CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL
BASÍLICA SAN PABLO
EXTRAMUROS
Miércoles 9 junio
Hermanos y Hermanas.
Queridos Sacerdotes.
Comenzamos hoy las celebraciones del Encuentro Internacional
de los Sacerdotes con el Papa para la clausura del Año Sacerdotal, promulgado
en ocasión del 150 aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars. Vosotros,
queridos Presbíteros, invitados paternalmente por el Santo Padre, habéis venido
al encuentro desde todas las partes del mundo y representáis a los presbíteros
de toda la Iglesia. Sois varios miles, con tantas esperanzas y aspiraciones. Es
por eso que nosotros, aquí en Roma, queremos acogeros con inmensa alegría,
fraternidad y cordialidad. ¡Sed bienvenidos! Aquí en Roma, nosotros os amamos y
os reconocemos por aquello que sois y por todo lo que hacéis en todos los
lugares como presbíteros en la vida y en la misión de la Iglesia, pero en
manera particular en las comunidades locales, tantas veces lejanas,
desconocidas, humildes y sufridoras del mundo entero. Vosotros hacéis que allí
la Iglesia sea real, viva y fecunda de salvación para la gente, sobre todo para
los pobres y los marginados. Por eso – repito – sed bienvenidos y que vuestro
encuentro aquí, en Roma, esté lleno de experiencias eclesiales, que os
confirmen en la vocación y en la misión.
El grande objetivo del Año Sacerdotal ha sido renovar en
cada presbítero la conciencia y la actuación concreta de su verdadera identidad
sacerdotal y de su específica espiritualidad con el fin de continuar de nuevo
la misión en forma renovada. Ciertamente, tal renovado proseguimiento y tal
profundización de la identidad y de la espiritualidad harán que se camine por
la vía de la continua y renovada conversión, propia de los discípulos del
Señor, tanto necesaria para los Sacerdotes que, además de ser discípulos con
los otros discípulos son pastores de la comunidad de discípulos. La conversión
renovada y profunda hará que el corazón del presbítero esté siempre abierto
para asumir siempre de nuevo, con coraje y determinación, la misión recibida del
Señor. Verdaderamente, la misión ad
gentes y la nueva evangelización misionera en las tierras ya evangelizadas
es siempre de mayor urgencia y pide que se actualicen “con nuevo ardor
misionero, nuevos métodos y nuevas expresiones” (Juan Pablo II). Nuestro amado
Papa Benedicto XVI, hablando de la urgencia misionera, ha dicho justamente que
“no basta conservar las comunidades existentes, aunque esto es importante” (Discurso a los Obispos alemanes, 2005).
Esto significa que es urgente levantarse e ir en misión. Es esto que el
Espíritu Santo, en este encuentro internacional, quiere renovar en todos
nosotros.
En esta Misa en memoria del apóstol Pablo, las lecturas que
acabamos de escuchar nos proponen justamente el tema del encuentro de Saulo con
Jesús resucitado, su conversión, vocación y misión. Sirve como itinerario
espiritual para cada sacerdote. Saulo se encuentra con el Señor resucitado, o
mejor, el Señor alcanza a Pablo y se hace reconocer por él en un momento de
intenso y profundo encuentro. Pablo se rinde ante el Señor, cree en El y se
convierte a El en manera incondicional y sin reservas. Desde aquel entonces lo
seguirá como discípulo fiel por el rsto de su vida. El Señor lo llama y lo
envía en misión entre la gente. He aquí el itinerario a seguir, propuesto
también hoy a nosotros, sacerdotes de Cristo.
Ciertamente el presbítero es un discípulo de Jesús, que ha
sido alcanzado por Jesús, en el misterio de su infinita misericordia. Amado por
El con un amor de elección y de predilección y llamado por El para configurarse
a El, el Señor muerto y resucitado, Cabeza y Pastor del pueblo de Dios y
enviado por El para la misión en todo el mundo. Esto ha sucedido en el momento
de la ordenación sacerdotal. En efecto, en la ordenación hemos sido configurados
a Cristo, Cabeza y Pastor. De esta manera, además de ser discípulos por la fe y
el Bautismo, somos también cabezas y pastores de la comunidad de los
discípulos. Por la fe y el Bautismo, con todos los otros discípulos, formamos
parte del sacerdocio común de los fieles, pero por la ordenación sacerdotal
hemos sido confirmados con el sacerdocio ministerial, esencialmente diferente
del sacerdocio común de los fieles, porque nos ha hecho cabezas y pastores de
la comunidad de discípulos. San Agustín lo ha dicho dirigiéndose a la
comunidad: “Con vosotros soy cristianos, pero para vosotros soy obispo”. El
Santo Cura de Ars ha dicho que “el sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”.
Esto quiere decir que Jesús ha amado a la humanidad hasta el fin e por eso ha sido
constituido Sumo Sacerdote para nuestra salvación y ha llamado a algunos
hombres entre sus discípulos para configurarlos a El, el único Sacerdote de la
Nueva Alianza, para que ellos continuaran su obra sacerdotal en el mundo el
decurso de la historia.
Volviendo a las lecturas de nuestra liturgia eucarística,
vemos que tratan sobre todo de la misión y nos proponen como modelo al apóstol
Pablo, el gran e insuperable misionero de Jesús resucitado. El mismo Pablo, en
un cierto momento, todavía al comienzo de su actividad misionera, cuando fue
rechazado por los judíos en Antioquía de Pisidia, les dijo: “Era necesario que
fuera anunciada la palabra de Dios primeramente a vosotros, pero ya que no la
aceptáis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, nos dirigimos a los
paganos”. Así nos lo ha mandado el Señor: Yo te he puesto como luz para los
gentiles, para que tu lleves la salvación hasta los confines de la tierra” (Hech. 13, 46-48). Queridos presbíteros,
estas palabras están dirigidas por Cristo a cada uno de nosotros: “Yo te he
puesto como luz para las gentes, para que tu lleves la salvación hasta los
confines de la tierra”. Esta es una vocación y una misión de altísimo
significado y de enorme responsabilidad, por lo cual debemos siempre de nuevo
postrarnos con gran humildad delante del Señor como hombres indignos e
incapaces solos, pero confiados y alegres en la potente gracia de Dios, que nos
ha hecho sus instrumentos y ministros. Pidamos con siempre renovado fervor el
don del Espíritu Santo para tal empresa, que supera las fuerzas y la capacidad
humana. Sólo El puede hacer que sea eficaz nuestro servicio misionero.
Así pues, debemos ser muy conscientes de la actual urgencia
misionera. Sintámonos una vez más convocados por el Señor y enviados. Es
necesario que nos levantemos y que vayamos en misión por todos los lugares. Por
un lado, la descristianización de los países de antigua evangelización, por
otro, la nueva evangelización, que muchas veces deberá ser una verdadera
primera evangelización, más allá del primer anuncio de Jesucristo en los países
y en los ambientes en sentido estricto llamados tierras y ámbitos de misión “ad gentes”, muestran la inmensidad de la
obra misionera todavía a desarrollar. El envío de Cristo resuena hoy para
nosotros: “Id por el mundo entero y predicad el Evangelio a toda creatura” (Mc. 16, 15).
Los destinatarios de nuestra misión son todos, pero en
manera particular los pobres. Son ellos los predilectos de Dios y el mismo
Señor afirmó que había venido al mundo para evangelizar a los pobres. Todavía
hoy en día son centenares de millones los seres humanos que deben vivir en dura
pobreza y hasta en la miseria y en el hambre. Estos son los marginados y
excluidos de la mesa de los bienes materiales, sociales, culturales y, tantas
veces, también excluidos de la mesa de los bienes espirituales. Son ellos los
primeros que tienen el derecho de recibir la buena noticia de que Dios es un
Padre, que los ama sin reservas y que no aprueba las condiciones deshumanas en
las que los pobres viven, sino que quiere que ellos también les vengan
reconocidos los derechos humanos, les sean respetados y concretamente, les sean
realizados. La evangelización y la verdadera promoción humana no pueden estar
separadas. Hablando de la misión entre los pobres, sobre todo en las periferias
de las ciudades y en el campo, el Santo Padre dijo: “En este esfuerzo
evangelizador la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales
enviando sobre todo en las casas de las periferias urbanas y desde el interior
sus misioneros, laicos y religiosos, buscando de dialogar con todos en espíritu
de comprensión y de delicada caridad. Todavía, si las personas allí encontradas
viven en una situación de pobreza, es necesario ayudarlas como hacían las
primeras comunidades cristianas practicando la solidariedad con el fin de que
se sientan verdaderamente amadas. La gente pobre de la periferia de las
ciudades o del campo tiene necesidad de sentir la proximidad de la Iglesia, sea
en la ayuda de las necesidades más urgentes, sea en la defensa de sus derechos
y en la promoción común de una sociedad fundada sobre la justicia y la paz. Los
pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el Obispo, formado a
imagen del Buen Pastor, debe prestar particular atención y ofrecer el bálsamo
de la fe, se dejar aparte el “pan material”. Como he podido subrayar en la
Encíclica Deus caritas est. “la
Iglesia no puede dejar el servicio de la caridad, de la misma manera que no
puede renunciar los Sacramentos y la Palabra” (n. 22, Discurso a los obispos brasileños, 2007).
Los medios para vivir y actuar su vocación y su misión, el
presbítero los encuentra, sobre todo, en la Palabra de Dios, en la Eucaristía y
en la oración. El contacto diario con la Palabra de Dios, en particular, en la
forma de la lectio divina y del
estudio de la teología es indispensable para profundizar su adhesión a
Jesucristo y alimentar el contenido de su evangelización. A su vez, la
Eucaristía es centro y culmen de la vida de la Iglesia y, de esta manera, de la
vida del presbítero. Además, el contacto del presbítero con la Eucaristía tiene
un significado para él muy particular y esencial, porque el sacerdocio católico
ha nacido en el contexto de la institución de la Eucaristía en la Última Cena
del Señor con sus discípulos. El sacerdote es el ministro de la Eucaristía.
Además, como afirma la Presbyterorum
Ordinis: “Todos los sacramentos, como también todos los ministerios
eclesiales y las obras de apostolado están estrechamente unidos a la sagrada
Eucaristía y a ella están ordenados. Esto es, en la sagrada Eucaristía está
encerrado todo el bien espiritual de la Iglesia, o sea, el mismo Cristo,
nuestra Pascua, pan vivo que, mediante su carne vivificada por el Espíritu
Santo y vivificante da la vida a los hombres” (n. 5). Es por eso que todo el
ministerio del presbítero está ordenado a la Eucaristía y parte de la
Eucaristía para la misión. La misión busca de llevar nuevos discípulos a la
mesa del Señor y de la mesa eucarística los discípulos parten de nuevo para la
misión. Ella debe ser el respiro permanente del corazón del presbítero o,
mejor, es el respiro del Espíritu Santo en el presbítero. Nunca hay que ahogar
este respiro, esencial para la vida del sacerdote. Verdaderamente tantos otros
medios, importantes para alimentar la espiritualidad del presbítero, se
deberían señalar, pero estos tres, a saber, la Palabra de Dios, la Eucaristía y
la oración son los centrales.
Queridos sacerdotes, os deseo de corazón una feliz estancia
en Roma y, sobre todo, buenos frutos para vuestra vida y vuestra misión. El
Santo Padre quiere recibiros, mostrarles su amor, invitarlos a la caridad
pastoral en el mundo de hoy y confirmaros en el ministerio sacerdotal. Jesús ha
dicho: “No he venido para condenar el mundo, sino para salvar el mundo” (Jn.
12, 47).
Continuamos nuestra celebración eucarística. Será este un
fuerte momento de encuentro con Jesucristo, muerto y resucitado. Un encuentro
transformante, rebosante de nueva vida y de gran alegría. Cantemos y alabemos
al Señor, dándole las gracias, hoy en manera particular, por su amor, por su
confianza hacia nosotros, por la gracia del sacerdocio con el que nos ha
marcado. Renovemos delante de El nuestra fidelidad, dispuestos e ser iluminados
y rejuvenecidos por su fidelidad al Padre y a la misión. Amén.
Cardenal
Cláudio Hummes
Arzobispo
Emérito de São Paulo
Prefecto de la
Congregación para el Clero