1. Configurarse con Cristo Buen Pastor
“Pastores dabo Vobis” nos introduce en la pregunta que hace al fondo de nuestro tema: “¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?” (PdV 10).
Cuando uno termina
de leer los puntos sobre las dificultades y las cosas que ayudan a formar hoy a
los jóvenes con vocación (PdV 8 y 9), tiene la impresión de que las
dificultades superan a las cosas a favor;
y estas dificultades para formar no sólo se han incrementado en estos 20
años sino que han afectado a los supuestos mismos de la formación. Ya no se
trata de apuntalar éste o aquel valor, de despertar tal o cual ideal, de
consolidar una u otra virtud, sino que el concepto mismo de formación está en
cuestión. La pregunta es cómo “formar” en un medio cultural en el que lo valioso
parece ser no precisamente las formas sino la vivencia de experiencias que
transgreden las formas, que las mezclan, las disuelven y las transforman
incesantemente. De lo que se trata, pues, expresado por medio de una negación,
es de “no perder la forma”. No perder el principio vital capaz de configurar
un corazón humano a imagen del corazón sacerdotal de Cristo.
Formación supone proceso –un tiempo asumido como
historia personal de salvación-, y el mundo actual vive en un tiempo
“puntillar” (en cierta manera ahistórico), en el que todo se arma y se desarma
cada tanto. Formación dice a identidad y a pertenencia y el nuestro es un mundo
de pertenencias parciales e identidades múltiples. Si identificamos esta
“licuefacción de las formas” como problema central para todo tipo de formación,
el desafío irá por el lado de acompañar procesos, estando atentos a los
momentos cruciales que hay que ayudar a sortear al formando, para que no sea
arrastrado por la corriente (externa o interior) que disuelve las formas, de
modo tal que la gracia vaya cuajando y el corazón le vaya tomando el gusto a la
solidez de la forma. Solidez de esqueleto y no de caparazón, por supuesto.
La formación de los futuros pastores apunta a
que “se configuren con Cristo Buen Pastor”[1]
y esto implica un renovar la fe en que Cristo es el que “forma”, renovar la confianza
en la gracia, con la certeza de que la forma sacerdotal no depende del mundo
sino que es don del Espíritu, aceptado y cultivado con fidelidad. Esto vale
para todos los tiempos, más allá de que la sociedad y el ambiente cultural en
el que nos movamos tenga claro el concepto mismo de formación o éste se
encuentre en crisis. Se trata pues, en primer lugar, de no perder la “forma”,
de no perder la fe en la validez de la forma que Cristo imprime en los
corazones de sus discípulos, no perder la esperanza en que esa forma tiene
poder configurador eficaz que va modelando el corazón a imagen del Corazón del
Buen Pastor, de no perder el amor y la alegría con que esa tarea de formación
debe ser encarada[2].
Esta
manera de formular las cosas mediante una negación es fruto de un discernimiento
evangélico, que siempre supone una elección y una renuncia. El desdibujamiento
de los límites de la cultura actual hace necesario poner algunos “no”, que
contengan el pensamiento y lo encaucen de manera positiva.
“Pastores dabo vobis” toma nota de que también
los diagnósticos que hacemos se ven afectados por la disolución de las formas.
Si nuestra mirada se guía sólo por las
luces de las ciencias –de la sicología y la sociología, p.ej. - se convierte en
parte del problema. Por eso el Papa dice que se necesita ir a un nivel más
profundo que el del mero conocimiento de
la situación. Hay que ir a la interpretación
de la situación y al “discernimiento
evangélico”. El discernimiento evangélico
se funda en la confianza en el amor de Jesucristo, que siempre e
incansablemente cuida a su Iglesia (Ef 5, 29).
PdV se explaya en lo que significa “hacer un
discernimiento evangélico”:
“No siempre es fácil
una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre
signos de esperanza y peligros. En la formación de los sacerdotes no se trata
sólo y simplemente de acoger los factores positivos y constatar abiertamente
los negativos. Se trata de someter los mismos factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se aíslen el uno del otro ni
estén en contraste entre sí, absolutizándose y oponiéndose recíprocamente.
Lo mismo puede decirse de los factores negativos: no hay que rechazarlos en
bloque y sin distinción, porque en cada uno de ellos puede esconderse algún
valor, que espera ser descubierto y llevado a su plena verdad” (PdV 10).
Yendo más a fondo, PdV nos dice es que los datos
no deben ser leídos asépticamente (como meros datos) sino dramáticamente, como
un desafío a nuestra libertad responsable:
“El discernimiento
evangélico toma de la situación histórica y de sus vicisitudes y circunstancias
no un simple «dato», que hay que registrar con precisión y frente al cual se
puede permanecer indiferentes o pasivos, sino un «deber», un reto a la libertad
responsable, tanto de la persona como de la comunidad” (PdV 10).
El discernimiento evangélico se “alimenta a la
luz y con la fuerza del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda
circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de Jesús,
el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada por nadie y se apoya
en la fidelidad del Padre a sus promesas” (PdV 10)[3].
Con esta fe, es posible hablar de “formación sacerdotal”. Esta fe, esta adhesión
de confianza total en el Señor es la cara positiva del discernimiento que
implica no sólo sentir e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo
sino, y esto es lo decisivo, elegir las del buen espíritu y rechazar las del
malo. Aquí radica la importancia de los “no”, que encauzan los “sí” y les
permiten crecer y hacer un proceso en el que la pertenencia se va afianzando
y la identidad sacerdotal va tomando
rasgos claros.
Como vemos, el punto de partida es evangélico,
espiritual, no sociológico ni psicológico.
Sociológica y psicológicamente no estamos en una buena época para
“formar”, al menos tal como se venía formando secularmente. Pero si partimos de
la convicción de que el Espíritu sigue suscitando vocaciones, entonces podemos
“volver a echar las redes” en nombre del Señor, aunque haga mucho que no
pescamos nada.
Los “no”
del discernimiento evangélico pueden verse en acción ya al comienzo de Pastores
dabo Vobis. En los primeros párrafos se destacan tres “no” que enmarcan sólidamente
la gracia de la Fe. Dice la Exhortación: “Con estas palabras del profeta
Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo
nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen: «Pondré al frente
de ellas (o sea, de mis ovejas) Pastores que las apacienten, y nunca más
estarán medrosas ni asustadas» (Jer 23,
4)” (PdV 1).
“Sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el
centro mismo de su existencia y de su misión en la historia” (PdV 1).
“Sabemos por la fe que la promesa del Señor no puede fallar” (PdV 1).
El Señor no puede faltar a su promesa de no
dejar a la Iglesia privada de los pastores sin los cuales no podría vivir ni
realizar su misión. Este triple “no” asegura la confianza en que es posible
formar bien a los sacerdotes en cualquier época y situación. A la luz de esta
fe sugeriremos algunos puntos de referencia a tener en cuenta en la formación.
3. Los protagonistas de la formación sacerdotal
Si
prestamos atención a esta clave de lectura “dramática”, en sentido balthasariano,
los protagonistas del drama se
iluminan de manera especial, son más importantes que las dimensiones y los
ambientes.
Al tratar la “Formación de los candidatos al
sacerdocio”, Pastores dabo vobis estructura su reflexión poniendo primero las
“Dimensiones de la formación sacerdotal” –humana, espiritual, intelectual y
pastoral-; segundo, los “Ambientes propios de la formación sacerdotal” y en
tercer lugar, habla de los “Protagonistas de la formación sacerdotal”. Este
último punto no lo desarrolla mucho en extensión; sin embargo resuena en él la
profundidad mayor de la Exhortación. El Papa Juan Pablo solía poner lo central
de su pensamiento precisamente en el centro de sus escritos. Pues bien, en el
corazón del esquema de Pastores dabo Vobis
se encuentra el punto 33 –“Renueva en sus corazones el espíritu de
santidad” - en el cual se señala como “el gran protagonista” de la vida
espiritual sacerdotal al mismo Espíritu Santo:
“Ciertamente, el
Espíritu del Señor es el gran
protagonista de nuestra vida espiritual. El crea el «corazón nuevo», lo
anima y lo guía con la «ley nueva» de la caridad, de la caridad pastoral. Para
el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca
al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como
mandato de responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la
confianza indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones,
en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual” (PdV 33).
“La conciencia del don”, de lo que el sacerdote
es por gracia, está en el núcleo de la vocación, de la formación y de la vida
sacerdotal. Esta conciencia carismática –no sicológica ni moral- es a la vez
don gratuito y mandato de responsabilidad. A acoger este don, a incrementar la
conciencia que de él se tiene y colaborar para que dé frutos que permanezcan,
debe apuntar todo lo que se haga en la formación[4].
Esta conciencia es la que nos hace, gracias al Espíritu, “co-protagonistas” del
único Sacerdote, Jesucristo.
Por lo tanto, será clave en la formación todo lo
que despierte, clarifique y consolide esta conciencia de lo que somos por
gracia. Esto supone un “no” a todo
lo que ponga entre paréntesis la gracia, a todo lo que la relativice, a todo lo
que la someta al juicio y a los métodos de las ciencias humanas, las cuales,
cuando no se utilizan con mucha discreción, si bien suelen ayudar en puntos
secundarios, debilitan la gracia principal.
Dar importancia central a las personas como
protagonistas de la formación supone también un “no” al anonimato de una
estructura funcionalista que forme por inercia. En una cultura en que los
ambientes de la formación están expuestos a todo tipo de invasión virtual y
dadas las dificultades para que las dimensiones de la formación puedan llevarse
adelante mediante un proceso previsible y progresivo (primero una sólida formación
humana, luego una formación intelectual para luego salir al apostolado…),
adquieren un valor insustituible los protagonistas de la formación.
Protagonistas que, como dijimos, son co-protagonistas, ya que el Espíritu es el
Protagonista principal. Esto ya nos está diciendo que, entre las así llamadas
dimensiones de la formación, la primacía la tendrá la dimensión espiritual, que
es la que abre las demás a la conducción del Espíritu que profundiza la
santidad personal al mismo tiempo que impulsa a la misión universal.
4. Las dimensiones de la formación[5]
En
esta época los referentes personales, que viven y actúan como comunidad formadora,
son insustituibles. Como dice un proverbio africano que “para formar a un niño
hace falta una Aldea” y, decimos nosotros, para formar a un seminarista hace
falta la Iglesia entera. Esto es una gracia profundamente cristiana. No hay
estructura que forme automáticamente; se requieren personas. Y en el
Cristianismo todo es una cuestión personal. Jesús vino en persona a formar a sus discípulos. Vino a comunicarnos
personalmente el Espíritu de una ley
que por sí sola no bastaba. Más bien, como dirá Pablo, se había convertido en
ocasión de pecado. ¿Por qué desilusionarnos entonces si vemos que para formar
sacerdotes necesitamos dedicar a nuestros mejores sacerdotes, para que “estén
con los seminaristas”, vivan con ellos, los acompañen y los hagan partícipes de
su vida apostólica?
El capítulo V de PdV, si bien comienza con las
dimensiones de la formación, lleva como título: “Instituyó doce para que
estuvieran con él”.
El “estar con El” se refracta en las cuatro
dimensiones de la formación: es un estar “espiritual”, que integra la dimensión
intelectual y afectiva (personal y comunitaria) y que se proyecta apostólicamente.
En una reciente Audiencia General, el Papa
reafirma esta intuición de PdV hablando de la formación
como tiempo de “estar con él”. Entre el llamado y la misión, Marcos habla de
“estar con Jesús”.
“También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente "conquistada" por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el insustituible "humus spirituale" en el que se puede "aprender a Cristo", dejándose configurar progresivamente a él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver como la actualización del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los Apóstoles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con él (cf. Mc 3, 14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce Apóstoles, nos dice que Jesús tenía un doble objetivo: el primero era que estuvieran con él; y el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo siempre con él, realmente anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo” (Benedicto XVI , San Juan Eudes y la formación del clero, Audiencia Gral 19 de Agosto 2009).
Qué iluminador discernimiento espiritual de lo
que constituye el “humus spirituale” de la formación: “actualización del
momento en que el Señor hace que los suyos ‘estén con Él’”: tiempo de
formación, entre la vocación y la misión. En ese “estar con la Persona de
Jesús” se juega la calidad y el poder formativo de lo que llamamos
“dimensiones” -espiritual, comunitaria, intelectual y pastoral- de la formación.
Así pues, este es el sencillo discernimiento que
hacemos: Así como Jesús vino a formar personalmente, ahora, para formar a
nuestros jóvenes, hacen falta sacerdotes que entreguen su vida entera a la
tarea de “estar con ellos”. No se puede formar “part time”, ni individualmente:
hace falta una comunidad formadora a tiempo pleno, en la que los formadores
vivan con los formandos y viceversa, integrándolos a la comunidad, al estudio y
a la tarea pastoral. El modo de vivir el tiempo de nuestros jóvenes, exige que
todas las dimensiones estén presentes al mismo tiempo, y moderar esto sólo lo
puede hacer una comunidad de gente madura y formada que puede hacer de interlocutor
directo y cotidiano a los cuestionamientos que se van suscitando en los
jóvenes. El tiempo virtual toca zonas reales del corazón de los jóvenes que
necesitan ser atendidas en tiempo real. Así como se licuan los valores, también
los problemas. Por tanto no se trata de tener respuesta para todo, pero sí
estar presentes para lo que se necesita cada día. Se tratará de una formación
más “eucarística” y más “providencialista”. Más fijada en el día a día y más
esperanzada en el futuro escatológico[6],
sin tanto poder de control sobre el mediano plazo. Lo cual puede ser muy esperanzador,
evangélicamente mirado. Se tratará de una formación abierta a la conducción del
Espíritu: “Es el Espíritu quien nos da la iluminación superior para discernir
los signos de los tiempos que permiten formar sacerdotes para el mundo de hoy”
(PdV 5).
Como vemos, la dimensión espiritual es decisiva desde el comienzo y en cada momento de la formación. Como dice Aparecida: “Ya, desde el principio, los discípulos habían sido formados por Jesús en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 2); el Espíritu es, en la Iglesia, el Maestro interior que conduce al conocimiento de la verdad total, formando discípulos y misioneros” (Ap 152).
Los “contenidos” de la vida espiritual están magistralmente señalados en el nº 8 de la Optatam Totius, que PdV medita prolijamente. Se trata de buscar a Jesús en la Oración, en los Sacramentos y de buscarlo en los hombres (PdV 49).
“¿Qué significa, en la vida espiritual, buscar a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro, ¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam totius parece indicar un triple camino: la meditación fiel de la palabra de Dios, la participación activa en los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad a los «más pequeños». Se trata de tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente el contenido de la formación espiritual del candidato al sacerdocio” (PdV 46).
Pero el problema es más de odres nuevos que de vino nuevo, más de recipiente que de contenido. La que está agujerada es la conciencia espiritual. Relativizada como dependiente del paradigma de moda, viviseccionada con los métodos de introspección sicológica, cuantificada estadísticamente, sospechada de “espiritualismo ingenuo”…
Creo que la intuición de Aparecida con su fórmula bi-polar “discípulos misioneros” crea un ámbito de tensión sana en el que se puede formar el corazón y la conciencia sacerdotal sin que la gracia se disperse ni se ahogue. Es el mismo Espíritu el que nos hace “estar con Jesús” y “salir a apacentar” al pueblo fiel y a predicar a todas las naciones. Es el mismo Espíritu el que nos forma como discípulos misioneros. Al decir “espiritual” decimos santidad personal y misión universal. La vida espiritual es “vida animada y dirigida por el Espíritu hacia la santidad o perfección de la caridad” (PdV 19). El don espiritual del sacerdocio abre al sacerdote a la misión universal de la Iglesia (PdV 18).
La doble referencia, hacia el interior y el exterior, hacia lo más personal y lo más comunitario, hacia Dios y hacia los hombres, tensiona el corazón y la mente de manera tal que hace madurar al formando de manera integral, con una Vida plena. Esto es lo que significa “configurarse con Cristo Cabeza y Pastor” y “obrar In Persona Christi como instrumentos suyos, en servicio del pueblo fiel de Dios animados por la Caridad pastoral que implica el Don total de sí” (PdV 22). En esta matriz formativa –discípulos misioneros- se forja esa “Espiritualidad concreta que ama a la Iglesia universal en la particular” (PdV 23); la “Consagración y la misión están unificadas por el sello del Espíritu” (PdV 24); y se conjugan la gracia y la libertad responsable (PdV 25).
Inmediatamente luego de hablar de la primacía de lo espiritual, como lo que da la “forma” específica a las otras dimensiones, paso a considerar la dimensión apostólica, que obra en la formación a manera de causa final[7].
“Todos los aspectos de la formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a este fin pastoral: a que se formen verdaderos pastores de almas, a imagen de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor (Optatam Totius 4).
En el mismo sentido nos dice Aparecida:
“Es necesario un proyecto formativo del Seminario que ofrezca a los seminaristas un verdadero proceso integral: humano, espiritual, intelectual y pastoral, centrado en Jesucristo Buen Pastor” (Ap 319).
La imagen del Buen Pastor es, pues, el analogatum princeps de toda la formación. Al hablar del fin pastoral como fin último, tanto el Concilio como Aparecida están entendiendo “pastoral” en sentido eminente, no en cuanto se distingue de otros aspectos de la formación sino en cuanto los incluye a todos. Los incluye en la Caridad del Buen Pastor, dado que la Caridad “es la forma de todas las virtudes”, como dice Santo Tomás siguiendo a San Ambrosio[8]. Y como dice Agustín: “Sit amoris officium pascere dominicum gregem” (PdV 24).
Esto significa que la dimensión apostólica no es una acción externa, no es un trabajo de gestión del reino, sino que es ayudar a que Cristo se forme en los otros como se ha formado en el sacerdote. Esto supone una formación permanente, en la que siempre somos discípulos misioneros ya que, al mismo tiempo que nos configuramos con Cristo Buen Pastor como discípulos, nos volvemos capaces de ir comunicando esa forma como misioneros. Este sentido fuerte de formación es el que expresa Pablo cuando dice: “Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en ustedes” (Gal 4, 19).
Podemos sintetizar estas cualidades que menciona Aparecida hablando de una
“formación apostólica apacentadora”[9].
Sacerdotes que se formen para apacentar. Apacentar nos habla de fortaleza y
paciencia, de buen humor, de constancia, de ternura y compasión. Apacentar
requiere tiempo, acompañamiento de procesos, tarea cotidiana de madre que nutre
y de padre que abre caminos y conduce.
Formar para apacentar requiere que el que se prepara para el sacerdocio
esté de entrada en contacto con el Pueblo fiel de Dios. Respetando los tiempos
principales que debe dedicar a su propia formación –especialmente el tiempo que
lleva el estudio como tarea específica- el formando necesita nutrirse de la
vida parroquial de la gente. El sacerdocio es para el pueblo de Dios y el
pueblo de Dios sabe acoger y formar a los que serán sus pastores. El pueblo
enseña a apacentar apacentando a los jóvenes que comparten su vida parroquial
mientras estudian.
La formación apostólica, por tanto, requiere que se discierna bien el lugar
donde se formará el pastor. Tiene que ser lugar real de pastoreo. Lugar de
contacto con el rebaño entero, no lugares demasiado selectos para que no se
termine formando un peinador de ovejas, ni lugares demasiado expuestos y
demandantes, que no dejan tiempo para “estar con el Señor” y para la misión principal
del estudio. Es bueno que cada formando vaya viendo algún aspecto especial para
el cual se siente llamado, pero ese apostolado especial debe estar en relación
fuerte y constante con el apostolado común, el de apacentar a todos en conjunto
apacentando al que venga: niños, ancianos, jóvenes, familias…
¿Cuál sería el “no” que consolida esta virtud apacentadora que
discernimos como central dentro de la dimensión apostólica? El “no” es
no a la impaciencia funcionalista. Nuestro mundo se caracteriza por la
“impaciencia del tener”. Las cosas tecnológicas “impacientan”, el dinero
“impacienta”, las estadísticas “impacientan”. Y no con “la divina impaciencia”
del celo apostólico, que transmite la paz al rostro y la dulzura al corazón de
aquel que está inquieto por ganar corazones para Cristo. La impaciencia del
mundo endurece el rostro y agría el corazón. Al apacentar del Buen Pastor se
opone la impaciencia del “clérigo de estado”, del funcionario, del mercenario.
Formar el corazón en esta virtud apacentadora requiere que los formandos
tengan tareas pastorales en las que el
mismo pueblo fiel de Dios los vaya apacentando a ellos. Tareas de largo
aliento (integración a una comunidad parroquial), de contacto con procesos
(catecismo a los niños, acompañamiento de jóvenes –retiros y campamentos…-),
tareas gratuitas y no cuantificables (comunión a los enfermos, visitas a los
ancianos…). Menos trabajo de computadora (en la que uno es “omnipotente”) y más
trabajo con las almas (en el que somos siempre “servidores inútiles”).
Para
hablar de la formación en la vida comunitaria, en la que se juega la formación
afectiva y la relación interpersonal, me gustaría citar un texto del Papa sobre
la relación del Sacerdote con María: el Papa destaca que Juan la recibió “en la
profundidad íntima de su ser”, introduciendo a María en el dinamismo de la
propia existencia y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado.
“Jesús dice a María:
‘Madre, ahí tienes a tu hijo’ (Jn
19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del
hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’ (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que
desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María
"en su casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego
es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà
ìdia», en la profundidad de su ser. Acoger a María significa introducirla
en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo
que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende,
por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y
los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección
que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la
predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo
de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la
misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación
y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo
sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima
y humildísima Madre” (Benedicto XVI, María Madre de los sacerdotes, Audiencia
Gral Miércoles 12 de agosto de 2009).
Es mucho lo que hay escrito y lo que puede decirse de la vida comunitaria
del sacerdote. Pero este punto mariano está en el centro, es el corazón que
nuclea todo los aspectos de la comunidad. Recibiendo a María en su casa, en lo
íntimo de su vida, el sacerdote-discípulo, a imagen del discípulo amado, centra
su vida comunitaria en la que sintetiza en su persona todo lo que es la
Iglesia. María armoniza todos los aspectos de la vida comunitaria: la vida de
la sagrada familia en Nazareth y la vida de la comunidad apostólica en
Pentecostés. El sello mariano permite pasar de la pequeña comunidad a la
comunidad grande del pueblo fiel sin reduccionismos intimistas ni dispersión funcionalista.
En María todo es personal y comunitario en un dinamismo en el que cada dimensión
se enriquece con la otra. En María la alabanza y el servicio se alimentan
mutuamente como vemos que sucede en la Visitación. La relación íntima y única
con su Hijo no se opone a una relación de discípula común al lado de los demás
discípulos. Todos nos centramos en Ella y Ella se descentra en todos sin ruido
ni competencia.
En María se armonizan todos los aspectos de un alma eclesial: ella es hija,
esposa, madre y amiga. Abuela siempre joven, joven siempre madura.
Lo mariano será el criterio de discernimiento para evaluar la calidad de vida afectiva, personal y comunitaria, de los formandos. María abierta a todos y a la vez sellada sólo para Dios. María esposa y madre en su pequeña familia y corazón de la Iglesia, esposa y madre universal.
¿Cuál sería el “no” que consolida este carácter mariano de la
dimensión comunitaria? Evidentemente,
un “no” a María nos sacaría de una formación católica y es difícil que un
sacerdote o un formando excluya explícitamente lo mariano de su vida. Pero
puede hacer bien expresar enfáticamente un “no” a todo lo que ponga a María en
un lugar meramente decorativo, por decirlo de alguna manera. “No” a todo lo que
la aparte de estar en el centro de la formación sacerdotal[10].
El carácter mariano de la Iglesia es lo que tensiona fecundamente al carácter
petrino, impidiendo que se fariseíse y se endurezca. La dimensión mariana hace
que la dimensión espiritual tome carne y la dimensión pastoral no pierda la
ternura.
La dimensión intelectual y el aspecto académico de la formación ya lo desrrollé en otro artículo[11], algunos de cuyos temas sintetizo ahora. Allí se hacía hincapié en la doctrina sólida que deben tener y comunicar los formadores que:
“Han de elegirse de entre los mejores y han de prepararse diligentemente con doctrina sólida, conveniente experiencia pastoral y una singular formación espiritual y pedagógica (Optatam Totius 5).
La solidez de la que hablo es una propiedad trascendental de la Verdad. Doctrina sólida del Buen Pastor es la que alimenta a sus ovejas con manjar sólido, con Palabras de Vida eterna. Dentro de la mentalidad hebrea, la verdad es “emeth”, que significa ser sólido, seguro, fiel, digno de fe. La verdad de Cristo no gira en primer lugar en torno a la “revelación” o “desocultamiento” intelectual, más propio de la mentalidad griega, sino más bien en torno a la adhesión de la fe; una adhesión a la Persona de Cristo que implica todo nuestro ser –corazón, mente y alma-. Esta solidez es apertura al misterio de Cristo, apertura fiel, firme y permanente a la verdad siempre mayor del Misterio íntegro de Cristo, del que fluye la vida plena.
No se trata, pues, para nada de cierta rigidez doctrinal que parece cerrar filas sólo para defenderse a sí misma y puede terminar excluyendo a los hombres de la vida. Es lo que el Señor les reprocha a los fariseos cuando les dice: “Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas (…) guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello” (Mt 23, 23-24). Muy por el contrario, la solidez que buscamos para nuestros sacerdotes es una solidez humana y cristiana que abra las mentes a Dios y a los hombres.
La solidez de la Palabra proviene del juego constante que se da en el corazón del discípulo misionero entre la interiorización y la puesta en práctica de lo revelado. Si no se pone en práctica, la palabra no se consolida –es como casa edificada sobre arena-. Lo paradójico es que la solidez se juega en el riesgo, en negociar el talento, en el salir de sí hacia las periferias existenciales… No es la solidez del museo ni de la auto-preservación. Por ello es que resulta imprescindible que la formación académica tenga la dimensión de bajada, de siembra y de fermento de la realidad y que suba desde ella con la cosecha de todo lo humano que puede ser elevado y perfeccionado por la gracia.
En la solidez de la formación humanística y filosófica es quizás donde se encuentra el nudo del problema de la formación actual: el contacto con la realidad, como evangelización de la cultura e inculturación del evangelio, requiere un trabajo de discernimiento sólido. Contra la tentación del mundo actual de “sincretismos” de todo tipo, que se van por las ramas en cuestiones disputadas estériles o mezclan saberes inmezclables, la solidez de la formación de los pastores debe apuntar a la “discreción” espiritual, que sabe probar todo y quedarse con lo bueno.
El “no” que consolida la formación intelectual es un “no” al sincretismo. “Discretio” vs “sincretismo”, como dice E. Przywara[12]: allí donde el “syn” del sincretismo es confusión de elementos incompatibles e irreconciliables, el “dis” de la discreción pone separación y claridad”. Formación sólida implica “caridad discreta”, discreción del Buen Pastor que sabe llevar a sus ovejas a los pastos abundantes y a las fuentes de agua viva al mismo tiempo que las defiende del lobo y de los falsos pastores.
Quisiera concluir con ese texto tan hermoso
de Aparecida en el que describe el corazón sacerdotal configurado con el
Corazón del Buen Pastor desde la perspectiva de los anhelos del Pueblo fiel de
Dios:
“El Pueblo
de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda
experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las
mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y
de la oración; de presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que
los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados
predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su Obispo, los
presbíteros, diáconos, religiosos,
religiosas y laicos; de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a
las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos
de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de
presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento
de la reconciliación. Todo esto requiere que las diócesis y las Conferencias
Episcopales desarrollen una pastoral presbiteral que privilegie la
espiritualidad específica y la formación permanente e integral de los
sacerdotes. La Exhortación Apostólica Pastores
Dabo Vobis enfatiza que: ‘La formación permanente, precisamente porque es «permanente», debe
acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en cualquier período y situación
de su vida, así como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que se
les confíen’[13]” (Ap 199-200).
Formación
permanente quiere decir “no perder la forma”. Conservar e incrementar
esa forma vital –Vida Plena- con la que
el Espíritu configura el corazón sacerdotal a imagen del Corazón de Cristo,
Buen Pastor. No dejar que se disuelva ni que se mezcle (sincretismo). No dejar
que quede relativizada entre los paréntesis de la ciencia. Cincelarla a mano,
sabiendo que formar es tarea personal, no fruto de ninguna estructura anónima y
que funcione automáticamente. No perder la forma apacentadora por impaciencia.
No permitir que se endurezca farisaicamente. No perder la forma sólida de la
doctrina que da vida ni por indiscreción ni por infidelidad. Que el Señor nos
conceda permanecer en esta forma y comunicarla a los demás.
Resistencia,
25 de marzo de 2010
Card. Jorge Mario
Bergoglio s.j.
La formación del
presbítero hoy. Dimensiones intelectual, comunitaria, apostólica y espiritual.
1. Configurarse con
Cristo Buen Pastor
3. Los protagonistas
de la formación sacerdotal
4. Las dimensiones de
la formación
4.1. Primacía de la dimensión espiritual (no a
la relativización cientificista)
Jesús vino a formar en Persona
4.2. Una formación
apostólica apacentadora (no a la impaciencia funcionalista)
Una formación
apostólica apacentadora
4.3. Carácter mariano de la formación
afectivo-comunitaria (no a la dureza farisaica)
4.4. Discreta solidez
de la formación intelectual (no al sincretismo)
[1] “Es necesario un proyecto formativo del Seminario que ofrezca a los seminaristas un verdadero proceso integral: humano, espiritual, intelectual y pastoral, centrado en Jesucristo Buen Pastor. Es fundamental que, durante los años de formación, los seminaristas sean auténticos discípulos, llegando a realizar un verdadero encuentro personal con Jesucristo en la oración con la Palabra, para que establezcan con Él relaciones de amistad y amor, asegurando un auténtico proceso de iniciación espiritual” (Ap 319).
[2] “El itinerario formativo del seguidor de Jesús hunde sus raíces en la naturaleza dinámica de la persona y en la invitación personal de Jesucristo, que llama a los suyos por su nombre, y éstos lo siguen porque conocen su voz. El Señor despertaba las aspiraciones profundas de sus discípulos y los atraía a sí, llenos de asombro. El seguimiento es fruto de una fascinación que responde al deseo de realización humana, al deseo de vida plena. El discípulo es alguien apasionado por Cristo, a quien reconoce como el maestro que lo conduce y acompaña” (Ap 277).
[3] Cfr. Homilía de Benedicto XVI el 13 de Mayo de 2007 en la Explanada de Aparecida, donde propone “el discernimiento comunitario” como “método con que se actúa en la Iglesia tanto en las pequeñas asambleas como en las grandes”.
[4] “Cuando crece la conciencia de pertenencia
a Cristo, en razón de la gratitud y alegría que produce, crece también el
ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro” (Ap 145).
[5] Cfr. Aparecida 280.
[6] El futuro y la alegría
de la Eucaristía apuntan también a lo espiritual: lo escatológico adelantado en
la Eucaristía es fuente de alegría. El sacerdote es el hombre del futuro:
es aquel que se ha tomado en serio las palabras de san Pablo: "Si habéis
resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba" (Col 3, 1). Videomensaje del santo Padre Benedicto XVI al
retiro sacerdotal internacional en Ars, 28 de septiembre de 2009.
[7] Lo dos párrafos que siguen están tomados de J. M. Bergoglio, Significado e importancia de la formación académica, Ponencia del Sr. Arzobispo en la Plenaria de la Pontificia, Comisión para América Latina, Roma, 18/02/2009. Publicado en Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Buenos Aires. febrero-marzo 2009. pp 51 ss
[8] “... Ambrosius dicit,
quod caritas est forma et mater virtutum”
(S.T., De Virtutibus 2, 3 sed contra); “Caritas dicitur forma omnium
virtutum, in quantum scilicet omnes actus omnium virtutum ordinantur in summum
bonum amatum” (corpus).
[9] “Reunida y alimentada por la Palabra y la
Eucaristía, la Iglesia católica existe y se manifiesta en cada Iglesia particular,
en comunión con el Obispo de Roma. Esta es, como lo afirma el Concilio, ‘una
porción del pueblo de Dios confiada a un obispo para que la apaciente con su
presbiterio’” (Ap 165).
[10] “Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia. Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente” (PdV 82).
[11] J. M. Bergoglio,
Significado e importancia de la formación académica… (Cfr. nota 7).
[12] E. Przywara, Criterios católicos, San Sebastián, 1962, págs. 103 ss.
[13] PDV 76