Meditación del Papa Benedicto XVI sobre el ministerio
del sacerdote
Miércoles,
14 de abril de 2010
Queridos amigos,
en este periodo pascual, que nos
conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las celebraciones de
clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio
próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio
ordenado, deteniéndome en la realidad fecunda de la configuración del sacerdote
a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es
decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.
Para comprender qué significa
actuar in persona Christi Capitis – en persona de Cristo Cabeza –
por parte del sacerdote, y para entender también qué consecuencias derivan de
la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres
oficios, es necesario aclarar ante todo qué se entiende por “representación”.
El sacerdote representa a Cristo. ¿Que quiere decir “representar” a alguien? En
el lenguaje común, quiere decir – generalmente – recibir una delegación de una
persona para estar presente en su lugar, hablar y actuar en su lugar, porque
aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos:
¿el sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es que no,
porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente, la Iglesia es su cuerpo vivo
y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está
nunca ausente, al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los
límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección,
que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.
Por tanto, el sacerdote que
actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor,
no actúa nunca en nombre de un ausente, pero en la Persona misma de Cristo
Resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa
realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del
vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, la absolución de
los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza
estos gestos. Estas tres tareas del sacerdote – que la Tradición ha
identificado en las distintas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar
y gobernar – en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de
esta representación eficaz. Éstas son en realidad las tres acciones del Cristo
resucitado, lo mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe,
reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la
comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.
La primera tarea de la que
quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, la de enseñar. Hoy,
en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia, ejercido
concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta
particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las elecciones
fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de
donde viene, adónde vamos, que tenemos que hacer para realizar el bien, cómo
tenemos que vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. En relación
con todo esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen,
creando una confusión sobre las decisiones fundamentales, cómo vivir, porque ya
no sabemos, generalmente, de qué y para qué hemos sido hechos y adónde vamos.
En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la
multitud porque eran como ovejas sin pastor (cfr Mc 6, 34). El Señor
había hecho esta constatación cuando había visto las miles de personas que le
seguían en el desierto porque, en la diversidad de las corrientes de aquel
tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía
Dios. El Señor, movido por la compasión, interpretó la Palabra de Dios, él
mismo es la palabra de Dios, y dio así una orientación. Esta es la función in
persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la
desorientación de nuestros tiempos, la luz de la palabra de Dios, la luz que es
Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto el sacerdote no enseña ideas
propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado o que le gusta;
el sacerdote no habla desde sí mismo, no habla por sí mismo, quizás para
crearse admiradores o un propio partido; no dice cosas propias, invenciones
propias, sino que, en la confusión de todas las ideologías, el sacerdote enseña
en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su
palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que
Cristo ha dicho de sí mismo: “Mi doctrina no es mía” (Jn, 7, 16); Es
decir, Cristo no se propone a sí mismo sino que, como Hijo, es la voz, la
palabra del Padre. También el sacerdote debe decir siempre y actuar así: “mi
doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la
boca y el corazón de Cristo y hago presente esta doctrina única y común, que ha
creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna".
Este hecho, es decir, que el
sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto que la
doctrina que anuncia no es suya , sino de Cristo, no significa, por otra parte,
que él sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto del que, quizás, no
se apropia. También en este caso vale el modelo de Cristo, el cual dijo: Yo no
soy por mí mismo y no vivo por mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo por el
Padre. Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la
del Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra
de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo
no vivo de mí y para mí sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que
Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote
debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se
convierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín,
sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: “Y nosotros ¿qué somos?
Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos no es
nuestro, sino que lo sacamos de su despensa. Y también nosotros vivimos de
ella, porque somos siervos como vosotros" (Discurso 229/E, 4).
La enseñanza que el sacerdote
está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y
vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el
sacerdote entre en una profunda, interior comunión con Cristo mismo. El
sacerdote cree, acoge e intenta vivir, ante todo como propio, lo que el Señor
ha enseñado y la Iglesia ha transmitido, en ese recorrido de ensimismamiento
con el propio ministerio, del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar
(cfr Carta para la convocatoria del Año Sacerdotal). "Unidos en la
misma caridad – afirma de nuevo san Agustín – todos somos oyentes de aquél que
es para nosotros en el cielo el único Maestro" (Enarr. in Ps. 131,
1, 7).
La del sacerdote, en
consecuencia, a menudo podría parecer “voz que grita en el desierto” (Mc
1,3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en el no ser
nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en
mostrar la única novedad capaz de obrar una renovación auténtica y profunda del
hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios cercano que opera en la
vida y para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.
En la preparación atenta de la
predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de formación
catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera
especial, a través de ese libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote
es siempre "docente", enseña. Pero no con la presunción de quien
impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha
encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por ello no
puede menos que anunciarla. El sacerdocio, de hecho, nadie lo puede elegir para
sí, no es una forma de alcanzar la seguridad en la vida, para conquistar una
posición social: nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio
es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para llegar a ser
anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad.
Queridos hermanos sacerdotes, el
Pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la genuina doctrina
eclesial, a través de la cual poder renovar el encuentro con Cristo que da la
alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres
y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica
constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el
ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino
de fe y la salvación de los hombres. “Ordenación sacerdotal significa: ser
sumergidos [...] en la Verdad" (Homilía para la Misa Crismal, 9 de
abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un concepto o un conjunto de
ideas que transmitir y asimilar, sino que es la Persona de Cristo, con la cual,
por la cual y en la cual vivir y así, necesariamente, nace también la
actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una
Verdad hecha Persona en la Encarnación del Hijo justifica el mandato misionero:
“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc
16,15). Solo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es una
imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido
creado.
Queridos hermanos y hermanas, el
Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser anunciadores de Su
Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar aquello que
contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cfr 1Cor
6,12). Que san Juan María Vianney sea de ejemplo para todos los sacerdotes.
Él era hombre de gran sabiduría y fuerza heroica en resistir a las presiones
culturales y sociales de su tiempo para poder llevar las almas a Dios:
sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su
predicación, transparencia de su fe y de su santidad. El Pueblo cristiano era
así edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos,
reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que
siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del Buen Pastor.