Los Ángeles – Lunes, 3 de
octubre de 2011
Encuentro con los Sacerdotes de
la Archidiócesis
Intervención del Cardenal Mauro
Piacenza
Prefecto de la Congregación
para el Clero
«El
Sacerdote en el siglo XXI»
Querida
Excelencia:
Muy
queridos Sacerdotes:
Dorothy Thompson, escritora estadounidense, hace algunos
decenios publicó en un artículo para una revista los resultados de una cuidada
indagación sobre el mal afamado campo de concentración de Dachau.
Una pregunta clave dirigida a los supervivientes fue la
siguiente: «¿Quién en medio del infierno de Dachau ha permanecido más largo
tiempo en condiciones de equilibrio? ¿Quién ha mantenido por más tiempo el
propio sentido de identidad?». La respuesta fue coral y siempre la misma: «los
sacerdotes católicos». Sí, ¡los sacerdotes católicos! Éstos han logrado
mantener el propio equilibrio, en medio de tanta locura, porque eran
conscientes de su Vocación. Tenían su escala jerárquica de valores. Su entrega
al ideal era total. Eran conscientes de su misión específica y de los motivos
profundos que la sostenían.
¡En medio del infierno terreno, daban su testimonio: el
de Jesucristo!
Vivimos en un mundo inestable. Existe una inestabilidad
en la familia, en el mundo del trabajo, en las diversas asociaciones sociales y
profesionales, en las escuelas y en las instituciones.
El sacerdote debe ser, sin embargo, constitucionalmente
un modelo de estabilidad y de madurez, de entrega plena a su apostolado.
En el camino inquieto de la sociedad,
se presenta con frecuencia un interrogante a la mente del cristiano: «¿Quién es
el sacerdote en el mundo de hoy? ¿Es un marciano? ¿Es un extraño? ¿Es un fósil?
¿Quién es?».
La secularización, el gnosticismo, el ateísmo, en sus
varias formas, están reduciendo cada vez más el espacio de lo sagrado, están
chupando la sangre a los contenidos del mensaje cristiano.
Los hombres de las técnicas y del bienestar, la gente
caracterizada por la fiebre del aparentar, experimentan una extrema pobreza
espiritual. Son víctimas de una grave angustia existencial y se manifiestan
incapaces de resolver los problemas de fondo de la vida espiritual, familiar y
social.
Si quisiéramos interrogar la cultura más difundida, nos
daríamos cuenta de que está dominada e impregnada de la duda sistemática y de
la sospecha de todo lo que se refiere a la fe, la razón, la religión, la ley
natural.
«Dios es una inútil hipótesis – escribió Camus – y estoy
perfectamente seguro de que no me interesa».
En la mejor de las hipótesis, cae un denso silencio sobre
Dios; pero se llega con frecuencia a la afirmación del insanable conflicto de
las dos existencias destinadas a eliminarse: o Dios o el hombre.
Si después tuviéramos que dirigir la mirada al conjunto
del panorama de los comportamientos morales, no podríamos no constatar la
confusión, el desorden, la anarquía que reina en este campo.
El hombre se hace creador del bien y del mal.
Concentra egoístamente la atención sobre sí.
Sustituye la norma moral con el propio deseo y búsqueda
del propio interés.
En este contexto, la vida y el ministerio del sacerdote
adquieren importancia decisiva y urgente actualidad. Mejor aún – permitídmelo
decir – cuanto más marginado, más importante es, cuanto más considerado
superado, se convierte en más actual.
El sacerdote debe proclamar al mundo el mensaje eterno de
Cristo, en su pureza y radicalidad; no debe rebajar el mensaje, sino, más bien,
confortar la gente; debe dar a la sociedad anestesiada por los mensajes de
algunos directores ocultos, detenedores de los poderes que valen, la fuerza
liberadora de Cristo.
Todos sienten la necesidad de reformas en el campo
social, económico, político; todos desean que, en las luchas sindicales, y en
la proclamación económica se reafirme y se observe la centralidad del hombre y
el perseguimiento de objetivos de justicia, de solidaridad, de convergencia
hacia el bien común.
Todo esto será sólo un deseo, si no se cambia el corazón
del hombre, de tantos hombres, que renueven por su parte la sociedad.
Mirad, el verdadero campo de batalla de la Iglesia es el
paisaje secreto del espíritu del hombre y en él no se entra sin mucho tacto,
sin mucha compunción, además de contar
con la gracia de estado prometida por el Sacramento del Orden.
Es justo que el sacerdote se inserte en la vida, en la
vida común de los hombres, pero no debe ceder a los conformismos y a los
compromisos de la sociedad.
La sana doctrina, pero también la documentación histórica
nos demuestran que la Iglesia es capaz de resistir a todos los ataques, a todos
los asaltos que las potencias políticas, económicas y culturales pueden
desencadenar contra ella, pero no resiste al peligro que proviene del olvidar
esta palabra de Jesús: «Vosotros sois
la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo». El mismo Jesús indica la
consecuencia de este olvido: «Si la sal
se hace insípida, ¿cómo se preservará el mundo de la corrupción?» (cfr. Mt 5,13-14).
¿A qué serviría un sacerdote tan semejante al mundo, que
se convierte en sacerdote mimetizado y no en fermento transformador?
Ante un mundo anémico de oración y de adoración, el
sacerdote es, en primer lugar el hombre de la oración, de la adoración, del
Culto, de la celebración de los santos Misterios.
Ante un mundo sumergido en mensajes consumistas,
pansexuales, atacado por el error, presentado en los aspectos más seductores ,
el sacerdote debe hablar de Dios y de las realidades eternas y, para poderlo
hacer con credibilidad, debe ser apasionadamente creyente, ¡como también ser
“limpio”!
El sacerdote debe aceptar la impresión de estar en medio
de la gente, como uno que parte de una lógica y habla una lengua diversa de los
otros («no os conforméis a la mentalidad de este mundo», Rm 12,12). Él no es como “los otros”. Lo que la gente espera de él es precisamente que no sea “como los demás”.
Ante un mundo
sumergido en la violencia y corroído por el egoísmo, el sacerdote debe ser el
hombre de la caridad. Desde las alturas purísimas del amor de Dios, del que
realiza una particularísima experiencia, desciende al valle, donde muchos viven
su vida de soledad, de incomunicabilidad, de violencia, para anunciarles
misericordia, reconciliación y esperanza.
El sacerdote responde a las exigencias de la sociedad,
haciéndose voz de quien no tiene voz: los pequeños, los pobres, los ancianos,
los oprimidos, marginados.
No pertenece a sí mismo sino a los demás. No vive para sí
y no busca lo que es suyo. Busca lo que es de Cristo, lo que es de sus
hermanos. Comparte las alegrías y los dolores de todos, sin distinción de edad,
categoría social, procedencia política, práctica religiosa.
Él es el guía de la porción del Pueblo, que le ha sido
confiada. Ciertamente, no jefe de un ejército anónimo, sino pastor de una
comunidad formada por personas que cada una tiene un nombre, su historia, su
destino, su secreto.
El sacerdote tiene la difícil tarea, pero eminente, de
guiar estas personas con la mayor atención religiosa y con el escrupuloso
respeto de su dignidad humana, de su trabajo, de sus derechos, con la plena
conciencia de que, entonces, la condición de hijos de Dios corresponde en ellos
a una vocación eterna, que se realiza en la plena comunión con Dios.
El sacerdote no dudará en entregar la vida, o en una
breve pero intensa temporada de dedicación generosa y sin límites, o en una
donación cotidiana, larga, en el estilicidio de humildes gestos de servicio a
su pueblo, tendiendo siempre a la defensa y formación de la grandeza humana y
del crecimiento cristiano de cada fiel y de todo su pueblo.
Un sacerdote debe ser contemporáneamente pequeño y
grande, noble de espíritu como un rey, sencillo y natural como un campesino. Un
héroe en la conquista de sí, el
soberano de sus deseos, un servidor de los pequeños y débiles; que no se
humilla ante los poderosos, pero que se inclina ante los pobres y pequeños,
discípulo de su Señor y cabeza de su grey.
Ningún don más precioso se puede regalar a una comunidad
de un sacerdote según el corazón de Cristo.
La esperanza del mundo consiste en poder contar, también
para el futuro, con el amor de corazones sacerdotales límpidos, fuertes y
misericordiosos, libres y mansos, generosos y fieles.
Amigos, si los ideales son altos, el camino difícil, el
terreno quizás menos minado, las incomprensiones son muchas, pero todo podemos con
Aquel que nos da fuerzas (cfr. Flp 4,13).
El eclipse de la Luz de Dios y de su Amor, no es el
apagarse la Luz y el Amor de Dios. Ya mañana lo que se había interpuesto,
obscureciendo la fe, arrojando el mundo en una oscuridad espantosa, puede
convertirse en menos espeso, y después de una larga pausa, demasiado larga del
eclipse, volver el sol, lleno y espléndido.
Más allá de las inquietudes y contestaciones que agitan
el mundo, y se hacen sentir también dentro de la Iglesia, están en acción
fuerzas secretas, escondidas y fecundas en santidad..
Más allá de los ríos de palabras y discursos, de
programas y planes, de iniciativas y organizaciones, hay almas santas que
rezan, sufren, expían adorando al Dios-con nosotros.
Entre éstas hay niños y adultos, hombres y mujeres,
jóvenes y ancianos, cultos e ignorantes, enfermos y sanos, y hay también tantos
sacerdotes, que no sólo son dispensadores de los Misterios de Cristo, pero en
la babel hodierna permanecen signos seguros de referencia y de esperanza, para
cuantos buscan la plenitud, el sentido, el fin, la felicidad.
Estemos unidos, queridos amigos, en el Cenáculo de la
Iglesia, en torno a María nuestra Madre, con Pedro y los Apóstoles, sumergidos
en la comunión de los santos, para ser también nosotros, de verdad, signos
seguros de referencia y de esperanza para todos.
Es mi deseo, que convierte en oración por todos vosotros
que estáis aquí presentes y por todos vuestros Hermanos, que no están aquí
ahora. Os llevaré, de ahora en adelante, siempre conmigo.