Argentina Rosario Mensaje

 

MENSAJE A LOS SACERDOTES DE ROSARIO CON MOTIVO DE LA CLAUSURA DEL  AÑO SACERDOTAL

 

Queridísimo y Excelentísimo Arzobispo Mons. José Luis Mollaghan

Queridísimos Sacerdotes

 

 

El 11 de junio del presente año, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre clausuró el Año Sacerdotal con una solemne Misa, en Plaza de San Pedro, concelebrada por 15.000 sacerdotes, venidos de los cinco continentes. Fue una celebración verdaderamente memorable y significativa, entre otras cosas porque se trató de la concelebración más numerosa de la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy. Se veía que el Papa estaba muy contento y feliz. Los días anteriores, el 9 y el 10 de junio, fueron jornadas llenas de celebraciones, conferencias, encuentros y otras iniciativas para los sacerdotes que se ya encontraban en Roma. Las concelebraciones eucarísticas en la Basílica de San Pablo extramuros y en la Basílica de San Juan de Letrán fueron momentos que los sacerdotes apreciaron mucho y sirvieron como apropiada  preparación espiritual para la concelebración eucarística final con el Santo Padre. La tarde del 10 de junio, tuvo lugar la grande Vigilia en la Plaza de San Pedro, con testimonios de sacerdotes, laicos y religiosos que hablaron del sacerdocio y del significado del Año Sacerdotal, hubo también oraciones, cantos y música, y sobre todo la valiosa participación del Santo Padre, que fue largamente aplaudido por los  miles de sacerdotes y fieles presentes. El Papa habló a los sacerdotes, respondiendo espontáneamente a cinco preguntas que le hicieron cinco sacerdotes, uno por cada continente. Sus palabras fueron sabias y alentadoras, que exhortaban a todos los sacerdotes a renovar la conciencia de la identidad sacerdotal, la humildad necesaria para acogerla, la espiritualidad para vivirla y la gran responsabilidad que tal identidad comporta para cada sacerdote.

         De buen grado quisiera recordar algunos de los temas tratados por el Santo Padre en su inolvidable homilía de clausura, durante la Eucaristía concelebrada el día 11 junio. Hablando del sacerdocio, el Papa ha querido conducirnos a los orígenes divinos del sacerdocio en el corazón de Dios. Dijo el Santo Padre: “Las religiones del mundo, […] han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él”. En la Biblia, ya en el Antiguo Testamento, pero sobre todo en el Jesús de los Evangelios, se ha revelado el único Dios verdadero, un Dios que es amor, que es comunidad de tres Personas que se aman infinitamente y viven de este amor mutuo, el Dios Creador de todas las cosas, que ama, sin medida, también a la humanidad y se acerca a cada uno de nosotros, “ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14)”. Lo maravilloso e inaudito es que Dios nos ama verdaderamente y está muy cerca de cada uno de nosotros. Sí, “Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento –dice el Papa– debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios”.

         Con esas palabras el Santo Padre identifica el origen amoroso del sacerdocio, es decir, el sacerdocio nacido del profundo misterio del corazón de Dios, que ama a la humanidad. Un Dios que nos ama, que se preocupa por nosotros y no quiere perdernos. En esta luz, el presbítero debe entender su ministerio presbiteral. Tanto el ministerio de la Palabra, como el de la santificación y, asimismo, el ministerio de presidir como pastor la comunidad de los fieles. De ese modo, se concretiza la caridad pastoral. Por eso, Jesús resucitado preguntó a Pedro por  tres veces “Pedro, ¿me amas?” y Pedro respondió “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” y Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”. El amor es siempre la petición fundamental para ser sacerdote y pastor. El sacerdote, a través de su ser, de su testimonio y de su actividad pastoral, debe hacer visible y permanente en la historia y para cada ser humano el reflejo de la cercanía de Dios, del amor apasionado de Dios a cada persona humana, de ese “ocuparse amorosamente de todos y cada uno de nosotros” propio de nuestro Dios, el verdadero Dios revelado en Jesucristo. ¡Gran sublimidad ser sacerdote, pero también gran responsabilidad! En nosotros, los sacerdotes, los hombres deben poder experimentar la cercanía amistosa y paternal de Dios.

         En la misma homilía, el Santo Padre, afirmando que en el sacerdote Dios ha querido permanecer cercano a los hombres, dijo que “Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio» […].De este modo, el don [del que nosotros, los sacerdotes, hemos sido revestidos] se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad.”.

         Queridos sacerdotes, he aquí como el Papa ha querido hacernos entrar en el núcleo más profundo del significado de nuestro sacerdocio. Con ello, el Santo Padre nos anima, en el momento de la clausura del Año Sacerdotal, a retomar y vivir con gozo y con humilde gratitud nuestro sacerdocio.

Todo el Año Sacerdotal ha querido ser, según las palabras de convocación, un año “para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio  y “para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea”. Es por ello por lo que desde el principio este año especial ha querido ser un año positivo y propositivo en el que la Iglesia ha querido decir, sobre todo a los sacerdotes, pero también a todos los cristianos, que ama a sus sacerdotes, que los admira y reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Ha querido ser asimismo una ocasión para un intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología del sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad. Un año de oración de los sacerdotes, con los sacerdotes y para los sacerdotes. Un año de celebraciones religiosas y publicas, que condujesen al pueblo, a las comunidades locales, a rezar, a meditar, a festejar y a presentar el justo homenaje y apoyo a sus sacerdotes.

Sin embargo, durante este año se hizo necesario, por diversas circunstancias y de manera ineludible, afrontar con nuevas medidas y procedimientos el gravísimo problema de los abusos sexuales cometidos por algunos sacerdotes, delitos horribles e inaceptables, de los cuales los culpables deberán responder ante Dios y ante los tribunales, también ante los civiles; y al mismo tiempo, la necesidad absoluta de pedir perdón a las víctimas y ofrecerles un justo apoyo. Un año, por tanto, también de penitencia humilde y de purificación.

 

         El Año Sacerdotal ha sido muy bien acogido en toda la Iglesia, especialmente por parte de los sacerdotes y el pueblo de los fieles. Ha sido un año de grandes gracias y ha despertado muchas nuevas esperanzas.

         Quisiera, antes de concluir, subrayar otro aspecto de este año, es decir, la llamada a la urgencia misionera en todo el mundo. Todos nuestros países son ahora tierra de misión en el sentido estricto de la palabra. El Año Sacerdotal ha intentado despertar esta tarea misionera esencial e ineludible confiada a cada presbítero. Es realmente necesario encender en nuestros presbíteros un nuevo fuego, una nueva pasión para alzarse e ir al encuentro de las personas, allí donde viven y trabajan, para llevarles de nuevo el Kerigma, el primer anuncio de la persona de Jesucristo, muerto y resucitado y de su Reino, conduciéndoles a un encuentro personal primero y después comunitario con el Señor. Benedicto XVI, refiriéndose a la situación de nuestros países de secular tradición cristiana, ha dicho: “Debemos reflexionar seriamente sobre el modo en el que hoy podamos realizar una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. […] No basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante”, sino que tenemos necesidad de una verdadera misión. No basta acoger a las personas que nos vienen a las parroquias o a las rectorías. Es necesario urgentemente levantarse y andar a la búsqueda, ante todo, de tantísimos bautizados, que se han alejado de la participación a la vida de nuestras comunidades y, después, hacia todos aquellos que poco o nada conocen a Jesucristo. La misión ha renovado siempre a la Iglesia. Lo mismo acontece a los sacerdotes cuando van a la misión. La misión renueva al sacerdote.

No podemos tener miedo o quedarnos inmóviles dentro de nuestra casa. El Señor nos llama a la misión: ““Id a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda creatura” (Mt 16, 15). “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Podemos añadir esta otra palabra de Jesús, tan significativa para nuestro tiempo: “No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo” (Jn 12, 47). No nos limitaremos, pues, ha esparcir la semilla de la Palabra de Dios sólo desde la ventana de nuestra casa parroquial, sino que iremos al campo abierto de nuestra sociedad, comenzando por los más pobres, llegando a todos los niveles e instituciones de la sociedad. Iremos a visitar a las familias, de puerta en puerta. Comencemos escuchando a las personas que se fían de nosotros, nos hablarán de sus penas, de sus sufrimientos, de sus necesidades, pero también de sus esperanzas y aspiraciones. Luego, podemos abrir con ellas una página del Evangelio y anunciarles la persona de Jesús, muerto y resucitado, y su Reino. Recemos con ellos y, si son pobres, ayudémosles a salir de la pobreza y de la miseria.

         Lo pobres ha sido siempre los primeros destinatarios de la misión. Dijo el Papa en su visita a Aparecida: “En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos, tratando de dialogar con todos con espíritu de comprensión y de caridad delicada. Sin embargo, si las personas con quienes se encuentran viven en una situación de pobreza, es necesario ayudarlas, como hacían las primeras comunidades cristianas, practicando la solidaridad, para que se sientan amadas de verdad. La gente pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz.

Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el obispo, formado a imagen del buen Pastor, debe estar particularmente atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el "pan material". Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, ‘la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos y la Palabra" (n. 22)’” (Disc. a los obispos brasileños, 11.5.2007).

         Concluyo deseándoos, queridos sacerdotes y querido hermano arzobispo, todas las bendiciones de Dios al final de este Año Sacerdotal. Estamos seguros de que esta conclusión no será un final, como si el Año Sacerdotal pudiera considerarse un hecho del pasado. Al contrario, se trata de un momento fuerte y significativo de un camino que debe perdurare y dar frutos desde hoy en adelante para los sacerdotes, los seminaristas y para toda la Iglesia. ¡Que Dios os bendiga!

 

Cardenal Cláudio Hummes

Arzobispo Emérito de São Paulo

Prefecto de la Congregación para  el Clero