SAN ENRIQUE DE OSSÓ. “VIVA JESÚS. TODO POR JESÚS”

 

 

 

“ME TOCÓ EN SUERTE UN ALMA BUENA”

 

Así habla Enrique de Ossó de sí mismo en unos breves apuntes autobiográficos, escritos a vuela pluma y por obediencia, cuando aún era muy joven. Y tenía razón al decirlo. Dios le regaló un alma buena, un corazón bueno, unos padres buenos… y Enrique supo hacer fructificar esos dones recibidos. No tuvo una vida fácil, pero supo superar las contrariedades en su adolescencia; las dificultades cuando, ya sacerdote, comenzó y llevó adelante sus obras apostólicas; y las envidias, calumnias e injusticias por parte de los representantes de la Iglesia, en su madurez y hasta su muerte. De todo esto salió fortalecido en su fe, con la esperanza puesta sólo en Dios, y con el amor a punto, para hacerlo llegar a todos, incluso a sus mismos detractores. Así se forjan los santos.

 

Durante los 55 años de su vida fue maestro y catequista y, por encima de todo, sacerdote. Un sacerdote diocesano comprometido con su tiempo y con su entorno más cercano, pero proyectado siempre hacia el mundo entero, que casi se quedaba pequeño para sus ansias de extender el conocimiento y amor de Jesús. Tuvo una maestra de vida espiritual y apostólica: Teresa de Jesús. Casi podríamos decir que una parte de la gran Santa de Ávila se encarnó en Enrique de Ossó y le infundió su espíritu de oración, su amor a Jesucristo y, como fruto de ambos, la multitud de obras apostólicas que llevó a cabo durante su vida.

 

Infancia y vocación.

 

Enrique de Ossó y Cervelló nace en Vinebre, un pequeñísimo pueblo de la provincia de Tarragona, España, situado a las orillas del río más grande la península ibérica: el Ebro, que configura un poco a los habitantes de su entorno, sobre todo en las cercanas a su desembocadura, como es Vinebre. Enrique habla de su familia y dice que tuvo: "buenos padres y santos abuelos". Un buen dato.

Cuando tiene 14 años, la muerte de su madre, a causa del cólera, le deja desolado. Ella le decía con frecuencia: "Hijo mío, qué alegría me darías si fueras sacerdote". Pero por entonces él contestaba invariablemente: "No. Yo quiero ser maestro". Poco tiempo después, su padre le envía a Reus, a trabajar en la tienda de telas más importante de la ciudad. Pero Enrique, mientras vende detrás del mostrador va pensando en otros derroteros para su vida. Un buen día deja unas cartas de despedida y se va andando camino del santuario de Montserrat. Allí, ante la Virgen Moreneta, decide su futuro: "Hallé mi vocación… Seré siempre de Jesús, su ministro, su apóstol, su misionero de paz y de amor".

 

Y allí, en Montserrat, unos días después, le encuentra su hermano, que actúa de mediador con su padre para que le permita irse al Seminario de Tortosa.

 

Seminarista y sacerdote.

 

En 1854, las cosas en España no van demasiado bien para quienes quieren dedicarse a la causa de Jesucristo. Ni los seminarios tienen la estructura y el ambiente propicios para el estudio y la preparación que requiere una buena formación teológica y espiritual. Enrique vive en la casa de Mosén Alabart, un sacerdote de la diócesis, tiene un confesor fijo en la catedral, a quien acude habitualmente, estudia con dedicación bajo la tutoría del Dómine Sena, que le enseña Latín y algo mucho más importante: le introduce en el conocimiento de Santa Teresa de Jesús. En 1856 comienza a estudiar Humanidades. En las actas de final de curso, las notas de Enrique en Filosofía y Teología aparecen siempre aparece con la calificación de "Meritissimus". Enrique, además, dibuja bastante bien, talla hermosas figuritas en madera con una simple navaja y canta con muy buena voz. Por si fuera poco, forma parte de las Conferencias de San Vicente de Paúl, con los deberes que esto trae consigo: reunión semanal, retiro mensual, y visita a los pobres cada semana; así entra en contacto con las personas más míseras de Tortosa.

En las vacaciones de verano se va a Vinebre, a la hermosa casa de su padre. Allí reza, ayuda algo en las faenas agrícolas y, durante el tiempo que habitualmente todos dedican a la siesta, reúne en los amplios bajos de su casa, muy frescos y con mucha capacidad, a todos los chiquillos del pueblo para enseñarles el Catecismo. Así comienza su labor de catequista y de maestro. Y por la tarde se los lleva de paseo por los alrededores del pueblo. No es raro, pues, que todos los chiquillos corran  detrás de él y esperen ansiosos su llegada al pueblo, cada verano.

 

Al acabar los tres años de Filosofía, sus superiores y su familia quieren que continúe sus estudios en el Seminario de Barcelona, y allí se matricula en el curso 1860-61 para cursar los estudios de Física y Química como discípulo de un catedrático excepcional: el doctor Jaime Arbós. Enrique y Arbós llegan a tener muy buena amistad y éste le nombra su adjunto durante algún tiempo. Su familia quería que "se luciese" y subiera en la escala de los honores académicos, pero a Enrique sólo le preocupa prepararse bien para ser sacerdote y hacer brillar, no su propia persona, sino la de Jesucristo.

 

En verano se traslada a Benicasim, un pueblo costero de la cercana provincia de Castellón, donde viven sus tíos. Allí su cuerpo recobra las fuerzas menguadas por los agobios del curso. Desde Benicasim sube a las cercanas montañas del Desierto de las Palmas, donde los Padre Carmelitas tienen su convento. Con la comunidad carmelitana recupera las fuerzas del espíritu, y pasa largas jornadas de oración y reflexión en la ermita de Santa Teresa, situada en una de las cumbres, desde donde ve a lo lejos el mar y un horizonte tan dilatado como sus sueños apostólicos. Esto lo repetirá durante casi toda su vida.

 

En septiembre de 1861 ya está otra vez en Tortosa como alumno de primer curso de Teología, en el seminario. Unos meses después hace su entrada en la diócesis su nuevo obispo, don Benito Vilamitjana y Vila. Bien pronto Enrique de Ossó no será un seminarista más para el obispo, sino el seminarista tratado personalmente con ilusión y esperanza. Sin embargo, unos pocos años más tarde el panorama cambiará radicalmente y llegarán las calumnias y la cruz.

 

Tres años después vuelve a Barcelona, para cursar en su seminario, esta vez como interno, el tercer año de Teología. El seminario está dirigido por los jesuitas, que lo hacen muy bien y buscan buenos colaboradores. Enrique trata y admira al rector, P. Fermín Costa, pero sobre todo al P. Joaquín Forn, sabio de prestigio, buen profesor y buen padre espiritual; en sus manos se pone Enrique. El resumen de los tres cursos de Teología cursados por Enrique en Barcelona es que fueron brillantes, igual que su conducta moral y disciplinar. Importante también en este periodo es la consolidación de unas amistades que durarían toda la vida: Sardá y Salvany, Andrés Martorell, Casanovas, Manuel Domingo y Sol, Juan Bautista Altés…

 

En 1866, cuando termina los estudios en Barcelona, el obispo Vilamitjana le reclama para Tortosa. No quiere que Barcelona le arrebate al seminarista Ossó que -el obispo lo sabe muy bien- es un fuera de serie. En Tortosa recibe el subdiaconado, el 26 de mayo, y con él el encargo del obispo de ser profesor de  Física de los seminaristas, a la vez que continua sus estudios de Teología. Termina el curso con las notas más altas y también se examina en Barcelona, en la facultad civil, en donde adquiere el grado de Bachiller en Artes.

 

Finalmente, el 21 de septiembre de 1867, en Tortosa, el obispo Vilamitjana le ordena sacerdote. Y el 6 de octubre, en Montserrat, celebra su primera misa.

Ya es sacerdote para siempre.

 

Sacerdote en Tortosa

 

Pocos meses después, en septiembre de 1868, estalla en España la revolución llamada por unos “la Septembrina”, y por otros “la Gloriosa”, que obliga a la Reina Isabel II a exiliarse a Francia. Los militares triunfantes, de clara línea anticlerical, ponen nuevas normas en el país. El seminario de Tortosa es confiscado y se cierra, y los seminaristas son enviados con sus familias. Enrique pasa todo el año en Vinebre. Cuando las cosas vuelven a su cauce, de nuevo en Tortosa, las secuelas de la revolución se hacen notar, sobre todo en los niños, que andan “como ovejas sin pastor”, imitando lo que han oído y visto durante un año sin religión y sin norte. Es necesario comenzar con la catequesis, encontrar catequistas y darles la formación adecuada. El obispo nombra a Enrique como director general de la catequesis de la diócesis. Allí comienza su magisterio catequético. El éxito de sus esfuerzos es clamoroso. Los mismos niños que antes cantaban “Viva la soberanía nacional”, cantan ahora el “Ave María” por las calles de Tortosa; en pocos meses son ya más de 1,200. Ossó es un buen estratega, sabe que son los niños quienes mejor pueden convencer a los padres –“por los niños a la conquista de los hombres”-, y crea una asociación para la enseñanza de la doctrina cristiana, que él dirige, motiva y planifica, pero formando equipo con otros, sacerdotes, seminaristas y laicos. Eso sí, todos comienzan sus catequesis con las palabras que ya serán, para siempre, un “leit motiv” en el apostolado de Enrique: VIVA JESÚS.

 

 

Empezamos con algunos jóvenes seminaristas tan santa obra y, a los pocos días, reunimos como unos quinientos entre niños y niñas. Siguió su marcha progresiva, y al despedirnos para ir de vacaciones contábamos cerca de ochocientos.

 

El curso próximo, del 70 al 71, fue ya más numerosa la asistencia, porque andaba mejor organizada; así es que al hacer por san José una visita todas las secciones catequísticas (eran ocho) al santo glorioso para consagrarle su corazón la niñez, los alistados no bajaron de mil doscientos.[1]

 

Éste es el único secreto infalible para obtener una restauración social en nuestros días: el cultivar la inocencia, haciéndola crecer en la ciencia de Dios y en el amor de la Religión. Estos niños, ¡sacerdotes!, que ahora descuidáis y miráis con indiferencia cómo vagan por las calles y plazas oyendo sólo blasfemias y perversas doctrinas, y viendo escandalosos ejemplos, serán un día padres de familia, empuñarán las riendas del gobierno de una ciudad, de un pueblo o quizá de toda una nación: y si son educados en el temor de Dios, amarán la Religión y su ministros, educarán a sus hijos en la piedad, y florecerá la práctica de la Religión.[2]

 

Años más tarde, en marzo de 1876, instituirá para los niños una pequeña obra de apostolado que seguirá a la catequesis propiamente dicha y a la que puso el nombre de Rebañito del Niño Jesús.

 

Su obra catequética, su libro Guía Práctica del Catequista, su visión trascendente de la importancia de la catequesis hizo que, en noviembre de 1998 la Sagrada Congregación  declaraba patrono de los catequistas españoles a San Enrique de Ossó y Cervelló. Lo merecía.

 

Resulta sumamente difícil resumir cronológicamente, la obra apostólica del sacerdote Ossó. ¡Son tantas, realizadas simultáneamente y de tal amplitud que la brevedad de unas pocas páginas resulta insuficiente!

En 1870 funda, para los jóvenes campesinos la Pía Asociación de la Purísima Concepción. En el 71 un periódico semanal llamado El Amigo del Pueblo, en oposición a otro anticlerical llamado El Hombre.

En octubre de 1872 aparece el primer número de la Revista Mensual “Santa Teresa de Jesús”, que Enrique funda y dirige durante toda su vida, y que la Compañía de Santa Teresa continúa años después  de su muerte, publicándola bajo el nombre de Revista “Jesús Maestro” hasta el año 2005. También en 1872 publica la Guía Práctica del Catequista, El Espíritu de Santa Teresa y una Novena a San José.

1873 es uno de sus años más completos. Funda la Asociación de Hijas de María Inmaculada y Teresa de Jesús, para formar mujeres que, siendo como María, lean y se impregnen del espíritu y doctrina de Teresa de Jesús. Esas mujeres serán las que puedan construir “un mundo de santos”. Comienza a apuntar otra de las características de Ossó: su confianza en la mujer como elemento transformador de la sociedad. La Asociación se extiende como el fuego por Cataluña, Valencia y Aragón, y en pocos meses cuenta ya con 700 asociadas.

En julio de 1874 firma la dedicatoria de su libro estrella: El Cuarto de Hora de Oración, para enseñar a orar. En vida del autor tendrá 15 ediciones, y actualmente se sigue editando, alcanzando ya la número 58. En el 75 publica un pequeño libro de meditación para niños titulado Viva Jesús.

1876 es clave en la vida de Enrique de Ossó. Una visita, el año anterior, a los lugares donde vivió y murió Teresa de Jesús, pone en movimiento su inagotable creatividad.

En marzo firma los estatutos de la Hermandad Josefina, creada “para llevar a los hombres a Cristo”. Simultáneamente crea el Rebañito del Niño Jesús, para los niños. El 2 de abril, domingo de Pasión entonces, siente la fuerte inspiración de fundar la Compañía de Santa Teresa de Jesús, dedicada a extender el conocimiento y amor de Jesucristo por todo el mundo, por medio de la oración, la educación cristiana y el sacrificio de la propia vida. Ese mismo año, nueve jóvenes provenientes de las filas de la Asociación de María Inmaculada y Teresa de Jesús, se comprometen a comenzar el camino siguiendo las indicaciones del Padre Fundador. La Compañía se extenderá rápidamente por España, Portugal, América y Argel, durante la vida de Enrique. Posteriormente aún más.

 

En 1877 Enrique de Ossó dirige una multitudinaria peregrinación a los lugares teresianos. Más de 4.000 peregrinos visitan Ávila y Alba de Tormes. En Salamanca, con otros teresianistas insignes, establece las bases de la Hermandad Teresiana Universal, y algunos días después, en Montserrat, escribe el plan de los Misioneros de Santa Teresa de Jesús, publicado en 1882.

 

En 1879 hacen los votos las primeras Hermanas de la Compañía de Santa Teresa. Enrique se dedica en cuerpo y alma a la formación de esas mujeres que él espera que transformen el mundo. Va y viene de Tortosa a Tarragona, en donde está la primera comunidad. Pero a la vez, predica, da ejercicios espirituales a las jóvenes en distintos pueblos, sigue atendiendo a las varias asociaciones  y escribe incesantemente en la Revista Santa Teresa de Jesús.  Viaja a Portugal y a Orán para establecer allí la Compañía. Prepara, con algunas personalidades eclesiásticas de España, el Tercer Centenario de la Muerte de Santa Teresa.

 

La actividad imparable de Enrique de Ossó se asienta y tiene su fundamento en una vida fuertemente unida a Jesucristo y en el magisterio de Teresa de Jesús.

 

Cuántas veces me he preguntado: ¿Qué es lo que pasa en mi interior? ¿Qué es lo que observo en mi corazón? ¿De dónde me ha nacido esa fuerza irresistible, nunca sentida, que vehemente me impulsa a conocer y seguir el camino de la virtud, arrimado a la fuerte columna de la oración? ¿De dónde proviene que me sienta vivamente impelido a profesar más cariño a todo lo que es bello y grande en nuestra patria, y sea verdadera joya religiosa nacional? ¿Qué es esto? ¿De dónde dimana? Y después de alguna meditación, me respondo: Todo es obra de la Virgen avilesa.[3]

 

La oración diaria, los ejercicios espirituales cada verano, los días de descanso espiritual en su queridísimo santuario de Montserrat…  son para él fuente inagotable de riqueza interior, de amor de Dios experimentado, vivido y expresado en obras apostólicas para el crecimiento del Reino. Sólo desde esa vertiente orante puede explicarse su incesante actividad y su profundidad espiritual.

 

Con la cruz a cuestas…

 

La vida nunca es fácil. Pero en la vida de los elegidos de Dios suele aparecer invariablemente la cruz. Seguramente porque “no es discípulo mayor que su maestro”.

Enrique de Ossó experimentó la cruz durante diecisiete largos años, y de hecho murió crucificado.

La historia comienza el 12 de octubre de 1877, cuando se inaugura un convento de Carmelitas Descalzas llegadas a Tortosa a petición de Enrique de Ossó. El solar está cedido por una señora a Enrique y otros amigos sacerdotes; el convento  ha sido construido con limosnas recaudadas principalmente a través de la Revista Santa Teresa de Jesús y de la solicitud de Ossó. Al año siguiente, 1878, junto al convento, se coloca la primera piedra de lo que ha de ser Casa Matriz y Noviciado de la Compañía de Santa Teresa, con gran alegría por parte de todos: obispo, sacerdotes amigos, Carmelitas Descalzas…

 

El 12 de octubre de 1879, justamente un año después, las Hermanas de la Compañía toman posesión del edificio, todavía en construcción, y comienzan a vivir en él. Al día siguiente, las Carmelitas Descalzas presentan un recurso ante el Provisiorato de Tortosa por los “graves daños que les acarrea la Casa Matriz de la Compañía”. Comienza así un largo litigio judicial que se prolongará incluso después de la muerte de Enrique de Ossó, y que terminará con el derrocamiento de la Casa Matriz y devolución del solar en cuestión.

 

¿Qué ha sucedido? ¿Y qué sucedió después? La razón y la experiencia prueban que muchas personas son variables en sus afectos, influenciables en sus conclusiones… Otras se permiten sentimientos como la envidia, el pesar por los triunfos de los demás, los deseos de ocupar los primeros lugares, o de ser los más apreciados… Algunos son cobardes y temen manifestarse a favor de los caídos, se doblegan ante la imposición de los más fuertes, o quieren hacer valer su propia autoridad por encima de todo, incluso de la justicia más elemental… Unos pocos, deshonestos y tramposos, ocultan pruebas, falsifican documentos y hacen cualquier cosa para que prevalezcan sus intereses y no los de la justicia.

 

Todo esto confluyó en el pleito, o mejor en los pleitos que sucesivamente mantuvo Enrique de Ossó en los últimos dieciséis años de su vida. En la diócesis de Tortosa, primero. En el Tribunal Metropolitano de Tarragona, después. En la Rota de Madrid. Y finalmente en la Rota de Roma.

 

Le acusan las Carmelitas, le acusan algunos de sus propios amigos, e incluso el obispo, de haberse apropiado de lo que no es suyo: el extensísimo solar donde se encuentra el convento de las Carmelitas y donde se ha construido la Casa Matriz y Noviciado de la Compañía de Santa Teresa. Algo inexplicable.

 

Ossó recurre una y otra vez las sucesivas sentencias, no por terquedad sino porque cree que debe defender lo que no es suyo: el derecho a construir en aquel solar (en el que él personalmente no había querido construir en su momento) y las dotes de las Hermanas de la Compañía empleadas en la construcción del edificio. La parte contraria tiene en su mano el poder y lo emplea mal: se ensañan con la persona de Enrique y con la Compañía de Santa Teresa con un rencor que se hace visible en las palabras empleadas en muchas ocasiones y en acciones manifiestamente injustas, como es el Entredicho al que someten a la Casa Matriz y Noviciado durante dos años. El obispo Vilamitjana, antiguo amigo, que conoce y ha bendecido siempre las obras apostólicas de Enrique, que le ha animado a continuarlas… se vuelve en su contra y llega a destruir fraudulentamente la sentencia  favorable emitida por el Tribunal Metropolitano de Tarragona y la hace cambiar por otra desfavorable. A continuación, los documentos en donde se prueba la buena fe de Enrique en el pleito, la justicia de su obrar y la injusticia de quienes le acusan, desaparecen misteriosamente al llegar a las altas instancias vaticanas. Una mano negra los coloca donde no es fácil que se puedan encontrar, y no aparecerán hasta casi un siglo después. Los abogados que defienden a Enrique de Ossó le recomiendan que ponga el pleito en manos de la justicia civil, en donde lo ganará con toda seguridad. Nunca lo hace. No puede poner en evidencia a la Iglesia, a la que ama de todo corazón.

 

Y otra cruz casi más dolorosa. Su Compañía de Santa Teresa de Jesús, la niña de sus ojos, por la que ha entregado todo lo que tiene, tanto su persona como sus propios bienes, quiere volar sola y, como no está preparada, cae en el rechazo y la oposición a su Padre y Fundador.

 

Enrique de Ossó tiene unas frases que no son sólo frases, sino verdades vividas por él mientras la cruz pesa sobre su espalda: “Todo esto es contradicción de buenos” y “No nos dañará ninguna adversidad si no nos domina ninguna iniquidad”. Él no experimenta la iniquidad, sino un gran dolor junto a una enorme paz interior. Rechazado, juzgado y condenado por lo que más quiere: la Iglesia. Alejado de quienes le deben la vida y mucho más: la Compañía de Santa Teresa.

 

Así le sorprende la muerte en 1896. Ha escrito mucho más durante esos años. Además de los artículos en la Revista Santa Teresa de Jesús, escribe: Devoción de los Siete Domingos a San José, Mes de Santa Teresa de Jesús, Novena a Santa Teresa de Jesús, Constituciones, Plan Provisional de Estudios y otros escritos para la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Triduo en honor de Santa Teresa de Jesús, El día 15 de cada mes, en honor de Santa Teresa, Reglamento para las Hijas de María Inmaculada y Teresa de Jesús, El Tesoro de la Juventud, devocionario, Tres Florecillas a la Virgen de Montserrat, Catecismo de los obreros y de los ricos, sacado a la letra de la Encíclica de Padre León XIII De opificum conditione, El Devoto Josefino, Ramillete del Cristiano, El Tesoro de la Niñez, Un mes en la Escuela del Corazón de Jesús, Reglamento del Rebañito del Niño Jesús, Siete Moradas en el Corazón de Jesús, Tributo Amoroso a San Francisco de Sales, María al corazón de sus hijos, Apuntes o pequeño tratado de la vida mística según la doctrina de Santa Teresa de Jesús, Novena al Espíritu Santo… La lista no está completa porque todavía faltan algunos pequeños libritos que no se enumeran para no cansar.

 

Cansado física y espiritualmente, pero nunca derrotado, se refugia en el convento franciscano de Gilet (Valencia), en el mes de enero de 1896. En su cabeza y en su corazón hay todavía mil proyectos que emprender para hacer viva la consigna que preside todas sus obras: “Viva Jesús. Todo por Jesús”. Él ya lo ha dado todo por Jesús, pero no lo sabe. El TODO se hará realidad la noche del 27 de enero. Hace poco  que ha hecho una larga y sentida confesión con uno de los Padres Franciscanos. Antes de retirarse a descansar  ha comentado: “¡Qué cielo tan bello, Hermano! Si por fuera es así, ¿qué será por dentro?” Unas pocas horas después, Dios va a buscarle para que conozca ese cielo tan bello que añoraba.

 

Es enterrado en el cementerio de los Franciscanos, como uno de los frailes, sin pertenencias propias, sin nada. Al día siguiente llegan las Hermanas de la Compañía, al enterarse de la noticia. Años más tarde, derrocada ya la Casa Matriz de la Compañía y edificado el nuevo Noviciado en Tortosa, la Compañía traslada los restos de su Padre Fundador a la capilla del edificio, en donde hoy reposan.

 

Tras un largo proceso de beatificación y canonización, en el que aparecen casi milagrosamente ¡por fin! los documentos probatorios de su absoluta integridad, de su abnegada fidelidad a la justicia y de su amor por la Iglesia, Enrique de Ossó y Cervelló es declarado SANTO  por Juan Pablo II, en Madrid, el 16 de junio de 1993. “Dichoso el hombre que teme al Señor”.

 

 

Pilar Rodríguez Briz, stj

 

 



[1]Guía práctica del catequista, EEO I, pág. 30

[2]Guía práctica del catequista, EEO I, pág. 81

[3] RT nº 38 (1875) pág. 35