Los Ángeles – Iglesia Catedral de Nuestra Señora
de los Ángeles
Omelia
del Cardenal Mauro Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
[Is
5,1-7; Sal 79; Fil 4,6-9; Mt 21,33-43]
X
Excelencia
Reverendísima,
queridísimos Hermanos en el Sacerdocio y queridos
Diáconos,
queridísimos fieles todos:
Es para mí motivo de profunda alegría celebrar
la Eucaristía, por primera vez, en esta Catedral, dedicada a Nuestra Señora de
los Ángeles, y ya desde ahora confío a la Santa Virgen María vuestras vidas,
para que sean cada vez más “viña del Señor”, lugares de vida en la cual el
Señor pueda operar potentemente y en donde nuestra libertad, fecundada por la
gracia, pueda dar fruto.
En la parábola que acabamos de escuchar, se
entrelazan dos misterios centrales de nuestra fe cristiana: el misterio de la
predilección de Dios y el drama de la no comprensión por parte del hombre.
La viña plantada por el Señor, como explica el
mismo Profeta Isaías, es imagen del Pueblo de Israel, predilecto de Dios,
verdadero y preciso lugar teológico de Su manifestación en la historia. A través del pueblo electo, Dios ha hablado
realmente a toda la humanidad, conduciéndola gradual pero eficazmente, a la
profesión de fe en el único Dios verdadero, que es el Dios de Abraham, de Isaac
y de Jacob.
Jamás comprenderemos lo suficiente el método de
Dios, que elige un pueblo particular, a
través del cual hace pasar la totalidad de lo que Él es y expresa. Diría el
gran teólogo Von Balthasar: “el Todo en el fragmento”. A través de aquel “fragmento”,
que era el pueblo de Israel, y a través de la predilección que Dios tiene por
aquel pueblo, toda la humanidad es guiada al encuentro con el Señor del tiempo
y de la historia.
De aquella misteriosa predilección, nosotros,
hoy aquí, somos hijos y a esta predilección miramos, con profundo respeto,
gratitud y admiración, con la conciencia que, culmen de la predilección de Dios,
es el envío de Su Hijo Unigénito.
En Jesús de Nazareth, continúa, misteriosa y
realmente, el método de Dios que, pasando, esta vez, a través de un solo
hombre, es decir, haciéndose hombre, se revela plenamente en la historia.
Gracias al Misterio de la Encarnación, Dios se
une, en cierto modo, a cada hombre (cfr. Gaudium
et Spes, 22) y aquella predilección, que antes era reservada a un solo
pueblo, también a través de la actitud de rechazo de los viñadores, se
convierte accesible a cada hombre. En este sentido el Señor afirma: «A ustedes les será retirado el Reino de Dios
y será dado a un pueblo que produzca frutos».
El misterio de la predilección, entonces, no
es, como a veces se entiende, una “preferencia discriminante”, sino el amor
único, exclusivo, total, que Dios es capaz de derramar en cada uno. Mientras
nosotros, los hombres, en la preferencia, vivimos siempre la tentación de una
selección, para Dios la predilección no es otra cosa que Su modo divino de
amar: Dios prefiere a todos y llama a cada uno a entrar en comunión con Él.
Tal misterio, como rezamos en el salmo, está
expuesto a cualquier ataque: «la pisotean
los jabalíes y se la comen las alimañas».
Debemos defender, cercar, proteger la
viña que el Señor ha plantado; aquella viña que somos también nosotros, nuestra
alma, en la cual los frutos, que el Espíritu abundantemente siembra, piden
alcanzar una madurez plena.
En la humana e inexplicable pretensión de los
viñadores de heredar la viña, matando al hijo del dueño, se manifiesta, pues,
el misterio de la iniquidad humana. Está determinada, a buen ver, de un error
de juicio, de una falsedad.
Cada vez que Cristo es expulsado de nuestra
vida o, Dios no lo quiera, es expulsado de Su Iglesia, vuelve a suceder el
drama de la parábola escuchada y el hombre se precipita en la ilusión, hoy tan
difundida, de afirmarse a sí mismo, eliminando a Dios.
Es la más grande victoria del embustero que
tiene, como último éxito, la privación del bien, representado por la viña. A la
pregunta hecha al poeta T.S. Elliot, si son los hombres los que han abandonado
la Iglesia o es la Iglesia la que ha abandonado a los hombres, él impetuosamente
respondía: «Ambos», y especificaba que los hombres han abandonado la Iglesia
cada vez que se han olvidado de sí mismos, mientras la Iglesia abandona a los
hombres cada vez que se avergüenza de Cristo.
En efecto, el hombre que se dirige a los ídolos
y censura la propia necesidad radical de significado y de felicidad, abandona a
la Iglesia y, con ésta, la posibilidad física de entrar en comunión con Dios, a
través de la Palabra y los Sacramentos.
La Iglesia, si quiere ser fiel a la misión
encomendada por su Señor, debe siempre, incesantemente, anunciar a Cristo; la
Iglesia existe sólo por esto: ¡anunciar a la humanidad la extraordinaria
predilección que Dios le ha querido tener, enviando a Su Único Hijo como
Salvador! Cada vez que, por las más
variadas motivaciones, la Iglesia no anuncia a Cristo o peor, se avergüenza de
Él, abandona al hombre. Lo abandona en su pecado, en su soledad y en una
profunda insignificancia, que sólo en Cristo encuentra respuesta.
Pidamos al Espíritu, en esta Celebración Eucarística,
una consciencia viva de la predilección que hemos recibido por parte de Dios,
por el don de la vida, de la fe, del Bautismo en Su Santa Iglesia. Por el don
de todas aquellas pequeñas o grandes obras de bien, que cada día nos es dado
cumplir y que son los frutos de la viña del Señor. Que el Espíritu custodie en
nosotros la predilección de Dios; que sea el Espíritu de fortaleza quien defienda
la viña del Señor, lo alimente y lo fecunde incesantemente.
Nuestra Señora de los Ángeles, Jardín cerrado,
no marcada por el pecado, es la Viña que ha dado el fruto más bello, porque en
su seno ha germinado el Salvador.
A ti, Bendita Virgen María, encomendamos las
pequeñas viñas de nuestra alma, sabiendo que, en tu soberanía, que se extiende
hasta a los ángeles del Cielo, nos acoges, nos proteges, nos defiendes de todo
mal. Te pedimos que abras nuestro corazón para acoger alegre y gratamente al
Hijo del Dueño de la Viña, al Cual, en la fe, a Ti unidos, renovamos nuestro
incondicional “Sí”.