Los Ángeles
4
de octubre 2011
Conferencia a los Sacerdotes de lengua española
Intervención del Cardenal Mauro Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
«La Palabra de Dios en
la vida del sacerdote»
Acerca de la recepción de la Exhortación apostólica
postsinodal
Verbum Domini de Benedicto XVI
Querido Señor Arzobispo:
Queridos sacerdotes y amigos:
La Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini representa un paso fundamental
en el camino de recepción de la Constitución apostólica Dei Verbum del Concilio ecuménico Vaticano II.
En ese sentido, siempre es bueno recordar que
la única auténtica hermenéutica del gran acontecimiento conciliar es la de la
continuidad y de la reforma.
Lo recordó explícitamente el Santo Padre en el Discurso
para el intercambio de felicitaciones con ocasión de la Navidad a la Curia
Romana del 22 de diciembre de 2005, dando de ese modo, precisamente al
principio de Su Pontificado, la indicación de un gran tema que hay que afrontar
siempre.
No existen dos Iglesias católicas, una
preconciliar y una postconciliar; ¡si así fuera, la segunda sería ilegítima!
En la única Iglesia Católica, instituida por
Nuestro Señor Jesucristo sobre la roca de Pedro y sobre el fundamento de los
Apóstoles, es necesario reconocer una profunda unidad histórica, doctrinal y
teológica.
Para que una doctrina pueda ser acogida no debe
representar una ruptura con el pasado o con todo el cuerpo doctrinal, sino que
debe ser su desarrollo natural, orgánico.
Aunque cambien las circunstancias históricas y
culturales y cambien —a veces— los modos de expresarse, ¡el eterno Evangelio de
Cristo no puede cambiar! Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre. ¡No cambia el Verbum Domini! Esta estabilidad de
Cristo, de la verdad y de la Iglesia no es sino la traducción histórica de la
Teología del Cuerpo Místico de San Pablo. Al igual que un cuerpo no puede tener
órganos incompatibles o partes desarrolladas de manera no armónica, así sucede
con la Iglesia de Cristo.
Queridos amigos, es siempre importante, pues, sentirse
hijos de la única Iglesia, la de Jesús, de la Santísima Virgen María, de los Apóstoles,
de los Padres y de todos los Santos que, a lo largo de dos mil años, ha
suscitado el Espíritu.
El mismo Espíritu que, en la Iglesia, al
comienzo de la era cristiana, inspiró los escritos del Nuevo Testamento y que,
misteriosamente, en la relación entre Dios y el pueblo de Israel, nos ha
entregado todo el patrimonio veterotestamentario.
1. La Palabra de Dios:
una Persona
¡Verbum
Domini! ¡Palabra de Dios! ¿Qué es la Palabra de Dios? ¿Qué papel tiene en
la vida de un sacerdote?
En el n. 11 de la Exhortación apostólica, el
Santo Padre afirma: «La Palabra eterna, que se expresa en la creación y se
comunica en la historia de la salvación, en Cristo se ha convertido en un
hombre «nacido de una mujer» (Ga 4,
4). La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con
conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su
historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la
humanidad».
La Palabra de Dios, el Verbo de Dios, por lo
tanto, es ante todo Su Hijo Unigénito, Aquel del cual, en el Credo, decimos: «Dios
de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero del Dios verdadero, engendrado, no creado, de
la misma naturaleza del Padre».
¡Por consiguiente, Su Palabra es una Persona, no
un libro!
Es necesario reconocer que el Cristianismo mantiene,
respecto a los escritos en los cuales se inspira, una relación única, que ninguna
otra tradición religiosa puede tener.
La Palabra de Dios, que es la Persona del Hijo
Eterno, que el Padre pronunció antes de todos los siglos, se hizo carne, entró
en el tiempo y en la historia de los hombres. «Y la Palabra se hizo carne, y
puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,
14).
Este hecho marcó y marca, definitivamente, la historia
humana, que, desde la Encarnación en adelante, es la historia del Enmanuel, el Dios-con-nosotros.
El Hijo de Dios hecho hombre nos ha revelado
los secretos del Padre, nos libró de la condición servil, causada por el pecado,
y nos introdujo en una amistad nueva e inesperada con Dios. «No os llamo ya
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
Sí, el Señor Jesús nos ha dado a conocer todo
lo que ha “oído del Padre”; por lo tanto, en Cristo Único Salvador, hemos
recibido la Revelación definitiva de Dios, es más, a Dios mismo.
La experiencia de Dios en medio de los hombres,
lo que Él nos ha revelado del Padre, lo que Él nos ha enseñado para la vida, y
lo que Él ha instituido, ya sea eterno o transitorio, todo está contenido en
las Sagradas Escrituras divinamente inspiradas. En efecto, el Santo Padre
escribe en el n. 17 de la Verbum Domini:
«Aunque el Verbo de Dios precede y trasciende la Sagrada Escritura, en cuanto
inspirada por Dios, contiene la palabra divina (cf. 2 Tm 3, 16) “en modo muy singular”». Por esta razón, las Sagradas
Escrituras son Palabra de Dios y, al mismo tiempo, la Palabra de Dios es “más grande”
de las Sagradas Escrituras, porque es la Persona misma de Jesús.
2. Dimensión neumática y
eclesial de la Palabra de Dios
Como católicos, además, sabemos muy bien que la
Revelación no consiste, únicamente, en lo que está materialmente contenido en
las Sagradas Escrituras, sino que es el conjunto inseparable de Sagrada Escritura
y de la ininterrumpida Tradición eclesial, autorizadamente interpretadas por el
Magisterio.
Nunca es lícito separar la Escritura de la Tradición;
como tampoco es lícito separarlas de la interpretación que de ellas ha dado y
da el Magisterio de la Iglesia. Separaciones de este tipo conllevan siempre
gravísimas consecuencias espirituales y pastorales.
Una Escritura sin Tradición sería un libro histórico
y la historia nos habla del pensamiento de los demás, mientras que la Teología
quiere hablar de Dios (cf. A. Schökel, Salvezza
e liberazione: l’Esodo, 1997,
EDB, p. 10).
Del mismo modo, una Tradición desvinculada de
la relación constitutiva con la Sagrada Escritura, correría el riesgo de abrazar,
en su seno, elementos espurios o ilegítimos.
Asimismo, siempre es útil recordar que los
textos del Nuevo Testamento nacieron en el seno de la Tradición eclesial y que,
por menos en las primeras décadas de la Era cristiana, la Iglesia vivió de la
Eucaristía, de la oración, de la memoria viva del acontecimiento de Cristo y de
la guía de los Apóstoles.
Por consiguiente, el tríptico Escritura-Tradición-Magisterio,
en realidad, desde el punto de vista estrictamente histórico, debería configurarse
como: Tradición, entendida como lugar en el cual la Escritura nace, Escritura y
Tradición vinculada a la Escritura; todo, autorizadamente interpretado por el
Magisterio, es decir, por los legítimos Sucesores de los Apóstoles.
Lo que hemos dicho hasta aquí pertenece al
patrimonio común de la Iglesia y se enseña con autoridad en la Constitución dogmática
Dei Verbum del Concilio ecuménico
Vaticano II. Aunque, de parte de algunos, ha habido en estas décadas otras
interpretaciones, estas no son fieles a la interpretación correcta del Concilio
y, también por esta razón, los Padres, junto con el Romano Pontífice, dedicaron
un Sínodo a la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, para reconocer su
justo lugar y evitar prudentemente algunas unilateralidades ilegítimas.
Otro aspecto de fundamental importancia, que
subraya ampliamente la Verbum Domini,
es la dimensión neumática de la Revelación, en su conjunto y en los varios
aspectos-momentos que la constituyen. En efecto, se lee en el n. 15 de la Exhortación:
«No se comprende auténticamente la Revelación cristiana sin tener en cuenta la
acción del Paráclito», y también, en el número siguiente: «Puesto que la
Palabra de Dios llega a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo
eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras, mediante la acción del Espíritu
Santo, sólo puede ser acogida y comprendida verdaderamente gracias al mismo
Espíritu».
Ante todo, siempre es necesario recordar la
relación íntima e insustituible entre Jesucristo y el Espíritu: toda la vida
del Señor es una vida en el Espíritu, de la Anunciación a la Ascensión, y el
Espíritu no es algo vago e indefinido para nosotros, los cristianos, sino que
es siempre el Espíritu de Cristo.
Este “de Cristo” es un genitivo posesivo, que
nos dice que el Espíritu es Suyo, al igual que es del Padre; y es el mismo
Espíritu Suyo que se nos da a nosotros, en el Bautismo, en la Confirmación y,
con el poder de transmitirlo a los hermanos, sobre todo en la Ordenación
sacerdotal.
Si Cristo es la plenitud de la Revelación y toda
la existencia de Cristo está en el Espíritu, entonces la misma Revelación es un
evento neumático: la Tradición la anima el Espíritu, la Escritura la inspira el
Espíritu y el Magisterio, en la tarea de interpretar autorizadamente Escritura y
Tradición, la guía el Espíritu.
De ello deriva que la misma relación del
Sacerdote con la Palabra de Dios debe ser una relación neumática. Es decir, se
debe evitar todo enfoque meramente positivista o limitado al historicismo, que no
permita la comprensión del significado real del texto. Las Escrituras, si nos
acercamos a ellas prescindiendo de su dimensión neumática, se quedan como mudas
y, en lugar de hablar de Dios y hacer que escuchemos Su Voz, narran simplemente
una historia.
3. Palabra de Dios y
Ministerio ordenado
Como afirma el gran San Jerónimo: «Quien ignora
las Escrituras, ignora a Cristo». No podemos, por tanto, ignorar las Escrituras,
y el primer elemento para que haya una relación entre el sacerdote y la Sagrada
Escritura, es conocer su contenido: leerlas, conocer su estructura, tener en la
mente los nexos entre las distintas partes y, sobre todo, conocer la Escritura en
su globalidad, sin los excesos de parcelación que, con demasiada frecuencia, caracterizan
el conocimiento de la realidad en la época, del relativismo y del cientificismo.
Esta obra de conocimiento de las Escrituras, lejos
de consistir en una mera memorización, se convierte en uno de los principales
factores para favorecer en el sacerdote el conocimiento y la consiguiente identificación
con el pensamiento de Cristo: «[al sacerdote] no le basta conocer su aspecto
lingüístico o exegético, que es también necesario —afirma el Santo Padre en el
n. 80—; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que
ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí
una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1
Co 2, 16)».
Leer y releer los episodios de los que el Señor
es protagonista, las respuestas que Él da en las diferentes circunstancias y la
actitud que asume ante los pobres, los pequeños, los débiles, los pecadores,
las mujeres, etc. determina la progresiva asimilación de Su pensamiento y de Su
modo de actuar.
En este sentido, la obligada fidelidad a la
Liturgia de las Horas, en su integridad, es maestra fundamental para permanecer
establemente en contacto con la Palabra de Dios, especialmente en el Oficio de
las Lecturas, que nos la da abundantemente, junto a ese momento de autorizada Tradición
eclesial que representan los Padres de la Iglesia.
Así hacemos experiencia progresivamente de que
la Palabra de Dios narra nuestra vida; narrando las vicisitudes del pueblo de
Israel y las de quien se encontró con Jesús, nuestro Señor, narra el camino de
fe de todo hombre y, por tanto, de todo sacerdote.
Por otra parte, por el ministerio que se nos ha
encomendado, no somos solamente, con todos nuestros hermanos, oyentes de la Palabra,
sino también autorizados anunciadores e intérpretes de esta. Todo bautizado, en
virtud la inmersión en el Misterio pascual de la muerte y Resurrección está
llamado a dar testimonio de Cristo y a anunciar la Palabra. El sacerdote, además
de participar de este mandato común a todo cristiano, recibe otro específico y
ministerial, y su anuncio, sobre todo en la predicación y en la catequesis,
participa, en cierto modo, de la autoridad del mismo Magisterio eclesial.
Se cae por su propio peso que no podemos anunciar
lo que no conocemos y no hemos hecho nuestro; por tanto, la posibilidad del anuncio
está estructuralmente vinculada al conocimiento de las Escrituras y a la
familiaridad e identificación con el pensamiento de Cristo.
No es así, en cambio, para la eficacia del anuncio,
que, contrariamente a cuanto se piensa habitualmente, no depende del conocimiento
sino de la vida y del testimonio. Además la eficacia es totalmente dependiente
de la acción poderosa de la gracia y del insondable misterio de la libertad humana.
En ese sentido, no existe, en la dinámica del anuncio, ningún mecanicismo. También
esto nos ayuda, como ministros de la Palabra, a purificarnos del funcionalismo y
a encomendar totalmente al Señor, en la oración, la acción de la Palabra en el
corazón de los hombres.
En la tarea de anunciadores es necesario tener
constantemente presente la unidad de Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio,
de la que hemos hablado. No es posible anunciar la Palabra, olvidando o —peor—
reprobando la Tradición que la ha generado. Igualmente ineficaz resultará el anuncio
separado o —peor— en contraste con el Magisterio eclesial.
Con la fuerza que nos da la experiencia de que
la Palabra de Dios describe nuestra vida, es necesario anunciarla, acompañando
también a los fieles a la misma conciencia. En este sentido, en la
evangelización pueden coexistir dos dinámicas diferentes, ambas legítimas. Es
posible que del anuncio de la Palabra nazca la fe y la renovación de la vida, y
es igualmente posible que la experiencia de una vida nueva, que se da de modo imprevisto
y gratuito mediante un encuentro, abra a la fe y, sucesivamente, sea reconocida
en el encuentro con las Sagradas Escrituras.
¡No os escondo mi propensión y mi simpatía
humana por esta segunda dinámica, que, como creo comprender leyendo los textos
de las Sagradas Escrituras, fue también la de Andrés y Juan, cuando esa tarde,
alrededor de las cuatro, se encontraron con Jesús!
El núcleo de la relación entre el sacerdote y
la Palabra de Dios, por lo tanto, está representado por esa “Palabra de Dios en
acto” que es su propia existencia y la de los fieles. Estos, mediante el anuncio
y el ministerio de los sacerdotes, encuentran al Señor.
En este sentido, el Cristianismo no es “religión
del libro” sino que es un hecho, un Acontecimiento que sucedió en la historia,
del cual, en la actualidad, es posible hacer experiencia vital y esta experiencia
es contagiosa, misionera en sí misma, es más, ¡es el elemento más eficazmente
misionero con el que el Espíritu ha dotado a Su Iglesia!
Esta claridad de juicio en la relación con las
Sagradas Escrituras, las sitúa en su
justo lugar, insustituible, también en la vida de la Iglesia, la cual
vive de la eficacia de la Palabra, también y sobre todo en la administración de
los Sacramentos. Sin Palabra, no sólo no tendríamos el anuncio, sino que no
tendríamos tampoco los Sacramentos.
4. Palabra de Dios y
cultura
Ser personas que escuchan y anuncian la Palabra de Dios hace de los sacerdotes hombres necesariamente
capaces de incidir en la cultura. En ese sentido, es bueno recuperar una noción
amplia del término "cultura", no relegada a los simples
conocimientos, sino capaz de imprimir un estilo, plasmar una mentalidad,
generar una civilización.
Nada, como el anuncio de la Palabra, genera
cultura. Es decir, genera un modo nuevo de concebir la vida, las relaciones, la
sociedad e incluso la política. Un modo que, cuanto más evangélico es, más se
descubre profunda y sorprendentemente correspondiente al corazón humano.
Es urgente y necesario, en ese sentido, superar
todo complejo de inferioridad respecto de la cultura; la Palabra de Dios, y
nosotros con ella, es portadora de un significado, que ninguna cultura sólo humana
posee.
Como recuerda la Verbum Domini: «Dios no se revela al hombre en abstracto, sino
asumiendo lenguajes, imágenes y expresiones vinculadas a las diferentes
culturas. Es una relación fecunda, atestiguada ampliamente en la historia de la
Iglesia» (n. 109).
Relación que, por un lado, ve como normativos
los datos culturales a través de los cuales aconteció la Revelación y, por otro,
requiere nuestra aportación continua, creativa y sobre todo misionera.
En una cultura relativista, hedonista,
consumista e individualista, la Palabra de Dios, y nosotros con ella, está
llamada a poner de nuevo al hombre en relación con Dios y con sus hermanos, en
relación auténtica con la realidad y con la razón, abriéndole continuamente a la
verdad.
Los fieles esperan oír la Palabra de Dios de
los labios del sacerdote; buscan el pensamiento de Dios en las valoraciones del
sacerdote; los caminos de Dios en los caminos que indica y recorre el
sacerdote.
Debemos ser conscientes de que, contrariamente
a cuanto algunos poderes fuertes tienden a insinuar, el Cristianismo representa
el mayor movimiento de desarrollo y de civilización que la historia humana haya
conocido jamás.
Nos recuerda la Exhortación apostólica al
respecto: «[La Palabra de Dios] nunca destruye la verdadera cultura, sino que
representa un estímulo constante en la búsqueda de expresiones humanas cada vez
más apropiadas y significativas. Toda auténtica cultura, si quiere ser
realmente para el hombre, ha de estar abierta a la transcendencia, en último
término, a Dios» (n. 109).
¡Toda cultura, incluida la contemporánea, queridísimos
hermanos, necesita siempre esta transcendencia! Y nosotros debemos ser
portadores de ella.
Que nos sostenga en esta obra la Santísima
Virgen María, primera portadora de la Palabra hecha carne en Ella, que se
convirtió en su "cultura", porque era su horizonte.