DISCURSO
DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Aula de las Bendiciones
Viernes 12 de marzo de 2010
Señores
cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
estimados presentes:
Me alegra encontrarme con
vosotros en esta ocasión particular y os saludo a todos con afecto. Dirijo un
saludo especial al cardenal Cláudio Hummes, prefecto de la Congregación para el
clero, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Expreso mi gratitud a
todo el dicasterio por el empeño con el que coordina las múltiples iniciativas
del Año sacerdotal, entre ellas
este congreso teológico sobre el tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del
sacerdote". Me congratulo por esta iniciativa en la que participan más de
cincuenta obispos y más de quinientos sacerdotes, muchos de los cuales son
responsables nacionales o diocesanos del clero y de la formación permanente.
Vuestra atención a los temas relativos al sacerdocio ministerial es uno de los
frutos de este Año especial, que he querido convocar precisamente para
"promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes,
para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e
incisivo" (Carta para la
convocatoria del Año sacerdotal).
El tema de la identidad
sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada de estudio es determinante para
el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro. En una
época como la nuestra, tan "policéntrica" e inclinada a atenuar todo
tipo de concepción que afirme una identidad, que muchos consideran contraria a
la libertad y a la democracia, es importante tener muy clara la peculiaridad
teológica del ministerio ordenado para no caer en la tentación de reducirlo a
las categorías culturales dominantes. En un contexto de secularización
generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a
excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el
sacerdote parece "extraño" al sentir común, precisamente por los
aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo
sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en
esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo
es importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios
pasados, utilizando categorías más funcionales que ontológicas, han presentado
al sacerdote casi como a un "agente social", con el riesgo de
traicionar incluso el sacerdocio de Cristo. La hermenéutica de la continuidad
se revela cada vez más urgente para comprender de modo adecuado los textos del
concilio ecuménico Vaticano II y, análogamente, resulta necesaria una
hermenéutica que podríamos definir "de la continuidad sacerdotal", la
cual, partiendo de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando por los dos mil
años de la historia de grandeza y de santidad, de cultura y de piedad, que el
sacerdocio ha escrito en el mundo, ha de llegar hasta nuestros días.
Queridos hermanos
sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es especialmente importante que la llamada
a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado
florezca en el "carisma de la profecía": hay gran necesidad de
sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que presenten el mundo a Dios; hombres
no sujetos a efímeras modas culturales, sino capaces de vivir auténticamente la
libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios puede dar. Como ha
subrayado muy bien vuestro congreso, hoy la profecía más necesaria es la de la
fidelidad que, partiendo de la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la
Iglesia y el sacerdocio ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la
adhesión total a Cristo y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se
pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cf. Catecismo
de la Iglesia católica, nn. 1563 y 1582), es
"propiedad" de Dios. Este "ser de Otro" deben poder
reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido.
En el modo de pensar, de
hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse
con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza
profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. Por consiguiente,
debe poner sumo esmero en preservarse de la mentalidad dominante, que tiende a
asociar el valor del ministro no a su persona, sino sólo a su función, negando
así la obra de Dios, que incide en la identidad profunda de la persona del
sacerdote, configurándolo a sí de modo definitivo (cf. ib., n. 1583).
El horizonte de la
pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el marco adecuado para
comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del celibato
sagrado, que en la Iglesia latina es un carisma requerido por el Orden sagrado
(cf. Presbyterorum
ordinis, 16) y que las Iglesias orientales tienen en
grandísima consideración (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, can.
373). Es una auténtica profecía del Reino, signo de la consagración con corazón
indiviso al Señor y a las "cosas del Señor" (1 Co 7, 32),
expresión de la entrega de uno mismo a Dios y a los demás (cf. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1579).
La vocación del sacerdote,
por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la
hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos a
vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha
configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la
comprensión del sacerdocio ministerial está vinculada a la fe y requiere, de
modo cada vez más firme, una continuidad radical entre la formación recibida en
el seminario y la formación permanente. La vida profética, sin componendas, con
la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y celebrando los
sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el
crecimiento del pueblo de Dios en la fe.
Queridos sacerdotes, los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de
verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas
aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar
la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum
ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y
gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida
nueva, "alimento verdadero dado a los hombres" (cf. Himno del Oficio
en la solemnidad del Corpus Christi del Rito romano).
Pidamos a Dios, por
intercesión de la santísima Virgen María y de san Juan María Vianney, que nos
conceda agradecerle cada día el gran don de la vocación y vivir con plena y
gozosa fidelidad nuestro sacerdocio. Gracias a todos por este encuentro. Os
imparto de buen grado a cada uno la bendición apostólica.
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