L'OSSERVATORE ROMANO
edición en lengua
española - número 13
página 10 - domingo 27
de marzo de 2011
S.Em. CARD. Mauro Piacenza [*]
Residuo preconciliar y mera ley eclesiástica. Estas
son, en definitiva, las principales y más dañinas objeciones que vuelven a
aflorar al renovarse periódicamente el debate sobre el celibato sacerdotal. Y,
sin embargo, nada de esto tiene fundamento real, tanto si se miran los
documentos del concilio Vaticano ii, como si se consulta el
magisterio pontificio. El celibato es un don del Señor que el sacerdote está
llamado a acoger libremente y a vivir en plenitud.
De hecho, si se examinan los
textos, se nota ante todo la radical continuidad entre el magisterio anterior
al Concilio y el magisterio sucesivo.
Aun con énfasis
a veces sensiblemente diferentes, la enseñanza papal de los últimos decenios,
desde Pío xi hasta Benedicto xvi, concuerda en fundar el
celibato en la realidad teológica del sacerdocio ministerial, en la configuración
ontológica y sacramental con el Señor, en la participación en su único
sacerdocio y en la imitatio Christi que implica. Así pues, sólo una incorrecta
hermenéutica de los textos del Vaticano ii —comenzando por el decreto Presbyterorum ordinis— podría inducir a ver en el celibato un residuo del
pasado del que conviene liberarse. Y esa posición, además de ser errónea desde
el punto de vista histórico, teológico y doctrinal, también es perjudicial bajo
el aspecto espiritual, pastoral, misionero y vocacional.
A la luz del magisterio
pontificio es preciso superar también la reducción del celibato, muy
generalizada en algunos ambientes, a mera ley eclesiástica. En efecto, el
celibato es una ley sólo porque es una exigencia intrínseca del sacerdocio y de
la configuración con Cristo que el sacramento del Orden determina. En ese
sentido, la formación para el celibato, además de cualquier otro aspecto humano
y espiritual, debe incluir una sólida dimensión doctrinal, pues no se puede
vivir aquello cuya razón no se comprende.
En cualquier caso, el debate
sobre el celibato, que se vuelve a encender periódicamente a lo largo de los
siglos, ciertamente no favorece la serenidad de las generaciones jóvenes para
comprender un dato tan decisivo de la vida sacerdotal. Juan Pablo II en la Pastores dabo vobis (n. 29), refiriendo el voto de la asamblea sinodal,
afirma: «El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la
firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato
libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal
en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y
explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso
don dado por Dios a su Iglesia y como signo del reino que no es de este mundo,
signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote
a Dios y al pueblo de Dios».
El celibato es cuestión de
radicalidad evangélica. Pobreza, castidad y obediencia no son consejos
reservados de modo exclusivo a los religiosos. Son virtudes que es preciso
vivir con intensa pasión misionera. No podemos rebajar el nivel de la formación
y, de hecho, de la propuesta de fe. No podemos defraudar al pueblo santo de
Dios, que espera pastores santos como el cura de Ars. Debemos ser radicales en
el seguimiento de Cristo sin temer que disminuya el número de los clérigos. De
hecho, ese número disminuye cuando baja la temperatura de la fe, porque las
vocaciones son «asunto» divino y no humano. Siguen la lógica divina, que es
necedad ante los ojos humanos.
Obviamente, soy consciente
de que en un mundo secularizado resulta cada vez más difícil comprender las
razones del celibato. Pero debemos tener la valentía, como Iglesia, de
preguntarnos si queremos resignarnos a semejante situación, aceptando como
ineludible la progresiva secularización de las sociedades y de las culturas, o
si estamos dispuestos a una obra de nueva evangelización profunda y real, al
servicio del Evangelio y, por eso, de la verdad sobre el hombre. En este
sentido, creo que el motivado apoyo al celibato y su adecuada valorización en
la Iglesia y en el mundo pueden constituir algunos de los caminos más eficaces
para superar la secularización.
La raíz teológica del
celibato, por consiguiente, ha de buscarse en la nueva identidad que se da a
quien recibe el sacramento del Orden. La centralidad de la dimensión ontológica
y sacramental, y la consiguiente dimensión eucarística estructural del
sacerdocio, representan los ámbitos de comprensión, desarrollo y fidelidad
existencial al celibato. La cuestión, entonces, atañe a la calidad de la fe.
Una comunidad que no tuviera en gran estima el celibato, ¿qué espera del Reino
o qué tensión eucarística podría vivir?
Así pues, no debemos
dejarnos condicionar o intimidar por quien no comprende el celibato y quisiera
modificar la disciplina eclesiástica, al menos abriendo brechas. Al contrario,
debemos recuperar la motivada conciencia de que nuestro celibato es un desafío
a la mentalidad del mundo, pues pone en crisis su laicismo y su agnosticismo, y
grita a lo largo de los siglos que Dios existe y está presente.