in Italia, «La scuola
cattolica» 80 (1952), pp. 424-452 (reeditado en ID., Ricerche patristiche,
2, Turín 1982, pp. 45-73). Ver también ID., Il posto dei Padri
nell'insegnamento teologico, «Seminarium» 18 (1966), p. 894; E. DAL COVOLO,
I Padri della Chiesa negli scritti del salesiano don Giuseppe Quadrio,
«Ricerche storiche salesiane» 9 (1990), p. 443; ID., Fra letteratura
cristiana antica e teologia: lo studio dei Padri, «Ricerche Teologiche» 2
(1991), pp. 45-56; ID., Un'intervista al prof. Manlio Simonetti, ibidem,
pp. 139-144.
[34] Cf. ID., I
Padri della Chiesa..., p. 443. También M. PELLEGRINO, Un
cinquantennio..., señalaba entre los síntomas de una renovación ahora
actual el hecho que ya alrededor de los años Cincuenta la enseñanza de la
patrología era introducida como disciplina autónoma en varios Seminarios. Según
A. MARRANZINI, La teologia italiana dal Vaticano I al Vaticano II, en Bilancio
della teologia del XX secolo, 2. La teologia del XX secolo, Roma
1972, p. 104, «los progresos de los estudios bíblicos y patrísticos después de
la segunda guerra mundial se resienten en los tratados dogmáticos, escritos la
mayor parte en latín pero que difieren bastante de los anteriores a la guerra”.
Marranzini identifica las características
de la renovación en la “mejor conciencia de la exégesis, de la
patrística y del método histórico” y “en la mayor preocupación de hacer
resaltar el valor vital de los dogmas y de indicar la relación entre la perenne
verdad cristiana y las actitudes espirituales de los hombres” (ibidem).
[35] Cf. arriba,
nota 16 y contexto.
[36] «Los Padres
pueden, por la riqueza de su pensamiento teológico, por su profunda
espiritualidad y por su sensibilidad pastoral, contribuir en modo eficaz,
también en nuestro tempo, a una sólida formación de los futuros presbíteros»:
J. SARAIVA MARTINS, Lo studio dei Padri della Chiesa nella formazione
sacerdotale, «L'Osservatore Romano» 13.6.1992, p. 5 (reeditado en Vi
darò pastori secondo il mio cuore... Testo e commenti [= Cuadernos de
«L'Osservatore Romano», 20], Ciudad del Vaticano 1992, p. 302); Cf. ID., Gli
studi teologici secondo gli orientamenti del Magistero. Loro funzione nella
preparazione al presbiterato, «Seminarium» n.s. 32 (1992), pp. 330-345,
allí donde se indican «las razones que nos inducen a estudiar y a enseñar las
obras de los Padres» en la formación sacerdotal (ibidem, p. 333); ID., I
Padri della Chiesa nella ricerca teologica attuale, «Seminarium» n.s. 33
(1993), pp. 272-285. Ver además P. MELONI, Lo studio dei Padri della Chiesa
nella formazione sacerdotale, en Theologica. Annali della Pontificia
Facoltà Teologica della Sardegna, 2, Cagliari 1993, pp. 85-94; C. DAGENS, Une
certaine manière de faire de la théologie. De l'interêt des Pères de l'Église à
l'aube du IIIe millénaire, «Nouvelle Revue Théologique» 117 (1995), pp.
65-83.
[37] BENEDETTO, Regula 73,2, ed. A. DE VOGÜÉ-J. NEUFVILLE, SC 182, Paris 1972, p. 672
[38] Bibliografía
de base: L. PADOVESE, I sacerdoti dei primi secoli. Testimonianze dei Padri
sui ministeri ordinati, Casale Monferrato 1992; F. RODERO, El sacerdocio
en los Padres de la Iglesia. Grandeza, Pequeñez y Ascesis. Antología de Textos,
Madrid 1993; G. HAMMANN, L'amour retrouvé. La diaconie chrétienne et le
ministère de diacre du christianisme primitif aux réformateurs protestants du
XVIe siècle (= Histoire), París 1994.
[39] Una lista
de los más importantes textos patrísticos relativos a la santidad, a la cual el
presbítero está llamado, se encuentra por ejemplo en A. TRAPÉ, Il sacerdote
uomo di Dio al servizio della Chiesa. Considerazioni patristiche (= Collana
Studi Agostiniani, 1), Roma 19852, pp. 41-42.
[40] Para una
profundización de las cuestiones Cf. E. DAL COVOLO (cur.), Storia della
teologia, 1. Dalle origini a Bernardo di Chiaravalle, Boloña-Roma
1995, pp. 181-203 («Esegesi biblica e teologia tra Alessandria e Antiochia») y
p. 520, nota 11. En particular sobre «teología antioqueña» Cf. D.S.
WALLACE-HADRILL, Christian Antioch. A study of Early Christian Thought in
the East, Cambridge 1982; S. ZINCONE, Studi sulla visione dell'uomo in
ambito antiocheno (Diodoro, Crisostomo, Teodoro, Teodoreto) (= Quaderni di
studi e materiali di storia delle religioni, 1), L'Aquila-Roma 1988.
[41] Una buena
introducción a Ignacio es la de F. BERGAMELLI en G. BOSIO - E. DAL COVOLO - M.
MARITANO, Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli I e II (=
Strumenti della Corona Patrum, 1), Turín 19953, pp. 88-106 (con
bibliografía). Para el argumento que nos interesa ver además C. RIGGI, Il
sacerdozio ministeriale nel pensiero di Ignazio di Antiochia, en S. FELICI
(cur.), La formazione al sacerdozio ministeriale..., pp. 39-57; M.
SIMONETTI, Presbiteri e vescovi nella chiesa del I e II secolo, «Vetera
Christianorum» 33 (1996), pp. 115-132.
[42] IGNAZIO, Smirnesi
1,1, ed. P.T. CAMELOT, SC 10, París 19694, p. 132.
[43] También J.
COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l'Évangile. Étude sur la
condition sacerdotale des ministres chrétiens dans l'Église primitive (=
Théologie historique, 4), París 1966 – que también ve «dans le Corpus
ignacien la tendance à "spiritualiser" les valeurs cultuelles et
sacerdotales» (ibidem, p. 332) -, debe reconocer que el culto cristiano se
encarna con hechos «dans une société, dirigée par une hiérarchie fortement
constituée, qui en est l'organisme visible» (ibidem, p. 334).
[44] ID., Efesios
4,1-2, p. 60.
[45] ID., Smirnesi
8,1, p. 138.
[46] ID., Policarpo
6,1-2, pp. 150-152.
[47] Cf. E. DAL
COVOLO, Sacerdozio ministeriale e sacerdozio comune. La rilettura patristica
di 1 Petri 2,9 nell'attuale dibattito sulle origini della distinzione
gerarchica, en S. FELICI (cur.), La formazione al sacerdozio
ministeriale..., pp. 255-266.
[48] Cf. E. DAL
COVOLO, Ministeri e missione alle origini della Chiesa, en E. DAL
COVOLO-A.M. TRIACCA (curr.), La missione del Redentore. Studi
sull'Enciclica missionaria di Giovanni Paolo II, Leumann (Turín) 1992, pp.
123-136.
[49] IGNAZIO, Magnesi
7,1-2, pp. 84-86.
[50] ID., Tralliani
2,3, p. 96.
[51] Para una
buena introducción a Crisóstomo, Cf. O. PASQUATO en G. BOSIO - E. DAL COVOLO -
M. MARITANO, Introduzione ai Padri della Chiesa. Secoli III e IV (=
Strumenti della Corona Patrum, 3), Turín 19952, pp. 390-435 (con
bibliografía).
[52] Cf. O.
PASQUATO, Ideale sacerdotale e formazione al sacerdozio del giovane
Crisostomo: evoluzione o continuità?, en S. FELICI (cur.), La formazione
al sacerdozio ministeriale..., pp. 59-93.
[53] Cf. S.
ZINCONE, Ricchezza e povertà nelle omelie di Giovanni Crisostomo,
L'Aquila 1973, y ahora A. OLIVAR, I poveri
alle porte delle chiese nella predicazione del IV secolo, en E. MANICARDI -
F. RUGGIERO (curr.), Liturgia ed evangelizzazione nell'epoca dei Padri e
nella Chiesa del Vaticano II. Studi in onore di Enzo Lodi, Boloña 1996, pp.
219-235.
[54] Cf. E. DAL
COVOLO, I Padri della Chiesa e la Sollicitudo Rei Socialis, in M. TOSO
(cur.), Solidarietà. Nuovo nome della pace. Studi sull'Enciclica Sollicitudo
Rei Socialis di Giovanni Paolo II, Leumann (Turín) 1988, pp. 15-27.
[55] JUAN CRISÓSTOMO,
Sul vangelo di Matteo 50,2-3, PG 58, c. 507.
[56] Ibidem 50,3-4, PG 58, cc. 508-509.
[57] Se vea por
ejemplo la cuadragésima homilía Sobre el evangelio de Juan: «Para ser un
solo cuerpo no sólo por la caridad, sino también en realidad, es necesario que
nos unamos a su carne; que se realiza a través de la comida, que él nos dio
como signo del gran amor que tiene por nosotros. Se compenetró en nosotros, al
punto de construir un único cuerpo justamente por esta razón; para que fuéramos
una sola cosa con él, como una sola cosa es el cuerpo unido a la cabeza. Este
es el signo del más grande amor » (ID., Sul vangelo di Giovanni 46,3, PG
59, c. 260).
[58] Ver por
ejemplo JUAN CRISÓSTOMO, Dialogo sul sacerdozio a cargo de G. Falbo (= Già e non ancora pocket, 33), Milán
1978; F. MARINELLI, La carta del prete. Guida alla lettura del «Dialogo sul
sacerdozio» de San Juan Crisóstomo, Roma 1986; y sobre todo M. LOCHBRUNNER,
Über das Priestertum. Historische und systematische Untersuchung zum
Priesterbild des Johannes Chrysostomus (= Hereditas. Studien zur Alten
Kirchengeschichte, 5), Bonn1993.
[59] JUAN CRISÓSTOMO,
Dialogo sul sacerdozio 4,3,5-13, y. A.M. MALINGREY, SC 272, París 1980,
pp. 248-250.
[60] Ibidem 2,4,51-64, pp. 116-118: la
referencia es sobre todo a la locución ghennáia psyché, en la riqueza
semántica que el adjetivo asume en el vocabulario cristiano y en el de
Crisóstomo en particular (Cf.. ibidem, p. 117, nota 3).
[62] Bibliografía de base: ver arriba, nota 39.
[63] Naturalmente
se trata de acentuaciones, no de enseñanzas unilaterales y exclusivas, como
demuestra por ejemplo el hecho que Orígenes, maestro de la alegoría y de la interpretación espiritual de la
Biblia, es estudioso como los demás pero atento a la letra del texto
sagrado. Para una profundización de las cuestiones envío nuevamente a E. DAL
COVOLO (cur.), Storia della teologia..., pp. 181-203 («Esegesi biblica e
teologia tra Alessandria e Antiochia») y p. 520, nota 11. Se vea además H.
CROUZEL, La Scuola di Alessandria e le sue vicissitudini, en ISTITUTO
PATRISTICO AUGUSTINIANUM (cur.), Storia della teologia, 1. Età patristica,
Casale Monferrato 1993, pp. 179-223; J.J. FERNáNDEZ SANGRADOR, Los orígenes
de la comunidad cristiana de Alejandría (= Plenitudo Temporis, 1),
Salamanca 1994.
[64] Cf. M.
SIMONETTI, Lettera e/o allegoria. Un contributo alla storia dell'esegesi
patristica (= Studia Ephemeridis «Augustinianum», 23), Roma 1985, pp.
271-280.
[66] Para una
introducción a Orígenes, luego el volumen de H. CROUZEL, Origene (=
Cultura cristiana antica) (ed. francés, París 1985), Roma 1986, ver M.
MARITANO, en G. BOSIO - E. DAL COVOLO - M. MARITANO, Introduzione ai Padri
della Chiesa. Secoli II e III (= Strumenti della Corona Patrum, 2), Turín
19953, pp. 290-395 (con bibliografía). Sobre la ordenación
sacerdotal de Orígenes ver últimamente M. SZRAM, Il problema
dell'ordinazione sacerdotale di Origene [en idioma polaco], «Vox Patrum» 10
(1990), pp. 659-670.
[67] Además de los trabajos
de J. Lécuyer y de A. Vilela (citados más adelante, nota 76), sobre el
sacerdocio en Orígenes Cf. sobre todo – después H.U. von BALTHASAR, Parole
et mystère chez Origène, París 1957, pp. 86-94 (ver la trad. ital. en ID., Origene:
il mondo, Cristo e la Chiesa [= Teologia. Fonti, 2], Milano 1972, pp.
60-65), a la cual Vilela frecuentemente se refiere - Th. SCHÄFER, Das
Priester-Bild im Leben und Werk des Origenes, Frankfurt 1977 y las síntesis
de H. CROUZEL, Origene, pp. 299-301, y de L. PADOVESE, I sacerdoti
dei primi secoli..., pp. 52-66. Ver en fin A. QUACQUARELLI, I fondamenti
della teologia comunitaria in Origene: il sacerdozio dei fedeli, en S.
FELICI (cur.), Sacerdozio battesimale e formazione teologica nella catechesi
e nella testimonianza di vita dei Padri (= Biblioteca di Scienze Religiose,
99), Roma 1992, pp. 51-59; Th. HERMANS, Origène. Théologie sacrificielle du
sacerdoce des chrétiens (= Théologie historique, 102), París 1996.
[69] Ibidem 4,6, ed. M. BORRET, SC 286, París 1981, p. 180.
[70] Ibidem.
[71] Para
comprender la interpretación origeniana de los «costados ceñidos con un
cinturón» es útil citar un pasaje del primer tratado Sobre la Pascua descubierto
en Tura en el 1941, allí donde el
Alejandrino explica el significado de los «costados ceñidos con un cinturón»
para la cena pascual (Éxodo 12,11). «Nos es ordenado», comenta Orígenes,
«ser puros de encuentros corpóreos, esto significando el cíngulo del costado. [La Biblia] nos enseña a poner
una atadura alrededor del lugar seminal, y nos ordena frenar los impulsos
sexuales cuando formamos parte de las carnes de Cristo» (Cf. O. GUÉRAUD-P.
NAUTIN, Origène. Sur la Pâque. Traité inédit publié d'après un papyrus de
Toura [= Christianisme antique, 2], París 1979, p. 74. La traducción es de
G. SGHERRI, Origene. Sulla Pasqua. Il papiro di Tura [= Letture
cristiane del primo millennio, 6], Milán 1989, p. 107, también una mención para
el comentario. Cf. por último E. DAL COVOLO, Origene: sulla Pasqua,
«Ricerche Teologiche» 2 (1991), pp. 207-221).
[72] ORIGENE, Omelia su Giosuè 7,2, ed. A. JAUBERT, SC 71, París 1960, p. 200.
[73] ID., Omelia
sulla Genesi 3,5, ed. L. DOUTRELEAU, SC 7 bis, París 1976, p. 130. El
pasaje evoca por algunos aspectos la doctrina de Orígenes de los sentidos
espirituales, sobre los cuales ver K. RAHNER, I «sensi spirituali» secondo
Origene, en ID., Teologia dell'esperienza dello Spirito (= Nuovi
Saggi, 6), Roma 1978, pp. 133-163. Más en general sobre la exégesis de Orígenes
ver últimamente T. HEITHER, Origenes als Exeget. Ein Forschungsüberblick,
en G. SCHÖLLGEN - C. SCHOLTEN (curr.),Stimuli. Esegese und ihre Hermeneutik
in Antike und Christentum. Festschrift für Ernst Dassmann, Münster
Westfalen 1996, pp. 141-153.
[74] ORIGENE, Omelia sui Giudici 6,3, ed. P.
MESSIÉ-L. NEYRAND-M. BORRET, SC 389, París 1993, p. 158. Por otra parte, según
Orígenes es sacerdote cualquiera que posee la ciencia de la ley divina, «et, ut
breviter explicem, qui legem et secundum spiritum et secundum litteram novit»:
ID., Omelia sul Levitico 6,3, ed. M. BORRET, SC 286, p. 280.
[75] ID., Omelia su Ezechiele 12,3, ed. M. BORRET, SC 352, París 1989, p. 386.
[76] J. LÉCUYER,
Sacerdoce des fidèles et sacerdoce ministériel chez Origène, «Vetera
Christianorum» 7 (1970), p. 259; A. VILELA, La condition collégiale des
prêtres au III siècle (= Théologie historique, 14), París 1971, pp. 79-83.
[77] ORIGENE, Omelia
sui Numeri 4,3, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 30, Leipzig 1921, p. 24; Cf. A.
MÉHAT, SC 29, París 1951, p. 108: «Origène songe plus à la hiérarchie des
mérites qu'à la hiérarchie visible».
[78] ORIGENE, Omelia sui Numeri 5,3, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 30, pp. 28s
[79] Ibidem 12,2, p. 99.
[80] ID., Omelia sul Levitico 6,6, ed. M. BORRET, SC 286, pp. 290-292.
[81] ID., Omelia su Isaia 6,1, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 33, Leipzig 1925, p. 269
[82] ID., Omelia sui Numeri 2,1, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 30, p. 10.
[83] ID., Omelia su Ezechiele 3,7, ed. M. BORRET, SC 352, Paris 1989, p. 140.
[84] ID., Omelia su Isaia 7,3, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 33, p. 283.
[85] ID., Omelia sul libro dei Giudici 2,2, ed. W.A. BAEHRENS, GCS 30, p. 481.
[87] Ver arriba,
nota 68 y contexto.
[88] ID., Omelia sul Levitico 9,9, ed. M. BORRET, SC 287, p. 116.
[89] ID., Omelia
sui Giudici 7,2, ed. P. MESSIÉ-L. NEYRAND-M. BORRET, SC 389, pp. 180-182.
Sobre la martirología de Orígenes ver E. DAL COVOLO, Appunti di escatologia
origeniana con particolare riferimento alla morte e al martirio, «Salesianum»
51 (1989), pp. 769-784; ID., Morte e martirio in Origene, «Filosofia e
Teologia» 4 (1990), pp. 287-294; ID., Note sulla dottrina origeniana della
morte, en R.J. DALY (cur.), Origeniana Quinta (= Bibliotheca
Ephemeridum Theologicarum Lovaniensium, 105), Leuven 1992, pp. 430-437; T.
BAUMEISTER, La teologia del martirio nella Chiesa antica (= Traditio
Christiana, 7), Turín 1995, pp. 138-151 (ver también la bibliografía, pp.
XXIX-XXXIX). Ver en fin la nota 2, pp.
180-181, de la citada edición de P. MESSIÉ-L. NEYRAND-M. BORRET, SC 389.
[90] «Los grados
de la Iglesia de aquí abajo, obispos, presbíteros, diáconos, creo, son un
reflejo de la jerarquía angélica y de aquella economía que, como dicen las Escrituras,
espera a aquellos que siguen las huellas de los apóstoles han vivido en perfecta
justicia según el evangelio»: CLEMENTE AL., Stromati 6,13,107,2, ed. O.
STÄHLIN-L. FRÜCHTEL-U. TREU, GCS 524, Berlín 1985, p. 485.
[91] ORIGENE, Omelia sul Levitico 12,4, ed. M. BORRET, SC 287, p. 182.
[92] Bibliografía
de base: O. PASQUATO, L'istituzione
formativa del presbitero nel suo sviluppo storico (sec. I-XVI), «Salesianum»
58 (1996), pp. 269-299 (amplia bibliografía diseminada).
[93] Cf. A.
FAIVRE, Naissance d'une hiérarchie. Les premières étapes du cursus clérical
(= Théologie historique, 40), Paris 1977; ID., Ordonner la fraternité...,
pp. 55-109 (con amplia referencia bibliográfica: Cf. Sobre todo pp. 459-472, al
cual agrego J. YSEBAERT, Die Amtsterminologie im Neuen Testament und in der
Alten Kirche. Eine lexikographische Untersuchung, Breda 1994. Sin embargo
las tesis de Faivre van sometidas al cuidadoso filtro crítico: Cf. E. DAL
COVOLO, Chiesa Società Politica. Aree di «laicità» nel cristianesimo delle
origini [= Ieri Oggi Domani, 14], Roma 1994, pp. 160-162). Sobre origen del
sacerdocio jerárquico ver también R.M. HÜBNER, Die Anfänge von Diakonat,
Presbyterat und Episkopat in der frühen Kirche, en A. RAUCH-P. IMHOF SJ
(curr.), Das Priestertum in der Einen Kirche. Diakonat, Presbyterat und
Episkopat. Regensburger Ökumenisches Symposion 1985 (= Koinonia, 4),
Aschaffenburg 1987, pp. 45-89; A. HOUSSIAU, Le sacerdoce ministériel dans
l'Église ancienne, en A. HOUSSIAU-J.-P. MONDET (curr.), Le sacerdoce du
Christ et de ses serviteurs selon les Pères de l'Église (= Collection
Cerfaux-Lefort, 8), Louvain-La-Neuve 1990, pp. 1-47; P. CHAUVET, Sacerdoce
des baptisés, sacerdoce des prêtres (= Pères dans la foi, 46), París 1991;
J. SARAIVA MARTINS, Il sacerdozio ministeriale. Storia e teologia (=
Subsidia Urbaniana, 48), Roma 1991; E. FERGUSON (cur.), Church, Ministry,
and Organization in the Early Church Era (= Studies in Early Christianity,
13), Nueva York-Londres 1993; ver en
fin M. SIMONETTI, Presbiteri e vescovi nella chiesa del I e II secolo,
«Vetera Christianorum» 33 (1996), pp. 115-132, y sobre todo E. CATTANEO, I
ministeri nella Chiesa antica. Testi patristici dei primi tre secoli (=
Letture cristiane del primo millennio, 25), Milán 1997.
[94] Sobre la ordenación eclesiástica
neotestamentaria - vista como un sistema todavía en fase de desarrollo – ver G.
GHIBERTI, Sacerdozio ministeriale e laicità. Il progetto neotestamentario,
en DIPARTIMENTO DI SCIENZE RELIGIOSE DELL'UNIVERSITA' CATTOLICA (cur.), Laicità
nella Chiesa (= Fede e mondo moderno, 3), Milán 1977, pp. 160-180.
[95] Cf. E. DAL
COVOLO (et alii), Laici e laicità nei primi secoli della Chiesa (=
Letture cristiane del primo millennio, 21), Milán 1995.
[96] O. PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero...
[97] Didaché 15,1-2, ed. W. RORDORF-A. TUILIER, SC 248, París 1978, pp. 192-194.
[98] Ibidem 11,2, pp. 182-188.
[99] Cf. Didaché. Dottrina dei Dodici Apostoli. Introducción, traducción y notas de U. MATTIOLI (= Letture cristiane delle origini, 5/Testi), Roma 19803, pp. 63-69, y globalmente K. NIEDERWIMMER, Die Didaché (= Kommentar zu den Apostolischen Vätern, 1), Göttingen 1989. Ver también F.E. VOKES, Life and Order in Early Church: the Didache, en W. HAASE (cur.), Aufstieg und Niedergang der Römischen Welt, 2,27,1, Berlín-NuevaYork 1993, pp. 209-233; C.N. JEFFORD (cur.) The Didache in Context. Essays on Its Text, History and Transmission (= Supplements to Novum Testamentum, 77), Leiden - NuevaYork – Colonia 1995 (A Bibliography of Literature on the Didake, pp. 368-382). Sobre la relación entre «carisma» e «institución» en los primeros siglos, ver E. CATTANEO, Carisma e istituzione nella Chiesa antica 37 (1996), pp. 201-216.
[100] Didaché 9,4. 10,5, p. 176.
[101] CLEMENTE ROMANO, Lettera ai Corinzi 40,1-5, ed. A. JAUBERT, SC 167, París 1971, p. 166.
[102] Ibidem 46,6-7, p. 176.
[103] Ibidem 59,4, p. 196.
[104] Ver arriba, notas 42-51 y contexto.
[105] Cf. E. DAL
COVOLO, I laici nella chiesa delle origini, en M. TOSO (cur.), Laici
per una nuova evangelizzazione. Studi sull'esortazione apostolica
«Christifideles Laici», Leumann (Turín) 1990, pp. 41-54; E. DAL COVOLO, Ministeri
e missione..., pp. 123-136; ID., Laici e laicità nei primi secoli della
Chiesa, «Rassegna di Teologia» 37 (1996), pp. 359-375.
[106] CLEMENTE AL., Stromati 5,6,33,3, ed. O. STÄHLIN - L. FRÜCHTEL - U. TREU, GCS 524, pp. 347-348.
[107] ID., Pedagogo 1,7,58,1. 59,1, ed. H.I. MARROU - M. HARL, SC 70, París 1960, p. 214.
[108] Ver
especialemente G. OTRANTO, Il sacerdozio comune dei fedeli nei riflessi
della 1 Petr. 2,9 (I e II secolo), «Vetera Christianorum» 7 (1970), pp.
225-246.
[109] ORIGENE, Omelia
sul Levitico 9,1, ed. M. BORRET, SC 287, p. 72. Cf. E. DAL COVOLO, «Voi
siete stirpe eletta, sacerdozio regale, popolo santo...». Esegesi e catechesi
nell'interpretazione origeniana di 1 Petri 2,9, en S. FELICI (cur.), Esegesi
e catechesi nei Padri della Chiesa (secc. II-IV) (= Biblioteca di Scienze
Religiose, 106), Roma 1993, pp. 85-95.
[110] ORIGENE, Contra Celsum 8,74, ed. M. BORRET, SC 150, París 1969, pp. 348-350.
[111] Ver en
particular A. FAIVRE, I laici alle origini della chiesa (ed. francés,
París 1984), Cinisello Balsamo 1986. Pero Cf. las «prospettive di sintesi» de
P. Siniscalco y las mías en E. DAL COVOLO, Chiesa Società Politica...,
pp. 159-173.
[112] C. PIETRI, Prefazione,
en E. DAL COVOLO, I Severi e il cristianesimo. Ricerche sull'ambiente storico-istituzionale
delle origini cristiane tra il secondo e il terzo secolo (= Biblioteca di
Scienze Religiose, 87), Roma 1989, p. 6.
[113] Para la
relativa documentación envío nuevamente a E. DAL COVOLO, I Severi e il
cristianesimo...; P. SINISCALCO, I laici nei primi secoli del
cristianesimo, en P.S. VANZAN (cur.), Il laicato nella Bibbia e nella
storia (= Nuovi saggi, 2), Roma 1987, pp. 95-96.
[114] A.G.
MARTIMORT, Nouvel examen de la "Tradition Apostolique" d'Hippolyte,
«Bulletin de Littérature Ecclésiastique» 88 (1987), pp. 5-25; ID., Encore
Hippolyte et la "Tradition Apostolique", ibidem 92 (1991),
pp. 133-137; M. METZGER, Enquêtes autour de la pretendue "Tradition
Apostolique", «Ecclesia orans» 9 (1992), pp. 7-36; ID., A' propos
des règlements ecclésiastiques et de la prétendue Tradition Apostolique,
«Revue des Sciences Religieuses» 66 (1992), pp. 249-261; A.G. MARTIMORT, Encore
Hippolyte et la "Tradition Apostolique" (II), «Bulletin de
Littérature Ecclésiastique» 97 (1996), pp. 275-287; F. RUGGIERO, Celebrazione,
effusione della grazia e annuncio nella Tradizione Apostolica, in E.
MANICARDI - F. RUGGIERO (curr.), Liturgia ed evangelizzazione..., pp.
147-184.
[115] Cf. M.
SIMONETTI, Aggiornamento su Ippolito, en INSTITUTUM PATRISTICUM
AUGUSTINIANUM (cur.), Nuove ricerche su Ippolito (= Studia Ephemeridis
"Augustinianum", 30), Roma 1989, pp. 75-130 (en particular sobre la Tradición
Apostólica Cf. nota 160, pp. 127-128). La publicación muy reciente del
volumen de A. BRENT, Hippolytus and the Roman Church in the Third Century.
Communities in Tension before the Emergence of a Monarch-Bishop (=
Supplements to Vigiliae Christianae, 31), Leiden - Nueva York – Colonia 1995,
parece sugerir ulteriores estímulos a la investigación. Tengo la impresión
además que la tesis enunciada en el título con dificultad pueda tolerar el
examen de los testimonios: ver al respecto M. SIMONETTI, Una nuova proposta
su Ippolito, «Augustinianum» 36 (1996), pp. 13-46. Cf. en fin J.-P. BOUHOT,
L'auteur romain des Philosophumena et l'écrivain Hippolyte, «Ecclesia
Orans» 13 (1996), pp. 137-164.
[116] En griego cheirotonia.
Cf. C. VOGEL, Cheirotonie et Chirotésie. Importance et relativité de
l'imposition des mains dans la collation des ordres, «Irénikon» 45 (1972),
pp. 7-21. 207-238; G. KRETSCHMAR, Die Ordination im frühen Christentum,
«Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie» 22 (1975), pp. 35-69;
E. FERGUSON, Laying on of Hands: its Significance in Ordination,
«Journal of Theological Studies» 26 (1975), pp. 1-12. Sobre la teología de la
ordenación desde el inicio del siglo III hasta el Concilio de Nicea, Cf. J.
LÉCUYER, Le sacrement de l'ordination. Recherche historique et théologique
(= Théologie historique, 65), París 1983, pp. 28-59.
[117] PSEUDOIPPOLITO, La Tradizione Apostolica 3, ed. B. BOTTE, SC 11 bis, París 19842, pp. 42-46.
[118] M.
SIMONETTI, Roma cristiana tra II e III secolo, «Vetera Christianorum» 26
(1989), pp. 135-136 (reimpreso en ID., Ortodossia ed eresia tra I e II
secolo [= Armarium. Biblioteca di storia e cultura religiosa, 5], Messina
1994, pp. 291-314).
[119] Ver por
último U. FALESIEDI, Le diaconie. I servizi assistenziali nella Chiesa
antica (= Sussidi Patristici, 7), Roma 1995, especialmente pp. 51-55.
[121] Ver la
síntesis - rápida cuanto eficaz - de P.F. BEATRICE, Storia della Chiesa Antica,
Turín 1991, pp. 67-73 (nota critico-bibliográfica, pp. 119-127).
[122] Cf. B.
STUDER, La teologia nella Chiesa imperiale (300-450), en ISTITUTO PATRISTICO
AUGUSTINIANUM (cur.), Storia della teologia..., pp. 305 ss.
[123] INNOCENZO I, Epistola 2,3, PL 20, c. 472.
[124] Cf. K. BAUS
- E. EWIG, L'epoca dei Concili (= Storia della Chiesa diretta da Hubert
Jedin, 2) (ed. alemana, Freiburg im Breisgau 1971), Milán 1972, pp. 295-315.
[125] Cf., también para las indicaciones de las respectivas ediciones, A. TRAPÉ, Il sacerdote uomo di Dio..., pp. 16-17.
[126] Ver por
ejemplo L. BOUYER, La spiritualità dei Padri (III-VI secolo). Monachesimo
antico e Padri (= Storia della spiritualità, 3/B), Boloña 1986.
[127] También O.
PASQUATO, L'istituzione formativa del presbitero..., p. 278, reenviamos
también a las consideraciones sucesivas.
[128] ATANASIO, Vita di Antonio, ed. G.J.M. BARTELINK, SC 400, París 1994, p. 178.
[129] AGOSTINO, Sermone 355,2, Nuova Biblioteca Agostiniana 34, Roma 1989, pp. 244-246.
[130] PAOLO VI, Evangelii Nuntiandi 73, «Acta Apostolicae Sedis» 68 (1976), p. 62.
[131] PDV 2, p. 659. Para una mirada de
conjunto de todo el arco de la historia de la Iglesia se puede ver L. PACOMIO
(cur.), I preti da 2.000 anni memoria di Cristo tra gli uomini, Casale
Monf. 1991 (sobre la edad patrística en particular se vea la contribución de L.
PADOVESE, Sacerdote in un «regno di sacerdoti» (Ap 1,6): riflessioni e
testimonianze patristiche sul ministero ordinato, ibidem, pp.
85-151).