ENTREVISTA – Vida Nueva 5 marzo de 2011

 

Celso MORGA – SECRETARIO DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Texto: Darío Menor

 

Cómo vivir el sacerdocio

 

 

"El sacerdote tiene que ser un hombre muy sobrenatural y muy humano"

 

Nunca un abuso o una denuncia debe quedar en el vacío

 

"El celibato no debe ser visto como una imposición"

 

 

"El sacerdote tiene que ser  un hombre muy sobrenatural y muy humano". Tras 23 años trabajando en la Congregación para el Clero, de la que acaba de ser nombrado secretario, el arzobispo Celso Morga tiene muy claro cómo debe vivirse el sacerdocio. En vísperas de la celebración del Día del Seminario, reco­mienda a estos centros que no olviden estas dos dimensiones en su formación, define el celi­bato como un "manantial que ofrece unas posibilidades in­mensas de felicidad" y enmarca los abusos sexuales a menores que se han dado en la Iglesia dentro del "pansexualismo" de nuestra sociedad.

 

¿Cómo debe ser hoy en día un sacerdote?

Pienso en el sacerdote como fue delineado por el Concilio Vaticano II y, en concreto, en la constitución Lumen Gentium y en el decreto Presbyterorum Ordinis. Es ahí donde la Iglesia ha fotografiado lo que quiere que sea un sacerdote católico hoy. Después, esa figura ha sido actualizada por documentos posteriores, algunos de ellos publicados por esta Congre­gación. Es en la roca firme del magisterio de la Iglesia donde tenemos que buscar qué es el sacerdote y qué quiere la Iglesia y Cristo que sea para nuestros tiempos. El sacerdote es un hombre consciente de lo que lleva entre manos, del don recibido de Dios, es un pastor que se da cuenta de la misión de la Iglesia. Tiene, por tanto, que ser el transmisor de esa vida divina que la Iglesia lleva en su seno. Al mismo tiempo, debe ser un hombre muy sobre­natural y muy humano. Debe saber siempre comprender y perdonar aun cuando hay que corregir. Se deben tener todas esas virtudes que los hombres aprecian, como la sinceridad o la laboriosidad. Todas estas vir­tudes hacen que la convivencia sea familiar y humana.

 

¿Piensa que estas caracte­rísticas se están inculcando en los seminarios?

Se intentan inculcar, pero, obviamente, hay fallos. En es­tos momentos, la formación fundamental que nos falta es humana y sobrenatural. La in­telectual se cuida más en estos últimos tiempos, mientras que la pastoral se adquiere con la práctica. Es importante que la entera formación – seminarista y permanente – sean en perfecta unión en una línea armónicamente continua.

 

¿Cómo definiría esa dimen­sión sobrenatural y cómo de­bería ser desarrollada?

Es la identificación con Cris­to. Supone decir: voy a entregar toda mi vida a Cristo; por tanto, para mí, Él va a ser el centro de mi existencia, con esa nota específica añadida que supone el celibato apostólico. Cristo va a ser también la fuente de mis afectos, de mis sentimientos y, por tanto, voy a tener una unidad con Cristo fuerte y du­radera. El Papa hablaba en su homilía del 5 de febrero de la perseverancia, que es funda­mental en la misión sacerdotal. Esta debe ser duradera, para toda la vida. Esa es la dimen­sión sobrenatural.

 

Citaba la cuestión humana cuando hablaba de la forma­ción. ¿Cree que en los semina­rios se presta suficiente aten­ción a la dimensión emotiva e incluso sexual de los futuros sacerdotes?

Estas cuestiones se deberían tratar en los seminarios. La for­mación humana en el sacerdote debe ser muy exigente. Se lle­va al hombre a una dimensión que supera, en cierta forma, su propia condición de hombre, ya que, con la gracia de Cristo, está dando todo lo que uno puede dar por sí mismo. Por tanto, esa dimensión humana tiene que ser muy cuidada, incluyendo la dimensión sexual y afectiva, para formar hombres auténti­cos. Debemos, además, tener en cuenta que vivimos en una sociedad pansexualista, pero, al mismo tiempo, puritana. Se incita a través de los medios a vivir una vida sexual total­mente libre y sin ningún tipo de responsabilidad, pero, a la vez, se es muy duro y puritano con quien ha caído o ha sobre­pasado los límites. Esta situa­ción afecta a toda la sociedad, incluido el clero. Los semina­rios se tienen que dar cuenta de que vivimos en esta situación de pansexualismo, donde todo nos habla del sexo como final y goce máximo, que puede ser usado sin ninguna responsabi­lidad, pero en la que luego se nos van a pedir cuentas. Esta situación de la sociedad llevada a los seminarios impone que los formadores estén muy atentos a esta dimensión. Es fundamen­tal para la vida sobrenatural del sacerdote y para su labor pastoral.

 

El individualismo

 

Algunos sacerdotes jóvenes sostienen que una herramien­ta útil para evitar desvíos es combatir el individualismo y tener una mayor fraternidad sacerdotal. ¿Cómo se puede, desde su dicasterio, impulsar este hermanamiento?

El Concilio ha querido la fraternidad, los documentos posteriores la inculcan siem­pre y nosotros la estamos hoy impulsando. En cualquier caso, es difícil para los sacerdotes salir del individualismo, ya que son educados para ser lí­deres. Entre jefes es difícil que se viva la fraternidad. Aun así, hay que vivirla y salir del indi­vidualismo, es fundamental para no caer en desórdenes. Gracias a mi experiencia en la Congregación, puedo decir que cuando un sacerdote pide dejar el sacerdocio, el motivo primero no es el afectivo o el sexual, sino que casi siempre se debe a que se ha sentido solo, abando­nado. No ha encontrado apoyo entre los otros sacerdotes, el obispo o los fieles. Ciertamente, a veces no es fácil solucionar estos problemas humanos que se pueden dar en la vida mi­nisterial y pastoral, pero hay que ir en esa dirección: hay que formar personas que sean muy humanas y muy abiertas al prójimo, muy dispuestas a vivir la fraternidad.

 

Una de las consecuencias más duras de esos problemas huma­nos a los que se refiere son los abusos sexuales. ¿Cómo piensa que se puede acabar para siem­pre con este problema?

La solución la está dando Be­nedicto XVI, que nos ha dicho que seamos tremendamente va­lientes en esto. Hay que afron­tar los casos de pedofilia con sinceridad y valentía, cooperar con las autoridades civiles y atajar la cuestión desde sus inicios. En el momento en que surgen los primeros indicios de que hay abusos, la autori­dad eclesiástica se lo tiene que tomar muy en serio y realizar una investigación, la cual per­mite tener un cuadro claro de la situación. Nunca un abuso o una denuncia debe quedar en el vacío. Ha de investigarse siempre. Los casos que se han dado son pocos si se ponen en referencia con el número total de sacerdotes, pero es que no se debe dar ninguno. Nues­tro trabajo pastoral y nuestra misión es de tal delicadeza y amor hacia los hombres que no se puede aprovechar para cometer abusos.

Así pues, se debe poner el máximo cuidado, a pleno ritmo, en el discernimiento vocacional, en una sinfonía fuerte y al máximo equilibrada.

 

La pederastia supone una traición al propio ministerio y a la Iglesia. ¿Entiende que haya católicos que renieguen de su fe por esta situación?

Ciertamente ha habido casos así. Se crean traumas en las víc­timas y en sus familiares que deben ser superados. Son si­tuaciones vitales que, además, se sufren en momentos muy delicados, como la adolescen­cia. Se entiende, por tanto, que se pueda sufrir mucho y que cueste superarlo. En todo caso, la Iglesia es siempre madre. No debemos caer en el extremo opuesto de negar misericordia y ser justiciero con quien ha cometido el abuso. Primero, por supuesto, hay que ocuparse de las víctimas, pero no se puede olvidar al abusador. Son casi siempre personas enfermas que necesitan cura. Los casos que he podido tratar me han hecho ver que casi siempre se trata de per­sonas enfermas. Este tipo de actuaciones no se entienden en una persona normal.

 

¿Cómo se podría recuperar el afecto hacia la figura del sacer­dote de parte de las personas que han sufrido los abusos y de la propia opinión pública?

El Papa, en estos últimos viajes, siempre ha defendido a las víctimas, concediéndoles audiencias y tratándolas con gran afecto y comprensión. Por otro lado, la Iglesia ha hecho un gran esfuerzo para compensar, al menos econó­micamente, estos casos. Hay diócesis que están en graves dificultades financieras por ello. Debemos pedir perdón y seguir adelante, no podemos quedarnos encasquillados allí. Esto ha ocurrido y no se debe repetir porque sabemos las causas, como el abandono de la disciplina eclesiástica de los años 60 a los 80 en los seminarios, como contrapartida de desviaciones en campo teológico y a visiones mundanas. Hay que pedirle al Señor que no se produzca nun­ca más un abuso. Repito que el problema está en la sociedad, que está enferma. Si entre todos no ponemos remedio, al final veremos que será legalizada la pedofilia. Ya hay partidos políticos que luchan por ello. Al final, se encontrará una excusa para legalizarla. El problema es que cuando se liberaliza to­talmente el sexo y se le vacía de responsabilidad y límite, tras el sexo natural se recurre a otras formas. Esos aviones que van cargados de adultos a países pobres para mantener relaciones sexuales con niños dan también una muestra de que estamos en una sociedad enferma. El problema, por supuesto, está en la Iglesia, lo que es una vergüenza, pero también lo tenemos todos.

 

Ha hablado antes del celiba­to. Cíclicamente surgen voces que piden un debate sobre su abolición. ¿Piensa que acabar con él permitiría que los sa­cerdotes tuvieran una mayor estabilidad emotiva que les permitiese estar mejor inser­tados en la sociedad?

El celibato es una exigen­cia muy grande que la Iglesia latina pide a sus sacerdotes. Hace falta una formación muy amplia para afrontarlo. El celi­bato da a la Iglesia católica una fuerza apostólica, de expansión y de servicio a la gente, enorme. La Iglesia latina siempre se ha mantenido firme durante su historia en esta norma porque ha encontrado en ella una ri­queza muy grande para el mi­nisterio del sacerdote.

No se olvide que el Sumo Sacerdote, Jesús, que ha vivido en manera célibe, ha pedido a los Apóstoles que le siguieran abandonándolo todo; las señales son claras. Antes de que exista una disciplina existe una singular conveniencia teológica y una forma de vida apostólica.

Dedicados a los demás

 

¿Cuál es esa riqueza de la que habla?

Un hombre célibe que vive bien su condición es una per­sona totalmente dedicada a los demás. Figuras como Juan Pablo II o san Juan Bosco no se entienden sin el celibato. Tampoco se entiende la uni­versalidad de la Iglesia cató­lica sin él. Hay que leer los estudios profundos sobre el celibato para saber que no es una norma medieval, sino que viene de más atrás, de los primerísimos siglos de la Iglesia, por no decir de los apóstoles. Ahí coincide la Iglesia latina con la ortodoxa, la cual pide a los obispos que sean célibes. Cuando se habla de los apósto­les se pide que sean "maridos de una sola mujer", pero, si se quedan viudos, no pueden volver a casarse. Además, en el mismo matrimonio se in­sistía en la abstinencia. Des­de los principios de la Iglesia se ha visto una relación muy profunda entre el celibato y el ministerio sacerdotal, por esa identificación profunda que el sacramento te da con Cristo. Después, la Iglesia ortodoxa, por motivos históricos, ha permitido que los sacerdotes se casen. Se trata de un tema muy delicado, que exi­giría por parte de todos mucho estudio y profundización. Hay que ver por qué razón la Iglesia lo pide, aun dándose cuenta de que es muy exigente y de que supone tantos problemas de tipo práctico. Para el sacerdo­te, el celibato no debe ser vis­to como una norma canónica, como una imposición. Si lo ves así, estás perdido. El celibato es una gracia que Dios te concede al llamarte al sacerdocio. Y que, además, está viva dentro de ti. Es un manantial que permite vivir el sacerdocio dándolo todo por Cristo e por los demás. Da unas posibili­dades inmensas de felicidad si se vive bien. La forma de asu­mirlo da una riqueza enorme, lo que no significa que no conlleve obstáculos y tentaciones.

 

¿Hay suficiente conocimien­to, respeto y colaboración entre los sacerdotes religiosos y los diocesanos?

Se ha recorrido mucho cami­no en esto. Antes, la cosa era más difícil. Creo que ahora los religiosos se han entregado mu­cho más en las diócesis y que la posibilidad de colaboración es mejor. No creo que sea un tema que preocupe mucho hoy a los obispos. Los mismos reli­giosos necesitan esta apertura; antes tenían más fuerza. Por la experiencia en este dicasterio puedo decir que surgen pocas prácticas de conflictos de este tipo.