SAN PEDRO  POVEDA  CASTROVERDE

 
Signo para la Iglesia y el mundo de hoy

 

 

 

María Encarnación González Rodríguez

Directora de la Oficina para las Causas de los Santos

de la Conferencia Episcopal Española

 

 

 

 

 

 

            San Pedro Poveda fue un hombre sencillo, humilde, dialogante y audaz, con una marcada coherencia entre su sentir, su pensar y su hacer, mantenida con serena fortaleza entre la pluralidad y la contradicción. No se parecía a los que destacaron por su protagonismo en una época en que todos deseaban tener un papel muy importante en el complejo escenario de la vida nacional. Era de los que discretamente se tomaban en serio lo que había que hacer, cediendo los honores, los primeros puestos y las alabanzas a los demás. Pero todos le conocían. Sabían dónde estaba el Padre Poveda dispuesto siempre a escuchar y a animar.

            Cada época histórica tiene sus posibilidades y sus retos, y también la suya, que fue el momento en que Europa se abría a la “modernidad”. Tenía 26 años cuando comenzó un siglo nuevo, el XX, nacido con el ansia de renovación que suele acompañar a esta circunstancia. Joven, animoso, decidido, a Poveda le parecía entonces que todo se podía conseguir y, entusiasmado a fondo con el propio ideal, más que lamentar lo mucho que estaba por hacer, prefirió comprometerse con lo que tenía a su alcance. Así lo hizo siempre. Y triunfó del todo, pero con un triunfo muy particular: llegar a ser un gran santo. Un santo de los que enseñan cómo se vive, y cómo se muere, por amor a Jesucristo.

            Cuando el Papa le proclamó Santo en la Plaza de Colón de Madrid el día 4 de mayo de 2003, dejó constancia de este acto, como en todo caso semejante, en un documento muy solemne: una Bula pontificia. Esta Bula, que está escrita a mano en pergamino y firmada de puño y letra por Juan Pablo II, después de la solemne fórmula de canonización y antes de los párrafos finales dice así: “Concluida la oración acostumbrada, hemos venerado a este varón excepcional y admirando su heroica laboriosidad y sus maravillosos ejemplos de fe, hemos invocado su patrocinio en ayuda de toda la Iglesia”. Es muy importante este  párrafo: el Papa solicita a favor de la Iglesia la intercesión de este gran santo, que vivió y murió por y para la Iglesia de Jesucristo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llamado a ser sacerdote

 

 

            Pedro Poveda Castroverde nació Linares (Jaén) el 3 diciembre del 1874 y fue bautizado en la Parroquia de Santa María  una semana después. Era el hijo mayor de don José Poveda Montes y de doña María Linarejos Castroverde, un matrimonio profundamente cristiano y que participaba mucho en el complejo ambiente local.

            Linares era un núcleo urbano importante, porque estaban en plena explotación sus minas de plomo que incluso atraían a emigrantes para trabajar en ellas, aunque tuvieran que vivir en condiciones muy duras, como por desgracia entonces sucedía en muchos lugares. También hubo quien acumuló grandes fortunas. Llena de contrastes, esta ciudad era un muestrario de todas las clases sociales, de los distintos partidos políticos del momento y de las tendencias culturales que se estaban dibujando o debatiendo en España.

            La familia Poveda pertenecía a una clase media culta, sensible a los problemas sociales, y con amigos entre los pobres y entre los ricos. Don José, el padre, era químico de una importante Sociedad minera y la madre se ocupaba de la numerosa familia, con cinco hijos varones.

            Pedro, que vivió su infancia en el amplio ambiente familiar, donde se integraban bien los abuelos, los tíos, los primos y demás parientes, manifestó pronto gran atracción por el sacerdocio. Él mismo cuenta su afición a las “misas” de niño, y nosotros podemos ver hoy los vestidos y ornamentos que cariñosamente le hacían las tías para celebrarlas. Sin embargo, aunque era muy buen cristiano, el padre no accedió inmediatamente a que cumpliera su deseo, porque prefería que consolidara bien esta vocación. Al fin, tras prolongada insistencia, le autorizó a que ingresara en el Seminario de Jaén cuando contaba quince años de edad, pero con la condición de que continuara a la vez los estudios de Bachillerato como, en efecto, ocurrió. Realizó este examen el 20 y 30 de septiembre de 1893. Pedro lo narraba después de este modo:

 

“Tuve que librar una batalla para que me dejaran ir al Seminario; mi padre se oponía porque tenía pensado que hiciera el grado de bachiller y creía que al ingresar en el Seminario dejaría el grado. No fue así, y el año que cursé en el Seminario el 6º, o sea, el 3º de Filosofía, terminé mi Bachillerato en el Instituto de Baeza con nota de sobresaliente en los dos ejercicios”.

 

            Prepararse para ser sacerdote, “fue la mayor alegría que pudieron darme. Yo soñaba con el Seminario y me pasaba la vida haciendo planes”, escribió también. En estos años de seminarista, que él recordó siempre con mucho cariño y gratitud, se esmeró en cumplir con sus obligaciones de estudiante y  en la caridad con los pobres. Fue elegido para comisiones y servicios, por considerarlo responsable y de gran confianza.

            Las dificultades económicas en que se vio la familia por la prolongada enfermedad reumática del padre, le obligaron a solicitar una beca, que le fue concedida en el Seminario de Guadix (Granada) por el nuevo Obispo de la diócesis, don Maximiliano Fernández del Rincón. Se trasladó allí en 1894. “Fui a Guadix con un entusiasmo loco ─decía después─ y con unos deseos de ser santo y de copiar de aquel varón insigne que mejores no podían ser”.

En Guadix terminó sus estudios a la vez que cumplía algunos servicios en la diócesis y el 17 de abril de 1897, Sábado Santo, fue ordenado sacerdote en la capilla del Obispado, donde también celebró su primera Misa solemne el día 21, Miércoles de Pascua. En adelante fueron estas las fechas personales que más recordó y celebró. En su agenda, al llegar estos días, aparecen expresiones como estas: “Aniversario”, “Bendito día”. Y solía repetir: “¡Señor! Que yo sea sacerdote siempre: en pensamientos, palabras y obras”.

            Permaneció en la diócesis de Guadix ejerciendo su ministerio de presbítero como Vicesecretario del Obispo y Secretario del Gobierno Eclesiástico, Profesor y Director espiritual del Seminario, Presidente de las Conferencias de San Vicente de Paúl y de la Obra de la Propagación de la Fe y, sobre todo, como persona de confianza del Obispo, que le encomendaba diversas misiones. También dedicó tiempo al estudio y en 1900 obtuvo en Sevilla el título de Licenciado en Teología.

 

 

 

 

 

 

 

 

En la ciudad y en las cuevas:

la formación de las personas

 

 

            Durante estos intensos años en cuanto a su formación y experiencia sacerdotal, interesado por grandes y pequeños, fue tomando conciencia no sólo de la necesidad de evangelización, sino de los problemas sociales del contexto en que vivía.

Con motivo de la misión predicada por él en la cuaresma de 1902 en el barrio de las cuevas que rodean la ciudad de Guadix, desde esta fecha incorporó a sus actividades habituales en el Obispado y en Seminario, la de promover humana e cristianamente a los habitantes de esta zona marginada que padecían paro, hambre, analfabetismo y pobreza, y comenzó a establecer relaciones entre la ciudad y la periferia, que recíprocamente tendían a ignorarse.

            Impresionado por el abandono en que vivían los numerosísimos habitantes de las cuevas, pensó que lo mejor podía hacer en favor de los grandes y los pequeños era facilitarles medios para su educación personal y profesional, de modo que pudieran llegar a ser personas preparadas y, por lo tanto, capaces de desempeñar un trabajo que les permitiera una vida digna. Por eso, según escribía entonces, “Como el fundamento de la educación y la base de todo progreso moral y material es Jesucristo, lo primero que hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra Ermita. Pero ¿dónde diréis que hemos tenido que colocar al Rey de cielos y tierra?, pues en una cueva, parecida a las antiguas catacumbas”. Y es que, desde hacía siglos, una de las cuevas, situada en un lugar céntrico del barrio, había sido convertida en ermita. La presidía un hermoso cuadro de la Virgen de Gracia, al que tenían gran devoción en la zona, pero aunque esa preciosa cueva era parroquia, no solía tener culto. Por eso lo primero que procuró el joven Padre Poveda es que estuviera allí el Señor, presente en el sagrario. Para él, Jesucristo siempre fue el centro de su persona y de toda su actividad y lo demostró desde el principio, en las cuevas de Guadix.  

            Con ayudas de entidades públicas y de personas particulares, en pocos meses pudo construir las “Escuelas del Sagrado Corazón de Jesús”, contratar y pagar a los maestro, dar de comer a algunos niños y niñas y crear clases nocturnas y talleres para adultos, realizando así una importante tarea de ayuda humanitaria, educativa y de formación cristiana y profesional en este amplio sector de la población, olvidado de todos y carente de recursos. Además, interesó en esta tarea a las autoridades locales y a los centros de cultura de Guadix, acercando a los habitantes de la ciudad y de las cuevas, secularmente distanciados entre sí. Las autoridades locales supieron reconocerle esta importante tarea humanitaria nombrándole en 1904 “Hijo adoptivo predilecto” y dedicándole una calle y un bonito álbum con más de 700 firmas, “costeado por el elemento joven de la localidad”, según está escrito en la portada.

            Para entonces ya se habían trasladado a vivir con don Pedro sus padres y Carlos, el hermano menor. Decididos a permanecer en Guadix, habían llevado con ellos incluso un gran cuadro de la Inmaculada que tenía desde antiguo la familia, ante el cual según él mismo explicaba después, una tía abuela lo había ofrecido a la Virgen al nacer “para que me bendijera y para pedirle que si no había de ser buen cristiano me quitara la vida antes de ver la luz”. Siempre le tuvo un cariño especial.

            El Padre Poveda siempre fue muy devoto de la Virgen y también se grabó en él de modo muy singular el aludido cuadro de Nuestra Señora de Gracia, que presidía la “Ermita Nueva” de las cuevas. En 1934, dos años antes de su muerte, lo recordaba de esta manera:

 

            “Confieso ingenuamente que al subir yo a las cuevas de Guadix con un grupo de mis seminaristas, no pensé en otra cosa sino en una catequesis; que de nuestras visitas a la ermita de la Virgen de Gracia, titular de aquel sagrado recinto, medio cueva, medio capilla, surgió el plan de las escuelas y que la vocación a este género de apostolado tuvo su origen allí y las cambiantes posteriores, hasta llegar a la realización de su última etapa, la Institución Teresiana, ante otra imagen de nuestra Señora, en la santa cueva de Covadonga”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Reflexión y oración:

fundador de la Institución Teresiana

 

 

            Después de tres años de intensísimo trabajo, ante las inevitables dificultades que también encontró, en 1905 se trasladó a Madrid con el propósito de fundar un asilo para niños de la calle, que no pudo realizar. Estuvo en Linares y en Baeza, ayudando a un hermano suyo en los estudios, hasta que en 1906 fue nombrado canónigo de la Basílica de Nuestra Señora de Covadonga (Asturias), en la zona montañosa del norte de España. Allí permaneció hasta 1913.

            El cambio de circunstancia y de ambiente respecto a su Andalucía natal, no modificó su actitud. Atento al nuevo entorno en que vivía por exigencia de su fe, se preocupó en primer lugar de los numerosos visitantes que acudían al Santuario. Para que su experiencia religiosa se prolongara algo más que las pocas horas de su estancia allí, editó libros y opúsculos, con los que también pretendía colaborar a su formación cristiana, como En provecho del alma (Linares, 1909), Para los niños (Barcelona, 1910) y Plan de vida (Linares, 1911). En otro librito, Visita a la Santina (Oviedo, 1909), ofrecía a los peregrinos sugerencias para el tiempo que permanecieran en el Santuario y, con los cinco folletos titulados La Voz del Amado (Vergara, 1908), pretendía facilitarles la práctica de la oración con base en textos de la Sagrada Escritura, lo cual entonces era una gran novedad. También les exhortaba a la conversión continua, al buen uso del tiempo y a la comunión frecuente, bien preparada y agradecida, según las orientaciones pastorales que se estaban dando en ese momento en la Iglesia.

            Durante estos siete intensos años de Covadonga, fue profundizando en la comprensión de lo que ya había comenzado a percibir en Guadix: la importancia de atender a la educación de los niños y jóvenes para que llegaran a ser personas libres y responsables en la sociedad y, por tanto, la necesidad de que los maestros estuvieran bien preparados profesionalmente, vivieran su fe de modo coherente y responsable, fueran solidarios y supieran cooperar.

            Sus frecuentes estancias en Madrid, paso obligado en sus viajes desde Covadonga a Linares; la proximidad de Oviedo, con una prestigiosa Universidad, y la cercana ciudad de Gijón, con un importante puerto abierto a Europa y América, le fueron ampliando horizontes y conocimientos, de modo que llegó a captar con gran clarividencia y profundidad los problemas que, fundamentalmente sobre educación y enseñanza, se debatían en el momento.

Gran parte de las cuestiones entonces planteadas tenían como base la relación entre la fe y la ciencia, conflictiva para quienes se consideraban más renovadores, y esto incidía de modo decisivo en el campo de la escuela. Es lo que analizó en algunos artículos que dio a conocer a través de la prensa, recogidos poco después en el folleto Alrededor de un proyecto (Linares, 1913). Además, era el momento en que, a partir de distintas experiencias aisladas, se estaña sistematizando la pedagogía científica, y cuando el Estado intentaba adueñarse de la escuela, antes principalmente en manos de la Iglesia.

La etapa de Covadonga fue decisiva en su biografía. Intensa en reflexión y proyectos, en ella maduró su ideal apostólico y educativo, orientado ya de por vida hacia la formación y coordinación de los educadores.

            En los amplios tiempos dedicados a la oración “mirando a la Santina”, profundizó en el misterio de la Encarnación del Verbo y, por tanto, en la implicación de los creyentes en la obra de la Redención. Y de su propia identificación con Jesucristo Crucificado y de la reflexión, desde la fe, sobre la realidad que progresivamente iba descubriendo, le fueron surgiendo nuevos proyectos de acción. Para llevarlos a la práctica escribió y publicó artículos y opúsculos programáticos, como el conocido Ensayo de Proyectos Pedagógicos (Gijón, 1911 y Sevilla, 1912), Simulacro pedagógico (Sevilla 1912) y Diario de una Fundación (Sevilla, 1912). En estos folletos tuvo la clarividencia y la audacia de proponer un amplio plan de formación y coordinación del profesorado, que poco después dio lugar a la “Federación Nacional de Maestros Católicos”. Y, dispuesto siempre a “comenzar haciendo”, a partir de 1911 fundó Academias para estudiantes de Magisterio, Centros Pedagógicos y Revistas, germen de su principal obra, la Institución Teresiana. Para las Academias escribió los Avisos Espirituales de Santa Teresa de Jesús, veinte breves capítulos con textos escogidos de las obras de la Santa, y unos originales Consejos (Covadonga, 1911) dirigidos a las Profesoras y Alumnas, futuras maestras, en los que dejó claramente esbozadas las líneas pedagógicas que había de desarrollar después.

            En la I Asamblea General de la Institución Teresiana, celebrada en 1928, el fundador planteó la pregunta: ¿podría desidentificarse la Obra? Y volviendo los ojos al origen, clave siempre de renovada identidad, escribió estas y otras consideraciones al respecto:

 

“Covadonga es para la Institución algo singular, único, y para mí algo más singular y más único.

                La santa Cueva será siempre la cuna de nuestra amadísima Obra.

                Ante la imagen de la Santina se oró, se proyecto, se vio, por decirlo así, el desarrollo de la Obra.

                En fin, siete años de vida intensa en aquel bendito recinto dan mucho de sí, y todo lo que dieron fue en torno del ideal de mi vida, que surgió y cristalizó mirando a la Santina”.

 

            ¿Cómo pudo afirmar San Pedro Poveda que la Institución Teresiana había nacido en Covadonga y no en Gijón, donde en agosto de 1911 fundó la primera Academia para maestros, o en Oviedo, donde en diciembre del mismo año dio vida a la primera Academia femenina para estudiantes de Magisterio? Resulta evidente que, en coherencia con su pensar y su sentir, el fundador no relacionaba el origen de su Obra con las actividades concretas a que inicialmente dio lugar el nuevo carisma, sino con su momento fontal, genuino, germinal; con la inspiración nacida de la oración y el estudio que alentó aquéllas y todas las actividades que vendrían después. Porque la Institución Teresiana, en su peculiar identidad, no hace referencia a una actividad concreta, sino a un proyecto de formación y coordinación de educadores, animado por el Espíritu, que surgió y cristalizó mirando a la Santina.

            De aquí también que, para el fundador, la devoción a Nuestra Señora fuera algo sustancial, irrenunciable, por constituir un elemento de su identidad. Había escrito en 1927 refiriéndose al evidente marianismo que caracterizaba a la Institución: “Tan de Dios me parece esta señal que, os lo confieso sinceramente, preferiría ver desaparecer la Obra a ver disminuir en ella la devoción mariana”. Porque, en ese caso, se estaría debilitando su identidad. E insistía: la Institución Teresiana “es una asociación eminentemente mariana por su origen, por su historia y por su propia elección. Nació en la cueva de Covadonga”.   

 

 

 

 

 

 

 

 

Impulso a la Institución Teresiana

y compromiso con su ambiente

 

 

            “Sentí muchísimo salir de Covadonga, pero fue mayor la alegría que me produjo la esperanza de ver progresar mi Obra en muchas partes. Desde Jaén podía servir mejor a la Obra”. Así explicaba don Pedro su traslado a Jaén en 1913.

El Obispo de esta diócesis lo recibió complacido, tal como expresaba unos años después, en enero de 1917, en una carta dirigida a Poveda:                      

 

“Cuando usted fue nombrado canónigo de la Catedral de Jaén, recibí una carta del señor Abad de la Colegiata de Covadonga, en donde usted era prebendado, dándome la enhora­buena por su traslado a Jaén y haciéndome el elogio de su Obra, de su espíritu de propaganda católica y de sus aptitu­des pedagógicas para tan importante objeto [...].

En suma: mi juicio sobre la Obra de usted es, que la considero como bajada del Cielo, de oportunidad extraordinaria para atender a las necesidades que exigen los tiempos presentes [...] y, por consiguiente, Obra de grande y dilatada trascendencia. Concluyo alentándolo a seguir adelante”.    

 

            Para mejor impulsar, pues, esta Obra que agrupaba a personas dedicadas a evangelizar en el mundo de la educación y la cultura, principalmente en el campo de del magisterio, decidió regresar a su diócesis de origen, teniendo en cuenta, además, que, en cumplimiento de un reciente decreto, en el curso 1913-1914 estaba previsto crear Escuelas Normales de Maestras en las capitales de provincia que no la tuvieran, como era el caso de Jaén, donde sólo había Normal para Maestros.

            Allí fue canónigo de la Catedral, obtuvo el título de Maestro, trabajó como profesor del Seminario y de ambas Escuelas Normales y participó activamente en la vida de la ciudad, prestando siempre notable atención a los sectores más necesitados y a las nuevas corrientes educativas y culturales del ambiente local. Muy pronto fue reclamada su presencia en diversas iniciativas ciudadanas, como la Asociación de la Prensa, la Academia de Estudios Superiores y la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Fue también director espiritual del Centro Catequístico de Obreros, miembro de la Junta de Reclusos y Libertos y Vocal de la Junta Provincial de Beneficencia. Y desde 1912 pertenecía a la Unión Apostólica de Sacerdotes Seculares, de carácter internacional.

En Jaén publicó el folleto El estudio de la Pedagogía en los Seminarios (1917), que recoge la lección inaugural del curso 1914-1915, que le correspondió dictar como último profesor llegado al Centro. Manifestó de modo muy documentado su convencimiento  convencido de que, quienes tenían por misión educar en la fe, deberían gozar de la preparación pedagógica adecuada, haciendo propuestas concretas.

            Apenas llegado a Jaén, conoció a María Josefa Segovia, entonces de 22 años de edad, que estaba concluyendo sus estudios en la Escuela Superior del Magisterio de Madrid y llegó a ser su principal colaboradora en la Institución Teresiana. A ella le confió iniciar una Academia-Internado en dicha ciudad para las alumnas de la nueva Escuela Normal femenina, mientras hacía sus Prácticas y Memoria de la Escuela Superior, tarea que realizó con notable competencia y entusiasmo. Y desde allí continuó don Pedro animando la creación de otras Academias y Centros de formación pedagógica en distintas capitales de provincia, que eran al mismo tiempo hogares de profunda vida cristiana y presentaban una fisonomía cada vez más propia y definida.

            Esta Obra se extendió con mucha rapidez y vio crecer notablemente sus actividades y sus colaboradores, contribuyendo de modo decisivo a la promoción y formación de la mujer. Las Academias de Santa Teresa de Jesús, la mayoría de ellas con internado para las estudiantes de las Escuelas Normales, facilitaron el acceso a los estudios de Magisterio a muchas jóvenes de las ciudades y de los pueblos y su posterior ejercicio profesional. Además, en 1914 don Pedro Poveda abrió en Madrid la primera residencia universitaria femenina de España y aglutinó a buena parte del profesorado femenino, en particular de Escuelas Normales. La Obra Teresiana, al comienzo de los años veinte del siglo pasado, llegó a ser tal vez el grupo más cualificado y comprometido en la formación humana y cristiana de la mujer estudiosa.

            La Institución Teresiana, articulada en diversos grupos y con presencia muy activa en los diversos sectores de la cultura y de la sociedad, en 1917 fue reconocida civilmente en Jaén según de la vigente Ley de Asociaciones y obtuvo aprobación eclesiástica diocesana como Asociación de Fieles, una “Pía Unión” según el recién promulgado Código de Derecho Canónico. Quedó constituida desde el principio como una Institución de fieles laicos compleja, con un único espíritu y misión y diversos modos de ser miembro de ella. Se acogía a la titularidad de Santa Teresa de Jesús, mujer de amplia cultura y de sólida vida de oración, adoptaba como estilo de vida el de los primeros cristianos, e identificaba la educación y la cultura como el ámbito específico de su misión.

            En los últimos años de su estancia en Jaén, el Padre Poveda ―como todos le llamaban― escribió y dio a la imprenta Consideraciones (1920) y, principalmente, el folleto y el libro titulados Jesús, Maestro de oración (Córdoba, 1922), hoy publicado en edición crítica en la Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid, 1997 y 2000). También vieron nuevas ediciones sus escritos de la etapa de Covadonga y añadió una nueva e importante serie a sus Consejos.

            Desde que viera la luz el primer número de la “Primera Época” en octubre de 1913, don Pedro Poveda animó siempre el Boletín de las Academias Teresianas, revista pionera en su género en cuanto a la formación pedagógica de los educadores, formación en consonancia con la también deseada profundización en su fe. Él escribió con frecuencia en las páginas del Boletín y animó a las profesoras de las Academias a que lo hicieran, logrando mantener viva, y cada vez más lograda, la presencia de esta publicación en los ambientes educativos.

 

 

 

 

 

 

 

Una Obra de Iglesia abierta al futuro.

Intensa actividad apostólica

 

 

            En 1921 don Pedro Poveda fijó su residencia en Madrid, por haber sido nombrado uno de los seis capellanes de la real capilla. En esta ciudad desempeñó diversos encargos, entre ellos el de formar parte, en 1922, de la recién creada Comisión Central contra el Analfabetismo. En este mismo año fue nombrado Arcipreste de Vic (Barcelona), y enseguida de El Burgo de Osma (Soria), por permuta de su cargo en la catedral de Jaén, con dispensa de residencia para poder atender a los servicios que le habían sido solicitados en Madrid.

            Buena parte de su actividad en la Capital consistió en consolidar la Obra Teresiana, que continuaba extendiéndose. En 1919 María Josefa Segovia había sido nombrada por él primera directora general y, en esos años, quedó definitivamente configurada en sus fines y en su compleja organización, que articula, en una sola Institución, un núcleo de mujeres plenamente comprometidas con la Obra y su misión en entrega total a Jesucristo, y diversas asociaciones cooperadoras. La finalidad educativa y cultural tiene como base la especial atención a la formación cristiana, humana y profesional de todos los miembros y, como característica principal, la presencia en puestos que permiten la relación de y con todos los grupos sociales, como son los de carácter público.

            Alcanzado un considerable desarrollo geográfico y organizativo, bien precisado el espíritu que había de animarla y los modos y formas de realizar la misión, a instancias del Nuncio de Su Santidad en España, la Asociación de Fieles “Institución Teresiana”, fue presentada a Roma por algunos de sus miembros en solicitud de aprobación pontificia. La obtuvo a perpetuidad mediante el Breve Inter frugiferas, del Papa Pío XI,  el 11 de enero de 1924. Se daba así estabilidad a un nuevo carisma en la Iglesia y en mundo, que requería a los fieles laicos un exigente compromiso de vida evangélica y una peculiar responsabilidad en algunos aspectos concretos de la misión eclesial, carisma iniciador de un camino que luego se ha hecho más amplio y común.

            Pedagogo de la vida cristiana y de las relaciones entre la fe y la ciencia, hombre de profunda oración y solidario con los más necesitados, el Padre Poveda estaba convencido de que los cristianos debían aportar su esfuerzo para la construcción de un mundo más fraterno para todos, según el plan de Dios, por lo que, ratificado el carisma de la Institución Teresiana con la reciente aprobación del Papa, a través de esta Obra y de otras actividades se lanzó aún más decididamente a promover la presencia de hombres y mujeres de fe en los distintos ámbitos culturales y de la sociedad.

            Continuó poniendo creciente empeño en alentar proyectos de carácter educativo. Así, en 1925 contribuyó a realizar y apoyó un plan de la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio en favor de los maestros de las escuelas rurales de las zonas más desfavorecidas; en 1926 atendió el ruego del Obispo de Madrid-Alcalá de fundar una Academia para maestros, base de la Institución del Divino Maestro, que reunía a educadores varones; en estas mismas fechas, alentados por la Institución Teresiana, inició programas de avanzada en favor de la mujer campesina y en 1927 formalizó la creación del Instituto Católico Femenino de Madrid, ensayado desde 1923, primer centro de Enseñanza Media de iniciativa privada con estudios de validez oficial, con el que se proponía facilitar el acceso de la mujer a la Universidad. En 1928 y 1930 favoreció la presencia de maestras de la Institución Teresiana en las campañas misionales para los emigrantes en el sur de Francia promovidas por el episcopado español; en 1929, junto con los PP. Enrique Herrera Oria, SJ, y Domingo Lázaro, SM, fundó la F.A.E. (Federación de Amigos de la Enseñanza), con el propósito de alentar a personas, grupos y asociaciones comprometidas en el ámbito educativo, y formó parte de la primera Junta de gobierno y del Consejo de Redacción de su revista, Atenas. Por estas mismas fechas, difundió la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri (1929), sobre la cristiana educación de la juventud,

            Trabajó también, y muy activamente, con la Acción Católica. En este mismo año 1929 el Obispo de Madrid-Alcalá y el Cardenal Primado le encargaron la organización de las Estudiantes Universitarias Católicas, para las que abrió una sede en Madrid, animada por miembros de la Institución Teresiana. También en 1929 participó en el I Congreso Nacional de la Acción Católica como Consiliario de la Asociación de Padres de Familia, y en 1930 en la I Asamblea de la Acción Católica Nacional, como Presidente de las Juventudes y Estudiantes. En 1930 fue invitado por la Junta Central de Acción Católica a formar parte de una comisión encargada de estudiar un proyecto de Universidad Católica para España, como existían en otros países europeos, comprometiéndose en el plan para la Facultad de Pedagogía de dicha Universidad.

            En estos años, cuando la mujer se iba incorporando a las tareas de la sociedad contemporánea, la Institución Teresiana, en progresivo desarrollo, suponía no solo un movimiento de avanzada, sino que estaba siendo capaz de diseñar programas de acción y de ofrecer recursos formativos capaces de dar respuesta a los nuevos retos del cambiante contexto.

Atento como siempre al ámbito de la educación y la cultura, al percibir el considerable aumento del número de estudiantes universitarios en la tercera década del siglo XX, don Pedro Poveda se interesó activamente por ese sector. Además de asumir la aludida organización de las Estudiantes universitarias de la Acción Católica, y potenciar el recién creado el Instituto Católico Femenino, abrió nuevas residencias de la Institución Teresiana para la mujer que acudía a la Universidad y, en los años difíciles de la II República, ideó medios para mantener Asociaciones de estudiantes y licenciadas jóvenes, como la Liga Femenina de Orientación y Cultura.                  

Convencido de que la piedad y la cultura estaban llamadas a convivir en buena armonía en la mente y el corazón de los creyentes, y que la fe no ponía en conflicto la dedicación a los más altos estudios, como algunos no cesaban de afirmar, de este modo se dirigía a las universitarias en 1930, expresándoles lo más genuino del carisma de la Institución Teresiana:

 

                “En nuestro programa, después de la fe, mejor dicho, con la fe, ponemos la ciencia. Somos hijos del Dios de las Ciencias, de quien dice la Sagrada Escritura: ‘Deus Scientiarum, Dominus est’. El autor de la fe y de la ciencia es uno mismo, Dios, y el sujeto de la fe y de la ciencia,  la criatura humana. Así como os decía el otro día que seáis mujeres de mucha fe, de fe viva, de fe sentida, y que nunca digáis: no más fe, así os digo hoy: desead la ciencia, trabajad por conseguirla y no os canséis nunca, ni digáis jamás: no más ciencia. La mucha ciencia lleva a Dios, la poca nos separa de Él”.

 

            O dicho de otro modo, en 1932: “Hay que demostrar con los hechos que la ciencia hermana bien con la santidad de vida”.

Pero una fe y una ciencia cuyo fin no es cualificar a quien las posee, sino ser verdadero y humilde signo del Reino de Dios. También de estas fechas, y dirigida a los mismos destinatarios, es esta otra afirmación muy suya, que repite y subraya en el folleto Hablemos de las alumnas, publicado en 1933:

 

            “Juzgo como un error el afán desmedido de rodear a la joven estudiante de todo género de comodidades y de aislarla de todo contacto con la humanidad pobre y necesitada para evitarle sufrimientos y disgustos. ¿Para qué servirá después una joven así educada? ¿Qué papel hará en la sociedad, qué remediará con su ciencia?”.

 

No era fácil la propuesta, y menos para los que, con la mejor intención, pensaban que los estudios superiores podían incluso ser perjudiciales para las jóvenes estudiantes. O que poseer un título académico superior significaba colocarse por encima de los demás. Suenan casi a justificación las palabras de don Pedro en 1927, apoyando el programa del Instituto Católico Femenino: “que educar a la mujer, aunque sea para la universidad, no es deformarla, sino perfeccionarla”. Era bien consciente de la dificultad, no sólo ambiental o de contexto, sino porque intentaba relacionar términos que podían parecer antinómicos, aunque, adecuadamente relacionados, llegaran a reclamarse entre sí.

 Se trataba, en realidad, de un nuevo carisma en la Iglesia y para el mundo, que entrañaba en sí no sólo la articulación fe-ciencia o piedad-estudio, sino la mayor exigencia de vida cristiana en los miembros de una Institución aprobada por el Papa con la sencilla forma jurídica de una “Pía Unión” de fieles laicos. Escribía en 1929:

 

                “Hemos inaugurado un camino nuevo en el Derecho Canónico y hemos dado la pauta para otras obras, pero ¿habremos dado el ejemplo de virtud, de perfección? [...]. Para la Obra grande que realizamos, esta Obra audaz, atrevidísima, si vale la frase ─casi temeraria─, se necesita extraordinaria vocación, santa chifladura de perfección, prurito de exquisitez espiritual, temple de mártir, celo de apóstol, monomanía de ciencia, obsesión de edificación”.

 

            Aún sin formar parte de los organismos directivos de la Institución Teresiana, en los últimos años de su vida se dedicó intensamente, como fundador, a abrir nuevos campos a los diferentes aspectos de su misión, a impulsar decididamente esta Obra que, como decimos, estaba aportando a la Iglesia un carisma muy nuevo y eficaz, y a tomar las adecuadas previsiones para impedir que el paso del tiempo, o diferentes circunstancias, la pudieran desidentificar. “La Obra ha de ser ahora y siempre como se pensó en un principio ─decía─. Santidad más que nunca; virtudes sólidas a costa de la vida”. Y se reafirmaba en lo expresado poco después de la aprobación pontificia de la Institución Teresiana: “Pía Unión Primaria. Una mínima asociación en el orden canónico, pero ¡cuán grande es su misión! ¡cuánta santidad se les pide! ¡qué Madre ─Santa Teresa─ tan excelsa tienen!”.

            Con clara conciencia de la identidad y de la universalidad de este carisma, alentó también la expansión geográfica de la Obra, intensificando la relación con diversas organizaciones internacionales, e iniciando la presencia de la Institución Teresiana fuera de España: en 1928 en Santiago de Chile y en 1934 en Roma, “en pro de la mayor identificación con la Iglesia”.

Para dejar bien identificada y consolidada la Obra en su más genuina identidad, en 1935 obtuvo de la Santa sede el Breve Litteris Apostolicis, que afirmaba el origen de la Institución Teresiana en Covadonga, a don Pedro Poveda como su fundador y el carácter universal de esta Obra.

            Por su parte, para mejor cumplir sus obligaciones de presbítero y atento siempre a los más necesitados, además de seguir perteneciendo a la Unión Apostólica de sacerdotes Seculares, desde 1930 se incorporó a la Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid, destinada a atender a pobres, vagabundos y enfermos.

            Reconocido como hombre prudente y de concordia, de probada virtud y de consejo, con heroica caridad, sencillo, dialogante y profundamente humilde, San Pedro Poveda supo también acoger y ofrecer su madura experiencia a jóvenes sacerdotes, religiosos y seglares, algunos de ellos iniciadores de obras que se consolidaron después, que acudían a él en búsqueda de orientaciones, sugerencias y apoyos. “Todos hemos de cooperar”; “hay en el campo lugar para todos, puesto para cada uno y esfera de acción donde moverse”, son frases de sus escritos primeros, cuyo contenido supo llevar siempre a la práctica, y que explican y dan pleno sentido a su invariable actitud de “unir fuerzas”, colaborar con otros y suscitar cooperación.               

 

 

 

 

 

 

La Encarnación del Verbo

como llamada a la santidad

 

 

            La más genuina formulación del carisma que sustenta la Institución Teresiana, del don de Dios para la Iglesia y para el mundo recibido por quien desde muy pronto se definió a sí mismo como “instrumento” en manos del Señor, está condensada en este breve texto, tempranamente redactado por san Pedro Poveda:

 

            “La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano, con el humanismo verdad”.

 

            Corresponde a la parte final, conclusiva, de un breve escrito de 1915, hecho público en el Boletín de las Academias Teresianas de 15 de octubre de 1916 que, refiriéndose a Santa Teresa de Jesús, se proponía explicar el “carácter eminentemente humano”  de “aquella vida toda de Dios”.

            Esta rotunda y contundente llamada a la santidad, fruto de haber entendido bien el misterio de la Encarnación del Verbo, que percibe, por tanto, en la persona de Cristo la clave de una vida plenamente humana y toda de Dios, constituye el núcleo de la espiritualidad del sacerdote Pedro Poveda y del carisma de la asociación de fieles laicos fundada por él, que es la Institución Teresiana. Lo demás, es desarrollo y explicitación de este pensamiento primero, fundamental, básico, que presenta, también desde el principio, un subrayado esencial. “Fe y ciencia”, o “espíritu y ciencia”, “oración y estudio”, “profesorado virtuoso y sabio”, “piedad y cultura”…, son algunas de las variantes del repetido binomio povedano, cuyos términos se reclaman entre sí, definido por él como “forma sustancial”, “dogma” o voluntad fundacional de su Institución Teresiana.

            Estaba convencido de que los cristianos, llamados a la santidad en su compromiso con la fe y la cultura, podían y debían aportar a la sociedad pluralista contemporánea valores y orientaciones para la construcción de un mundo más humano, más justo y solidario. Si proporcionó a los habitantes de las cuevas de Guadix los mejores métodos pedagógicos del momento, era porque en su modo primero y permanente de entender la conjunción fe-ciencia subyacía un sentido de comunión, de solidaridad y de justicia que obliga a dar lo mejor al más necesitado de ello, y que es capaz encauzar los esfuerzos comunes hacia un futuro más acorde con la verdadera voluntad del Señor. Por eso, el estilo de esta espiritualidad se caracteriza por la sencillez, la alegría, la mansedumbre, la responsabilidad en el trabajo, la capacidad de colaborar y la constante exigencia en el estudio. Y tiene como meta la más auténtica santidad.

            Convencido de que es obligación ineludible del creyente cumplir con el propio deber, y más cuando goza de una preparación a la que no todos han tenido acceso, o entraña una seria responsabilidad respecto a los otros, escribía en 1930 a las universitarias:

 

                “Si sois mujeres de fe estimaréis como deber primordial el cumplimiento de vuestras obligaciones y una de ellas, y sacratísima por cierto, es el estudio, el trabajo, el asiduo trabajo para capacitaros y ostentar dignamente un título que, si os da acceso a puestos sociales de importancia y honor, os obliga a adquirir el bagaje científico necesario para desempeñarlos dignamente y para no engañar a la sociedad que, si os otorga esos puestos, es porque os supone preparadas para desempeñarlos”.

 

            Los numerosos escritos dedicados a la Institución Teresiana por su fundador trazan, pues, un itinerario que tiene como eje un profundo cristocentrismo ─ “la Encarnación bien entendida” ─, requiere la vida en el Espíritu, considera esencial la sólida devoción mariana y el profundo sentido de Iglesia, y hace de la educación y la cultura un verdadero signo del Reino de Dios. Una auténtica vida cristiana, en suma, con los subrayados de un carisma que tiene una responsabilidad específica en la Iglesia y en la sociedad.

            En lo que respecta a su propia persona, su espiritualidad como sacerdote tuvo siempre como centro una profunda vida eucarística, de la cual brotaba su intensa actividad apostólica. La intimidad y la identificación con Cristo crucificado, su heroica caridad con todos, la profundísima humildad y la auténtica mansedumbre son los rasgos que más caracterizaron a este inconfundible hombre de Dios.

            Y, como síntesis o consolidada actitud en él y propuesta a los demás, la importancia del buen obrar, del elocuente testimonio de los hechos, de las realidades. De 1935, un años antes de sus muerte, son estas afirmaciones, expresadas desde el principio de modos muy diversos:

 

                “La verdad está en los hechos, no en las palabras, como decía San Juan con esta frase: Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y con las palabras, sino con las obras, porque éste es el verdadero amor. Las obras, sí; ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entregado del todo,

hasta el martirio

 

 

            El deseo de vivir su fe hasta la donación de la propia vida si fuera necesario, manifestado en algunas ocasiones, había ido generando en san Pedro Poveda una auténtica espiritualidad martirial. “Humillaciones, abatimientos, contrariedades, persecuciones, sufrimientos, martirio, todo ello viene como consecuencia legítima” ─había escrito en 1920─ de ser coherente con la fe. La circunstancia concreta, la dura persecución religiosa en España a partir de 1931 y, más aún en 1936, sólo fue una ocasión que puso en evidencia lo que ya se había ido consolidando en su interior. 

            En esos años difíciles, de tanto extremismo y dolor, insistió continuamente en la no violencia. Afirmaba sin cesar: “No hay que hacerse ilusiones; la mansedumbre, la afabilidad, la dulzura son las virtudes que conquistan al mundo”. Y también:

 

            “Ahora es tiempo de redoblar la oración, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir muy unidos a nuestro Señor, de ser muy prudentes, de con solar al prójimo, de alentar a los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir pendientes de la Providencia, de tener y dar paz”.

 

            El P. Agostino Gemelli, OFM, fundador y rector de la Universidad Católica de Milán, que en sus repetidos viajes a España conversó varias veces con don Pedro Poveda, nos ha ofrecido un importante testimonio sobre sus actitudes en ese momento crucial:

           

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            “Conocí al Padre Pedro Poveda con motivo de mis tres viajes a España, durante los cuales cada vez permanecí aproximadamente una semana en Madrid. Además he mantenido con él frecuente e intenso intercambio de correspondencia […].

                Mi tercer viaje tuvo lugar, si no me equivoco, en 1935; entonces ya eran numerosos y frecuentes los signos de la gran perturbación que agitaba a todas las clases sociales.

                        Un día, con mucho candor, y con gran sencillez me dijo que si fuera necesario derramar la sangre por la Iglesia, estaba dispuesto a hacerlo con ánimo no sólo resignado, sino gozoso, no temiendo nada para sí mismo y con la seguridad de que la Providencia de Dios salvaría a los miembros de su Institución. Estas expresiones sencillas, sinceras, manifestación de un profundo convencimiento, me admiraron tanto que cuando llegó a Italia la noticia de su muerte atroz, no tardé en decir a mis amigos y conocidos que, salvo el juicio de la Iglesia, podía ser considerado mártir. La narración de los sufrimientos padecidos y del modo como fue ejecutado me pareció una consecuencia lógica de su estado de ánimo”.

 

            El 27 de julio de 1936, cuando acababa de celebrar la santa Misa, fue detenido en su casa de la calle de La Alameda de Madrid. No ocultó su identidad ante quienes fueron a buscarlo: “Soy sacerdote de Jesucristo”, afirmó sin titubear. Unas horas después, al ser separado de su hermano, que voluntariamente le había acompañado, le dijo despidiéndose de él: Serenidad, Carlos, se ve que el Señor, que me ha querido fundador, me quiere también mártir. Y no se supo más con certeza de él.

            A la mañana siguiente, una profesora y una joven doctora de la Institución Teresiana encontraron su cadáver, con signos recientes de haber recibido disparos de bala, junto a la capilla del cementerio de Nuestra Señora de La Almudena de Madrid. Sobre su pecho aparecía, atravesado por el proyectil y empapado en sangre, el escapulario de la Virgen del Carmen. Tenía sesenta y un años de edad. Trasladaron su cadáver al cementerio de la sacramental de San Lorenzo, donde recibió sepultura el día 29, junto a su madre que, tras largos años de vivir con él, había fallecido el año anterior.

            También una joven maestra perteneciente a la Institución Teresiana, la Beata Victoria Díez y Bustos de Molina, sufrió el martirio en Hornachuelos (Córdoba) pocos días después, el 12 agosto del mismo año 1936.

            La gran fama de santidad gozada por don Pedro Poveda ya en vida y después de la muerte, que se consideró desde el principio verdadero martirio, indujo a la Institución Teresiana a solicitar la instrucción de su Causa de canonización por esta vía en 1955. Concluidos todos los procesos, incluido el de práctica heroica de la virtud, que también se realizó, fue beatificado por el Papa Juan Pablo II en Roma el día 10 de octubre de 1993 por sus virtudes y su martirio. Diez años después, el 4 de mayo de 2003, como ya hemos indicado, ha sido canonizado en Madrid, durante la V visita apostólica del Papa Juan Pablo II a España. Sus venerados restos se encuentran en la Casa de Espiritualidad “Santa María”, de la Institución Teresiana, en Los Negrales (Madrid).

 

 

 

 

 

“Hago justicia al Padre Poveda”

 

 

            Así se expresaba el P. Jesús Castellano, eminente teólogo, profesor de Espiritualidad en el Pontificio Instituto de Espiritualidad Theresianum de Roma celebrando allí, el 17 de mayo de 2003, la reciente canonización de san Pedro Poveda:

 

                “Como estudioso que soy de la espiritualidad del siglo XX, debo afirmar que una lectura de los escritos del Padre Poveda me resulta de grandísimo interés.

                Hay que hacer justicia a este hombre por algunas razones fundamentales. La primera porque la espiritualidad del Padre Poveda tiene todos los títulos para ser considerada anticipadora de toda una serie de valores que constituye la trama de la espiritualidad del siglo XX, con el Concilio Vaticano II y con la espiritualidad que él anticipa”.

 

            Sin duda alguna, el humanismo povedano, con amplia raíz bíblica, y que encuentra “la norma segura para llegar a ser santo” en “la Encarnación bien entendida”, es claramente anticipador de la serie de valores que asume, concreta y propone el Concilio Vaticano II. Insiste P. Jesús Castellano:

 

                “Encuentro verdaderamente en Pedro Poveda un anticipador y un forjador de la espiritualidad del siglo XX, incluso antes que los grandes autores, reconocidos hasta hoy en los manuales de historia de la espiritualidad contemporánea.

                Es un anticipador de una espiritualidad que estaba para nacer como espiritualidad: abierta, evangélica, que vuelve a las fuentes, de gran apertura al mundo necesitado de un cristianismo vivo y adaptado a las nuevas condiciones de un contexto que está cambiando.

                Hago, pues, justicia al Padre Poveda: debemos verdaderamente considerarlo entre los testigos, maestros y fundadores que pertenecen a la formación de la espiritualidad, con intuiciones anticipadoras, de la primera mitad del siglo XX. Que esto quede para la historia de la espiritualidad de la Iglesia”.

 

Y, basándose en los escritos de san Pedro Poveda, en la novedad del carisma que entraña la Institución Teresiana y en impulso que durante su vida dio a esta Obra, lo explica así:

 

            “Bastaría retomar toda la temática de Jesús Maestro de Oración, de ‘la Vid y los sarmientos’ y de otras ideas cristológicas para ver su modernidad evangélica. Es una espiritualidad que anticipa en la España de la primera mitad del siglo XX el retorno a las fuentes, característico de algunos decenios posteriores, con su apasionada consideración de la vida de los primeros cristianos como modelo; una especie de anticipación del gran movimiento de retorno a los Padres en la teología de la espiritualidad.

                La de Poveda es una espiritualidad que revalora, con la ayuda de los textos bíblicos del Nuevo Testamento, la dimensión profética, sacerdotal y real del pueblo de Dios. Una espiritualidad, además, que conecta con otra parte de la espiritualidad del siglo XX que se forja sobre todo después de la primera y de la segunda guerras mundiales: la espiritualidad del compromiso en el mundo, de la revaloración de las realidades creadas, en relación con la cultura y con la promoción de la mujer. Es la suya una espiritualidad, además, viva, concreta, con grandes intuiciones pedagógicas y con inmediatas aplicaciones vitales.

                No es un escritor de grandes tratados; es el hombre concreto, que transmite experiencia; un verdadero mistagogo ─diríamos hoy─ de la vida evangélica, del compromiso apostólico. Un verdadero maestro espiritual”.

 

En este sentido, el P. Castellano destaca la señala referencia de San Pedro Poveda a los primeros cristianos, presente en sus escritos desde fechas bien tempranas. Incluso las cuevas de Guadix le recordaban las antiguas catacumbas, que esos momentos estaban saliendo a la luz. La referencia a la primitiva iglesia, a los primeros seguidores de Jesús, es uno de los signos más claros de la novedad del carisma recibido por él, carisma llamado a impregnar el momento presente de la originaria pureza evangélica:

 

            “Es viva su esencialidad cristológica, de matriz joánica y paulina por tanto. La eclesialidad viva y esencial de la comunidad de los Hechos de los Apóstoles, recuperando espiritual y concretamente la imagen arquetipo de la comunidad de Jerusalén, a la que, según una famosa expresión de L. Cerfaux, todos los siglos miran. Cuando comienza una nueva realidad pujante en la Iglesia, todos los siglos miran a esa obra maestra del Espíritu que es la primitiva comunidad, del mismo modo que todos los artistas tratan de inspirarse en las obras maestras que encuentran en los museos. También el Padre Poveda ha tenido esta intuición: un retorno constante al momento en que comienza la vida nueva, a cuando nace la Iglesia. Por eso su modelo es la primitiva comunidad cristiana, plasmada por la palabra de Jesús y la acción del Espíritu.

                San Pedro Poveda ha llegado incluso, como pocos santos, a sentir como suya la oración sacerdotal de Jesús. Véase el cap. 17 de Juan, comentado por él en Jesús, Maestro de oración, como vértice del ideal de la vida cristiana en la comunión con Dios y entre nosotros, con la clara visión de la espiritualidad de las bienaventuranzas y la fuerza arrolladora de la alegría como virtud netamente cristiana. Lo que él propone es una especie de humanismo de las bienaventuranzas. Me gusta la acentuación de la alegría cristiana que tiene lugar hacia el fin, en la  cercanía del martirio, porque yo considero la alegría como un “valor trascendental” de la vida cristiana: junto al amor-verdad, al amor-bondad al amor-belleza, al amor que es alegría. También en esto Pedro Poveda es un profeta anticipador”.

           

Subraya también su dimensión de fundador no sólo como quien ha formulado una doctrina sino como quien la ha ratificado con su vida. Una vida coherente con su vocación específica al sacerdocio, capaz de generar algo distinto de él, enraizado en el evangelio y llamado a hacerlo presente en la realidad actual:

 

“Él es maestro y fundador. Es maestro con su doctrina y testigo con su vida. Ha dejado una semilla fecunda, fecundada por el Espíritu Santo, que ha producido un gran movimiento de espiritualidad. Él ha dado a la Institución Teresiana la capacidad de mantener su vocación laical y la capacidad de implicar a otros laicos y laicas en el proyecto de una presencia viva en el mundo, con las características de internacionalidad y de vocación misionera y apostólica y, sobre todo, con la dimensión cultural que son propias del carisma del Padre Poveda, infundido en su Obra”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Signos antiguos y nuevos

para la Iglesia de hoy

 

 

            La memoria de San Pedro Poveda ha quedado, sobre todo, unida a la fama de su santidad de vida, a la novedad de haber dado un decisivo y concreto estímulo a la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en mundo, a su cualificada contribución a la espiritualidad y a la educación, y a la posibilidad de generar proyectos apostólicos dinámicos, capaces de responder desde el propio carisma a las demandas de cada circunstancia, tiempo y lugar.

            La Institución Teresiana fundada por San Pedro Poveda, que continúa siendo una Asociación de fieles laicos, de derecho pontificio, presente hoy en un buen número de países de cuatro continentes, ofrece una posibilidad de formación sólida para vivir a fondo las exigencias del bautismo, incluso en entrega total a Jesucristo, y para realizar una misión como Iglesia al servicio del Reino de Dios. Pretende la promoción humana y la transformación social mediante la educación y la cultura y, del mismo modo que las primeras comunidades de seguidores de Jesús, sus miembros iluminan su vida con la Palabra de Dios, la alimentan con la Eucaristía, viven el amor fraterno y hacen del compartir solidario una norma de vida.

            Se han cumplido ya los cien años de cuando el joven sacerdote Pedro Poveda comenzaba su acción evangelizadora en las cuevas de Guadix. Entonces, “lo primero que hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra ermita”, según escribía en 1904, porque “el fundamento de todo progreso moral y material es Jesucristo”. Y después, en cabal coherencia con la vocación recibida ante la Virgen de Gracia de aquella Ermita Nueva, afirmaba con vigor a los miembros de la Institución Teresiana fundada por él:

 

                “Nadie, por mas autoridad que tenga, por más ilustrado que sea, por más virtud de que esté adornado, nadie puede ni podrá jamás poner otro cimiento que el puesto desde el principio, que es Cristo. Esta es nuestra Obra, esta es la doctrina que hemos profesado, y bajo ningún pretexto debemos admitir elementos humanos en lo que en Cristo, por Cristo y para Cristo se fundó”.

 

            Nos encontramos en el entorno del centenario de la fundación de la Institución Teresiana. Cuando en 1974 se cumplían los cien años del nacimiento de san Pedro Poveda, la UNESCO lo presentó al mundo en su calendario bienal sobre la celebración de aniversarios de “personajes ilustres en el campo de la educación, la ciencia y la cultura que han influido profundamente en el desarrollo de la sociedad humana y de la cultura mundial”, como “Pedagogo y humanista español”. A la vez, en la plaza mayor de Linares, sus paisanos le estaban dedicando un monumento con una lápida en la escribieron la mejor síntesis de su biografía: “Al hombre bueno, al fundador, su pueblo agradecido”.

            Este hombre bueno, este fundador, este pedagogo y humanista, dejó muy claramente escrito a su fundación en 1929 en qué consiste la mayor bondad, la mejor pedagogía y el más pleno humanismo:

 

            “Porque tengo el convencimiento de que todo es obra de Dios y de que el camino que Dios traza a la Institución es este, quisiera inculcar de tal modo estas verdades en el ánimo [de los miembros de esta Obra] que ni ahora ni nunca se les ocurriera pensar en la práctica de medios humanos, ni desear otros que la oración y la mortificación, ni poner su confianza en nada humano, sino en la misericordia del Señor.

                Quizá se me diga: ¿pero a qué viene esto? Responderé que si al presente no se os ocurre pensar de manera distinta, podría acontecer que, pasando el tiempo, os olvidarais de estas verdades y llegarais a pensar que es cosa humana lo que es obra de Dios”.

               

            A los sacerdotes, a quienes, como él, han sido llamados a una particular configuración con Jesucristo, el único mediador, San Pedro Poveda continúa ofreciéndoles el testimonio de su propia actitud, expresada en un apunte personal de 1933:

 

            Señor, que yo piense lo que tu quieres que piense; que yo quiera lo que tu quieres que quiera; que yo hable lo que tu quieres que hable; que yo obre como tu quieres que obre. Esta es mi única aspiración”.

 

            O dicho, en múltiples ocasiones, de modo más breve: “Cada día deseo más cumplir la voluntad del Señor en todo”; “Cúmplase en mi tu Voluntad siempre y en todas las cosas”; “Todas mis oraciones se encaminan al ‘doce me facere voluntatem tuam’ (enséñame a hacer tu voluntad)”.

 

            La Eucaristía constituía, como no podía ser de otra manera, el auténtico centro de su vida sacerdotal, por lo que abundan en sus escritos súplicas como estas:

 

                        “Señor, que cada día celebre mejor el Santo Sacrificio”.

 

                “Hace 36 años que recibí la ordenación de Presbítero. ¿Cuántos más viviré? Sólo Dios lo sabe. A Él pido la gracia de no dejar de celebrar con fervor ni un solo día la Santa Misa”.

 

            En 1933, cuando formula esta oración, no le quedaban muchos años de vida, pero en ellos se cumplió cabalmente lo que había constituido para él una actitud invariablemente mantenida, porque el sacerdote es un hombre de Dios para los demás:

 

                “Hay que hacerse todo para todos, a fin de ganarlos a todos para Cristo. Si hay que velar, se vela; si hay que sufrir, se sufre; si hay que humillarse, se humilla; si hay que pedir limosna, se pide; si hay que enfermar, se enferma; si hay que morir, se muere”.                                                

 

            A los educadores, a los profesores, a los maestros, a quienes habían constituido el centro de sus proyectos y actividad, les repetía estas o parecidas palabras: “Yo os pido un sistema nuevo; un nuevo método; unos procedimientos tan nuevos como antiguos inspirados en el amor”. Y también, ya al final de su vida, en 1935:

 

                “Con dulzura se educa, con dulzura se enseña, con dulzura se consigue la enmienda, con dulzura se evitan muchos pecados, con dulzura se gobierna bien, con dulzura se hace todo lo bueno”.

 

            Esta es la clave de más genuina pedagogía povedana, el único método que él quiso y supo ofrecer, y que planteó desde el comienzo ─1912─ en términos como estos:

 

                “Ha de procurarse que cada discípulo dé de sí todo lo bueno que puede dar, y no es fácil conseguirlo sin darle expansión. Para educar hay que conocer a la persona que se educa; sin este conocimiento, los medios más excelentes serán infructuosos”.  

 

            San Pedro Poveda, educador convencido y eficaz, con un tino muy certero para orientar, prudentemente audaz, amable y cercano, confió siempre en los jóvenes.

 

                “¿Quiénes son los más valientes, intrépidos, temerarios, arriesgados? Los jóvenes. ¿Quiénes son los que tienen ideales, los que se olvidan de sí? Los jóvenes. Me preguntaréis ahora qué podéis hacer. ¡Oh juventud, arma poderosa, brazo casi omnipotente, fuerza del mundo! Sea vuestra primera meditación ésta. Somos jóvenes: todo lo podemos. Somos de Dios: todo lo bueno podemos”.

 

            Escribía estas palabras en 1933, casi al final de su vida, sintetizando toda una trayectoria en la que la juventud había ocupado siempre su afecto y actividad.

 

            “Creer bien y enmudecer no es posible. Creí, por esto hablé. Es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo. Los que pretenden armonizar el silencio reprobable con la fe sincera pretenden un imposible”, advertía en 1920 a todos los que se consideraban seguidores de Cristo Jesús. Y añadía: “Los verdaderos creyentes hablan para confesar la verdad que profesan, cuando deben, como deben, ante quienes deben y para decir lo que deben”. De este modo:

 

                “Seriamente, sin provocacio­nes, pero sin cobardías; sin petulancias, pero sin pusilanimidad; con caridad, pero sin adulacio­nes; con respeto, pero sin timidez; sin ira, pero con dignidad; sin terquedad, pero con firmeza; con valor, pero sin ser temerarios”.

 

            Podía expresarse así porque ésta había sido, y estaba siendo, su propia experiencia personal. Se refería a una manifestación de la propia fe que en muchas ocasiones deberá ser con palabras y hechos, y siempre, como el sarmiento que está unido a la vid, dejando brotar la vida que circula en su interior. Como aseguraba en 1925:

 

                “Los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se distinguen porque sean brillantes, ni porque deslumbren, ni por su fortaleza humana, sino por los frutos santos, por aquello que sentían los apóstoles en el camino de Emaús cuando iban en compañía de Cristo resucitado, a quien no conocían, pero sentían los efectos de su presencia”.

 

            Lo mismo podría decirnos a los cristianos de hoy. 

 

 

 

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DA

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