CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 1986
Queridos hermanos sacerdotes:
Henos aquí de nuevo en la proximidad
del Jueves Santo, día en que Jesús instituyó la Eucaristía y al mismo tiempo
nuestro sacerdocio ministerial. Cristo, «habiendo amado a los suyos que estaban
en el mundo, los amó hasta el fin» (1). Como Buen Pastor, dio su vida por sus
ovejas (2), para salvar a los hombres, reconciliarlos con su Padre e
introducirlos en una nueva vida. A los Apóstoles ofreció como alimento su
Cuerpo, entregado por ellos, y su Sangre, derramada por ellos.
Cada año, éste es un día grande para
todos los cristianos. Como los primeros discípulos, vienen a recibir el Cuerpo
y la Sangre de Cristo en la liturgia vespertina que renueva la Cena. Reciben
del Salvador el testamento del amor fraterno que deberá inspirar toda su vida,
y empiezan a velar con El, para unirse a su Pasión. Vosotros los reuniréis y
guiaréis en su plegaria.
Pero este día es especialmente grande
para nosotros, queridos hermanos sacerdotes. Es la fiesta de los sacerdotes. Es
el día en que nació nuestro Sacerdocio, el cual es participación del único
Sacerdocio de Cristo Mediador. En este día, los sacerdotes del mundo entero son
invitados a concelebrar la Eucaristía con sus obispos y a renovar a su
alrededor las promesas de sus compromisos sacerdotales al servicio de Cristo y
de su Iglesia.
Bien sabéis cuan cercano me siento a
cada uno de vosotros en esta ocasión. Y como cada año, en señal de nuestra
unión sacramental en el mismo Sacerdocio, movido por la afectuosa estima que os
tengo y por mi deber de confirmar a todos mis hermanos en su servicio al Señor,
os envío esta carta para ayudaros a reavivar el don inefable que os ha sido
conferido por la imposición de las manos (3). Este sacerdocio ministerial, que
es nuestra heredad, es también nuestra vocación y nuestra gracia. Marca toda
nuestra vida con el sello de un servicio, sumamente necesario y exigente, como
es la salvación de las almas. A ello nos sentimos arrastrados por el ejemplo de
tantos sacerdotes que nos han precedido.
El ejemplo sin igual del Cura de Ars
2. Uno de estos sacerdotes está muy
presente en la memoria de la Iglesia, y será especialmente conmemorado este año
en el segundo centenario de su nacimiento: San Juan María Vianney, Cura de Ars.
Deseamos dar gracias a Cristo,
Príncipe de los Pastores, por ese modelo extraordinario de vida y de servicio
sacerdotal, que el santo Cura de Ars ofrece a toda la Iglesia y, ante todo, a
nosotros los sacerdotes.
¡Cuántos de nosotros se han preparado
al sacerdocio, o ejercen hoy su difícil labor de cura de almas, teniendo a la
vista la figura de San Juan María Vianney! Su ejemplo no debería caer en el
olvido. Hoy más que nunca tenemos necesidad de su testimonio y de su
intercesión, para afrontar las situaciones de nuestro tiempo en que, a pesar de
algunos signos esperanzadores, la evangelización está dificultada por una
creciente secularización descuidando la ascesis sobrenatural, perdiendo de
vista las perspectivas del Reino de Dios, y donde a menudo, incluso en la
pastoral, se dedica una atención demasiado exclusiva al aspecto social y a los
objetivos temporales. El Cura de Ars debió afrontar en el siglo pasado
dificultades que posiblemente tenían otro cariz, pero que no eran menos
grandes. Por su vida y por su actividad, el representó, para la sociedad de su
tiempo, como un gran reto evangélico que ha dado frutos de conversión
sorprendentes. No dudamos de que Él nos ofrece todavía hoy ese gran reto evangélico.
Os invito pues a meditar entre tanto
sobre nuestro sacerdocio ante este pastor sin igual, que ha ilustrado a la vez
el cumplimiento pleno del ministerio sacerdotal y la santidad del ministro.
Ya sabéis que Juan María Vianney murió
en Ars el 4 de agosto de 1859, después de unos cuarenta años de entrega
abnegada. Tenía setenta y tres años. A su llegada, Ars era un pueblecito
olvidado de la arquidiócesis de Lyón, actualmente de Belley. Al final de su
vida, acudía allí gente de toda Francia, y su fama de santidad, después de su muerte, pronto llamó la
atención de la Iglesia universal. San Pío XI lo beatificó en 1905, Pío XI 10
canonizó en 1925; luego, en 1929 lo declaró patrono de los sacerdotes de todo
el mundo. Durante el centenario de su muerte, Juan XXIII escribió la Encíclica Sacerdortii
nostri primordia, presentando en ella al Cura de Ars como modelo de vida y
ascesis sacerdotal, modelo de piedad y de culto a la Eucaristía, modelo de celo
pastoral para nuestro tiempo. Hoy desearía llamar vuestra atención sobre
algunos aspectos esenciales a fin de que nos ayuden a redescubrir y a vivir
mejor nuestro sacerdocio.
Su voluntad tenaz de prepararse al
sacerdocio
3. El Cura de Ars es, en primer lugar,
un modelo de voluntad para los que se preparan al sacerdocio. Muchas pruebas
que encontraría posteriormente habrían podido descorazonarlo: los efectos de la
revolución, la falta de instrucción en el ambiente rural, la reticencia de su
padre, la necesidad de hacer su parte en los trabajos agrícolas, los azares de
la vida militar, y, sobre todo, a pesar de su inteligencia intuitiva y su viva
sensibilidad, su gran dificultad en aprender y memorizar, y por tanto a seguir
los cursos de teología en latín; finalmente, por esta razón, fue apartado
temporalmente del seminario de Lyón.
Sin embargo, habiendo comprobado la
autenticidad de su vocación, a los 29 años pudo ser ordenado sacerdote. Por su
tenacidad en el trabajo y en la oración, triunfó sobre todos los obstáculos y
limitaciones, como más tarde en su vida sacerdotal lo lograría en el preparar
laboriosamente sus sermones y continuar por la noche la lectura de obras
teológicas y de autores Espirituales. Ya desde su juventud le movía un gran
deseo de "ganar almas para Dios" haciéndose sacerdote, y estaba apoyado
por el vecino párroco de Ecully el cual, no dudando de su vocación, tomó a su
cargo una parte de su preparación. ¡Qué ejemplo de valentía para aquéllos que,
actualmente, reciben la gracia de ser llamados al sacerdocio!
Profundidad de su amor a Cristo y a
las almas
4. El Cura de Ars es un modelo de celo
sacerdotal para todos los pastores, El secreto de su generosidad se encuentra
sin duda alguna en su amor a Dios, vivido sin límites, en respuesta constante
al amor manifestado en Cristo crucificado. En ello funda su deseo de hacer
todas las cosas para salvar las almas rescatadas por Cristo a tan gran precio y
encaminarlas hacia el amor de Dios. Recordemos una de aquellas frases
lapidarias cuyo secreto bien conocía: «El sacerdocio es el amor del Corazón de
Jesús» (4). En sus sermones y catequesis se refería siempre a este amor: «Oh
Dios mío, prefiero morir amándoos que vivir un solo instante sin amaros . . .
Os amo, mi divino Salvador, porque habéis sido crucificado por mí . . . porque
me tenéis crucificado para vos» (5).
Por Cristo, trata de conformarse
fielmente a las exigencias radicales que Jesús propone en el Evangelio a los
discípulos que envía en misión: oración, pobreza, humildad, renuncia a sí mismo
y penitencia voluntaria. Y, como Cristo, siente por sus fieles un amor que le
lleva a una entrega pastoral sin límites y al sacrificio de sí mismo.
Raramente, un pastor ha sido hasta este punto consciente de sus
responsabilidades, devorado por el deseo de arrancar a sus fieles del pecado o
de la tibieza. «Oh Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia: acepto
sufrir todo lo que queráis, toda mi vida».
Amados hermanos sacerdotes,
alimentados por el Concilio Vaticano II, que felizmente ha situado la
consagración del sacerdote en el marco de su misión pastoral, busquemos el
dinamismo de nuestro celo pastoral, con San Juan María Vianney, en el Corazón
de Jesús, en su amor por las almas. Si no acudimos a la misma fuente, nuestro
ministerio correrá el riesgo de dar muy pocos frutos
Frutos sorprendentes y abundantes de
su ministerio
5. Precisamente en el caso del Cura de
Ars los frutos han sido sorprendentes, un poco como con Jesús en el Evangelio.
A Juan María Vianney, que consagra a Jesús todas sus fuerza y todo su corazón,
el Salvador, en cierto modo, le entrega las almas. Y se las confía en
abundancia. Su parroquia que solamente tenía 230 personas a su llegada será
cambiada profundamente. Ahora bien, se recuerda que en aquel pueblo había mucha
indiferencia y muy poca práctica religiosa entre los hombres. El obispo había
advertido a Juan María Vianney: «No hay mucho amor a Dios en esta parroquia, tú lo pondrás». Pero muy pronto, incluso
fuera de su pueblo, el cura llega a ser el pastor de una multitud que llega de
toda la región, de diversas partes de Francia y de otros países. Se habla de
80.000 personas en el año 1858. Tienen que esperar a veces muchos días para
poder verlo y confesarse. Lo que atrae no es ciertamente la curiosidad ni la
misma reputación justificada. Por unos milagros y curaciones extraordinarias,
que el santo trataba de ocultar. Es más bien el Presentimiento de encontrar un
santo, sorprendente por su penitencia, tan familiar con Dios en la oración,
sobresaliente por su paz y su humildad en medio de los éxitos populares, y
sobre todo tan intuitivo para corresponder a las disposiciones interiores de
las almas y librarlas de su carga, particularmente en el confesionario. Si,
Dios escogió como modelo de pastores a aquel que habría podido parecer pobre,
débil, sin defensa y menospreciable (6) a los ojos de los hombres, Dios lo
gratificó con sus mejores dones como guía y médico de almas.
Reconociendo también la gracia
particular en el Cura de Ars, ¿no hay en ello un signo de esperanza para los
pastores que sufren hoy un cierto desierto Espiritual?
Actividades apostólicas diversas
orientadas hacia lo esencial
6. Juan María Vianney se consagró
esencialmente a la enseñanza de la fe y a la purificación de las conciencias;
estos dos ministerios convergían hacia la Eucaristía. ¿No habrá que ver en
ello, también hoy, los tres polos del servicio pastoral del sacerdote?.
Si bien el objetivo es ciertamente
agrupar al pueblo de Dios en torno al misterio eucarístico con la catequesis y
la penitencia, son también necesarias, otras actividades apostólicas, según las
circunstancias: a veces, durante años, hay una simple presencia, con un
testimonio silencioso de la fe en ambientes no cristianos; o bien una cercanía
a las personas, a las familias. Y sus preocupaciones; tiene lugar un primer
anuncio que trata de despertar a la fe a los incrédulos y a los tibios; se da
un testimonio de caridad y de justicia compartida con los seglares cristianos,
que hace más creíble la fe y la pone
en práctica. De ahí toda una serie de trabajos o de obras apostólicas que
preparan y fomentan la formación cristiana. El Cura de Ars se las ingeniaba en
tomar iniciativas adecuadas a su tiempo y a sus feligreses. Sin embargo, todas
sus actividades sacerdotales estaban centradas en la Eucaristía, la catequesis
y el sacramento de la reconciliación.
El sacramento de la reconciliación
7. Es sin duda alguna su incansable
entrega al sacramento de la penitencia lo que ha puesto de manifiesto el
carisma principal del Cura de Ars y le ha dado justamente su fama. Es bueno que
ese ejemplo nos impulse hoy a restituir al ministerio de la reconciliación toda
la importancia que le corresponde, y que el Sínodo de los Obispos de 1983 ha
puesto justamente en evidencia (7). Sin el paso de conversión, de penitencia y
de petición de perdón que los ministros de la Iglesia deben alentar y acoger
incansablemente, la tan deseada puesta al día sería superficial e ilusoria.
El Cura de Ars trataba de formar a los
fieles en el deseo del arrepentimiento. Subrayaba la bondad del perdón de Dios.
Toda su vida sacerdotal y sus fuerzas, ¿no estaban consagradas a la conversión
de los pecadores?. Ahora bien, es en el confesionario donde se manifiesta sobre
todo la misericordia de Dios. Estaba totalmente disponible a los penitentes que
venían de todas partes y a los que dedicaba a menudo diez horas al día, y a
veces quince o más. Esta era sin duda para él la mayor de sus ascesis, un
verdadero "martirio"; físicamente, por el calor, el frío o la
atmósfera sofocante; también sufría moral mente por los pecados de que se acusaban
y mas aún por la falta de arrepentimiento: «Lloro por todo lo que vosotros no
lloráis». Además de los indiferentes,
a quienes acogía de la mejor manera posible tratando de despertarlos al amor de
Dios, el Señor le concedía reconciliar a grandes pecadores arrepentidos, y
también guiar hacia la perfección a las almas que lo deseaban. Era sobre todo
en esto en lo que Dios le pedía su participación en la Redención.
Nosotros en efecto, hemos descubierto,
más que en el siglo pasado, el aspecto comunitario de la penitencia, de la
preparación al perdón y de la acción de gracias después del perdón. Pero el
perdón sacramental exigirá siempre un encuentro personal con Cristo crucificado
por mediación de su ministro (8). Frecuentemente, por desgracia, los penitentes
no se presentan con fervor al confesionario como en los tiempos del Cura de
Ars. Ahora bien, donde haya muchas personas que por diversas razones parecen
abstenerse totalmente de la confesión, se hace urgente una pastoral del
sacramento de la reconciliación, que ayude a los cristianos a redescubrir las
exigencias de una verdadera relación con Dios, el sentido del pecado que nos
cierra a Dios y a los hermanos, la necesidad de convertirse y de recibir, en la
Iglesia, el perdón como un don gratuito del Señor, y también las condiciones
que ayuden a celebrar mejor el sacramento, superando así los prejuicios, los
falsos temores y la rutinas (9). Una situación de este tipo requiere al mismo
tiempo que estemos muy disponibles para este ministerio del perdón, dispuestos
a dedicarle el tiempo y la atención necesarios, y, diría también, a darle la
prioridad sobre otras actividades. De esta manera, los mismos fieles serán la
recompensa al esfuerzo que, como el Cura de Ars, les dedicamos.
Ciertamente, como escribía en la
exhortación postsinodal sobre la penitencia (10), el ministerio de la
reconciliación es sin duda el más difícil y el más delicado, el más agotador y
el más exigente, sobre todo cuando los sacerdotes son pocos. Supone también, en
el confesor, grandes cualidades humanas, principalmente una vida Espiritual
intensa y sincera; es necesario que el mismo sacerdote se acerque también
regularmente a este sacramento.
Estad siempre seguros, queridos
hermanos sacerdotes, de que el ministerio de la misericordia es uno de los más
hermosos y consoladores. Os permitirá iluminar las conciencias, perdonarlas y
vivificarlas en nombre del Señor Jesús, siendo para ellas médico y consejero
Espiritual; es la «insustituible manifestación y verificación del sacerdocio
ministerial» (11).
La Eucaristía: Ofrecimiento de la
Misa, comunión y adoración
8. El sacramento de la reconciliación
y el de la Eucaristía están estrechamente unidos. Sin una conversión
constantemente renovada, junto con la acogida de la gracia sacramental del
perdón, la participación en la Eucaristía no logrará su plena eficacia
redentora (12). Al igual que Cristo, que comenzó su ministerio con la
exhortación «arrepentíos y creed en el Evangelio» (13), el Cura de Ars
comenzaba generalmente su actividad diaria con el sacramento del perdón. Mas,
él gozaba conduciendo a la Eucaristía a sus penitentes ya reconciliados. La
Eucaristía ocupaba ciertamente el centro de su vida Espiritual y de su labor
pastoral. Acostumbraba a decir: «Todas las buenas obras juntas no pueden compararse
con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Santa
Misa es obra de Dios» (14). En ella se hace presente el sacrificio del Calvario
para la redención del mundo. Evidentemente, el sacerdote debe unir al
ofrecimiento de la Misa la donación cotidiana de si mismo. «Por tanto, es bueno
que el sacerdote se ofrezca a Dios en sacrificio todas las mañanas» (15). «La
comunión y el santo sacrificio de la Misa son los dos actos más eficaces para
conseguir la transformación de los corazones» (16).
De este modo, la Misa era para Juan
María Vianney la grande alegría y aliento en su vida de sacerdote. A pesar de
la afluencia de penitentes, se preparaba con toda diligencia y en silencio
durante más de un cuarto de hora. Celebraba con recogimiento, dejando entrever
su actitud de adoración en los momentos de la consagración y de la comunión.
Con gran realismo hacía notar: «La causa del relajamiento del sacerdote está en
que no dedica suficiente atención a la Misa» (17).
El Cura de Ars se dejaba embargar
particularmente ante la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Ante el
tabernáculo pasaba frecuentemente largas horas de adoración, antes de amanecer
o durante la noche; durante sus homilías solía señalar al Sagrario diciendo con
emoción: «El esta ahí». Por ello, él, que tan pobremente vivía en su casa
rectoral, no dudaba en gastar cuanto fuera necesario para embellecer la
iglesia. Pronto pudo verse el buen resultado: los feligreses tomaron por
costumbre el venir a rezar ante el Santísimo Sacramento descubriendo, a través
de la actitud de su párroco, el grande misterio de la fe.
Ante tal testimonio, viene a nuestra
mente lo que el Concilio Vaticano II nos dice hoy acerca de los sacerdotes: «Su
oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o asamblea Eucarística»
(18). Y, más recientemente, el Sínodo extraordinario (diciembre de 1985)
recordaba: «La liturgia debe fomentar el sentido de lo sagrado y hacerlo
resplandecer. Debe estar imbuida de reverencia y de glorificación de Dios . . .
La Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana» (19).
Queridos hermanos sacerdotes, el
ejemplo del Cura de Ars nos invita a un serio examen de conciencia. ¿Qué lugar
ocupa la santa Misa en nuestra vida cotidiana? ¿Continúa siendo la Misa, como en
el día de nuestra Ordenación ¡fue nuestro primer acto como sacerdotes! el
principio de nuestra labor apostólica y de nuestra santificación personal?.
¿Cómo es nuestra oración ante el Santísimo Sacramento y cómo la inculcamos a
los fieles?. ¿Cuál es nuestro empeño en hacer de nuestras iglesias la Casa de
Dios para que la presencia divina atraiga a los hombres de hoy, que con tanta
frecuencia sienten que el mundo está vacío de Dios?
Predicación y catequesis
9. El Cura de Ars ponía toda su
atención en no descuidar nunca el ministerio de la Palabra, absolutamente
necesario para acoger la fe y la conversión; y solía decir: «Nuestro Señor, que
es la verdad misma, no da menos importancia a su Palabra que a su Cuerpo» (20).
Es bien sabido cuánto tiempo consagraba él, sobre todo al principio, a elaborar
cuidadosamente sus predicaciones del domingo. Más tarde, podía ya expresarse
con mayor espontaneidad, con convicción viva y clara, y con comparaciones
sacadas de la experiencia cotidiana, tan sugestivas para los fieles. El
catecismo a los niños constituía igualmente una parte importante de su
ministerio, y no era raro ver a adultos que con gusto se unían a los niños para
aprovecharse también de aquel testimonio sin par, que brotaba del corazón.
Tenia la valentía de denunciar el mal
bajo todas sus formas y sin condescendencias, pues estaba en juego la salvación
eterna de sus fieles: «Si un pastor permanece mudo viendo a Dios ultrajado y
que las almas se descarrían, ¡ay de él! Si no quiere condenarse, ante cualquier
clase de desorden en su parroquia, deberá pasar por encima del respeto humano y
del temor a ser menospreciado u odiado». Esta responsabilidad constituía para
él su angustia como párroco. Pero, generalmente, «él prefería presentar la cara
atractiva de la virtud más que la fealdad del vicio», y si ponía ante los ojos
a veces incluso llorando, el pecado y sus peligros para la salvación, no dejaba
de insistir en la ternura de Dios ofendido, y en la dicha de sentirse amado por
Dios, unido a El y vivir en su presencia.
Queridos hermanos sacerdotes, vosotros
estáis convencidos de la importancia del anuncio del Evangelio, que el Concilio
Vaticano II ha puesto entre las funciones primordiales de los sacerdotes (21).
Mediante la catequesis, la predicación y las diversas formas de expresión que
abarcan también los medios de comunicación social, tratáis de llegar al corazón
de los hombres de hoy, con sus esperanzas e incertidumbres, para avivar y
alimentar su fe. A ejemplo del Cura de Ars y siguiendo la exhortación del Concilio
(22), poned todo vuestro empeño en enseñar la Palabra de Dios que llama a todos
los hombres a la conversión y a la santidad.
LA IDENTIDAD DEL SACERDOTE
Ministerio específico del sacerdote
10. San Juan María Vianney viene a
darnos una elocuente respuesta a algunos interrogantes sobre la identidad del
sacerdote, que han aparecido durante los últimos veinte años; si bien, a lo que
parece, se está llegando a posiciones más equilibradas.
El sacerdote encuentra siempre, e
invariablemente, la fuente de su propia identidad en Cristo Sacerdote. No es el
mundo quien debe fijarle su estatuto o identidad según las necesidades o
concepciones de las funciones sociales. El sacerdote está marcado con el sello
del Sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y de
Redentor.
Debido a esa vinculación fundamental,
se abre ante el sacerdote el inmenso campo del servicio a las almas para
llevarles la salvación en Cristo y en la Iglesia. Un servicio que debe
inspirarse totalmente en el amor a las almas, a ejemplo del Señor que entrega
su vida por ellas. Dios quiere que todos los hombres se salven y que ninguno de
sus hijos se pierda (23). «El sacerdote debe estar siempre dispuesto a
responder a las necesidades de las almas» (24), acostumbraba a decir el Cura de
Ars. «El no es para sí mismo, sino para vosotros» (25).
El Sacerdote es para los seglares. Los
anima y sostiene en el ejercicio del sacerdocio común de los bautizados, puesto
muy de relieve por el Concilio Vaticano II el cual consiste en hacer de su vida
una ofrenda Espiritual, dar testimonio del espíritu cristiano en el seno de la
familia, tomar la responsabilidad en las cosas temporales y participar en la
evangelización de sus hermanos. Mas, el ministerio del sacerdote es de un orden
diverso. El ha sido ordenado para actuar en nombre de Cristo-Cabeza, para
ayudar a los hombres a entrar en la vida nueva abierta por Cristo, para
dispensarles sus misterios la Palabra, el perdón y el Pan de Vida, para
reunirles en su cuerpo y ayudarles a formarse interiormente, para vivir y
actuar según el designio salvífico de Dios. En una palabra, nuestra identidad
de sacerdotes se manifiesta irradiando, en modo creativo, el amor a las almas
que Cristo Jesús nos ha comunicado. Los intentos de laicización del sacerdote
son perjudiciales para la Iglesia. Esto, sin embargo, no quiere decir que el
sacerdote pueda mantenerse alejado de las preocupaciones humanas de los
seglares; por el contrario, ha de estar muy cerca de ellos, como Juan María
Vianney, pero como sacerdote, mirando siempre a su salvación y al progreso del
Reino de Dios. Es testigo y dispensador de una vida distinta de la terrestre
(26) . Es algo esencial para la Iglesia que la identidad del sacerdote esté
salvaguardada, con su dimensión vertical. La vida y la personalidad del Cura de
Ars son, a este respecto, un ejemplo luminoso y atrayente.
Su configuración íntima con Cristo y
su solidaridad con los pecadores
11. San Juan María Vianney no se
contentó con el cumplimiento ritual de los actos propios de su ministerio.
Trató de conformar su corazón y su vida al modelo de Cristo. La oración fue el
alma de su vida. Una oración silenciosa, contemplativa; las más de las veces en
su iglesia, al pie del tabernáculo. Por Cristo, su alma se abría a las tres Personas
Divinas, a las que en el testamento él entregaría «su pobre alma». «El conservó una unión
constante con Dios en medio de una vida sumamente ocupada». Y nunca descuidó ni el
oficio divino ni el rosario. De modo espontáneo se dirigía constantemente a la
Virgen.
Su pobreza era extraordinaria. Se
despojó literalmente en favor de los pobres. Rehuía los honores. La castidad
brillaba en su rostro. Sabía lo que costaba la pureza para «encontrar la fuente
del amor que está en Dios». La obediencia a Cristo se traducía, para Juan María
Vianney, en obediencia a la Iglesia y especialmente a su Obispo. La encarnaba
en la aceptación de la pesada carga de párroco, que con frecuencia le
sobrecogía.
Pero el Evangelio insiste
especialmente en la renuncia a sí mismo, en la aceptación de la cruz . . .
Cuántas cruces se le presentaron al Cura de Ars en su ministerio: calumnias de
la gente, incomprensiones de un vicario coadjutor o de otros sacerdotes,
contradicciones, una lucha misteriosa contra los poderes del infierno y, a
veces, incluso la tentación de la desesperanza en la noche Espiritual del alma.
No obstante, no se contentó con aceptar estas pruebas sin quejarse; salía al
encuentro de la notificación imponiéndose ayunos continuos, así como otras
rigurosas maneras de «reducir su cuerpo a servidumbre», como dice San Pablo.
Mas, lo que hay que ver en estas formas de penitencia a las que, por desgracia,
nuestro tiempo no esta acostumbrado son sus motivaciones: el amor a Dios y la
conversión de los pecadores. Así interpela a un hermano sacerdote desanimado:
«Ha rezado . . . ha gemido . . . pero ¿ha ayunado, ha pasado noches en vela . .
.?» (27). Es la evocación de aquella admonición de Jesús a los Apóstoles: «Esta
raza no puede ser lanzada sino por la oración y el ayuno» (28).
En definitiva, Juan María Vianney se
santificaba para ser más apto para santificar a los demás. Ciertamente, la
conversión sigue siendo el secreto de los corazones libres en sus decisiones y
el secreto de la gracia de Dios. Mediante su ministerio el sacerdote ilumina a
las personas, guiándolas en sus conciencias y dándoles los sacramentos. Estos
sacramentos son, en efecto, actos del mismo Cristo, cuya eficacia no disminuye
por las imperfecciones o por la indignidad del ministro. Pero el resultado depende
también de las disposiciones personales de quien los recibe, y éstas son
favorecidas en gran manera por la santidad personal del sacerdote, por su
visible testimonio, así como por el misterioso intercambio de méritos en la
comunión de los santos. San Pablo decía: «Suplo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (29). Podría decirse
que Juan María Vianney quería, en cierto modo, arrancar a Dios las gracias de
la conversión no solamente con sus oraciones, sino también con el sacrificio de
toda su vida. Quería amar a Dios por todos aquéllos que no le amaban y a la
vez, suplir en buena parte las penitencias que ellos no hacían. Era realmente
el pastor siempre solidario con su pueblo pecador.
Amados hermanos sacerdotes, no
tengamos miedo a este compromiso personal marcado por la ascesis e inspirado
por el amor que Dios nos pide para ejercer dignamente nuestro sacerdocio.
Recordemos la reciente reflexión de los Padres sinodales: «Nos parece que en
las dificultades actuales Dios quiere enseñarnos, la manera más profunda, el
valor, la importancia y la centralidad de la cruz de Jesucristo» (30). En el
sacerdote, Cristo vuelve a vivir su Pasión por las almas. Demos gracias a Dios
que de este modo nos permite participar en la Redención con nuestro corazón y
con nuestra propia carne.
Por todas estas razones, San Juan
María Vianney no cesa de ser un testimonio vivo y actual de la verdad sobre la
vocación y sobre el servicio sacerdotal. Conviene recordar la convicción con la
que solía hablar de la grandeza del sacerdocio y de la absoluta necesidad. Los
sacerdotes, al igual que quienes se preparan al sacerdocio y aquéllos que
recibirán la llamada, necesitar¡ fijar la mirada en su ejemplo para seguirlo.
También los fieles, gracias a él, comprenderán mejor el misterio del sacerdocio
de sus sacerdotes. La figura del Cura de Ars sigue siendo actual.
Conclusión para el Jueves Santo
12. Queridos hermanos, que estas
reflexiones reaviven vuestro gozo de ser sacerdotes, vuestro deseo de serlo
todavía más profundamente. El testimonio del Cura de Ars contiene aún muchas
otras riquezas por profundizar. Volveremos nuevamente, y con mayor amplitud,
sobre estos temas con ocasión de la peregrinación que, Dios mediante, tendré la
dicha de llevar a cabo en octubre próximo, acogiendo la invitación que los
Obispos franceses me han hecho para celebrar en Ars el segundo centenario del
nacimiento de Juan María Vianney.
Os dirijo esta primera meditación,
amados hermanos, en la solemnidad del Jueves Santo. En este día del nacimiento
de nuestro sacerdocio nos reuniremos en nuestras comunidades diocesanas para
renovar la gracia del sacramento del Orden y para reavivar el amor que
caracteriza nuestra vocación.
Oiremos a Cristo que, como a los
Apóstoles, nos dice: «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por
sus amigos . . . Ya no os llamo siervos . . . os llamo amigos» (31).
Ante El, que manifiesta el Amor en
toda su plenitud, sacerdotes y obispos, renovaremos nuestras promesas
sacerdotales.
Oremos los unos por los otros, cada
cual por su hermano, y todos por todos. Roguemos al Sacerdote Eterno que el
recuerdo del Cura de Ars nos ayude a reavivar nuestro celo en su servicio.
Supliquemos al Espíritu Santo que llame a su Iglesia a muchos sacerdotes del
temple y santidad del Cura de Ars; nuestra época tiene gran necesidad de ellos
y ha de ser capaz de hacer germinar estas vocaciones.
Confiemos nuestro sacerdocio a la
Virgen María, Madre de los sacerdotes, a quien Juan María Vianney recurría sin
cesar con tierno afecto y total confianza. Para él esto era un ulterior motivo
de acción de gracias: «Jesucristo - decía - tras habernos dado cuanto nos podía
dar, quiere aún dejarnos en herencia lo más precioso que él tenía: su Santa
Madre» (32).
Con todo mi afecto, y junto con
vuestro obispo, os imparto de corazón, mi Bendición Apostólica.
Vaticano, 16 de marzo, quinto domingo
de Cuaresma del año 1986, octavo de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
NOTAS
1. Jn 13,1.
2 Cfr. ibid. 10,11.
3. Cfr. 2 Tim 1,6.
4 Cfr. Jean MarieVianney, Curé D'Ars sa pensé, son coeur,
presentado por Bernard Nodet. Ed. Xavier Mappus, Le Puy, 1985. p. 100; de ahora en
adelante citamos: Nodet.
5 Nodet. p. 14
6. Cfr. 1Cor 1, 27-29.
7. Juan Pablo II, Exhortación
Apostólica Postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de
1984): AAS 77 (1985). pp. 185275.
8. Cfr. Juan Pablo II, Carta
Encíclica Redemptor hominis (4 de marzo de 1979). n. 20: AAS 71
(1979). pp. 313316.
9. Cfr. Juan Pablo II,
Exhortación Apostólica Postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de
diciembre de 1985). n. 28: AAS 77 (198). pp. 250252.
10. Cfr. Ibid., n. 29: AAS
77 (1985), pp. 252256.
11. Juan Pablo II, Carta a
los Sacerdotes para el Jueves Santo 1983. n. 3; AAS 75 (1983), parte
1, p. 419.
12. Cfr. Juan Pablo II, Carta Redemptor
hominis (4 de marzo de 1979). n. 20: AAS 71 (1979). pp. 309313.
13. Mc 1. 15.
14. Nodet. p. 108.
15. Ibid., p.107.
16.Ibid., p.110.
17. Ibid., p.108.
18. Lumen gentium, 28.
19. Synodi Extraordinariae Episcoporum, Relatio finalis,
II, B, b/1 y C/1; cf. Lumen gentium, 11.
20. Nodet, p. 126.
21. Cfr. Presbyterorum ordinis, 4.
22. Cfr. Ibid.
23. Cfr. Mt 18,14.
24. Nodet, p. 101.
25. Ibid., p.102
26. Cfr. Presbyterorum ordinis, 3.
27. Nodet, p. 193.
28. Mt 17,21.
29. Col 1,24.
30. Synodi Extraordinariae Episcoporum, Relatio finalis,
D/2.
31. Jn 15, 13-15.
32. Nodet, p. 252.
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