Un fuego
que enciende otros fuegos
Páginas escogidas del
Padre Alberto Hurtado
Centro de Estudios y
Documentación «Padre Hurtado»
de la Pontificia
Universidad Católica de Chile
Presentación
“Dios es fuego devorador”, dice la Biblia (Dt 4,24); y
Jesús afirma: “He venido a traer fuego sobre la tierra, y ¡cuánto desearía
que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49); y en Pentecostés los
apóstoles recibieron “lenguas como de fuego” quedando llenos del
Espíritu Santo (Hech 2,3-4). Esta cualidad de Dios, revelada en Cristo y
que permanece en su Iglesia por obra del Espíritu, se hizo visible de modo
particular en el Padre Alberto Hurtado s.j.
Quienes lo conocieron recurren
frecuentemente a la imagen del fuego para describir su vida: “Su fuego era
capaz de encender otros fuegos”, afirmó Mons. Francisco Valdés. El P.
Damián Symon –su director espiritual– dijo que cuando Alberto tenía veinte
años, su corazón era como “un caldero en ebullición”; un teólogo
jesuita, compañero suyo en Lovaina, escribió después de su muerte: “Era una
llama: él ha sido literalmente devorado”. Y en la oración fúnebre, Mons.
Larraín recordó que las vocaciones que nacían “al contacto del alma
inflamada de un apóstol, eran la realización, en el tiempo, de la eterna
palabra de Jesús: ‘He venido a traer fuego sobre la tierra, y ¡cuánto desearía
que ya estuviera ardiendo!’”. Y así se podrían ofrecer muchos testimonios.
El P. Hurtado reunió “bajo la
mirada del Padre Dios y protegidos por el manto maternal de María, una juventud
ardiente, caldeada de entusiasmo, portadora de antorchas brillantes, y con el
alma llena de fuego y de amor”, y fue capaz de esto, precisamente por que
en él ardía el fuego del amor a Cristo, y ese fuego, por ser un fuego
devorador, tiende a propagarse. Su invitación no era a reservarse y a
protegerse, sino a darse y a consumirse: “Dios nos ha dado la gracia para
que seamos santos, y el ideal cristiano es consumirse en llama, fuego y
acción”, y por eso exhortaba a los jóvenes a “consumirse por Cristo, como esas antorchas que se consumen en
vuestras manos”.
El suyo no era “un fuego
artificial”, que sólo busca brillar, pero es pasajero; el fuego del P.
Hurtado era auténtico, él mismo nos indica su fuente: “Tomo el Evangelio,
voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida,
conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica
toda la vida, abarca toda actividad. Es como un río de lava ardiendo,
incandescente, que sale del fondo mismo de la religión”. La gran fecundidad
apostólica del Padre Hurtado no es sólo fruto de sus notables cualidades
humanas; ella es fruto de su unión con Cristo que, como el fuego, se apoderó de
su vida hasta tender a decir con San Pablo: “No vivo yo, es Cristo que vive
en mí” (Gál 2,20).
El presente libro no pretende
describir la obra y las acciones del Padre Hurtado, sino adentrarse en su
corazón. Por eso se ofrecen textos escritos por él mismo, que permiten conocer “desde
dentro” el corazón de este apóstol.
Vida del Padre Hurtado
Nacimiento e infancia
Alberto Hurtado Cruchaga nace en Viña
del Mar (Chile), el 22 de enero de 1901. Pasa su niñez en el Fundo Mina del
Agua, cerca de Casablanca, con sus padres, Alberto Hurtado Larraín y Ana
Cruchaga Tocornal, y su único hermano, Miguel, dos años menor que él. En 1905,
fallece su padre, lo que acarreará serias dificultades económicas y la
posterior venta de las tierras, que eran el patrimonio familiar. Por ello se
trasladan a Santiago y comienzan a vivir en casas de distintos parientes, sin
tener una casa propia. En 1909 ingresa al Colegio San Ignacio. Ese mismo año
hace su primera comunión, y al año siguiente es confirmado. Las dificultades
económicas no impiden que, junto a su madre, trabaje por los más pobres, en el
Patronato San Antonio. Termina el colegio en 1917.
“No podía ver el dolor sin quererlo
remediar”
En marzo de 1918 comienza sus
estudios de Derecho en la Universidad Católica de Chile. Se involucra
intensamente en la vida universitaria, participando en el Centro de Estudiantes
de Derecho. Continúa con su gran preocupación por los más pobres, tanto por el
apostolado que realiza en el Patronato de Andacollo, como por la actividad
política que desarrolla con gran preocupación social. Sabe unir su propia
carrera a su inquietud por servir a los demás, organizando, junto con algunos
estudiantes de Derecho, un consultorio jurídico para obreros, y dedicando sus
tesis de grado a buscar soluciones jurídicas a algunos graves problemas
sociales.
Augusto Salinas, uno de sus
compañeros de curso y futuro obispo auxiliar de Santiago, declara: “Su vida
de unión con Jesucristo le arrastraba hacia los que sufren”. Durante la
crisis laboral del salitre, organiza a sus compañeros de curso para servir a
los obreros que habían venido a Santiago y que estaban instalados en albergues
muy precarios. Además, participa en el Círculo de Estudios León XIII,
donde leían las encíclicas sociales con el P. Jorge Fernández Pradel s.j., y es
profesor voluntario del Instituto Nocturno San Ignacio, organismo para la
formación de los obreros. Entre agosto y noviembre de 1920, hace el Servicio
Militar en el regimiento Yungay.
El Padre Damián Symon, ss.cc., su
director espiritual por estos años, lo describe en estos términos: “Le
conocí cuando ya era universitario. Las virtudes que fueron aflorando y
solidificándose fueron deslumbradoras, sobre todo la que se refería a la
caridad, pues apareció un celo incontenible, que había de moderar repetidamente
para que no llegara a la exageración. No podía ver el dolor sin quererlo
remediar, ni una necesidad cualquiera sin poner estudio para solucionarla.
Vivía en un acto de amor a Dios que se traducía constantemente en algún acto de
amor al prójimo; su celo casi desbordado, no era sino su amor que se ponía en
marcha. Tenía un corazón como un caldero en ebullición que necesita vía de
escape”.
Discernimiento vocacional
Las cartas a su amigo Manuel Larraín,
futuro obispo de Talca, son testigo de una profunda búsqueda de la voluntad de
Dios. Ambos jóvenes enfrentan la misma aventura con gran seriedad,
preguntándose: ¿Qué quiere Dios de mí? Alberto tiene claro que Dios le
asigna un puesto a cada hombre, y que, en aquel puesto, Dios le dará las
gracias abundantes; por ello se ofrece al Señor: “Yo te hago la entrega de
todo lo que soy y poseo, yo deseo dártelo todo, servirte donde no haya
restricción alguna en mi don total”. Pero saber dónde servir al Señor no
era tarea fácil. Alberto se siente llamado al sacerdocio, pero también al
matrimonio y a realizar un apostolado como laico, y además pensó en ser monje
cartujo (el Padre Vives lo disuadió). En 1923 Alberto le escribe a su amigo
Manuel: “Reza, pero con toda el alma, para que podamos arreglar nuestras
cosas y los dos cumplamos este año la voluntad de Dios”. Para Alberto,
cumplir la voluntad de Dios era entrar al noviciado jesuita, y para Manuel,
entrar al Seminario de Santiago.
Alberto no podía entrar a los
jesuitas porque debía sostener económicamente a su familia. El Padre Damián
Symon relata cómo vino la solución: “Durante todo el Mes del Sagrado Corazón
de Jesús del año 1923, a las 10 de la noche, le vi tenderse en el suelo, frente
al altar del Santísimo Sacramento, y pasar una hora entera en esa postura,
implorando, en la oración más fervorosa, que el Señor le solucionara sus
problemas económicos para poder consagrarse totalmente a Dios”. La solución
llegó de modo providencial, precisamente el día del Sagrado Corazón.
El 7 de agosto de 1923, después de
haber presentado su memoria de Licenciatura El trabajo a domicilio,
rinde su examen final, que aprueba con nota sobresaliente por unanimidad, y,
con ello, recibe su título de Abogado.
Justo antes de ingresar al Noviciado
jesuita, la Universidad Católica despide a su ex-alumno. Así lo testifica la Revista
Universitaria, un documento de inestimable valor, por ser contemporáneo a
los hechos: “Después de haber cursado con el más hermoso éxito los cinco
años de la Facultad de Leyes, y de haber obtenido brillantemente su título de
abogado con nota óptima de la Corte Suprema y distinción unánime de la Universidad
Católica, Alberto Hurtado, nuestro amigo, el amigo de todos los jóvenes
católicos, el amigo de pobres y ricos, partió al noviciado de la Compañía de
Jesús. Su inmenso amor a Dios fue premiado por la Divina Providencia que le
concedió el mérito de abandonarlo todo cuando todo podía tenerlo. La
Universidad Católica sintió la necesidad de despedir con todo su cariño al
ejemplar ex–alumno y celebró en las vísperas de su partida una Misa que ofició
el señor Rector y a la cual concurrió un numeroso grupo de sus amigos”
(Revista Universitaria, 1923). Alberto ni siquiera espera recibir el diploma de
Abogado y parte a Chillán para iniciar su Noviciado el día 15 de agosto, lo que
muestra su cercanía a la Santísima Virgen, que se mantendrá a lo largo de toda
su vida.
Estudiante jesuita
La alegría de Alberto por haber
entrado al Noviciado queda bien expresada en una carta a su inseparable amigo: “Querido
Manuel: Por fin me tienes de jesuita, feliz y contento como no se puede ser más
en esta tierra: reboso de alegría y no me canso de dar gracias a Nuestro Señor
porque me ha traído a este verdadero paraíso, donde uno puede dedicarse a Él
las 24 horas del día. Tú puedes comprender mi estado de ánimo en estos días;
con decirte que casi he llorado de gozo”.
La primera parte de su formación se
desarrolla en Chillán, entre Retiros Espirituales y labores humildes.
Posteriormente se traslada a Córdoba, Argentina, para terminar allí su período
de noviciado y consagrarse al Señor con sus votos religiosos el 15 de agosto de
1925. Según se recuerda, “pedía los trabajos humildes de la cocina”. Los
escritos de esta época reflejan un sincero esfuerzo por avanzar en el camino de
la santidad: toma muy en serio su formación, la oración y los estudios; y se
empeña en pequeñas virtudes como no hablar mal de los demás, ser amable, o
destacar las virtudes ajenas. Entre sus apuntes personales, escribe: “No
criticar a mis hermanos, velar sus defectos, hablar de sus cualidades... Hablar
siempre bien de los Superiores y de sus disposiciones. Hablar siempre bien de
mis hermanos, disculpar sus defectos, poner de relieve sus cualidades”.
Entre los años 1927 y 1931, estudia
filosofía y comienza con la teología en Sarriá, España. Un testimonio de
aquellos años lo describe, “tan abnegado, tan caritativo, tan trabajador,
tan celoso de la gloria de Dios y del bien de sus prójimos y, como fundamento
de todo, tan sobrenatural, unido con Dios y piadoso, principalmente en su
devoción a la Santísima Virgen”. Por la situación política de España, los
jesuitas sacan del país a sus estudiantes extranjeros. Y Alberto debe continuar
la teología en la Universidad Católica de Lovaina, una de las más prestigiosas
del mundo.
Un compañero de formación recuerda: “A
uno le agradaba estar con él, pues uno se sentía cómodo. Oía a sus compañeros
con mucha atención. Vivía siempre en un ambiente de fe. Era muy mortificado, se
daba de lleno al estudio, su caridad era grande; siempre servicial, con una
sonrisa acogedora”. Otro asegura: “Poseía un gran don de simpatía que
hacía tan agradable el trato con él, que era sencillo y modesto”. Un
hermoso testimonio retrata su carácter: “Su pronta sonrisa y su mirada
indagadora, en un modo indefinible, parecía urgirlo a uno a cosas más altas...
Su sonrisa daba la impresión de que estaba mirando al interior de mi alma y
estaba ansioso por verme hacer mayores y mejores cosas por el Señor”.
Un jesuita belga, nos transmite un
elocuente testimonio: “El P. Hurtado tenía el temperamento de un mártir;
tengo la íntima convicción de que él se ofreció como víctima por la salvación
de su pueblo, y especialmente por el mundo obrero de América. Conocí al Padre
Hurtado en teología, en Lovaina. Sobre todo impresionaba y edificaba su
caridad, tan ardiente y atenta, resplandeciente de alegría y entusiasmo. Ya entonces
se ‘consumía’ de ardor y de celo. Siempre listo a alegrar a los demás. ¡Cuánto
amaba a su país y a su pueblo! Ese amor le hacía sufrir profundamente. Volví a
ver al querido Padre en el Congreso de Versalles en 1947. Era la misma llama:
el fuego interior lo abrasaba de amor a Cristo y a su pueblo. Mi querido amigo
era un alma de una calidad ‘muy rara’, y para decirlo todo: un santo; un mártir
del amor de Cristo y de las almas”.
Sacerdote de Cristo
El 24 de agosto de 1933, es ordenado
sacerdote. En su primera misa lo acompaña su inseparable amigo y futuro
provincial, el Padre Álvaro Lavín. Una vez ordenado sacerdote, le escribe a un
amigo: “¡Ya me tienes sacerdote del Señor! Bien comprenderás mi felicidad
inmensa. Con toda sinceridad puedo decirte que soy plenamente feliz. Ahora ya
no deseo más que ejercer mi ministerio con la mayor plenitud posible de vida
interior y de actividad exterior”.
Durante estos años, presta un gran
servicio en favor de la fundación de la Facultad de Teología de la Universidad
Católica de Chile. El agotador trabajo que realiza muestra el gran aprecio que
Alberto Hurtado profesa por el estudio serio de la teología. En diciembre de
1934 Monseñor Casanueva le expresa su agradecimiento: “La inmensa gratitud
que te debo por tu empeño tan abnegado, tan inteligente, tan atinado y tan
cariñoso, que jamás podré pagarte y sólo Dios podrá recompensarte debidamente;
después de Dios y de la persona que ha hecho esta fundación, a nadie le deberá
esta Facultad de Teología tanto como a ti”.
El 24 mayo de 1934, aprueba el examen
de grado de Teología. El presidente de la comisión era el P. Janssens, futuro
superior general de la Compañía de Jesús, quien comentó: “En mis largos años
de Superior no he visto pasar junto a mí un alma de mayor irradiación
apostólica que la del Padre Hurtado”. Entre los años 1934 y 1935 finaliza
su formación y el 10 de octubre rinde su examen para el Doctorado en Ciencias
Pedagógicas en la Universidad de Lovaina, habiendo presentado la tesis El
sistema pedagógico de Dewey ante las exigencias de la doctrina católica. Es
aprobado con “máxima distinción”.
Antes de regresar, hace un viaje por
diferentes países europeos, con el fin de estudiar varias instituciones
educacionales. Se piensa en él para profesor de Ética y Sociología en
Argentina, pero dadas las necesidades, se le destina a Chile. El 22 de enero de
1936, justo al cumplir 35 años, se embarca en Hamburgo a las 10 a.m., de
regreso a su patria.
Apóstol entre los jóvenes
De vuelta en Santiago, en febrero de
1936, comienza su apostolado con los jóvenes, de modo especial, en el Colegio
San Ignacio y en la Universidad Católica. Pero la tarea educativa del P.
Hurtado no se limita sólo a las clases; el carisma de este apóstol atrae a los
jóvenes más allá de los compromisos académicos. Promueve el servicio a los más
pobres, porque “ser católicos equivale a ser sociales”. Al mismo tiempo,
da gran importancia a los retiros espirituales. Varias veces durante el año
impulsará a diversos grupos, de jóvenes y adultos, a un encuentro profundo con
el Señor y a buscar con seriedad la voluntad de Dios. En uno de estos retiros
afirma: “Todo cristiano debe aspirar siempre a esto: a hacer lo que hace,
como Cristo lo haría en su lugar...”.
Su amor al Sacerdocio y a la
Eucaristía queda retratado en un hermoso testimonio: en el año 1937, en San
José de la Mariquina, un misionero capuchino lo observa celebrar la Misa, y le
llama tan poderosamente la atención “que decía no haber visto nunca una
celebración de la misa tan edificante, y que al ser así los sacerdotes
chilenos, deberían ser todos santos”.
A inicios de 1941, el Padre Hurtado
es nombrado Asesor de la Acción Católica de jóvenes de Santiago. La Acción
Católica había sido impulsada en 1923 por el Papa Pío XI, y significó un
decidido impulso a la participación activa de los laicos en la Iglesia. Trabaja
también con alumnos de liceos fiscales de Santiago.
El mismo año 1941 publica un libro
que marcó una época: ¿Es Chile un país católico?, que con gran agudeza,
optimismo y valentía abre los ojos de muchos católicos acerca de la verdadera
situación del catolicismo en Chile, señalando el grave problema de la escasez
de vocaciones sacerdotales. Es un tiempo de profundas transformaciones, el
mundo es disputado por ideologías opuestas y totalitarias, mientras Europa se
desangra en la Segunda Guerra Mundial. El P. Hurtado se estremece ante los
horrores de la guerra, pero además comienza a pensar cómo reconstruir, con
Cristo, el mundo de la postguerra.
Su fecundidad pastoral lo lleva, a
los pocos meses, a ser nombrado Asesor Nacional de la Juventud de la Acción
Católica. Recorre el país organizando los grupos y predicando retiros. Es el
tiempo de las grandes procesiones de antorchas a los pies de la imagen de María
Santísima, en el Cerro San Cristóbal, con miles de jóvenes. En este contexto
apela a la generosidad de los jóvenes: “Si Cristo descendiese esta noche
caldeada de emoción les repetiría, mirando la ciudad oscura: ‘Me compadezco de
ella’, y volviéndose a ustedes les diría con ternura infinita: ‘Ustedes son la
luz del mundo... Ustedes son los que deben alumbrar estas tinieblas. ¿Quieren
colaborar conmigo? ¿Quieren ser mis apóstoles?’”.
Su labor no es comprendida, y
comienza a sentir que no cuenta con la confianza de Monseñor Salinas, su amigo
de la Universidad, y Asesor General de la Acción Católica. Debido a este clima
de discrepancias y tensiones, en abril de 1942, presenta la renuncia al cargo
de Asesor Nacional de la Acción Católica, renuncia que es rechazada por los
obispos chilenos.
El trabajo continúa: en febrero de
1943, zarpa hacia Magallanes para formar la Acción Católica en Punta Arenas,
visitando además Puerto Natales y Porvenir. La fecundidad de esta visita
permitirá la celebración posterior de un Congreso Eucarístico y un cambio de ambiente
en relación con la Iglesia.
Posteriormente, se seguirán
suscitando incomprensiones y divergencias con Monseñor Salinas. Las críticas
que se repiten son falta de espíritu jerárquico, ideas avanzadas en el campo
social y una cierta independencia respecto del resto de las ramas de la Acción
Católica. Ello motiva, finalmente, a que renuncie indeclinablemente a su cargo,
en noviembre de 1944. La situación debió ser muy dura para él, dado que tenía
muchas esperanzas puestas en la Juventud Católica. Por otra parte, la oposición
no venía ‘de la jerarquía’, pues contaba con el apoyo y la admiración de
numerosos obispos, entre ellos, el Cardenal Caro; la oposición venía de su
propio amigo Augusto Salinas. Esta amarga situación, heroicamente aceptada, fue
la ocasión de una gran maduración espiritual para el P. Hurtado.
El Hogar de Cristo
El mes anterior a su renuncia, tal
como él mismo lo relata, una noche fría y lluviosa, se le acerca “un pobre
hombre con una amigdalitis aguda, tiritando, en mangas de camisa, que no tenía
dónde guarecerse”. Su miseria lo estremece. Pocos días después, el 16 de
octubre, dando un retiro para señoras, en la Casa del Apostolado Popular,
habla, sin haberlo previsto, sobre la miseria que hay en Santiago y la
necesidad de la caridad: “Cristo vaga por nuestras calles en la persona de
tantos pobres, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo,
acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a
quién llamar ‘padre’, que carecen hace muchos años del beso de la madre sobre
su frente... ¡Cristo no tiene hogar! ¿No queremos dárselo nosotros, los que
tenemos la dicha de tener hogar confortable, comida abundante, medios para
educar y asegurar el porvenir de los hijos? ‘Lo que hagan al más pequeño de mis
hermanos, me lo hacen a Mí’, ha dicho Jesús”. Y así nace el Hogar de
Cristo. A la salida del retiro, recibe las primeras donaciones: un terreno,
varios cheques y joyas.
En mayo de 1945, el Arzobispo de
Santiago, Mons. José María Caro bendice la primera sede del Hogar de Cristo. Al
año siguiente se inaugura la Hospedería de la calle Chorrillos. Poco a poco, el
Hogar de Cristo crecerá hasta niveles admirables, prestando un inestimable
servicio a los más pobres y creando una corriente de solidaridad que
actualmente ha superado las fronteras de nuestra patria. Su propósito es no
contentarse con dar alojamiento: “Una de las primeras cualidades que hay que
devolver a nuestros indigentes es la conciencia de su valor de personas, de su
dignidad de ciudadanos, más aún, de hijos de Dios”. Los niños del Mapocho
debían llegar a ser obreros especializados.
Entretanto continúa su labor
formativa entre los jóvenes, y prosigue con la predicación de retiros. En junio
del mismo año, en una charla de preparación a la fiesta del Sagrado Corazón,
recuerda a los estudiantes su responsabilidad social, responsabilidad que es
una consecuencia de las palabras de Cristo: “El deber social del
universitario no es sino la traducción concreta a su vida de estudiante hoy y
de futuro profesional, mañana, de las enseñanzas de Cristo”, e invita a
cada uno a “estudiar su carrera en función de los problemas sociales propios
de su ambiente profesional”. Pide a los jóvenes una gran generosidad, con
la certeza de que “el que ha mirado profundamente una vez siquiera los ojos
de Jesús, no lo olvidará jamás”.
En septiembre de 1945, el Padre
Hurtado realiza un viaje a EE.UU. y a otros países de Centro América. En
octubre llega a Dallas y comienza una nutrida agenda de entrevistas y visitas a
instituciones de beneficencia, semejantes al Hogar de Cristo. El 29 de enero
comienza su retiro espiritual en Baltimore. El viaje de regreso de Nueva York a
Valparaíso lo realiza a bordo del barco “Illapel”. Durante esta travesía
escribe: “Cada vez que subía al puente de mando y veía el trabajo del
timonel, no podía menos de hacer una meditación fundamental, la más fundamental
de todas, la que marca ‘el Rumbo de la vida’”.
Apostolado social
Vuelve a sus nutridas labores
habituales: predicación de retiros, dirección espiritual de jóvenes,
preocupación por las vocaciones sacerdotales, el Hogar de Cristo, clases en el
Colegio San Ignacio y en la Universidad Católica, etc. El 13 de junio de 1947,
día del Sagrado Corazón, junto a un grupo de universitarios, constituye la Acción
Sindical y Económica Chilena (ASICH), como un modo de buscar “la manera
de realizar una labor que hiciera presente a la Iglesia en el terreno del
trabajo organizado”.
Entre julio de 1947 y enero de 1948,
el P. Hurtado realiza un viaje a Francia para asistir a una serie de
importantes congresos y semanas de estudio. A su superior, el Padre Álvaro
Lavín, le solicita el permiso para el viaje: “¿Será mucha audacia pedirle
que piense si sería posible que asistiera este servidor al Congreso de París?”.
Otorgado el permiso, parte a Francia el 24 de julio de 1947. Participa en
la 34ª Semana Social en París, donde sostiene conversaciones con el
Cardenal E. Suhard, Arzobispo de París; pasa una semana en La Acción Popular
(centro de acción social organizado por los jesuitas franceses, actualmente CERAS),
y luego participa en la Semana Internacional de los jesuitas en
Versalles, donde el Padre Hurtado habla en dos oportunidades acerca de la
situación de Chile. Su exposición es descrita como “un grito de angustia,
pero al mismo tiempo, una irresistible lección de celo apostólico puro y
ardientemente sobrenatural”, y es considerado una de las personalidades más
notables del encuentro.
El 24 de agosto, pasando por Lourdes,
viaja a España, y de regreso permanece un par de días con los sacerdotes
obreros en Marsella; en septiembre asiste al Congreso de Pastoral Litúrgica,
en Lyon, y participa en la Semana de Asesores de la Juventud Obrera Católica
en Versalles.
En octubre viaja a Roma, y tiene tres
audiencias con el P. Janssens, General de los jesuitas, un encuentro con
Monseñor Montini (futuro Papa Pablo VI), y el 18 de octubre es recibido en
audiencia especial por el Papa Pío XII, que le otorga un gran apoyo.
Finalmente, junto a Manuel Larraín, visita al filósofo Jacques Maritain. El
propio Padre Hurtado afirma: “El mes en Roma fue una gracia del cielo, pues
vi y oí cosas sumamente interesantes que me han animado mucho para seguir
íntegramente en la línea comenzada. En este sentido las palabras de aliento del
Santo Padre y de Nuestro Padre General han sido para mí un estímulo inmenso”.
Vuelve a Francia y permanece dos
semanas con el Padre J. Lebret en Economía y Humanismo, otra institución
católica dedicada al estudio de los problemas sociales y económicos. Durante
estos días, realiza un viaje rápido a Bélgica para estudiar la Liga de
Campesinos Católicos, los Sindicatos Cristianos y la Juventud Obrera Católica.
Con razón pudo escribir: “acumulo toneladas de experiencias
interesantísimas”.
Después de este nutrido itinerario de
congresos y entrevistas, el 17 de noviembre llega a París, para “encerrarme
por un tiempo en mi pieza, pues las experiencias acumuladas son demasiado
numerosas y hay que asentarlas, madurarlas, anotarlas”. En diciembre
escribe: “Aquí me tiene en París, haciendo vida de Casa de Retiro, encerrado
en una pieza, lleno de libros... hay tanto que hacer, tanto que leer y meditar,
pues, este viaje me lo ha dado Dios para que me renueve y me prepare en los
tremendos problemas que por allá tenemos”. Permanece más de dos meses casi
sin salir de París, y sólo va unos días a un Congreso de moralistas en la
ciudad de Lyon. Su exposición es acerca de la relación entre Iglesia y Estado,
y se titula “¿Con o sin el poder?”.
De este viaje rescata muchos
aspectos; su opinión general del movimiento católico social es ciertamente
positiva, pero también se adelanta en ver ciertos riesgos. Por ejemplo,
respecto del Congreso de moralistas, ve “un afán excesivo de renovación”
y una tendencia “a olvidar los valores reales de la Iglesia, la visión
tradicional”, tendencia que tiene como consecuencia dejar a la Iglesia “sin
dirigentes auténticamente cristianos, sino con hombres de mística social, pero
no cristiano-social”; pero, a la vez, señala que “por encima de todo hay
mucho espíritu, mucho deseo de servir a la Iglesia, y una abnegación realísima
como se demuestra en los trabajos que emprenden”.
De vuelta a Chile, estas experiencias
le permiten madurar su proyecto de la ASICH, poniendo como punto de partida su
sólido fundamento en Cristo y en su Iglesia. La tarea es dura y no exenta de
malos entendidos y críticas injustas. La ASICH nace para ofrecer formación
cristiana a los obreros, centrada en la enseñanza social de la Iglesia, y con
miras a defender la dignidad del trabajo humano por sobre cualquier consigna
ideológica. Las críticas se repiten; sin embargo no logran desalentar al Padre
Hurtado. Una carta que revela la personalidad del P. Hurtado, dice: “Claro
que hay muchos peligros, y que el terreno es difícil... ¿Quién no lo ve? Pero,
¿será ésta una razón para abandonarlo aún más tiempo?... ¿Que alguna vez voy a
meter la pata? ¡Cierto! Pero, ¿no será más metida de pata, por cobardía, por el
deseo de lo perfecto, de lo acabado, no hacer lo que pueda?”.
Últimos años de apostolado
Continúa con su intensa actividad
apostólica habitual, de clases, confesionario, grupos, dirección espiritual,
Hogar de Cristo y retiros espirituales. Durante 1948 predica algunas
conferencias en Valparaíso, Temuco, Sewell, Iquique, Putaendo y Chillán;
algunas conferencias son muy concurridas, hasta 4.000 personas, y son
transmitidas por radio. Las predicaciones del mes de María en la Iglesia de San
Francisco son consideradas por el P. Hurtado “el ministerio de más fruto del
año”.
Las actividades se multiplican. Se
cumple lo que él había escrito: “Si alguien ha comenzado a vivir para Dios
en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su
puerta... Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las
olas que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante
un día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia
arriba, hacia Dios. ¡Oh bendita vida activa, toda consagrada a mi Dios, toda
entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me conduce para encontrarme a
dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible en mis preocupaciones, mi
único refugio”.
En enero de 1950, el episcopado
boliviano lo invita a participar en la Primera Concentración Nacional de
Dirigentes del Apostolado Económico Social. En ella urge a buscar a Cristo
completo, con todas sus consecuencias: “por la fe debemos ver a Cristo en
los pobres”, y buscar soluciones técnicas adecuadas, pues, “ha llegado
la hora en que nuestra acción económico–social debe cesar de contentarse con
repetir consignas generales sacadas de las encíclicas de los Pontífices y
proponer soluciones bien estudiadas de aplicación inmediata en el campo
económico y social”.
Impulsado por su interés por el
apostolado intelectual, funda la Revista Mensaje. El P. Hurtado deseaba la
publicación de “una revista de vuelo” con la finalidad de dar formación
religiosa, social y filosófica. Lo que él quería era: “Orientar, y ser el
testimonio de la presencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo”. En
octubre de 1951 apareció el primer número de Mensaje. En su editorial, explica
que el nombre alude “al Mensaje que el Hijo de Dios trajo del cielo a la
tierra y cuyas resonancias nuestra revista desea prolongar y aplicar a nuestra
patria chilena y a nuestros atormentados tiempos”.
Volviendo a la casa del Padre Dios
Su testimonio más conmovedor es su
enfermedad y su muerte. Frente a la muerte se revela la profundidad del hombre
y se manifiesta la grandeza de Dios. Cuando le comunican la noticia de su
enfermedad incurable, el Padre Hurtado exclama: “¡Cómo no voy a estar
contento! ¡Cómo no estar agradecido con Dios! En lugar de una muerte violenta
me manda una larga enfermedad para que pueda prepararme; no me da dolores; me
da el gusto de ver a tantos amigos, de verlos a todos. Verdaderamente, Dios ha
sido para mí un Padre cariñoso, el mejor de los padres”.
El P. Hurtado ha deseado
profundamente a lo largo de su arduo trabajo la vida eterna, es decir, el
encuentro definitivo con Cristo. Así lo muestra una de las páginas más hermosas
de sus escritos: “¿Y yo?, ante mí la eternidad. Yo, un disparo en la
eternidad. Después de mí, la eternidad. Mi existir, un suspiro entre dos
eternidades. Mi vida, pues, un disparo a la eternidad. No apegarme aquí, sino a
través de todo mirar la vida venidera. Que todas las creaturas sean
transparentes y me dejen siempre ver a Dios y la eternidad. A la hora que se
hagan opacas, me vuelvo terreno y estoy perdido. Después de mí la eternidad.
Allá voy y muy pronto... Cuando uno piensa que tan pronto terminará lo
presente, saca uno la conclusión: ser ciudadanos del cielo, no del suelo”.
La imagen del disparo, junto con manifestar la fugacidad de la vida, insiste en
que la vida está concentrada en una sola dirección: la eternidad.
La generosidad de su entrega se
comprende a la luz de sus convicciones: “La vida ha sido dada al hombre para
cooperar con Dios, para realizar su plan; la muerte es el complemento de esa
colaboración, pues es la entrega de todos nuestros poderes en manos del
Creador. Que cada día sea como la preparación de mi muerte, entregándome minuto
a minuto a la obra de cooperación que Dios me pide, cumpliendo mi misión, la
que Dios espera de mí, la que no puedo hacer sino yo”.
Durante todo su ministerio habla de
la eternidad, que describe como “un viaje infinitamente nuevo y eternamente
largo”, y busca las imágenes más atractivas para referirse a ella: “Esta
vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte para hallarlo, la eternidad
para poseerlo. Llega el momento en que después del camino se llega al término.
El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus brazos, brazos que son de amor, y
por eso, para nunca cerrarlos los dejó clavados en su cruz; entra en su costado
que, para significar su amor, quedó abierto por la lanza, manando de él sangre
que redime y agua que purifica”. El valor de estas palabras aumenta por la
alegría y serenidad con que el Padre Hurtado enfrentó su propia muerte. Esta visión
de eternidad lo había llevado a comprometerse tan profundamente con el
mundo y con los hombres “hasta no poder soportar sus desgracias”; esta
visión de fe lo había impulsado a escribir: “Encerrar a los hombres en mi
corazón, todos a la vez. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con
un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios. Hacer en Cristo la
unidad de mis amores. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que
revienta el pecho; un movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva
mi caridad; un movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser
sacerdote!”.
El día 18 de agosto de 1952, a las 5
de la tarde, el Padre Hurtado muere santamente, rodeado de sus hermanos de
comunidad. Pocos días antes de su muerte, dicta una carta, que podemos
considerar una tarea: “Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito
confiarles un último anhelo: A medida que aparezcan las necesidades y dolores
de los pobres, busquen cómo ayudarlos como se ayudaría al Maestro. Al darles a
todos y a cada uno en particular este saludo, les confío, en nombre de Dios, a
los pobrecitos”.
El testimonio de su muerte impacta a
la sociedad chilena. El 20 de agosto, a las 8:30 hrs., se celebra la misa de
funerales. El Cardenal Caro reza el responso, y la homilía está a cargo de su
amigo, Monseñor Manuel Larraín, el obispo de Talca, quien afirmó: “Si
silenciáramos la lección del P. Hurtado, desconoceríamos el tiempo de una gran
visita de Dios a nuestra patria”. Asiste una gran muchedumbre de gente, de
todos los sectores de la sociedad. A las 10:30 hrs., sale el cortejo hacia la
Parroquia de Jesús Obrero. El trayecto de unas 40 cuadras se hace a pie, a
petición de los asistentes. Al salir de la iglesia de San Ignacio, se forma en
el cielo una cruz de nubes.
Las poéticas palabras que le escribe
Gabriela Mistral permanecen como un recuerdo y una tarea: “Duerma el que
mucho trabajó. No durmamos nosotros, no, como grandes deudores huidizos que no
vuelven la cara hacia lo que nos rodea, nos ciñe y nos urge casi como un
grito...”.
El mismo año de su muerte, el Padre
Álvaro Lavín le sugiere al Padre General que se inicie su proceso de
beatificación. En 1955, el Padre Provincial, Carlos Pomar, comienza con las
consultas a los testigos. Años después, en abril de 1971, la Asamblea Plenaria
de la Conferencia Episcopal de Chile acuerda pedir la introducción de la Causa
de su Beatificación. La causa avanza rápido y en su visita a Chile, el Santo
Padre, Juan Pablo II, visita el Hogar de Cristo y reza ante la tumba del Padre
Hurtado. El 16 de octubre de 1994, el Papa beatifica al Padre Hurtado en la
Plaza San Pedro del Vaticano, y ahora nos encontramos a la espera de su
inminente canonización.
Juan Pablo II nos propone estas
desafiantes palabras: “¿Podrá también en nuestros días el Espíritu suscitar
apóstoles de la estatura del Padre Hurtado, que muestren con su abnegado
testimonio de caridad la vitalidad de la Iglesia? Estamos seguros que sí; y se
lo pedimos con fe”.
* Nota: El presente
libro pretende difundir los escritos del Padre Hurtado a un público amplio. Por
ello, los textos han sido ligeramente adaptados, para facilitar su lectura, y
en el caso de los documentos demasiado largos, han sido omitidos algunos
párrafos. De todos modos, el lector podrá acceder a los textos completos, que
han sido editados por Ediciones
Universidad Católica de Chile. Las anécdotas, por lo general, están
tomadas de los documentos oficiales del proceso de canonización. Esperamos que
la lectura de estas páginas despierte el interés por los textos completos. La
referencia de la fuente de cada documento se encuentra al final, en la página
185.
Páginas escogidas
de los escritos del
Padre Alberto
Hurtado, S.J.
¿A
quiénes amar?
Reflexión
personal, noviembre de 1947
¿A quiénes amar? A todos mis hermanos
de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que
son víctima. Alegrarme de sus alegrías. Comenzar por traer de nuevo a mi
espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de
quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con
los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi
colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi
apostolado... Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor,
amargura, daño... A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de
un apuro... Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño.
Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los
puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud.
Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas... Esos tísicos de San José, los
leprosos de Fontilles... Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de
estudios... Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la
palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he
encontrado en Europa, en América... Todos los del mundo: son mis hermanos.
Encerrarlos en mi corazón, todos a la
vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el
corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un
ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios. Hacer en Cristo la unidad
de mis amores. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el
pecho; un movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad;
un movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!
Mi alma jamás se había sentido más
rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo
más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para
elevarse con ellos hacia el Padre.
Urgido por la justicia y animado por
el amor
Atacar, no tanto los efectos, cuanto
sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a
cuerpo. Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc
10,30-32). El agonizante del evangelio es el desgraciado que encuentro cada
día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre
sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo,
en todos sus sectores.
Tomar en primer lugar la miseria del
pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y
el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su
estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se
consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí
la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la
herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma
a la vez.
Lo primero, amarlos: Amar el bien que
se encuentra en ellos, su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su
franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la
misión que realizan ante sus familias... Amarlos hasta no poder soportar sus
desgracias... Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el
alcoholismo, las enfermedades sociales, la tuberculosis. Mi misión no puede ser
solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras
yo almuerzo tranquilamente, y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme
mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de
educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los
disminuye, que me desgarre a mí también.
Amarlos para hacerlos vivir, para que
la vida humana se desarrolle en ellos, para que se abra su inteligencia y no
queden retrasados. Que los errores anclados en su corazón me pinchen
continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me
atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten;
que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.
Y esto no es más que la traducción de
la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como
hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, “verdadera Luz que alumbra a
todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). Toda luz de la razón natural
es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia
suprema.
Pero Cristo les trae otra luz, una
luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus
preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados?
Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para
hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a
ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios. Y este llamamiento es para
cada uno de ellos, para los más miserables, para los más ignorantes, para los
más descuidados, para los más depravados de entre ellos. La luz de Cristo brilla
entre las tinieblas para todos ellos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz.
Sin esta luz serán profundamente desgraciados.
Amarlos apasionadamente en Cristo,
para que la semejanza divina progrese en ellos, para que se rectifiquen en su
interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que
tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana,
para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se
desarrolle en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su
actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para
que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).
Si los amamos, sabremos lo que
tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere
sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.
El
Rumbo de la vida
Meditación
a bordo de un barco, febrero de 1946
Un regalo de mi Padre Dios ha sido un
viaje de 30 días en barco de Nueva York a Valparaíso. Por generosidad del
bondadoso Capitán tenía una mesa en el puente de mando, al lado del timonel,
donde me iba a trabajar tranquilo con luz, aire, vista hermosa... La única
distracción eran las voces de orden con relación al rumbo del viaje. Y allí
aprendí que el timonel, como me decía el Capitán, lleva nuestras vidas en sus
manos porque lleva el rumbo del buque. El rumbo en la navegación es lo más
importante. Un piloto lo constata permanentemente, lo sigue paso a paso por
sobre la carta, lo controla tomando el ángulo de sol y horizonte, se inquieta
en los días nublados porque no ha podido verificarlo, se escribe en una pizarra
frente al timonel, se le dan órdenes que, para cerciorarse que las ha
entendido, debe repetirlas cada una. “A babor, a estribor, un poquito a
babor, así como va...”. Son voces de orden que aprendí y no olvidaré.
Cada vez que subía al puente y veía
el trabajo del timonel no podía menos de hacer una meditación fundamental, la
más fundamental de todas, la que marca el rumbo de la vida.
En Nueva York había multitud de
buques, de toda especie. ¿Qué es lo que los diferencia más fundamentalmente? El
rumbo que van a tomar. El mismo barco ‘Illapel’ en Valparaíso tenía rumbo Nueva
York o Río de Janeiro; en Nueva York tenía rumbo Liverpool o Valparaíso.
Apreciar la necesidad de tomar en
serio el rumbo. En un barco al Piloto que se descuida se le despide sin
remisión, porque juega con algo demasiado sagrado. Y en la vida, ¿cuidamos de
nuestro rumbo?
¿Cuál es tu rumbo? Si fuera necesario
detenerse aún más en esta idea, yo ruego a cada uno de ustedes que le dé la
máxima importancia, porque acertar en esto es sencillamente acertar; fallar en
esto es simplemente fallar.
Barco magnífico: el “Queen
Elizabeth”, 70.000 toneladas (el “Illapel” cargado son 8.000 toneladas). Si me
tiento por su hermosura y me subo en él sin cuidarme de su rumbo, corro el
pequeño riesgo que en lugar de llegar a Valparaíso, ¡¡llegue a Manila!! Y en
lugar de estar con ustedes, vea caras filipinas.
Cuántos van sin rumbo y pierden sus
vidas... las gastan miserablemente, las dilapidan sin sentido alguno, sin bien
para nadie, sin alegría para ellos y al cabo de algún tiempo sienten la
tragedia de vivir sin sentido. Algunos toman rumbo a tiempo, otros naufragan en
alta mar, o mueren por falta de víveres, extraviados, ¡o van a estrellarse en
una costa solitaria!
El trágico problema de la falta de
rumbo, es tal vez el más trágico problema de la vida. El que pierde más vidas,
el responsable de mayores fracasos. Yo pienso que si los escollos morales
fueran físicos, y la conducta de nosotros fuera un buque de fierro, por más
sólido que haya sido construido, no quedaría sino restos de naufragios.
Si la fe nos da el rumbo y la
experiencia nos muestra los escollos, tomémoslos en serio. Mantener el timón.
Clavar el timón, y como a cada momento las olas y las corrientes desvían,
rectificar, rectificar a cada instante, de día y de noche... ¡No las costas
atractivas, sino el rumbo señalado! Pedir a Dios la gracia grande: ser hombres
de rumbo.
1º punto: El puerto de partida. Es el
primer elemento básico para fijarlo. Y aquí clavar mi alma en el hecho básico:
Dios y yo. El primer hecho macizo de toda filosofía, de todo sistema de vida:
Vengo de Dios, sí, de Él. Todo de Él. Nada más cierto, y sobre este hecho voy a
edificar mi vida, sobre este primer dato voy a fijar mi rumbo.
Tomar en serio estas verdades: Que
sirvan para fundar mi vida, para darme rumbo. De aquí también esa actitud, no
de orgullo, pero sí de valentía, de serenidad y de confianza, que nos da
nuestra fe: No nos fundamos en una cavilación sino en una maciza verdad.
2º punto: El puerto de término. Es el
otro punto que fija el rumbo. ¿Valparaíso o Liverpool? De Nueva York salía
junto a nosotros el ‘Liberty’, un portaaviones... ¿A dónde se dirigen? Desde la
Universidad de Chile o desde la fábrica, ¿a dónde? ¡El término de mi vida es
Él!
3º punto: El camino. Tengo los dos
puntos, los dos puertos. ¿Por dónde he de enderezar mi barco? Al puerto de
término, por un camino que es la voluntad de Dios. La realización en concreto
de lo que Dios quiere. He aquí la gran sabiduría. Todo el trabajo de la vida
sabia consiste en esto: en conocer la voluntad de mi Señor y Padre. Trabajar en
conocerla, trabajo serio, obra de toda la vida, de cada día, de cada mañana:
¿qué quieres Señor de mí? Trabajar en realizarla, en servirle en cada momento.
Esta es mi gran misión, mayor que hacer milagros. Dios nos quiere santos: no
mediocres, sino santos.
¿Cuál es el
Camino de mi vida? La voluntad de Dios: santificarme, colaborar con Dios,
realizar su obra. ¿Habrá algo más grande, más digno, más hermoso, más capaz de
entusiasmar? ¡¡Llegar al Puerto!!
Y para llegar al puerto no hay más
que este camino que conduzca... ¡¡Los otros, a otros puertos, que no son el
mío!! Y aquí está todo el problema de la vida. Llegar al puerto que es el fin
de mi existencia. El que acierta, acierta; y el que aquí no llega es un gran
errado, sea un millonario, un Hitler, un Napoleón, un afortunado en el amor, si
aquí no acierta, su vida nada vale; si aquí acierta: feliz por siempre jamás.
¡¡Amén!!
¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy?
¡Qué grande! ¿Por qué camino? Enfrentar el rumbo. El timón firme en mi mano y
cuando arrecien los vientos, rumbo a Dios; y cuando me llamen de la costa,
rumbo a Dios; y cuando me canse, ¡¡rumbo a Dios!!
¿Solo? No. ¡Con todos los tripulantes
que Cristo ha querido encargarme de conducir, alimentar y alegrar! ¡Qué grande
es mi vida! ¡Qué plena de sentido! Con muchos rumbos al cielo. Darles a los
hombres lo más precioso que hay: Dios; y dar a Dios lo que más ama, aquello por
lo cual dio su Hijo: los hombres. Señor, ayúdame a sostener el timón siempre al
cielo, y si me voy a soltar, clávame en mi rumbo, por tu Madre Santísima,
Estrella de los mares, Dulce Virgen María.
La
búsqueda de Dios
Meditación
que el Padre Hurtado pidió que se publicara después de su muerte
Época trágica la nuestra. Esta
generación ha conocido dos horribles guerras mundiales y está a las puertas de
un conflicto aun más trágico, un conflicto tan cruel que hasta los más
interesados en provocarlo se detienen espantados, ante el pensamiento de las
ruinas que acarreará. La literatura que expresa nuestro siglo es una literatura
apocalíptica, testimonio de un mundo atormentado hasta la locura.
¡Cuántos, en nuestro siglo, si no
locos, se sienten inquietos, desconcertados, tristes, profundamente solos en el
vasto mundo superpoblado, pero sin que la naturaleza ni los hombres hablen de
nada a su espíritu, ni les den un mensaje de consuelo! ¿Por qué? Porque Dios
está ausente de nuestro siglo. Muchas definiciones se pueden dar de nuestra
época: edad del maquinismo, del relativismo, del confort. Mejor se diría una
sociedad de la que Dios está ausente.
Los grandes ídolos de nuestro tiempo
son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si
pensamos en Dios, siempre hacemos de Él un medio al servicio del hombre:
le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, y nos quejamos cuando no satisface
nuestros caprichos. Dios en sí mismo parece no interesarnos. La contemplación
está olvidada, la adoración y alabanza es poco comprendida. El criterio de la
eficacia, el rendimiento, la utilidad, funda los juicios de valor. No se
comprende el acto gratuito, desinteresado, del que nada hay que esperar
económicamente.
Hasta los cristianos, a fuerza de
respirar esta atmósfera, estamos impregnados de materialismo, de materialismo
práctico. Confesamos a Dios con los labios, pero nuestra vida de cada día está
lejos de Él. Nos absorben las mil ocupaciones.
Nuestra vida de cada día es pagana.
En ella no hay oración, ni estudio del dogma, ni tiempo para practicar la
caridad o para defender la justicia. La vida de muchos de nosotros ¿no es,
acaso, un absoluto vacío? ¿No leemos los mismos libros, asistimos a los mismos
espectáculos, emitimos los mismos juicios sobre la vida y sobre los
acontecimientos, sobre el divorcio, limitación de nacimientos, anulación de
matrimonios, los mismos juicios que los ateos? Todo lo que es propio del
cristiano: conciencia, fe religiosa, espíritu de sacrificio, apostolado, es
ignorado y aun denigrado: nos parece superfluo. La mayoría lleva una vida
puramente material, de la cual la muerte es el término final. ¡Cuántos
bautizados lloran delante de una tumba como los que no tienen esperanza!
La inmensa amargura del alma
contemporánea, su pesimismo, su soledad... las neurosis y hasta la locura, tan
frecuentes en nuestro siglo, ¿no son el fruto de un mundo que ha perdido a
Dios? Ya bien lo decía San Agustín: “Nos creaste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Felizmente, el alma humana no puede
vivir sin Dios. Espontáneamente lo busca, aun en manifestaciones objetivamente
desviadas. En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el
deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el
deseo de Dios. La Iglesia Católica desde su origen, más aún, desde su
precursor, el Pueblo prometido, no es sino la afirmación nítida, resuelta, de
su creencia en Dios. Por confesarlo, murieron muchos en el Antiguo Testamento;
por ser fiel al mensaje de su Padre, murió Jesús; y después de Él, por confesar
un Dios Uno y Trino cuyo Hijo ha habitado entre nosotros, han muerto millones
de mártires: desde Esteban y los que como antorchas iluminaban los jardines de
Nerón, hasta los que en nuestros días mueren en Rusia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia;
ayer en Japón, en España y en Méjico, han dado su sangre por Él. A otros no se
les ha pedido este testimonio supremo, pero en su vida de cada día lo afirman
valientemente: Religiosos que abandonan el mundo para consagrarse a la oración;
religiosas que unen su vida de obreras, en la fábrica, a una profunda vida
contemplativa; universitarios animados de un serio espíritu de oración;
obreros, como los de la JOC, que son ya más de un millón en el mundo, para los
cuales la plegaria parece algo connatural; y junto a ellos, sabios, sabios que
se precian de su calidad de cristianos. Hay grupos selectos que buscan a Dios
con toda su alma y cuya voluntad es el supremo anhelo de sus vidas.
Y cuando lo han hallado, su vida
descansa como en una roca inconmovible; su espíritu reposa en la paternidad
divina, como el niño en los brazos de su madre (cf. Sal 130). Cuando Dios ha
sido hallado, el espíritu comprende que lo único grande que existe es Él.
Frente a Dios, todo se desvanece: cuanto a Dios no interesa se hace
indiferente. Las decisiones realmente importantes y definitivas son las que
yacen en Él.
Al que ha encontrado a Dios acontece
lo que al que ama por primera vez: corre, vuela, se siente transportado; todas
sus dudas están en la superficie, en lo hondo de su ser reina la paz. No le
importa ni mucho ni poco cuál sea su situación, ni si escucha o no sus
oraciones. Lo único importante es: Dios está presente. Dios es Dios.
Ante este hecho, calla su corazón y reposa.
En el alma de este repatriado hay
dolor y felicidad al mismo tiempo. Dios es a la vez su paz y su inquietud. En
Él descansa, pero no puede permanecer un momento inmóvil. Tiene que descansar
andando; tiene que guarecerse en la inquietud. Cada día se alza Dios ante él
como un llamado, como un deber, como dicha próxima no alcanzada.
El que halla a Dios se siente buscado
por Dios, como perseguido por Él, y en Él descansa, como en un vasto y tibio
mar. Esta búsqueda de Dios sólo es posible en esta vida, y esta vida sólo toma
sentido por esa misma búsqueda. Dios aparece siempre y en todas partes, y en
ningún lado se le halla. Lo oímos en las crujientes olas, y sin embargo calla.
En todas partes nos sale al encuentro y nunca podremos captarlo; pero un día
cesará la búsqueda y será el definitivo encuentro. Cuando hemos hallado a Dios,
todos los bienes de este mundo están hallados y poseídos.
El llamado de Dios, que es el hilo
conductor de una existencia sana y santa, no es otra cosa que el canto que
desde las colinas eternas desciende dulce y rugiente, melodioso y cortante.
Llegará un día en que veremos que Dios fue la canción que meció nuestras vidas.
¡Señor, haznos dignos de escuchar ese llamado y de seguirlo fielmente!
Jesús
recibe a los pecadores
Meditación
acerca de la misericordia de Jesús
“¡Éste recibe a los pecadores!” era la acusación que lanzaban contra
Jesucristo hipócritamente escandalizados los fariseos (Lc 15,2). “¡Éste
recibe a los pecadores!”. Y ¡es verdad! Esas palabras son como el
distintivo exclusivo de Jesucristo. ¡Ahí pueden escribirse sobre esa cruz, en
la puerta de ese Sagrario!
Distintivo exclusivo, porque si no es
Jesucristo, ¿quién recibe misericordiosamente a los pecadores? ¿Acaso el
mundo?... ¿El mundo?... ¡por Dios!, si se nos asomara a la frente toda la lepra
moral de injusticias que quizás ocultamos en los repliegues de la conciencia,
¿qué haría el mundo sino huir de nosotros gritando escandalizado: ¡Fuera el
leproso!? Rechazarnos brutalmente diciéndonos, como el fariseo, ¡apártate,
que manchas con tu contacto!
El mundo hace pecadores a los
hombres, pero luego que los hace pecadores, los condena, los injuria, y añade
al fango de sus pecados el fango del desprecio. Fango sobre fango es el mundo:
el mundo no recibe a los pecadores. A los pecadores no los recibe más que
Jesucristo.
San Juan Crisóstomo: ¡Dios mío,
ten misericordia de mí! ¿Misericordia pides? ¡Pues nada temas! Donde hay
misericordia no hay investigaciones judiciales sobre la culpa, ni aparato de
tribunales, ni necesidad de alegar razonadas excusas. ¡Grande es la tormenta de
mis pecados, Dios mío! Pero, ¡mayor es la bonanza de tu misericordia!
Jesucristo, luego que apareció en el
mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y después de los magos? ¡Al publicano! ¿Y
después del publicano? ¡A la prostituta!, ¿y después de la prostituta? ¡Al
salteador! ¿Y después del salteador? ¡Al perseguidor impío!
¿Vives como un infiel? Infieles eran
los magos. ¿Eres usurero? Usurero era el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la
prostituta. ¿Eres homicida? Homicida era el salteador. ¿Eres impío? Impío era
Pablo, porque primero fue blasfemo y luego apóstol; primero perseguidor, luego
evangelista... No me digas: “soy blasfemo, soy sacrílego, soy impuro”.
Pues, ¿no tienes ejemplo de todos los pecados perdonados por Dios?
¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has
pecado mil veces? Haz penitencia mil veces. A tu lado se pondrá Satanás para
desesperarte. No lo sigas, más bien recuerda estas cinco palabras: “Jesús
recibe a los pecadores”, palabras que son un grito inefable del amor, una
efusión inagotable de misericordia, y una promesa inquebrantable de perdón.
Cuán hermoso es tornando a tus
huellas / de nuevo por ellas / seguro correr.
No es tan dulce tras noche sombría /
la lumbre del día / que empieza a nacer.
La
Sangre del Amor
Congreso de
los Sagrados Corazones, 1944
Tres palabras parecen remover el
mundo contemporáneo y están en el fondo de todos los sistemas que se ofrecen
como solución a los males de nuestra época: colectividad, solidaridad, justicia
social. Nuestra Santa Madre Iglesia no desprecia esas palabras, sino, muy por
el contrario, las supera con infinita mayor riqueza y con un contenido
inmensamente más revolucionario y elevándose sobre ellas habla de: unidad,
fraternidad, amor. Estas tres palabras son el fondo de toda la enseñanza de la
Iglesia, de su enseñanza de siempre, pero especialmente renovada en nuestros
días que han presenciado un desarrollo insospechado en la riqueza de sus
aplicaciones de las doctrinas más sociales y revolucionarias que jamás se hayan
pronunciado sobre la tierra. ¡Cristianos, no sois máquinas, no sois bestias
de carga, sois hijos de Dios! Amados por Cristo, herederos del Cielo... Auténticamente
hijos de Dios; sois uno en Cristo; en Cristo no hay ricos ni pobres, burgueses
ni proletarios; ni arios ni sajones; ni mongoles ni latinos, sino que Cristo es
la vida de quienes quieren aceptar la divinización de su ser.
Las grandes devociones que llenan
nuestro siglo, las que brillan como el sol y la luna en nuestro firmamento son:
la fe honda en Cristo, camino para el Padre; y la ternura filial para María,
nuestra dulce Madre, camino para Cristo. El amor a María hace crecer en los
fieles la comprensión de que María es lo que es por Cristo, su Hijo. ”¡Id a
Jesús!” es la palabra ininterrumpida de María, es el consejo que cada noche
resuena en el mes de María. Y los fieles van a Jesús.
En este momento en que el mundo se
desangra por la guerra; en estos momentos en que vemos a nuestra Patria
penetrar en una de las etapas más difíciles de la historia, cuando la cesantía
está rondando nuestros grandes centros industriales y comenzamos a ver fábricas
que paran y obreros que se sumen en la desesperación de la miseria; en estos
momentos en que se agudizarán las palabras de odio, fruto de la amargura y del
hambre, nuestro Obispo quiere que levantemos los ojos a ese símbolo de un amor
que no perece, de un amor que nos incita a amarnos de verdad, y nos urge a
hacer efectivo este amor con obras de justicia primero, pero de justicia
superada y coronada por la caridad. En medio de tanta sangre que derrama el
odio humano, la codicia de poseer, la pasión del honor, quiere nuestra Madre la
Iglesia que miremos esa otra sangre, sangre divina derramada por el amor, por
el ansia de darse, por la suprema ambición de hacernos felices. La sangre del
odio lavada por la Sangre del Amor.
En estos momentos, hermanos, nuestra
primera misión ha de ser que nos convenzamos a fondo que Dios nos ama. Hombres
todos de la tierra, pobres y ricos, Dios nos ama; su amor no ha perecido, pues,
somos sus hijos. Este grito simple, pero mensaje de esperanza no ha de helarse
jamás en nuestros labios: Dios nos ama, somos sus hijos... ¡Somos sus hijos!
¡Oh, vosotros los 50.000.000 de
hombres que vagáis ahora fuera de vuestra Patria, arrojados de vuestro hogar
por el odio de la guerra!, ¡Dios os ama! ¡Tened fe! ¡Dios os ama! ¡Jesús
también quiso conocer vuestro dolor y tuvo que huir de su Patria y comer pan
del destierro! Vosotros, obreros, los que estáis sumergidos en el fondo de las
minas arrancando el carbón, a veces debajo del mar para ganar un trozo de pan,
¡Dios os ama! ¡Sois sus hijos! ¡El Hijo de Dios fue también obrero!
Vosotros, enfermos, que yacéis en
lecho de dolor devorados por atroz enfermedad ¡sois hijos de Dios! Dios os ama;
Jesús, vuestro hermano, comprende vuestro sufrimiento, el que tomó sobre sí el
dolor del mundo. Vosotros mendigos, vosotros los que carecéis de todo, hasta de
un techo que os cubra, los que vivís debajo de estos puentes o acurrucados en
miserables chozas... ¡Dios os ama! ¡Sois hijos de Dios! Los pájaros tenían
nido, las zorras una madriguera, pero Jesús, vuestro hermano, no tenía donde
reclinar su cabeza.
Vosotros, los que valientemente
defendéis los derechos de los oprimidos, los que pedís que se dé al trabajador
un salario que concuerde con su dignidad de hombre; vosotros, los que clamáis,
a veces como Juan en el desierto, que haya más igualdad en el trabajo, más
equidad en el reparto de las cargas y en el goce de los beneficios, que la
palabra amor deje de ser una palabra vacía para cargarse de profundo sentido
divino y humano, no ceséis, no temáis; no estáis haciendo obra revolucionaria,
sino profundamente humana, más aún, divina, pues Dios ama a sus hijos y quiere
verlos tratados como hijos y no como parias. Si padecéis persecución por la
justicia, no os desalentéis, Él la padeció primero, Él murió por dar testimonio
de la verdad y del amor, pero tened confianza, Él es el vencedor del mundo y
vosotros venceréis si no os separáis de sus enseñanzas y de sus ejemplos.
Si Dios nos ama, ¿cómo no amarlo? Y
si lo amamos, cumplamos su mandamiento grande, su mandamiento por excelencia: “Un
mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado; en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los
otros” (Jn 13,34-35). La devoción a los Sagrados Corazones no puede
contentarse con saborear el amor de Dios, sino que ha de retribuirlo con un
amor efectivo. Y la razón magnífica que eleva nuestro amor al prójimo a una
altura nunca sospechada por sistema humano alguno, es que nuestro prójimo es
Cristo.
Que el respeto del prójimo tome el
lugar de las desconfianzas: que en cada hombre, por más pobre que sea, veamos
la imagen de Cristo y lo tratemos con espíritu de justicia y de amor, dándole
sobre todo la confianza de su persona, que es lo que el hombre más aprecia.
Al levantar nuestros ojos y
encontrarnos con los de María, nuestra Madre, nos mostrará Ella a tantos hijos
suyos, predilectos de su corazón, que sufren la ignorancia más total y
absoluta; nos enseñará sus condiciones de vida en las cuales es imposible la
práctica de la virtud, y nos dirá: hijos, si me amáis de veras como Madre,
haced cuanto podáis por estos mis hijos los que más sufren, por tanto, los más
amados de mi Corazón.
Vosotros, cristianos, los que tenéis
una posición desahogada, mirad aquellos que se ahogan en su posición; los que
tenéis, dad a los desheredados: dadles justicia, dadles servicios, el servicio
de vuestro tiempo, poned al servicio de ellos vuestra educación, poned el
servicio de vuestro ejemplo, de vuestros medios. Que el fruto de este Congreso
sea un incendiarse nuestra alma en deseos de amar, de amar con obras, y que
esta noche al retirarnos a nuestros hogares nos preguntemos ¿qué he hecho yo
por mi prójimo?, ¿qué estoy haciendo por él?, ¿qué me pide Cristo que haga por
él?
El cristianismo se resume entero en
la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no
sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también de todo cuanto pueda
hacerle mejor y más feliz esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios.
Todo cuanto encierran de justo los programas más avanzados, el cristianismo lo
reclama como suyo, por más audaz que parezca; y si rechaza ciertos programas de
reivindicaciones no es porque ofrezcan demasiado, sino porque en realidad han
de dar demasiado poco a nuestros hermanos, porque ignoran la verdadera
naturaleza humana, y porque sacrifican lo que el hombre necesita más aún que
los bienes materiales, los del espíritu, sin los cuales no puede ser feliz
quien ha sido creado para el infinito.
El hombre necesita pan, pero ante
todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de
luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y
esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se
comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con
valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos
corazones... Ellos hablarán de Jesús en todas partes y contagiarán a otras
almas en el fuego del amor.
La oración del apóstol
Meditación de un retiro espiritual, 1942
La oración es para el apóstol la luz
de la vida. La vida apostólica es altísima porque vive de ideales divinos
alejados de los ideales humanos, como el cielo de la tierra. La vida apostólica
es difícil y heroica, porque en cada momento ha de darlo todo por el Reino de
los cielos.
En medio de tantas cosas, el apóstol
debe marchar con paso firme. ¿Quién le mostrará el camino? La oración y sólo la
oración. La prudencia meramente humana es enemiga de Dios y los pensamientos de
Dios no son como los de los hombres, y la oración es la única que nos hace
conocer a Dios y los ideales divinos. San Ignacio y sus primeros compañeros
resolvían todas sus cosas en la oración como si las leyesen en la santa
providencia de Dios.
La oración es el aliento y reposo del
espíritu. El apóstol debe tener la fortaleza y paz de Dios, porque es su
enviado. Sin embargo, en la vida real con cuánta facilidad los ministros de
Dios se hacen terrenos... Para hallar esa paz necesita el apóstol la oración,
pero no una oración formulista; sino una oración continuada en largas horas de
oración y quietud, y hecha en unión de espíritu con Dios.
Jesús, después de 30 años de oración,
va al desierto, pasa noches de oración preparando el mañana. ¡Ay del apóstol
que no obre así! Se hará traficante de cosas humanas y de pasiones personales,
bajo apariencia de ministerio espiritual.
Visión
de eternidad
Meditación
de Semana Santa para jóvenes, 1946
“Yo he venido para que tengan vida y
la tengan en abundancia”
(Jn
10,10)
Vengo llegando
del país más grande del mundo. Así lo decía el segundo grande, Churchill,
hablando de Norte América en el Hotel más grande del globo, el Waldorf Astoria,
el más cómodo del globo. Allí están los edificios más altos: el Empire, de 102
pisos, el Chrysler... El teatro mayor, el Radio City, se llena desde las
7 de la mañana hasta la mañana siguiente. Los ríos se atraviesan por túneles
subterráneos; en las ciudades hay tres, cuatro y más planos de locomoción...
Poseen todos los récords: Velocidad, cuatro mil kilómetros en cuatro horas;
producción, fábricas que producen quinientos automóviles por hora y esperan
producir mil... Allí está hoy más del 46% del oro del mundo; progresos técnicos
fantásticos: la muerte se va alejando, la vida prolongando. En Washington, cada
tres minutos sale un avión: los grandes Constellations cruzan ahora
todos los mares; millones de automóviles, de refrigeradores... Y como decía
alguien: ¿y qué?
¿Y qué impresión
de conjunto? Que la materia no basta, que la civilización no llena, que el
confort está bien, pero que no reside en él la felicidad. ¡Que da demasiado
poco y cobra demasiado caro!, ¡que a precio de esos juguetes se le quita al
hombre su verdadera grandeza! Porque, en realidad, el precio de toda esta vida
para la gran mayoría es un anularse aquí, el perder la vista del espíritu, la
ceguera ante lo sobrenatural. La concepción del hombre progresista que domina
la materia: limpio, higiénico, bien hecho por el deporte, alimentación sana,
ropa limpia, música, auto, ¡y bonitos autos! Quizás para algunos, viajes
alrededor del mundo, su casa cómoda, una mujer mientras se entienda con ella,
sin prejuicios... Eliminar las enfermedades y a los setenta años morirse. ¿Qué
más?
Y al volver de
un viaje espléndido, en un barco de carga, lento, único pasajero, que me
permitía orar, pensar, escribir... reflexionaba: ¿Y es esto todo?
Al mirar ese
cielo espléndido, magnífico, imponente, que sobrecoge, me preguntaba: ¿y es
esto todo el fin de la vida? ¿Setenta años con todas estas comodidades? El
hombre es el rey de la creación ¿sólo por esto? El progreso de la humanidad,
¿será sólo llegar a poseer baño, radio, máquina de lavar, un auto? ¿Es ésta
toda la grandeza del hombre? ¿No hay más que esto? ¿Es ésta la vida?, mientras
llega la próxima guerra que todos la olfatean, que la sienten venir con
escalofrío.
Empire,
Chrysler: ¿cuánto tiempo más os alzaréis de pie? Fábricas Ford, Packard,
Chrysler: ¿cuánto tiempo más alcanzaréis a durar? Einstein acaba de escribir,
horrorizado ante una guerra atómica, que con los pobres medios de que ahora
dispone la energía atómica, que sólo recién logra desintegrarse, ¡¡pueden
perecer las dos terceras partes de la humanidad!! ¿Es esto la vida? ¿Es ésta la
corona del hombre?
Y miro la noche
plácida... serena... Las estrellas envían su luz serena... Y resuena en mis
oídos: “Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16).
¡Me amó a mí, también a mí! ¿Quién? ¡Dios! El Dios eterno, Creador de toda la
energía, de los astros, de la tierra, del hombre, de las quizás dos mil
generaciones de hombres que han pasado por la tierra, y millones que quizás aún
han de venir... Ese Dios inmenso ante quien desaparece el hombrecito minúsculo.
¡Cuánto más grande es que el hombre!
¿Qué piensa Dios
del hombre? ¿De la vida? ¿Del sentido de nuestra existencia? ¿Condena Él esos
inventos, ese progreso, ese afán de descubrir medicinas eficaces, automóviles
veloces, aviones contra todo riesgo? No. Al contrario, se alegra de esos
esfuerzos que nos hacen mejor esta vida. Pero para los que en medio de tanto
ruido guardan aún sus oídos para escuchar nos dice: “Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia”.
Oye, hijo: “Yo”.
¿Quién? “Yo”, Jesús, Hijo de Dios y Dios verdadero. “Yo”, el Dios eterno, “he
venido”: he hecho un viaje... viaje real, larguísimo. De lo infinito a lo
finito, viaje tan largo que escandaliza a los sabios, que desconcierta a los
filósofos. ¡Lo infinito a lo finito!, ¡lo eterno a lo temporal! ¿Dios a la
creatura? Sí, ¡así es! Ese viaje es mi viaje realísimo. “Yo he venido”:
¡Ése es mi viaje!
Por el hombre.
La única razón de ese viaje: el hombre. ¿Ese minúsculo y mayúsculo? Porque si
bien es pequeño, es muy grande; ¿es lo más grande del universo? ¿Mayor que los
astros? Por ellos nunca he viajado, ¡ni menos sufrido! Por el hombre sí...
Por el hombre,
quizás no me entiendes: Por ti negrito, por ti pobre japonés; por ti, chilenito
de mis amores, por ti, liceano de Curicó. Yo no amo la masa; amo la persona: un
hombre, una mujer... “¡He venido” por ti!
“Para que
tengan vida”. ¿Vida?
Pero, ¿de qué vida se trata? La vida, la verdadera vida, la única que puede
justificar un viaje de Dios es la vida divina: “Para que nos llamemos y
seamos hijos de Dios” (1Jn 3,1). Nos llamemos, ¡¡y lo seamos de verdad!! No
hace un viaje lejano el Dios eterno si no es para darnos un don de gran precio:
Nada menos que su propia vida divina, la participación de su naturaleza que se
nos da por la Gracia.
¿Creemos en esa
vida? Hay católicos, como un compañero de viaje que me decía: “¿Otra vida?
No, pues, Padre, córtela”. Hay católicos que nunca han pensado en esa
vida... ¡Los más no se preocupan de ella! Prescinden. Y ésta es la única
verdadera vida: Quien la tiene, vive; y quien no la tiene, aunque esté
saludable, rico, sabio, con amigos: Es un muerto.
“¿De qué le
aprovecha al hombre ganar el mundo entero, si arruina su alma?” (Mt 16,26). “El que quiera salvar
su vida la perderá y el que la perdiere por mí la hallará” (Mc 8,35). ¡El
viejo estribillo de la Iglesia! El único necesario, tan grande porque tan
viejo, o mejor, tan viejo porque tan grande, ¡tan necesario, tan
irreemplazable! El hombre, con toda la civilización, no ha podido apagar el eco
de estas palabras, y si llega a apagarlas muere, no sólo a esa vida, sino aun a
la propia vida humana.
“Y que la
tengan en abundancia”.
Hay una vida pobrísima, que apenas es vida; vida pobre, de infidelidades a la
gracia, sordera espiritual, falta de generosidad; y una vida rica, plena,
fecunda, generosa. A ésta nos llama Cristo. Es la santidad. Y Cristo quiere
cristianos plenamente tales, que no cierren su alma a ninguna invitación de la
Gracia, que se dejen poseer por ese torrente invasor, que se dejen tomar por
Cristo, penetrar de Él. La vida es vida en la medida que se posee a Cristo, en
la medida que se es Cristo. Por el conocimiento, por el amor, por el servicio.
¡Dios quiere
hacer de mí un santo! Quiere tener santos estilo siglo XX: estilo Chile, estilo
liceo, estilo abogado, pero que reflejen plenamente su vida. ¡Esto es lo más
grande que hay en el mundo! Mayor, infinitamente mayor, que un Empire Building,
que una fábrica Ford, que ocho mil automóviles de producción diaria; de inmenso
más precio para la humanidad que descubrir la energía atómica, o la vacuna, o
la penicilina.
Aquí no nos cabe
sino decir como la Samaritana: “Dame, Señor, a beber de esa agua para que no
tenga más sed” (Jn 4,15). O como Nicodemo: “¿Cómo podré yo nacer de
nuevo siendo viejo?” (Jn 3,4). ¡Es don de Dios! pero don que Él me quiere
conceder, pues “Así amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo Unigénito”
(Jn 3,16). Quien nos dio a su Hijo Unigénito, ¿qué nos irá a negar? (cf. Rm
8,32). Por Cristo, Nuestro Señor. Danos, Señor, vivir: Vivir plenamente. “Y
tan alta vida espero, que muero porque no muero”.
¿Cómo
llenar mi vida?
Conferencia
para señoras en Viña del Mar, 1946
La enfermedad de moda en nuestros
días es la neurosis. Una de las profesiones que más trabajo tiene es la de
psiquiatra... Muchas personas que se creen atacadas por neurosis no tienen
neurosis, sino vaciedad de vida: No tienen nada que hacer, nada que las saque
de sí mismas; viven concentradas en su interior, siempre mirándose al espejo de
su pensamiento: si están bien, si están mal; si las estiman o no; si la
miraron, por qué; si no, por qué la dejaron de mirar... Castillos en el aire...
sobre lo que los otros piensan de ella... La neurosis está a la puerta, la vida
se tiñó para siempre de tristeza. ¡El egoísmo está en la raíz del mal! ¿Cómo
curar esa neurosis? Antes de ir al psiquiatra, yo aconsejaría a esa persona que
consultara a un Director Espiritual prudente. Puede que la raíz de su mal sea
un complejo sepultado en su interior, desde sus primeros años, pero lo más
probable es que sea simplemente una vida vacía, sin sentido; un alma que espera
algo que la llene, que la tome, que le dé sentido a su existencia.
¡Es tan triste vegetar! ¡Ver que los
años pasan y que no se ha hecho nada!, que nadie la mira con ojos
agradecidos... que no tiene dónde volverse para encontrar amor.
El cristianismo en esta materia, como
en las demás, no es sólo ley de santidad, sino también de salud espiritual y
mental. Para algunos, la moral cristiana es un código sumamente complicado,
largo, detallado, estrecho... que puede ser violado aun sin darse cuenta. Es un
conjunto de leyes ordinariamente negativas: no hagas esto, ni aquello...
¿Cómo voy a poder llenar mi vida con negaciones?
Pero, felizmente, la verdad es muy
distinta. El cristianismo no es un conjunto de prohibiciones, sino una gran
afirmación... y no muchas, una: Amar. “Dios es amor” (1Jn 4,8), y la
moral de quienes han sido creados a imagen y semejanza de Dios, es la
moral del Amor. “¿Cuál es el precepto más grande de la ley? Amarás... y el
segundo, semejante al primero, es éste: y amarás a tú prójimo como a ti mismo”
(cf. Mt 22,37-39). Por eso, Bossuet, con su genio clarísimo podía decir: “Seamos
cristianos, esto es, amemos a nuestros hermanos”.
La mejor manera de llenar la vida:
llenarla de amor, y al hacerlo así no estamos sino cumpliendo el precepto del
Maestro. Poco antes de partir de este mundo, al querer resumir toda su
enseñanza en un precepto fundamental, nos encargó: “Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis los unos a los otros... En esto conocerán todos que sois
discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros...” (cf. Jn
13,34-35). ¡En esto, y sólo en esto, conocerá el mundo que sois mis
discípulos!
Los primeros cristianos se
preguntaban: –¿Cómo se salva a un hombre? –Amándolo, sufriendo con él,
haciéndose uno con él, en el dolor, en su propio sufrimiento. No con discursos,
que no cuesta nada pronunciarlos; con sermones que no cambian nuestras vidas;
¡sino con la evidente demostración del amor! La Iglesia necesita no
demostradores, sino testigos.
Por eso es que creo que en los
tiempos difíciles que nos aguardan, Dios en su inmensa misericordia va a
suscitar espíritus nuevos. Yo no me extrañaría de ver una nueva Congregación
religiosa vestida de overall, con voto de trabajar en las fábricas y de vivir
en los conventillos para salvar al mundo; como hemos visto a las hermanitas de
la Asunción y a las de la Santa Cruz darse enteras para la redención de los
adoloridos. Y acabamos de leer una obra maravillosa de un sacerdote obrero, quien
para salvar a sus hermanos expatriados se deporta, obrero como ellos...
Y entre todos los hombres, hay
algunos a quienes Cristo nos recomienda en forma especial: a sus pobres. “¿Quién
es mi prójimo?”, le pregunta un doctor de la ley a Jesús, y Él le contesta:
“Por el camino de Jericó bajaba un pobre hombre... medio muerto... Haz tú lo
mismo” (cf. Lc 15,29-37). Y hacer o no hacer estas obras de caridad con el
prójimo es tan grave a los ojos de Dios que va a constituir la materia del
juicio: “Tuve hambre... tuve sed... estuve preso... No ‘me’
disteis... no ‘me’...” (cf. Mt 25,31-46). El prójimo, el pobre en especial,
es Cristo en persona. “Lo que hiciereis al menor de mis pequeñuelos a ‘mí’
lo hacéis”. El pobre suplementero, el lustrabotas, la mujercita tuberculosa,
es Cristo. El borracho... ¡no nos escandalicemos, es Cristo! ¡Insultarlo,
burlarse de él, despreciarlo!, ¡es despreciar a Cristo! ¡¡Lo que hiciereis
al menor, a mí lo hacéis!! Esta es la razón del nombre “Hogar de Cristo”.
Mucho se habla en estos días de orden
social cristiano y con mucha razón. Orden que supone una legislación basada en
el bien común, en la justicia social, pero orden que sólo será posible si los
cristianos nos llenamos del deseo de amor, que se traducirá en dar. Menos
palabras y más obras. El mundo moderno es antiintelectualista: cree en lo que
ve, en los hechos.
Cuando los pobres ven, palpan su
dolor y nos miran a nosotros cristianos, ¿qué tienen derecho a pedirnos? ¿A
nosotros que creemos que Cristo vive en cada pobre? ¿Podrán aceptar nuestra fe
si nos ven guardar todas las comodidades, y odiar al comunismo por lo que
pretende quitarnos, más que por lo que tiene de ateo? ¿Cuál debe ser nuestra
actitud?: ¡Sentido social!, servir, dar, amar. Llenar mi vida, de los otros.
Siempre
en contacto con Dios
Reflexión
personal, noviembre de 1947
El gran apóstol no es el activista,
sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino. Cada una de
nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad
divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios
termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si
es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque
no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es
porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no
es plenamente fecunda, sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una
sincronización total de mi voluntad con la de Dios.
Sería peligroso, sin embargo, bajo el
pretexto de guardar el contacto con Dios, refugiarnos en una pereza soñolienta.
Entra en el plan de Dios ser estrujados... La caridad nos urge de tal manera
que no podemos rechazar el trabajo: consolar un triste, ayudar un pobre, un
enfermo que visitar, un favor que agradecer, una conferencia que dar; dar un
aviso, hacer una diligencia, escribir un artículo, organizar una obra; y todo
esto añadido a los deberes cotidianos. Si alguien ha comenzado a vivir para Dios
en abnegación y amor a los demás, todas las miserias se darán cita en su
puerta. Si alguien ha tenido éxito en el apostolado, las ocasiones de
apostolado se multiplicarán para él. Si alguien ha llevado bien las
responsabilidades ordinarias, ha de estar preparado para aceptar las mayores.
Así, nuestra vida y el celo apostólico nos echan a una marcha rápidamente
acelerada que nos desgasta, sobre todo porque no nos da el tiempo para reparar
nuestras fuerzas físicas o espirituales... y un día llega en que la máquina se
rompe. Y donde nosotros creíamos ser indispensables, ¡¡se pone otro en nuestro
lugar!!
Con todo, ¿podíamos rehusar?, ¿no era
la caridad de Cristo la que nos urgía? Y, darse a los hermanos, ¿no es acaso
darse a Cristo? Mientras más amor hay, más se sufre: Aun rehusándonos a mil
ofrecimientos, queda uno desbordado y no nos queda el tiempo de encontrarnos a
nosotros mismos y de encontrar a Dios. Doloroso conflicto de una doble
búsqueda: la del plan de Dios, que hemos de realizar en nuestros hermanos; y la
búsqueda del mismo Dios, que deseamos contemplar y amar. Conflicto doloroso que
no puede resolverse sino en la caridad que es indivisible.
Si uno quiere guardar celosamente sus
horas de paz, de dulce oración, de lectura espiritual, de oración tranquila...
temo que seríamos egoístas, servidores infieles. La caridad de Cristo nos
urge: ella nos obliga a entregarle, acto por acto, toda nuestra actividad,
a hacernos todo a todos (cf. 2Cor 5,14; 1Cor 9,22). ¿Podremos seguir nuestro
camino tranquilamente cada vez que encontramos un agonizante en el camino, para
el cual somos “el único prójimo”?
Pero, con todo, orar, orar. Cristo se
retiraba con frecuencia al monte; antes de comenzar su ministerio se escapó
cuarenta días al desierto. Cristo tenía claro todo el plan divino, y no realizó
sino una parte; quería salvar a todos los hombres y, sin embargo, no vivió
entre ellos sino tres años. Cristo no tenía necesidad de reflexionar para
cumplir la voluntad del Padre: Conocía todo el plan de Dios, el conjunto y cada
uno de sus detalles. Y, sin embargo, se retiraba a orar. Él quería dar a su
Padre un homenaje puro de todo su tiempo, ocuparse de Él sólo, para alabarlo a
Él sólo, y devolverle todo. Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la
soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para
hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Cristo no se
dejó arrastrar por la acción. Él, que tenía como nadie el deseo ardiente de la
salvación de sus hermanos, se recogía y oraba. Nuestros planes, que deben ser
partes del plan de Dios, deben cada día ser revisados y corregidos.
Después de la acción hay que volver
continuamente a la oración, para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios;
para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino; para
escuchar de nuevo el llamado del Padre; para sintonizar con las ondas divinas;
para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de
apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos.
¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado!, ¡más de lo que pueden contener
nuestros brazos!
Para guardar el contacto con Dios,
para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino
según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su
programa de apostolado. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con
Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la
fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas
apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el
equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no
poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se
entregan a la santa contemplación.
Esta vida de oración ha de llevar,
pues, al alma naturalmente a entregarse a Dios, al don completo de sí misma.
Muchos pierden años y años en trampear a Dios. La mayor parte de los directores
espirituales no insisten bastante en el don completo. Dejan al alma en ese
trato mediocre con Dios: piden y ofrecen, prácticas piadosas, oraciones
complicadas. Esto no basta para vaciar al alma de sí misma, eso no la llena, no
le da sus dimensiones, no la inunda de Dios. No hay más que el amor total que dilate
al alma a su propia medida. Es por el don de sí mismo que hay que comenzar,
continuar, terminar.
Darse, es cumplir justicia; darse, es
ofrecerse a sí mismo y todo lo que se tiene; darse, es orientar todas sus
capacidades de acción hacia el Señor; darse, es dilatar su corazón y dirigir
firmemente su voluntad hacia el que los aguarda; darse, es amar para siempre y
de manera tan completa como se es capaz. Cuando uno se ha dado, todo aparece
simple. Se ha encontrado la libertad y se experimenta toda la verdad de la
palabra de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
Un
testimonio
Reflexión
autobiográfica, noviembre de 1947
He encontrado en mi camino uno de
esos apóstoles ardientes, siempre alegre a pesar de sus fatigas y de sus
fracasos. Le he preguntado el secreto de su vida. Un poco sorprendido me ha
abierto su alma. He aquí su secreto:
“Usted me pregunta cómo se equilibra
mi vida, yo también me lo pregunto. Estoy cada día más y más comido por el
trabajo: correspondencia, teléfono, artículos, visitas; el engranaje terrible
de las ocupaciones, congresos, semanas de estudios, conferencias prometidas por
debilidad, por no decir “no”, o por no dejar esta ocasión de hacer el bien;
presupuestos que cubrir; resoluciones que es necesario tomar ante acontecimientos
imprevistos. La carrera a ver quién llegará el primero en tal apostolado
urgente. Soy con frecuencia como una roca golpeada por todos lados por las olas
que suben. No queda más escapada que por arriba. Durante una hora, durante un
día, dejo que las olas azoten la roca; no miro el horizonte, sólo miro hacia
arriba, hacia Dios.
¡Oh bendita vida activa, toda
consagrada a mi Dios, toda entregada a los hombres, y cuyo exceso mismo me
conduce para encontrarme a dirigirme hacia Dios! Él es la sola salida posible
en mis preocupaciones, mi único refugio.
Las horas negras vienen también. La
atención tiranteada continuamente en tantas direcciones, llega un momento en
que no puede más: el cuerpo ya no acompaña la voluntad. Muchas veces ha
obedecido, pero ahora ya no puede... La cabeza está vacía y adolorida, las
ideas no se unen, la imaginación no trabaja, la memoria está como desprovista
de recuerdos. ¿Quién no ha conocido estas horas?
No hay más que resignarse: durante
algunos días, algunos meses, quizás algunos años, a detenerse. Ponerse
testarudo sería inútil: se impone la capitulación; y entonces, como en todos
los momentos difíciles, me escapo a Dios, le entrego todo mi ser y mi querer a
su providencia de Padre, a pesar de no tener fuerzas ni siquiera para hablarle.
¡Ah, y cómo he comprendido su bondad
aun en estos momentos! En mi trabajo de cada día, era a Él a quien yo buscaba,
pero me parece que aunque mi vida le estaba entregada, yo no vivía bastante
para Él... ahora sí... en mis días de sufrimiento, yo no tengo más que a Él
delante de mis ojos, a Él solo, en mi agotamiento y en mi impotencia.
Nuevos dolores en mis horas de
impotencia me aguardan. Las obras, a las que me he entregado, gravemente
amenazadas; mis colaboradores, agotados ellos también, a fuerza de trabajo; los
que deberían ayudarnos redoblan su incomprensión; nuestros amigos nos dan
vuelta las espaldas o se desalientan; las masas que nos habían dado su
confianza, nos la retiran; nuestros enemigos se yerguen victoriosamente contra
nosotros; la situación es como desesperada; el materialismo triunfa, todos
nuestros proyectos de trabajo por Cristo yacen por tierra.
¿Nos habíamos engañado? ¿No hemos
sido trabajadores de Cristo? ¿La Iglesia de nuestro tiempo, al menos en nuestra
Patria, resistirá a tantos golpes? Pero la fe dirige todavía mi mirada hacia
Dios. Rodeado de tinieblas, me escapo más totalmente hacia la luz.
En Dios me siento lleno de una
esperanza casi infinita. Mis preocupaciones se disipan. Se las abandono. Yo me
abandono todo entero entre sus manos. Soy de Él y Él tiene cuidado de todo, y
de mí mismo. Mi alma por fin reaparece tranquila y serena. Las inquietudes de
ayer, las mil preocupaciones porque ‘venga a nosotros su Reino’, y aun el gran
tormento de hace pocos momentos ante el temor del triunfo de sus enemigos...
todo deja sitio a la tranquilidad en Dios, poseído inefablemente en lo más
espiritual de mi alma. Dios, la roca inmóvil, contra la cual se rompen en vano
todas las olas; Dios, el perfecto resplandor que ninguna mancha empaña; Dios,
el triunfador definitivo, está en mí. Yo lo alcanzo con plenitud al término de
mi amor. Toda mi alma está en Él, durante un minuto, como arrebatada en Él.
Estoy bañado de su luz. Me penetra con su fuerza. Me ama.
Yo no sería nada sin Él. Simplemente
yo no sería. El optimismo que, en esos días del triunfo del mal, me había
abandonado, ha vuelto. La Iglesia triunfa en cada uno de sus hijos. La Iglesia
de Dios se establece y triunfa, por el trabajo heroico de sus santos; por la
plegaria de sus contemplativas; por la aceptación de las madres a la obra de la
naturaleza, y que van a realizar en su hogar la obra de la ternura y de la fe;
por la educación del que enseña y por la docilidad del que escucha. Por las
horas de fábrica, de navegación, de campo al sol y a la lluvia; por el trabajo
de padre que cumple así su deber cotidiano. Por la resistencia del patrón, del
político o del dirigente de sindicato a las tentaciones del dinero, al acto
deshonesto que enriquece; por el sacrificio de la viuda tuberculosa que deja
niñitos chicos y se une con amor a Cristo crucificado; por la energía del
miembro de la Juventud Obrera Católica que sabe permanecer alegre y puro en
medio de egoístas y corrompidos; por la limosna del pobre que da lo
necesario... La Iglesia, en todo momento, se construye y triunfa.
No, no es la hora de desesperar. Dios
se sirve aun de sus enemigos para establecer su Reino. Su voluntad no es
totalmente mala, su razón no está totalmente oscurecida. Cuando ven y quieren
el bien, lo que ciertamente hacen, construyen también con nosotros, son
instrumentos de Dios.
Para el cristiano, la situación no es
jamás desesperada. Por la luz que recibimos de lo alto, por el don que cada uno
hace de sí, construimos la Iglesia. Su triunfo no se obtendrá sino después de
rudos combates”.
Hasta aquí mi amigo. Se calla, como
avergonzado de haberse abierto tan profundamente. Siento que no tiene más que
decirme, pero he comprendido su lección: Si lo encuentro siempre alegre,
siempre valiente, no es porque le falten dificultades, sino porque en medio de
ellas sabe siempre escaparse hacia Dios. Su sonrisa y su optimismo, vienen del
cielo.
“Ustedes son la luz del mundo”
Discurso en
el Cerro San Cristóbal, 1938
Mis queridos jóvenes:
La impresionante ceremonia que se
realiza esta noche está llena del más hondo significado. En lo alto de un
cerro, bajo las miradas de nuestro Padre Dios y protegidos por el manto
maternal de María, que eleva sus manos abiertas a lo alto intercediendo por
nosotros, se reúne, caldeada de entusiasmo, una juventud ardiente, portadora de
antorchas brillantes, llena el alma de fuego y de amor, mientras a los pies la
gran ciudad yace en el silencio pavoroso de la noche.
Esta escena me recuerda otra,
ocurrida hace casi dos mil años, también sobre un monte al caer las tinieblas
de la noche... En lo alto, Jesús y sus apóstoles, a los pies una gran
muchedumbre, y más allá las regiones sepultadas en las tinieblas y en la
oscuridad de la noche del espíritu (cf. Sal 106,10). Y Jesús conmovido
profundamente ante el pavoroso espectáculo de las almas sin luz, les dice a sus
apóstoles “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5,14). Ustedes son los
encargados de iluminar esa noche de las almas, de caldearlas, de transformar
ese calor en vida, vida nueva, vida pura, vida eterna...
También a ustedes, jóvenes
queridísimos, Jesús les muestra ahora esa ciudad que yace a sus pies, y, como
entonces, se compadece de ella: “Tengo compasión de la muchedumbre” (Mc
8,2). Mientras ustedes –muchos, pero demasiado pocos a la vez– se han dado cita
de amor en lo alto... ¡Cuántos, cuántos... a estas mismas horas ensucian sus
almas, crucifican de nuevo a Cristo en sus corazones, en los sitios de placer,
desbordantes de una juventud decrépita, sin ideales, sin entusiasmo, ansiosa
únicamente de gozar, aunque sea a costa de la muerte de sus almas...! Si Jesús
apareciese en estos momentos en medio de nosotros, extendiendo compasivo su
mirada y sus manos sobre Santiago y sobre Chile, les diría: “Tengo compasión
de esa muchedumbre...” (Mc 8,2).
Allí, a nuestros pies, yace una
muchedumbre inmensa que no conoce a Cristo, que ha sido educada durante años y
años sin oír apenas nunca pronunciar el nombre de Dios, ni el santo nombre de
Jesús.
Yo no dudo, pues, que si Cristo
descendiese al San Cristóbal esta noche caldeada de emoción les repetiría
mirando la ciudad oscura: “Me compadezco de ella”, y volviéndose a
ustedes les diría con ternura infinita: “Ustedes son la luz del mundo...
Ustedes son los que deben alumbrar estas tinieblas. ¿Quieren colaborar conmigo?
¿Quieren ser mis apóstoles?”.
Este es el llamado ardiente que
dirige el Maestro a los jóvenes de hoy. ¡Oh, si se decidiesen! Aunque fuesen
pocos... Un reducido número de operarios inteligentes y decididos, podrían
influir en la salvación de nuestra Patria... Pero, ¡qué difícil resulta en
algunas partes encontrar aun ese reducido número! La mayoría se quedan en sus
placeres, en sus negocios... Cambiar de vida, consagrarla al trabajo para la
salvación de las almas, no se puede, no se quiere...
¡Cuántos son llamados por Cristo en
estos años de vuelo magnífico de la juventud! Escuchan, parecen dudar unos
instantes. Pero el torrente de la vida los arrastra. Pero ustedes, mis queridos
jóvenes, han respondido a Cristo que quieren ser de esos escogidos, quieren ser
apóstoles... Pero ser apóstoles no significa llevar una insignia en el ojal de
la chaqueta; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en
ella, transformarse en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la
mano, poseer la luz, sino ser la luz...
El Evangelio más que una lección es
un ejemplo. Es el mensaje convertido en vida viviente. “El Verbo se hizo
carne” (Jn 1,14). “Lo que fue desde el principio, lo que oímos, lo que
vimos con nuestros ojos y contemplamos, y palpamos con nuestras manos, es lo
que os anunciamos” (1Jn 1,1-3). El Verbo, el Mensaje divino, se ha
encarnado: la Vida se ha manifestado. Debemos ser semejantes a cristales puros,
para que la luz se irradie a través de nosotros. “Vosotros, los que veis,
¿qué habéis hecho de la luz?” (Claudel).
Una vida íntegramente cristiana, mis
queridos jóvenes, he ahí la única manera de irradiar a Cristo. Vida cristiana,
por tanto, en vuestro hogar; vida cristiana con los pobres que nos rodean; vida
cristiana con sus compañeros; vida cristiana en el trato con las jóvenes...
Vida cristiana en vuestra profesión; vida cristiana en el cine, en el baile, en
el deporte.
El cristianismo, o es una vida entera
de donación, una transformación en Cristo, o es una ridícula parodia que mueve
a risa y a desprecio.
Y esta transformación en Cristo
supone identificarse con el Maestro, aun en sus horas de Calvario. No puede,
por tanto, ser apóstol el que por lo menos algunos momentos no está crucificado
como Cristo. Nada harán, por lo tanto, los que hagan consistir únicamente el
apostolado, la Acción Católica, en un deporte de discursos y manifestaciones
grandiosas... Muy bien están los actos, pero ellos no son la coronación de la
obra, sino su comienzo, un cobrar entusiasmo, un animarnos mutuamente a acompañar
a Cristo aun en las horas duras de su Pasión, a subir con Él a la cruz.
Antes de bajar del monte, jóvenes
queridos, les pregunto también en nombre de Cristo: ¿Pueden beber el cáliz de
las amarguras del apostolado? ¿Pueden acompañar a Jesús en sus dolores, en el
tedio de una obra continuada con perseverancia? ¿Pueden? Si ustedes titubean,
si no se sienten con bríos para no ser de la masa, de esa masa amorfa y
mediocre, si como el joven del Evangelio sienten tristeza de los sacrificios
que Cristo les pide... renuncien al hermoso título de colaborador y amigo de
Cristo.
¡Oh, Señor!, si en esta multitud que
se agrupa a tus pies brotase en algunos la llama de un deseo generoso y dijera
alguno con verdad: “Señor, toma y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi
entendimiento, toda mi voluntad, todo lo que tengo y poseo, lo consagro todo
entero, Señor, a trabajar por ti, a irradiar tu vida, contento con no tener
otra paga que servirte y, como esas antorchas, que se consumen en nuestras
manos, consumirse por Cristo...”. Renovarían en Chile las maravillas que
realizaron los apóstoles en la sociedad pagana, que conquistaron para Jesús.
¡Mi
vida es una Misa prolongada!
Meditación
sobre la Sagrada Eucaristía
I. La Eucaristía como sacrificio
El sacrificio eucarístico es la
renovación del sacrificio de la cruz. Como en la cruz todos estábamos
incorporados en Cristo, de igual manera en el sacrificio eucarístico, todos
somos inmolados en Cristo y con Cristo.
De dos maneras puede hacerse esta
actualización. La primera es ofrecer, como nuestra, al Padre celestial, la
inmolación de Jesucristo, por lo mismo que también es nuestra inmolación. La
segunda manera, más práctica, consiste en aportar al sacrificio eucarístico
nuestras propias inmolaciones personales, ofreciendo nuestros trabajos y
dificultades, sacrificando nuestras malas inclinaciones, crucificando con
Cristo nuestro hombre viejo. Con esto, al participar personalmente en el estado
de víctima de Jesucristo, nos transformamos en la Víctima divina.
Como el pan se transubstancia
realmente en el cuerpo de Cristo, así todos los fieles nos transubstanciamos
espiritualmente con Jesucristo Víctima. Con esto, nuestras inmolaciones
personales son elevadas a ser inmolaciones eucarísticas de Jesucristo, quien,
como Cabeza, asume y hace propias las inmolaciones de sus miembros.
¡Qué horizontes se abren aquí a la
vida cristiana! La Misa centro de todo el día y de toda la vida. Con la mira
puesta en el sacrificio eucarístico, ir siempre atesorando sacrificios que
consumar y ofrecer en la Misa.
¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una
Misa prolongada!
II. La Eucaristía es centro de la
vida cristiana
Por la Eucaristía tenemos la Iglesia
y por la Iglesia llegamos a Dios. Cada hombre se salvará no por sí mismo, no
por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia,
fuente de todos sus bienes. Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría
sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino,
pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las
palabras de Jesús son claras: “Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre” y
la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos.
Con toda nuestra mente, con todas
nuestras fuerzas, los católicos creemos que “el cuerpo, la sangre y la
divinidad del Verbo Encarnado” están real y verdaderamente presentes en el
altar en virtud de la omnipotencia de Dios.
El Cristo Eucarístico se identifica
con el Cristo de la historia y el de la eternidad. No hay dos Cristos sino uno
solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al
Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la
samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre
los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la
Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo:
¡una sola Iglesia, un solo Cristo!
Esta maravillosa presencia de Cristo
en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que
envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en
Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros. En cada ciudad, en cada
pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva
el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al
sacramento del Altar.
Un alma permanece superficial
mientras que no ha sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades
divinas donde no penetran por afinidad sino las almas crucificadas. La
auténtica santidad se consuma siempre en la cruz.
El que quiere comulgar con provecho,
que ofrezca cada mañana una gota de su propia sangre para el cáliz de la
redención.
La
muerte
El
significado cristiano de la muerte
La vida del hombre oscila entre dos
polos: La adoración de Dios o la adoración de su “yo”; el servicio de Dios o la
lucha contra Dios. Para apreciar los verdaderos valores en juego en esta
contienda, nada más útil que meditar en la muerte, lo que no quiere decir
contemplación terrorífica, sino por el contrario, visión de aliento y
esperanza. Hay dos maneras de mirar la muerte: una puramente humana y otra
cristiana.
1. El concepto humano
considera la muerte como el gran derrumbe, el fin de todo. Es un concepto
impregnado de tristeza (los filósofos estoicos se suicidaban para ser
plenamente dueños de su fin como querían serlo de su vida). Desde los primeros
tiempos el hombre ha sentido pavor ante la muerte. Nadie la conoce por
experiencia propia y de los que han pasado por ella ni uno ha vuelto a decirnos
lo que es: ha entrado en un eterno silencio.
La muerte va ordinariamente precedida
de una dolorosa enfermedad, acompañada de una impotencia creciente, que llega a
ser total. Los que rodean al moribundo contemplan, en completa pasividad, cómo
ese ser querido es arrastrado al inevitable abismo. Cuando queremos seguirlo
con la mirada nos parece que la nada lo hubiera devorado.
Cuando vivimos no parecemos tan solos
frente a Dios. Hay otros seres que, aunque débiles, nos ofrecen refugio para
escondernos; pero en el momento de la muerte no queda ya donde ocultarse: el
alma es arrancada y arrojada a la llanura infinita donde no quedan más que ella
y su Dios.
2. El concepto cristiano de la
muerte es inmensamente más rico y consolador: la muerte para el cristiano es el
momento de hallar a Dios, a Dios a quien ha buscado durante toda su vida. La
muerte para el cristiano es el encuentro del Hijo con el Padre; es la
inteligencia que halla la suprema verdad, es la inteligencia que se apodera del
sumo Bien. La muerte no es muerte.
Lo veremos a Él, cara a cara, a Él,
nuestro Dios, que hoy está escondido. Veremos a su Madre, nuestra dulce Madre,
la Virgen María. Veremos a sus santos, sus amigos que serán también nuestros
amigos; hallaremos nuestros padres y parientes, y aquellos seres cuya partida
nos precedió. En la vida terrestre no pudimos penetrar en lo íntimo de sus
corazones, pero en la Gloria nos veremos sin oscuridades ni incomprensiones.
Muchos se preguntan si en la otra vida conoceremos a los seres queridos.
Conociendo la manera de obrar de Dios, ¿no sería una burla extraña en su
proceder la de poner en nuestros corazones un amor inmenso, ardiente hacia
seres que para nosotros son más que nosotros mismos, si ese amor estuviese
llamado a desaparecer con la muerte? Todo lo nuestro nos acompañará en el más
allá. Dios no rompe los vínculos que ha creado. Pero, por encima de todo, el
gran don del cielo es estar presentes ante Dios. ¡Qué más puedo necesitar!
¿Cuál será la sorpresa y la alegría
del cristiano al terminar su vida terrena y ver que su prueba ha terminado? Los
dolores pasaron, y ha llegado aquello por lo cual luchó y se sacrificó. ¡Qué
precio tan barato por una Gloria eterna! Algunos años difíciles. ¡Pero qué
cortos fueron! ¡Qué cosa tan despreciable es la vida humana mirada en sí misma!
¡Qué grande si se considera en sus efectos eternos! ¡Es como una semillita
pequeña y barata que germina y madura para la eternidad! Esta vida es preciosa
en cuanto nos revela, en sus sombras y figuras, la existencia y los atributos
del Dios Todopoderoso; es preciosa porque nos permite tratar con almas
inmortales que están como nosotros en la prueba; es preciosa porque nos permite
ayudarlas a conocer a Cristo y nos permite remover los obstáculos que el mundo ofrece
a la gracia.
¿Dolores? En esta vida tendremos
dolores, pero los dolores no son sólo castigo, como tampoco morir es sólo
castigo. Es bello poder sufrir por Cristo. Él sufrió primero por nosotros. Bajó
del Cielo a la tierra a buscar lo único que en el Cielo no encontraba: el
dolor, y lo tomó sin medida por amor al hombre. Lo tomó en su alma, lo tomó en
su imaginación, en su corazón, en su cuerpo y en su espíritu, porque “me amó
a mí, también a mí, y se entregó a la muerte por mí” (cf. Gál 2,20).
Después de Él, María, su Madre y mi Madre, es Reina del Cielo porque amó y
sufrió.
La vida ha sido dada al hombre para
cooperar con Dios, para realizar su plan; la muerte es el complemento de esa
colaboración, pues es la entrega de todos nuestros poderes en manos del
Creador. Que cada día sea como la preparación de mi muerte entregándome minuto
a minuto a la obra de cooperación que Dios me pide, cumpliendo mi misión, la
que Dios espera de mí, la que no puedo hacer sino yo.
La muerte es la gran consejera del
hombre. Ella nos muestra lo esencial de la vida, como el árbol en el invierno,
una vez despojado de sus hojas, muestra el tronco. Cada día vamos muriendo,
como las aguas van acercándose, minuto a minuto, al mar que las ha de recibir.
Que nuestra muerte cotidiana sea la que ilumine nuestras grandes
determinaciones: a su luz, qué claras aparecerán las resoluciones que hemos de
tomar, los sacrificios que hemos de aceptar, la perfección que hemos de
abrazar.
El gran estímulo para la vida y para
luchar en ella, es la muerte: motivo poderoso para darme a Dios por Dios. Y
mientras el pagano nada emprende por temor a la muerte, el cristiano se
apresura a trabajar porque su tiempo es breve, porque falta tan poco para
presentarse a Aquel que se lo dio todo, a Aquel al que él ama más que a sí
mismo. ¡Apúrate alma, haz algo grande y bello que pronto has de morir! ¡Hazlo
hoy, y no mañana, que hoy puede venir Él a tomar tu alma! Si comprendemos así
la muerte, entenderemos perfectamente que, para el cristiano, su meditación no
le inspira temor, antes al contrario, alegría, la única auténtica alegría.
Hermanos, creo que la meditación de
la muerte no ha sido para nosotros una meditación de pavor sino de consuelo.
¿Por qué temerla? ¿Por qué asustarnos de abandonar este mundo engañoso, los que
hemos sido bautizados para el otro mundo? ¿Por qué estar ansiosos de una larga
vida, de riquezas, honores y comodidades, los que sabemos que el cielo será
cuanto deseamos de mejor, y no solamente en apariencia sino en verdad, y para
siempre? ¿Por qué descansar en este mundo cuando no es más que la imagen, el
símbolo del otro verdadero? ¿Por qué contentarnos con la superficie en lugar de
apropiarnos del tesoro que encierra?
Para los que tienen fe cada cosa que
ven les habla del otro mundo; las bellezas de la naturaleza, el sol, la luna,
todo es como figura que nos da testimonio de la invisible belleza de Dios. Todo
lo que vemos está destinado a florecer un día y está destinado a ser Gloria
inmortal.
El cielo está hoy fuera de nuestra
vista, pero lo veremos, y así como la nieve se derrite y muestra lo que oculta,
así la creación visible se deshará ante los grandes esplendores que la dominan.
Ese día las nubes desaparecerán; el sol palidecerá ante la luz del cual él no
es más que imagen, el Sol de justicia, quien vendrá en forma visible, “como
el Esposo que sale de su alcoba” (Sal 19,6). Estos pensamientos nos deben
hacer decir ardientemente: “Ven, Señor, Jesús” (Apoc 22,20).
Una
competencia en darse
Prédica de
matrimonio
Mis queridos esposos:
Quisiera tomar como tema, de las
cortas palabras que quería dirigiros ahora, el deseo de la felicidad cristiana.
Todo el cristianismo no es más que un mensaje de felicidad. Y si recordáis el
sermón de la montaña que juntos, sin duda, habéis leído tantas veces, encontraréis
en él estas palabras hermosísimas de Cristo Nuestro Señor, con que lo inicia.
Bienaventurados es la palabra que repite. No se cansa el Señor de repetirnos en
ese sermón lo que Él viene a traer a la tierra: Bienaventuranza, paz,
felicidad, alegría. ¡Ése es todo el mensaje cristiano!
Y si miramos la vida de la Iglesia,
que es la realización del mensaje de Cristo, no es más que la introducción del
hombre a la felicidad divina. El Bautismo nos hace hijos de Dios y nos
introduce en la vida divina, porque nos hace participar de esa vida de Dios; la
Eucaristía, cuya fiesta celebramos hoy, no es más que la participación del alma
en el Cuerpo y Sangre de Cristo para unirnos más íntimamente con Él; y todos
los sacramentos tienen ese sentido: preparar el alma a la unión con Dios,
fuente de toda felicidad.
¿Y en qué consiste la felicidad, mis
queridos esposos? El Señor Jesús nos da la norma de la felicidad cristiana: La
felicidad cristiana consiste en darse. Y por eso Jesús nos dice ‘feliz es el
que da, más feliz que el que recibe’ (cf. Hech 20,35). Y si miramos a Dios,
fuente de toda felicidad, Dios es el que da. Miremos la vida íntima de la
Santísima Trinidad: el Padre, que es fuente de todo ser y de toda alegría, da
su propio ser a su Hijo, engendrándolo desde toda la eternidad; y el Padre y el
Hijo, que se conocen, se dan mutuamente en un amor eterno, que es el Espíritu
Santo. He ahí la fuente de toda felicidad.
Y ese Dios riquísimo en su soledad,
acompañado en su soledad, que es la Trinidad, todavía no se satisface con esa
donación mutua de las personas, y se resuelve a crear, y crea el mundo por
amor. Y todo cuanto vemos no es más que la donación de Dios, nosotros mismos
somos una donación de Dios, y el mundo entero es una donación que Dios nos da.
Y esta ley de la felicidad, mis
queridos esposos, es la ley de la alegría cristiana en el matrimonio, y por eso
os doy la norma consiguiente: daros, mutuamente, el uno al otro. El matrimonio
cristiano es una competencia en darse.
La felicidad tiene una sola norma:
Darse, entregarse a sí mismo, y por eso si en vuestra vida ocurre, lo que en
toda vida humana ocurre, por más bella que sea, por más noble y más generosa,
si alguna vez viene alguna nubecita a enturbiar el sol del amor, que os
apresuréis a ser el primero en dar al otro el perdón, en sufrir por el otro, en
orar juntos, en la noche, al caer las luces del día, recogidos en una plegaria,
y los sufrimientos del día, ponerlos a los pies de Cristo, especialmente
deseando la felicidad para el ser amado.
Mis queridos esposos: en un hogar
cristiano, en un hogar bendecido por la felicidad cristiana, los hijos son
deseados, los hijos son pedidos, los hijos son esperados, y por los hijos desde
ahora se sufre, desde ahora se acumula para ellos un tesoro, más que de bienes
materiales, un tesoro de virtudes, un tesoro de gracias, un tesoro de
plegarias, para que cuando ellos lleguen a este mundo se encuentren ricos, con
la riqueza espiritual de sus padres. Y los hijos, por muchos que sean los que
Dios quiera daros, estoy cierto, mis queridos esposos, que no van a agotar ese
deseo de daros que vosotros tenéis.
Y más allá de vuestro hogar, están
los que en vuestra vida de solteros tanto habéis amado, los pobres, los que
sufren, los que padecen; el bien común, la patria. Empresas todas que en
vuestra vida de casados no han de cesar, mis queridos esposos, sino que, al
contrario, habéis de ser más fuertes y más generosos en prolongar hacia esas
obras vuestros esfuerzos. No vais a estar solos, ahora, para trabajar sino que
vais a estar acompañados; y si la tarea es difícil, y si la tarea es ingrata, y
a momentos descorazonadora, tenéis ahora una nueva fuerza en vuestro mutuo
amor. Una nueva fuerza la tendréis en esos hijos que han de venir también a
sosteneros en esas empresas, para bien de los demás, porque les vais a legar a
ellos esa tradición preciosa de una vida que no se consume egoístamente en las
paredes del hogar, sino que pretende únicamente darse como Dios. Os decía al
principio, Dios se da, Dios es donación permanente.
Mis queridos esposos: en vuestra vida
de solteros hay algo que os ha siempre animado, que sea lo mismo que os anime
en vuestra vida de casados: Jesús, el ejemplo del darse. Leed juntos las
páginas del Evangelio, no dejéis jamás de leerlas. Ojalá que desde vuestra
primera noche de matrimonio, las leáis juntos. Esas páginas hermosas, en las
cuales encontraréis el ejemplo de la vida de Dios, que tanto amó al mundo
que nos dio a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3,16); y después, ese Hijo
Unigénito de Dios en la tierra, ¿qué hizo si no dar a los hombres sus palabras,
darles sus ejemplos, darles su vida? Cuando no tenía más que darles, ¡les dio
su propia Madre! Y antes de despedirse de nosotros, nos dejó como recuerdo
supremo aquél que hoy día celebra la Iglesia: la donación de su propio Cuerpo y
de su propia Sangre, para que sea su propio Cuerpo y su propia Sangre el
alimento espiritual de nuestras almas.
Y junto a Jesús tenéis a la Virgen, a
la dulce Madre María, a aquella que preside este altar. El altar ante el cual
tantas veces habéis venido juntos a recibir el Cuerpo eucarístico de Jesús.
Ésta, vuestra Madre, os mira desde este altar bendito, os mira desde el cielo y
os augura toda clase de bendiciones para vuestro nuevo hogar. Y por eso,
Teresita, el rosario que tienes en tus manos, que lo desgranes cada noche junto
con tu marido, y mañana juntos con vuestros hijos, y ojalá con los pobres que
rodeen vuestra casa. Y a la Madre del Amor hermoso, a la dulce Virgen María,
cada noche cincuenta veces le digáis: ”Ruega, Madre, por nosotros, ahora y
en la hora de nuestra muerte”.
Y estoy seguro, mis queridos esposos,
que esos deseos ya comienzan a realizarse, porque esa felicidad cristiana que
se os desea, estoy cierto, que ya inunda vuestros corazones: ella revienta en
vuestras almas.
Vivimos en una hora del mundo en que
los hombres parece que han perdido la confianza en sí mismos, la confianza en
poder ser felices. Que ellos vean en vuestro hogar que la felicidad es una
realidad, que la dicha es don de Dios en la tierra, que la gozan las almas de
buena voluntad, como sois vosotros y como pueden serlo todos aquellos que ponen
en Dios su felicidad.
José, estoy seguro que deseas decirle
a Teresa aquellas palabras de aquel poeta cristiano, que os citaba hace un
momento, que decía a su esposa: “Ven alma virgen, al reclamo amigo de un
alma de hombre que te espera ansioso, porque presiente que vendrán contigo el
pudor de la virgen candorosa y el casto amor de la leal esposa”.
Abnegación
y alegría
Meditación
de un retiro a sacerdotes, 1948
No hay sólo que darse, sino darse con
la sonrisa. No hay sólo que dejarse matar, sino ir al combate cantando. Hay que
hacer amar la virtud. Hacer que los ejemplos sean contagiosos, de otra manera
quedan estériles. Hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.
Esto es triunfar sobre el egoísmo
sutil, que una vez expulsado de la trama de nuestra vida, tiende a refugiarse
en los repliegues, es decir, en nuestra sensibilidad egoísta, haciendo sentir
que uno es un mártir o al menos una víctima, alzándose sobre un pedestal y
buscando el ser consolado.
Canta y avanza, la abnegación total es alegría
perpetua. ¿Es la cuadratura del círculo? No. Porque hay un vínculo secreto
entre el don de sí, por amor, y la paz del alma.
Nuestra vocación es integración total
a Cristo, a Cristo resucitado. ¿En qué consiste esta actitud? Es difícil
definirla, como no se puede definir la belleza de una pieza de Beethoven, o de
una Virgen de Fray Angélico. Es distinta para cada uno. Negativamente, es la
eliminación de todo lo que choca, molesta, apena, inquieta a los otros, lo que
les hace la vida más dura o más pesada…
San Pablo: “Ayudaos mutuamente a
llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6,2). No dice: “imponed
a los demás vuestras cargas”. Se hace más pesada la atmósfera general.
El temperamento dulce, alegre,
ligeramente original, simple, no forzado, alegre, amable en el recibir las
personas y las cosas, contribuye a la alegría de la vida... Así Santa Teresa
alegraba y contribuye alegrando... Algunas bromitas a tiempo... El sentarse
junto a una mesa modestamente.
Cada uno tiene posibilidad de hacer
algo, cada uno siguiendo su carácter: unos alegres, otros artistas, otros
tranquilos y pacíficos, otros simpáticos... Cada uno cultivando su naturaleza. La
gracia supone la naturaleza.
Si no se hace amar la virtud, no se
la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará. Todos desearían estar en la
cumbre de un monte para gozar de una bella vista, pero lo que aparta de ella es
la dificultad de escalar. La subida es difícil, a veces peligrosa, parece
larga. Pero el alegre le quita esa aspereza. Es como el alpinista: si vuelve
alegre y animoso, consigue otros adeptos; si vuelve molido, tiritón y
quejándose, los otros dicen: ¡bah, esto no es para mí!
Un santo triste, ¡un triste santo! “Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga
ligera” (Mt 11,29-30). ¡Cuántas vocaciones al ver sonrientes a los
novicios!
Un
problema de todos
Conferencia
para la Acción Católica
El tema de la vocación sacerdotal no
puede ser de mayor importancia para la Iglesia, dada la misión del sacerdote.
Al sacerdote confió Cristo la administración de sus sacramentos, que son en su
Iglesia el medio por excelencia y el camino ordinario de la efusión de la
Gracia. La celebración de la santa Misa, que es la renovación en nuestros
altares del sacrificio de la Cruz, el acto más excelente que se realiza bajo
los cielos, el acto que mayor gloria da al Padre, más que todos los trabajos
apostólicos, los sacrificios, las oraciones... y este acto, el centro de la
vida cristiana, sólo puede ser realizado por los sacerdotes. La purificación de
las almas manchadas por el pecado ha sido confiada al sacerdote. En aquellos
países en que el sacerdote católico ha desaparecido, la Iglesia ha terminado
por desaparecer...
El problema de la vocación sacerdotal
es un problema cristiano en todo el sentido de la palabra, que interesa no sólo
a unos cuantos escogidos, que podrían estudiar su vocación, sino que es un
problema de todos los cristianos: Problema de los padres que quieran dar
educación cristiana a sus hijos; problema de los jóvenes que necesitan un guía
en sus años difíciles, para que los dirija en sus crisis de adolescencia;
problema de los pobres, que han menester de un padre que se interese por sus
necesidades; problema de los que aspiran a formar un hogar, que necesitarán
guías de sus conciencias, directores espirituales; problema de los que no
tienen fe, problema que ellos no perciben, pero por eso es aun más pavoroso,
que necesitan de alguien que desinteresadamente les tienda la mano; problema de
los enfermos, que buscarán en vano quien les aliente a entrar serenos en la
eternidad, y quien consuele a sus parientes y amigos. Toda la vida cristiana
está llena del sacerdote, y todos debieran interesarse porque su número sea
cada vez mayor y, sobre todo, porque aumenten en espíritu. Santos, pero también
muchos.
Pesimistas
y optimistas
Conferencia
a señoras en Viña del Mar, 1946
Hecho curioso, paradoja cruel. Nunca
como hoy el mundo ha manifestado tantos deseos de gozar, y nunca como hoy se
había visto un dolor colectivo mayor. Al hambre natural de gozo, propia de todo
hombre, ha venido a sumarse la serie de descubrimientos que ofrecen hacer de
esta vida un paraíso: la radio, que alegra las horas de soledad; el cine, que
armoniza fantásticamente la belleza humana, el encanto del paisaje, las
dulzuras de la música en argumentos dramáticos, que toman a todo el hombre; el
avión, que le permite estar en pocas horas en Buenos Aires, en Nueva York, en
Londres o en Roma... La cordillera, que ve invadida su soledad por miles de
turistas que saborean un placer nuevo: el vértigo del peligro; la prensa
penetra por todas las puertas, aun las más cerradas, por el estímulo de la
curiosidad, por la sugestión del gráfico y de la fotografía. Fiestas,
Excursiones, Casinos, Regatas, todo para gozar... Y sin embargo, hecho curioso,
el mundo está más triste hoy que nunca; ha sido necesario inventar técnicas
médicas para curar la tristeza. Frente a esta angustia contemporánea muchas
soluciones se piensan a diario:
Unas soluciones son del tipo de la
evasión. En su grado mínimo, es huir a pensar; atontarse... Para eso sirve
maravillosamente la radio, el auto, el cine, el casino, el juego, ¡ruina de la
vida interior! Se está, no me atrevería a decir ocupado, pero sí, haciendo
algo que nos permita escapar de nosotros mismos, huir de nuestros
problemas, no ver las dificultades. Es la eterna política del avestruz. Los
turistas que vienen a estas lindas playas, ¿qué hacen aquí en el verano sino
eso? Playa, baño, baño de sol, aperitivo, almuerzo, juego, terraza, cine,
casino, hasta que se cierran los ojos para seguir así, no digo gozando, sino “atontándose”.
Esta política de la evasión lleva a algunos más lejos, a la morfina, al “opio”
que se está introduciendo, al trago, demasiado introducido, e incluso al
suicidio. Nunca me olvidaré de uno que me tocó presenciar en Valparaíso.
Otros, más pensadores, no siguen el
camino de la “evasión”, sino que afrontan el problema filosóficamente y
llegan a doctrinas que son la sistematización del pesimismo.
Para ambos grupos, el fondo,
confesado o no, es que la vida es triste, un gran dolor, y termina con un gran
fracaso: la muerte. Y sin embargo, la vida no es triste sino alegre, el mundo
no es un desierto, sino un jardín; nacemos, no para sufrir, sino para gozar; el
fin de esta vida no es morir sino vivir. ¿Cuál es la filosofía que nos enseña
esta doctrina? ¡¡El Cristianismo!!
Hay dos maneras de considerarse en la
vida: Producto de la materia, evolución de la materia, hijo del mono, nieto del
árbol, biznieto de la piedra, o bien Hijo de Dios. Es decir, producto de la
generación espontánea, de lo inorgánico, o bien término del Amor de un Dios
todo poder y toda bondad.
Claro está que para quien se
considera hijo de la materia, y pura materia, el panorama no puede ser muy
consolador. La materia no tiene entrañas, carece de corazón, ni siquiera tiene
oídos para escuchar los ruegos, ni ojos para ver el llanto.
Pero para quien sabe que su vida no
viene de la nada, sino de Dios, el cambio es total. Yo soy la obra de las manos
de Dios. Él es el responsable de mi vida. Y yo sé que Dios es Belleza, toda la
belleza del universo arranca de Él, como de su fuente. Las flores, los campos,
los cielos, son bellos, porque, como decía San Juan de la Cruz, pasó por
estos sotos, sus gracias derramando, y vestidos los dejó de su hermosura.
El cristiano no pasa por el mundo con
los ojos cerrados, sino con los ojos muy abiertos, y en la naturaleza, en la
música, y en el arte todo... goza, se deleita, ensancha su espíritu porque sabe
que todo eso es una huella de Dios, que todo eso es bello, que esas flores no se
marchitan... porque su belleza más completa y cabal la va a encontrar en el
mismo Dios.
“Dios es amor”, dice San Juan al definirlo, y “nosotros
nos hemos confiado al amor de Dios” (1Jn 4,8.16). Todo lo que el amor tiene
de bello, de tierno: entre padre e hijo, esposo y esposa, amigo y amiga, todo
eso lo encontraremos en Él, pues es amigo, esposo, y más aún, Padre. Estamos
tan acostumbrados a esta revelación de la paternidad divina que no nos extraña.
Dios, Señor, sí, pero ¿Padre? ¿Padre de verdad? Y de verdad, tan verdad es
Padre: “Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios” (1Jn 3,1). Cuando
oréis... ¡Mi Padre y Padre vuestro! Padre que provee el vestido, el alimento;
Padre que nos recibe con sus brazos abiertos cuando hemos fallado a nuestra
naturaleza de hijos y pecamos. Si tomamos esta idea profundamente en serio,
¿cómo no ser optimistas en la vida?
Dolores: ni la muerte misma enturbia
la alegría profunda del cristiano. Los antiguos, ¡cómo la temían! ¡La gran
derrota! En cambio, para el cristiano no es la derrota, sino la victoria: el
momento de ver a Dios. Esta vida se nos ha dado para buscar a Dios, la muerte
para hallarlo, la eternidad para poseerlo. Llega el momento en que, después del
camino, se llega al término. El hijo encuentra a su Padre y se echa en sus
brazos, brazos que son de amor, y por eso, para nunca cerrarlos, los dejó
clavados en su cruz; entra en su costado que, para significar su amor, quedó
abierto por la lanza manando de él sangre que redime y agua que purifica (cf.
Jn 19,34).
Si el viaje nos parece pesado,
pensemos en el término que está quizás muy cerca. En nuestro viaje de Santiago
a Viña, estamos quizás llegando a Quilpué... Y al pensar que el tiempo que
queda es corto, apresuremos el paso, hagamos el bien con mayor brío, hagamos
partícipes de nuestra alegría a nuestros hermanos, porque el término está
cerca. Se acabará la ocasión de sufrir por Cristo, aprovechemos las últimas
gotas de amargura y tomémoslas con amor.
Y así, contentos, siempre
contentos. La Iglesia y los hogares cristianos, deben ser centros de
alegría; un cristiano siempre alegre, que el santo triste es un triste santo.
Jaculatorias del fondo del alma: contento, Señor, contento. Y para
estarlo, decirle a Dios siempre: “Sí, Padre”. Cristo es la fuente de
nuestra alegría. En la medida que vivamos en Él viviremos felices.
Vivir
para siempre
Meditación
de Semana Santa, 1946
1. El hombre quiere vivir
Anhelo profundo de nuestro espíritu, el más
profundo es vivir. Si uno ha conocido alguna belleza, anhela seguir poseyéndola.
Los que se suicidan no es que odien la vida, sino la vida triste. Por eso la
naturaleza se resiste a morir. Cuesta morir, el hombre se defiende –“no
pierde la esperanza”–. Y quienes creen que el hombre muere, lloran la
muerte, y llevan luto por la muerte. Porque el hombre no quiere morir, sino
vivir.
Sin embargo, ante nuestros ojos, ¡todo es
muerte, separación y dolor! ¡Hay que ser muy joven o muy santo para no conocer
el dolor! “Parirás con dolor. Comerás el pan con el sudor de tu frente.
Cultivarás la tierra que te dará abrojos. Tendrás enfermedades y miserias.
Morirás...” (cf. Gn 3,16-19). El niño nace llorando… el hombre se muere con
gesto de supremo dolor. Enfermedades, ¿quién se escapa de alguna? En Chile hay
400.000 tuberculosos… Los reyes y los Presidentes se enferman… Y de la muerte,
¿quién se escapa?
¿Ruinas económicas? La guerra las ha hecho
tan comunes que a nadie impresionan… Esas ciudades magníficas, gloria del
mundo: Ahora son un montón de ruinas. Esos hombres ricos ayer, hoy vestidos de
papel… Goering, Hess y el Emperador de Japón en el lado de los vencidos.
Mussolini y Hitler, ¡¡eran ayer los amos de Europa!! Hablaban, mandaban,
imperaban. Hoy, ¿qué son?
Las facultades cerebrales se gastan,
disminuyen, la vista se acorta, los oídos se endurecen: no perciben las
armonías, los ojos ya no se deleitan en los colores, los pies ya no pueden
llevarlo a las montañas… las ideas se oscurecen, ¡y las últimas etapas de la
escala de la vida el hombre las sube solo, triste, melancólico! Después de mirar
una vida en que ha habido mucho dolor, muchas crisis, muchas desuniones, se
piensa a veces en el fracaso. Se cree en el amor y se ve a la policía en la
casa para separar a los hijos; se ha predicado la unión y se ve la disputa del
trozo de oro… ¿Es esto vivir? ¿Puede acaso satisfacernos una existencia así?
2. La grandeza de nuestro espíritu
Nuestra alma es espiritual, creada por Dios a
su imagen y semejanza. Semejante en su naturaleza y semejante en sus
tendencias: Con hambre irresistible de bien, de bondad, de belleza, de verdad;
siempre pide más y más.
Todo lo de aquí abajo lo cansa, no lo llena.
Por más grande que sea el amor, siempre le queda una apetencia para algo mayor.
Por eso que el hombre es el rey de la creación. Porque es el único capaz de comprender
y de tender a lo infinito.
Vivir... recordar nuestro destino. Lo
infinito. Lo que no tiene límites en todo lo que es perfección.
Dios: que es bello, más que el sol naciente;
que es tierno, más que el amor de una madre; que es cariñoso e íntimo, más que
el momento ‘más de cielo’ en el amor; que es fuerte, robusto, magnífico en su
grandeza. Santo, Santo, Santo, sin mancha.
¿Qué puedo yo soñar en el rapto más
enloquecedor? Eso será realidad en todo lo que tiene de belleza, y mucho más...
¿Comprensión, ternura, intimidad, compañía?... ¡Sí, las tendré y sin manchas!
Y la eternidad… no en sombra de segundos, o
años de segundos, para siempre. ¡¡Sin ocaso!! Vivir la eternidad. Mirar
a la eternidad en los momentos de depresión. Esto pasa... ¡¡Eso no!! Esto es
una hora, ¡¡aquello eterno!!
Mirar mi vida a la luz de la eternidad. Mis
amores a la luz de la eternidad... Mi profesión... el uso de mi tiempo... a la
luz de la eternidad. Los sacrificios que Dios me pida... Mi vida de estudios,
el tiempo que dé a las realidades tangibles, que son sombra de la realidad,
frente a la gran realidad, la eterna... ¿Qué tiene esto que ver con la
eternidad?
La santidad a la que Dios me llama, que me
parece austera; la vida de oración, las mortificaciones, mi apostolado, en el que
me roe el desaliento... a la luz de la eternidad... El apostolado que es “almas
para la eternidad”, almas que sean felices por una eternidad, librarlas de
un incendio; la Acción Católica... el sacerdocio... las misiones... La China,
el Congo... Los Padres Jesuitas en el Congo, ¡el Padre Jogues y Brébeuf en
Canadá! El Padre Damián en la leprosería: Toda la santidad, a la luz de la
eternidad: ¡¡Eso es vivir!!
Alegría, ¡y qué feliz se vive cuando se
piensa en lo eterno! Allí está mi morada… ¿Dolores? Pasan, pero la eternidad
permanece. ¿Muerte? No, un hasta luego, sí ¡hasta el cielo! ¡Hasta muy pronto!
¡Señor, qué pocos piensan así! ¡Qué poco
pienso yo así! Y sólo así se piensa en cristiano, ¡y toda otra visión de la
vida es pagana! Pero esta visión es imposible sin una vida de intensa oración,
sin recogimiento, sin meditación, pero cualquier sacrificio vale la pena por
este tesoro. El Reino de los cielos es semejante a un hombre que descubrió un
tesoro, y habiéndolo descubierto, ¡vendió todo para comprar aquel campo! (cf.
Mt 13,44). Venderlo todo. Es lo que han hecho los santos, los mártires, es lo
que hacen los cristianos de verdad.
3. Lo que es la vida eterna
La vida eterna es poseer a Dios… y llenar
eternamente con nuevos y nuevos aspectos mi inteligencia sedienta de verdad. No
es mirar y saciarme, sino penetrar y ahondar un libro inagotable, porque es
infinito y mi inteligencia permanece finita. Es un viaje infinitamente nuevo y
eternamente largo.
“¡Hoy estarás conmigo!”, le dijo Jesucristo al Ladrón (cf.
Lc 23,43). No había para qué decirle: en el paraíso, porque estar con
Jesucristo es el Paraíso. ¡Jesucristo! El corazón más noble, el amigo por
excelencia, en el cielo, junto a mí, será mi amigo. ¡Vivir, es vivir con Él!
Los seres amados en Cristo, serán poseídos en
Él también en el cielo. En el momento de la muerte, la ausencia estará
terminada: Vivir, conversar, mirarse, unirse... sin que nada los separe, porque
ambos amarán lo mismo, verán las cosas en la misma forma, no habrá el temor de
una incomprensión, y nada, ni la muerte, que no existirá, ni el cansancio, ¡¡ni
el sueño vendrá a turbar este amor que será eterno!!
¡Vivir! ¡Esto es vivir! ¡Señor que yo realice
la verdad, para que llegue a tu luz!, luz indefectible, luz alegre, luz
verdadera, ¡¡luz que es vida!!
¡Señor, yo quiero creer! para llegar a amar,
Señor, yo quiero creer, para poder alcanzar,
Señor, yo quiero creer, porque quiero vivir, tu vida, contigo.
Con Jesucristo mi amigo, con mi Madre María,
con mis seres queridos, con tus Ángeles y Santos,
por siempre jamás. Amén. Amén. Amén.
El
que se da, crece
Reflexión
personal, noviembre de 1947
Comienza por darte. El que se da,
crece. Pero no hay que darse a cualquiera, ni por cualquier motivo, sino a lo
que vale verdaderamente la pena: Al pobre en la desgracia, a esa población en
la miseria, a la clase explotada, a la verdad, a la justicia, a la ascensión de
la humanidad, a toda causa grande, al bien común de su nación, de su grupo, de
toda la humanidad; a Cristo, que recapitula estas causas en sí mismo, que las
contiene, que las purifica, que las eleva; a la Iglesia, mensajera de la luz,
dadora de vida, libertadora; a Dios, a Dios en plenitud, sin reserva, porque es
el bien supremo de la persona, y el supremo Bien Común. Cada vez que me doy así,
sacrificando de lo mío, olvidándome de mí, yo adquiero más valor, un ser más
pleno.
Mirar en grande, querer en grande,
pensar en grande, realizar en grande. Al comenzar un trabajo, hay que
prepararlo pacientemente. La improvisación es normalmente desastrosa. Amar la
obra bien hecha, y para ella poner todo el tiempo que se necesite.
Pensar y volver a pensar. En cada
cosa, adquirir el sentido de lo que es esencial. No hay tiempo sino para eso.
Foch decía: “Cuando un hombre de cualidades medianas concentra sus energías
en un único fin, debe alcanzarlo”. La vida es demasiado corta para perder
el tiempo en intrigas. Muchos buscan no la verdad, ni el bien, sino el éxito.
Con frecuencia se enseña a los
hombres a no hacer, a no comprometerse, a no aventurarse.
Es precisamente al revés de la vida. Cada uno dispone sólo de un cierto
potencial de combate. No despreciarlo en escaramuzas.
Hay que embarcarse: No se sabe qué
barcos encontraré en el camino, qué tempestades ocurrirán... Una vez tomadas
las precauciones, ¡embarcarse! Amar el combate, considerarlo como normal. No
extrañarse, aceptarlo, mostrarse valiente, no perder el dominio de sí; jamás
faltar a la verdad y a la justicia. Las armas del cristianismo no son las armas
del mundo. Amar el combate, no por sí mismo, sino por amor del bien, por amor
de los hermanos que hay que librar.
Hay que perseverar. Muchos quedan
gastados después de las primeras batallas. Saber que las ideas caminan
lentamente. Muchos se imaginan que, porque han encontrado alguna verdad, eso va
a arrebatar los espíritus. Se irritan con los retardos, con las resistencias.
Estas resistencias son normales: provienen de la apatía, o de la diferente
cultura, o del ambiente. Cada uno parte de lo que es, de lo que ha recibido.
No espantarse ni irritarse de la
oposición, ella es normal y, con frecuencia, es justa. Más bien alegrémonos que
se nos resista y que se nos discuta. Así nuestra misión penetra más
profundamente, se rectifica y anima. Me dirán: “Su obra está en crisis”.
Pero, amigo, una obra que marcha, tiene siempre cosas que no marchan. Una obra
que vive está siempre en crisis.
Permanecer puro, ser duro, buscar
únicamente la verdad, el bien, la justicia. Ser simple, y empeñarse en
permanecer simple. Creer todavía en el ideal, en la justicia, en la verdad, en
el bien, en que hay bondad en los corazones humanos. Creer en los medios
pobres. Librar con buena fe batalla contra los poderosos. No buscar engañar, ni
aceptar medios que corrompan.
Cuando el obstáculo es la oposición
de los hombres, la mejor táctica, con frecuencia, es continuar su camino, sin
cuidarse de esta oposición. Se pierde un tiempo precioso en polémicas, cuando
sólo cuenta la construcción. Si la oposición viene de los hombres de buena
voluntad, de los “santos”, de los superiores, verificar mi orientación y si
estoy marchando con la Iglesia.
Acuérdate: “Se va lejos, después
que se está fatigado”. La gran ascética es no ponerse a recoger flores en
el camino. El sufrimiento, la cruz es sobre todo permanecer en el combate que
se ha comenzado a librar. Esto es lo que más configura con Cristo.
Hay quienes quieren desarrollarse
pero sin dolor. No han comprendido aún lo que es crecer... Quieren
desarrollarse por el canto, por el estudio, por el placer, y no por el hambre,
la angustia, el fracaso y el duro esfuerzo de cada día, ni por la impotencia
aceptada, que nos enseña a unirnos al poder de Dios; ni por el abandono de los
propios planes, que nos hace encontrar los planes de Dios. El dolor es
bienhechor, porque me enseña mis limitaciones, me purifica, me hace extenderme
en la cruz de Cristo, me obliga a volverme a Dios.
En un grupo realista de apóstoles,
frases como éstas se oyen frecuentemente: “Después de un peñascazo, otro...”.
90% de fracaso, ¡¡alegrarse, a pesar de todo!! Comenzar por acusarte a ti
mismo. El fracaso construye. Alegría, paz, viva la pepa... y viva, ¡y siempre
viva! Así es la vida... ¡¡¡y la vida es bella!!! No armar alharaca. No gritar.
No indignarse. No irritarse. No dejar de reírse, y dar ánimo a los demás.
Continuar siempre. No se hace nada en un mes: Al cabo de diez años es enorme lo
hecho. Cada gota cuenta.
Darme sin contar, sin trampear, en
plenitud, a Dios y a mis hermanos, y Dios me tomará bajo su protección. Él me
tomará y pasaré ileso en medio de innumerables dificultades. Él me conducirá a
su trabajo, al que cuenta. Él se encargará de pulirme, de perfeccionarme y me
pondrá en contacto con los que lo buscan y a los cuales Él mismo anima. Cuando
Él toma a uno, no lo suelta fácilmente.
Para este optimismo, nada como la
visión de fe. La fe es una luz que invade. Mientras más se vive, mayor es su
luz. Ella todo lo penetra y hace que todo lo veamos en función de lo esencial,
de lo intemporal. El que la sigue, jamás marcha en tinieblas. Tiene solución a
todos los problemas, y gracias a ella, en medio del combate, cuando ya no se
puede más por la presión, como el corcho de la botella de champaña salta, se
escapa hacia lo alto, se une a Cristo y en Él halla la paz. La fe nos hace ver
que cada gota cuenta, que el bien es contagioso, que la verdad triunfa.
Trabajar
al ritmo de Dios
Reflexión
personal, noviembre de 1947
Cuando un hombre se aparta de los
caminos trillados, ataca los males establecidos, habla de revolución, se lo
cree loco. Como si el testimonio del Evangelio no fuera locura, como si el
cristiano no fuera capaz de un gran esfuerzo constructor, como si no fuéramos fuertes
en nuestra debilidad (cf. 2Cor 12,9). Nos hace falta muchos locos de
éstos, fuertes, constantes, animados por una fe invencible.
Un apostolado organizado requiere en
primer lugar un hombre entregado a Dios, un alma apostólica, completamente
ganada por el deseo de comunicar a Dios, de hacer conocer a Cristo; almas
capaces de abnegación, de olvido de sí mismas, con espíritu de conquista. La
organización racional del apostolado exige, precisamente, que lo supra racional
esté en primer lugar. ¡Que sea un santo! En definitiva, no va a apoyarse sobre
los medios de su acción humana, sino sobre Dios. Lo demás vendrá después: que
trabaje no como guerrillero, sino como miembro del Cuerpo Místico, en unión con
todos los demás, aprovechándose de todos los medios para que Cristo pueda
crecer en los demás, pero que primero la llama esté muy viva en él.
Es imposible un santo si no es un
hombre; no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias
dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. Los profesores nos preocupamos
tan poco de formarlos; y pocos toman en serio el llegar a serlo.
El hombre tiene dentro de sí su luz y
su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo.
Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se somete sin
esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él. Si se marcha más
despacio que los acontecimientos; si se ve las cosas más chicas de lo que son;
si se prescinde de los medios indispensables, se fracasa. Y no puede sernos
indiferente fracasar, porque mi fracaso lo es para la Iglesia y para la
humanidad. Dios no me ha hecho para que busque el fracaso. Cuando he agotado
todos los medios, entonces tengo derecho a consolarme y a apelar a la
resignación. Muchos trabajan por ocuparse; pocos por construir; se satisfacen
porque han hecho un esfuerzo. Eso no basta. Hay que amar eficazmente.
El equilibrio es un elemento preciso
para un trabajo racional. Vale más un hombre equilibrado que un genio sin él,
al menos para el trabajo de cada día. Equilibrio no quiere decir, en ninguna
manera, un buen conjunto de cualidades mediocres; se trata de un crecimiento
armónico que puede ser propio del hombre genial, o una salud enfermiza, o una
especialización muy avanzada. No se trata de destruir la convergencia de los
poderes que se tiene, sino de sobrepasarlas por una adhesión más firme a la
verdad, de completarse en Dios por el amor.
La moral cristiana permite
armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso
que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la
precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la
justicia; la fe suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las
razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la
insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de
Cristo; la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada
de oración, y de insaciable deseo. El hombre no puede equilibrarse sino por un
dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.
El ritmo cotidiano debe armonizarse
entre reposo, trabajo difícil, trabajo fácil, comidas, descansos. Es bueno
recordar que en muchos casos se descansa de un trabajo pasando a otro trabajo,
no al ocio.
¿A qué paso caminar? Una vez que se
han tomado las precauciones necesarias para salvaguardar el equilibrio, hay que
darse sin medirse, para obtener el máximo de eficacia, para suprimir en la
medida de lo posible las causas del dolor humano.
Se trabaja casi al límite de sus
fuerzas, pero se encuentra, en la totalidad de su donación y en la intensidad
de su esfuerzo, una energía como inagotable. Los que se dan a medias están
pronto gastados, cualquier esfuerzo los cansa. Los que se han dado del todo, se
mantienen en la línea bajo el impulso de su vitalidad profunda.
Con todo, no hay que exagerar y
disipar sus fuerzas en un exceso de tensión conquistadora. El hombre generoso
tiende a marchar demasiado a prisa: querría instaurar el bien y pulverizar la
injusticia, pero hay una inercia de los hombres y de las cosas con la cual hay
que contar. Místicamente se trata de caminar al paso de Dios, de tomar su sitio
justo en el plan de Dios. Todo esfuerzo que vaya más lejos es inútil, más aún,
nocivo. A la actividad reemplazará el activismo que se sube como la champaña,
que pretende objetos inalcanzables, quita todo tiempo para la contemplación;
deja el hombre de ser el dueño de su vida.
Al partir en la vida del espíritu, se
adquiere una actitud de tensión extrema, que niega todo descanso. Pero como ni
el cuerpo ni el alma están hechos para esto, viene luego el desequilibrio, la
ruptura. Hay, pues, que detenerse humildemente en el camino, descansar bajo los
árboles y recrearse con el panorama, podríamos decir, poner una zona de
fantasía en la vida.
El peligro del exceso de acción es la
compensación. Un hombre agotado busca fácilmente la compensación. Este momento
es tanto más peligroso, cuanto que se ha perdido una parte del control de sí
mismo: el cuerpo está cansado, los nervios agitados, la voluntad vacilante. Las
mayores tonterías son posibles en estos momentos. Entonces hay sencillamente
que disminuir: Volver a encontrar la calma entre amigos bondadosos, recitar
maquinalmente su rosario y dormitar dulcemente en Dios.
La
multiplicación de los panes
Meditación
sobre la donación y cooperación
Introducción
La pusilanimidad es la gran dificultad
en el plan de cooperación. Pensamos: “yo no valgo nada”, y viene el
desaliento: “¡Lo mismo da que actúe o que no actúe! Nuestros poderes de
acción son tan estrechos. ¿Vale la pena mi modesto trabajo? ¿Qué significa mi
abstención? Si yo no me sacrifico, ¡nada se cambia! No hago falta a nadie...
¿Una vocación más o menos?”. Cuántas vocaciones perdidas. Es el consejo del
diablo, que tiene parte de verdad. Hay que encarar la dificultad.
La solución
5.000 hombres, más las mujeres y
niños, ya 3 días hambrientos... ¿Comida? Se necesitan 200 denarios: el sueldo
de un año de un obrero y, ¡en el desierto! “¡Diles que se vayan!”. Pero
Andrés, con buen ojo, dice: “Hay 5 panes y 2 peces pero, ¡para qué va a
servir esta miseria!”. Es nuestro mismo problema: la desproporción.
¡Y qué panes! De cebada, duros como
piedra (los judíos comían de trigo). ¡Y qué peces! De lago, blandos, chicos,
llevados en un saco por un muchacho, ya 3 días, con ese calor y en esa
apretura... ¡eso sí que era poca cosa!
¿Desprecia el Señor esa oblación? No,
y con su bendición alimenta a todos y sobra. Ni siquiera desprecia las sobras:
Doce canastos; de los peces sobraban cabezas y espinas, y hasta eso lo estima.
El muchacho accedió a dar a Cristo su
pobre don, ignorando que iba a alimentar toda esa muchedumbre. Él creyó perder
su bien, pero lo halló sobrado, y cooperó al bien de los demás.
Yo... como esos peces (menos que esos
panes) machucados, quizás descompuestos; pero en manos de Cristo mi acción
puede tener alcance divino.
Recuerde a Ignacio, Agustín, Camilo
Lellis, Talbot, ruines pecadores que fueron convertidos en alimento para
millares, y que seguirán alimentándose de ellos.
Mi acción y deseos pueden tener
alcance divino, y puedo cambiar la faz de la tierra. No lo sabré, los peces tampoco
lo supieron. Puedo mucho si estoy en Cristo; puedo mucho si coopero con
Cristo...
¡Sacerdote
del Señor!
Carta
después de haber sido ordenado sacerdote
¡Ya me tiene sacerdote del Señor!
Bien comprenderá mi felicidad inmensa, y con toda sinceridad puedo decirle que
soy plenamente feliz. Dios me ha concedido la gran gracia de vivir
contento en todas las casas por donde he pasado y con todos los compañeros que
he tenido. Y considero esto una gran gracia. Pero ahora, al recibir para
siempre la ordenación sacerdotal, mi alegría llega a su colmo. Ahora ya no
deseo más que ejercer mi ministerio sacerdotal con la mayor plenitud posible de
vida interior y de actividad exterior compatible con la primera.
El secreto de esta adaptación y del
éxito, está en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es decir, al Amor
desbordante de Nuestro Señor, al Amor que Jesús, como Dios y como hombre, nos
tiene y que resplandece en toda su vida.
Si pudiéramos nosotros en la vida
realizar esta idea: ¿qué piensa de esto el Corazón de Jesús, qué siente de tal
cosa…? y procurásemos pensar y sentir como Él, ¡cómo se agrandaría nuestro
corazón y se transformaría nuestra vida! Pequeñeces y miserias que cometemos
nosotros y que vemos se cometen a nuestro lado desaparecerían, y en nuestras
comunidades reinaría una felicidad más sobrenatural y también natural, mayor
comprensión, un respeto mayor de cada uno de nuestros hermanos, pues hasta el
último merece que nos tomemos alguna molestia por él, y que no lo pasemos por
alto. Ésta es una idea que me viene con frecuencia y que la pienso mucho,
porque desearía realizarla más y más.
Yo creo que la devoción al Sagrado
Corazón debemos vivirla en base de una caridad sin límites, que haga que
nuestros hermanos se sientan bien en compañía de sus hermanos y que los
seglares se sientan movidos no por nuestras palabras, que la mayor parte de las
veces los dejará fríos, sino por nuestra vida de caridad humano-divina para con
ellos.
Pero esta caridad debe ser también
humana, si quiere ser divina. En este ambiente de escepticismo que reina ahora
yo no creo que haya otro medio, humanamente hablando, de predicar a Jesucristo
entre los que no creen sino éste: el del ejemplo de una caridad como la de
Cristo.
Adiós, mi querido Hermano Sergio.
No me olvide delante del Señor.
Alberto Hurtado S.J.
El
deber de la Caridad
Meditación
predicada por radio, abril de 1944
Si bien debemos mirar al cielo para
adorar al Padre, para recibir su inspiración, para fortalecernos para nuestros
trabajos y sacrificios, ese gesto no puede ser el único gesto de nuestra vida.
Es importantísimo, y sin él no hay acción valedera, pero ha de completarse con
otro gesto, también profundamente evangélico. Con una mirada llena de amor y de
interés a la tierra, a esta tierra tan llena de valor y de sentido, que cautivó
al amor de Dios Eterno, atrayéndolo a ella para redimirla y santificarla con
sus enseñanzas, sus ejemplos, sus dolores y su muerte.
Todo el esplendor del cual se
enriquece el cielo, se fabrica en la tierra. El cielo es el granero del Padre,
pero el más hermoso granero del mundo no ha añadido jamás un solo grano a las
espigas, ni una sola espiga al sembrado. El trigo sólo crece en el barro de
esta tierra.
La devoción al Corazón de Cristo y al
Corazón de María tienen ese sentido profundo: Recordar a los hombres
entristecidos del mundo moderno, que por encima de sus dolores hay un Dios que
los ama, hay un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8), un Dios que cuando ha
querido escoger un símbolo para representar el mensaje más sentido de su alma,
ha escogido el Corazón porque simboliza el amor, el amor hacia ellos,
los hombres de esta tierra. Un amor que no es un vano sentimentalismo, sino un
sacrificio recio, duro, que no se detuvo ante las espinas, los azotes y la
cruz.
Y junto a ese Corazón, nos recuerda
también que hay otro corazón que nos ama, el Corazón de su Madre, y Madre
nuestra, que nos aceptó como hijos cuando su Corazón estaba a punto de partirse
de dolor junto a la Cruz, al ver cómo sufría el Corazón de Jesús, su Hijo, por
nosotros los hombres de esta tierra, redimida por el dolor de un Dios hecho
hombre, que quiso asociar a su redención el dolor de su Madre y el de sus
fieles. El mensaje de amor de Jesús y de María, urge nuestro amor.
Con esta intención los invito, amados
en Cristo, a recogernos unos instantes en actitud de oración. Si tienen ante
sus ojos el santo crucifijo o la imagen del Corazón de Jesús y del Corazón de
María, comprenderán, en ese símbolo, toda la urgencia de este llamado a la
caridad, al amor, al interés por nuestros hermanos de esta tierra, que
constituye el precepto fundamental de la vida cristiana.
Esta lección constituye el núcleo de
la predicación cristiana. “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios”,
dice San Juan. “Si pretende amar a Dios y no ama a su hermano, miente. ¿Cómo
puede estar en él el amor de Dios, si rico en los bienes de este mundo y viendo
a su hermano en necesidad le cierra el corazón?” (cf. 1Jn 4,8; 4,20; 3,17).
Y las enseñanzas de los Pontífices,
si hay algo que recuerdan con insistencia extraordinaria es esta primacía de la
caridad en la vida cristiana. El primer Papa, San Pedro, en la primera
Encíclica que dirigiera a la naciente cristiandad, nos dejó esta enseñanza: “Sed
perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente
entre vosotros la caridad” (1Pe 4,7-8).
León XIII en la Rerum Novarum
nos decía: “Es de una abundante efusión de caridad, de la que hay que
esperar la salvación, hablamos de la caridad cristiana, que resume todo el
Evangelio” (nº 41).
Hermanos en Cristo: Acuérdense que
aún más valiosa que la honestidad y la piedad, es la generosidad. Recuerden que
no han cumplido el deber si pueden decir solamente: no he hecho mal a nadie,
pues están obligados a hacer perpetuamente buenas acciones. Está muy bien no
hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien.
Odio y matanza es lo que uno lee en
las páginas de la prensa cotidiana; odio es lo que envenena el ambiente que se
respira. El tremendo dolor de la guerra de Europa y Asia, ¿cómo va a dejarnos
indiferentes? Somos solidarios de infinidad de hombres, mujeres y niños que
sufren como quizás nunca se ha sufrido sobre la tierra, ya que a todos los
continentes llegan las repercusiones del gran drama europeo.
¿Qué tengo que ver con la sangre de
mi hermano?,
afirmaba cínicamente Caín (cf. Gn 4,9), y algo semejante parecen pensar algunos
hombres que se desentienden del inmenso dolor moderno. Esos dolores son
nuestros, no podemos desentendernos de ellos.
Son tan numerosos esos niños de todas
las razas del mundo que son capaces, con la gracia de Dios, de llegar a ser
discípulos predilectos de Cristo, pero que no han encontrado el apóstol que les
muestre al Maestro. No puedo desinteresarme de ellos... Son mis hermanos de la
tierra, destinados a ser hermanos de Cristo. Los pescadores y labradores, los
mercaderes en sus toldos de la China, los pescadores de perlas que descienden
al océano, los mineros del carbón que se encorvan en las vetas de la tierra,
los trabajadores del salitre, los del cobre, los obreros de los altos hornos
que tienen aspiraciones grandes y dolores inmensos que sobrellevar, de su
propia vida y la de sus hogares. Cristo me dice que no amo bastante, que no soy
bastante hermano de todos los que sufren, que sus dolores no llegan bastante al
fondo de mi alma, y quisiera, Señor, estar atormentado por hambre y sed de
justicia que me torturara para desear para ellos todo el bien que apetezco
para mí.
Son tan numerosos los que te buscan a
tientas, Señor, lejos de la luz verdadera... Son más de mil millones los que no
conocen aún al que es Camino, Verdad y Vida (Jn 14,6). Cuántos dolores
no encuentran consuelo en sus almas, porque no conocen al que les enseñó a
sufrir con resignación, con sentido de solidaridad y de redención social.
Y si, sin mirar tan lejos, echamos
una mirada a nuestra querida tierra chilena, ¡cuántos hermanos nuestros
encontramos en ella que reclaman nuestra comprensión, nuestra justicia y
nuestra caridad! La doctrina de Cristo no es predicada en grandes extensiones
de la nación chilena: la pampa está casi sin sacerdotes, parroquias sin
párroco. Cuántos jóvenes, si pensaran en esta realidad, sentirían arder un
nuevo deseo en sus almas y comprenderían que hay una causa grande por la cual
ofrecer sus vidas. ¡Señor, danos ese amor, el único que puede salvarnos!
Mi
vida, un disparo a la eternidad
Reflexión
personal sobre la visión de eternidad
Pedimos heroísmo a los cristianos, y
¡tanto heroísmo! ¿En qué se basa esta exigencia? En la visión de eternidad de
la vida. Uno es santo o burgués, según comprenda o no esta visión de eternidad.
El burgués es el instalado en este mundo, para quien su vida sólo está aquí.
Todo lo mira en función del placer. La vida para él es un limón que hay que
exprimir hasta la última gota; una colilla de cigarro que se fuma con fruición,
sin pensar que luego quedará reducido a una colilla... Burguesa es la
mentalidad opuesta en todo al cristianismo: es resolver los problemas con sólo
el criterio del tiempo. ¡Aprovecha el día! Goza, goza.
El mundo de lo sensible acentúa esa
sed de gozo, ofreciéndonos atractivo en todo lo que nos rodea: el cine, el gran
predicador del materialismo y de la vida fácil; la propaganda del placer y del
lujo que cubre los muros y va por las ondas: Todo nos predica el materialismo.
Y no es raro que nosotros caigamos también en ese materialismo práctico. De
aquí que el mundo moderno se mueve y se agita, pero ha perdido el sentido de lo
divino. Despertemos en nosotros ese sentido de lo divino, que se fundará en un
conocimiento exacto de mis relaciones con Dios.
¡Dios! ¡Cómo ensancha el alma ponerse
a meditar estas verdades, las mayores de todas! Es como cuando uno se pone a
mirar el cielo estrellado en una noche serena. La razón nos lleva a Dios. Todo
nos habla de Él: el orden, la metafísica, el acuerdo de los sabios, los santos
y los místicos. Él es el que es: “Yo soy el que soy”.
La naturaleza de Dios: Santo, Santo,
Santo; armonía, orden, belleza, amor. Dios es Amor; Omnipotente; Eterno.
Pensemos cuando el mundo no existía... Imaginemos el acuerdo divino para
crear... El primer brotar de la materia. La evolución de los mundos. Los astros
que revientan. Los millones de años. “Y Dios en su eternidad”.
¡Todo depende de Dios!, y, por tanto,
¡la adoración es la consecuencia más lógica de mi dependencia total!
La oración, que a veces nos parece
inútil, ¡qué grande aparece cuando uno piensa que es hablar y ser oído por
quien todo lo ha hecho! A Dios que no le costó nada crear el mundo ¿qué le
costará arreglarlo?, ¿qué le costará arreglar un problema cualquiera? Tanto más
cuanto que nos ama: ¡Nos dio a su Hijo! (cf. Jn 3,16). A veces un desaliento
porque no comprendo a Dios, pero, ¿cómo espero comprenderlo, yo que ni
comprendo sus obras? Consecuencia: mucho más orar que moverme. Además que en el
moverme hay tanto peligro de activismo humano.
¿Y yo? Ante mí la eternidad. Yo, un
disparo en la eternidad. Después de mí, la eternidad. Mi existir, un suspiro
entre dos eternidades. Bondad infinita de Dios conmigo. Él pensó en mí hace más
de cientos de miles de años. Comenzó, si pudiera, a pensar en mí, y ha
continuado pensando, sin poderme apartar de su mente, como si yo no más
existiera. Si un amigo me dijera: los once años que estuviste ausente, cada día
pensé en ti, ¡cómo agradeceríamos tal fidelidad! ¡Y Dios, toda una eternidad!
¡Mi vida, pues, un disparo a la
eternidad! No apegarme aquí, sino a través de todo mirar a la vida venidera.
Que todas las creaturas sean transparentes y me dejen siempre ver a Dios y la
eternidad. A la hora que se hagan opacas me vuelvo terreno y estoy perdido.
Después de mí la eternidad. Allá voy
y muy pronto. Cuando uno piensa que tan pronto terminará lo presente uno saca
la conclusión: ser ciudadanos del cielo, no del suelo.
En el momento de la muerte, “aquello
que está escondido aparecerá”; todo el mal y todo el bien, todas las
gracias recibidas. “¿Qué diré yo, entonces?”. Esto tan pronto se
presentará. Al reflexionar en mi término, en mi destino eterno, no puedo menos
de pensar... ¿Cuál es mi fin? ¿Adquirir riquezas? No. ¡Cuántos no podrían
alcanzar su fin! ¿Alcanzar comprensión de los seres que me rodean? ¿En
guardarlos junto a mí?... Todo esto es digno de respeto, pero no es mi fin. El
fin de mi vida es Dios y nada más que Dios, y ser feliz en Dios. Para este fin
me dio inteligencia y voluntad, y sobre todo libertad.
La norma que me puso fue la santidad,
que consiste en que conozca a Dios. ¿Me preocupo de conocerlo? ¿Cultivo mi
espíritu? ¿Cómo rezo? ¿Alabanzas, Salmos, Gloria al Padre? Servirlo las 24
horas del día, sin jubilación, con alegría y generosidad. Y luego, salvar el
alma (EE 23).
“Desde los días de Juan el Bautista
hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo
arrebatan” (Mt
11,12). “¡Qué estrecha la puerta que lleva a la Vida y pocos son los que la
encuentran!” (Mt 7,14). “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a
sí mismo” (Mc 8,34). ¡Salvad el alma! nos dicen los santos: la tierra pasa,
pero el cielo no; los condenados: ¡estos fuegos jamás se apagan!
¡Vivir, pues, en visión de eternidad!
Cuánto importa refrescar este concepto de eternidad que nos ha de consolar
tanto. La guerra, los dolores, todo pasa ¿Y luego? Nada te turbe, nada te
espante, ¡Dios no se muda!. Y después de la breve vida de hoy, la eterna. ¡Hijitos
míos! No os turbéis. En la casa de mi Padre, hay muchas moradas (cf. Jn
14,2). La enseñanza de Cristo está llena de la idea de la eternidad.
Consecuencia de mi visión de
eternidad: Acordarme frecuentemente. “Somos ciudadanos del cielo” (Flp
3,20) “Donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón” (cf. Mt
6,21). Alegrarme de tener que ir allá. No temo la muerte, porque es el momento
de ver a Dios. Sé que mis males tienen término y que mis aspiraciones lograrán
su objeto.
De aquí, generosidad,
desprendimiento, heroísmo. Todo tiene premio. ¿Qué es lo que alienta a Las
Hermanitas de los pobres? El cielo. El monje que tenía una ventanita chica
abierta al cielo: en sus tristezas, miraba por ella y se reconfortaba.
De aquí la íntima comprensión que
nada hay más grande que tratar con Dios, que Dios es la gran realidad, en cuya
comparación las otras realidades no merecen tal nombre. El que trata con Dios,
trata con la auténtica, gran realidad. ¡De aquí el santo, el pacificado, el
sereno, el alegre, ilumina su vida con el recuerdo del cielo!
Adoración
y servicio
Carta a un
amigo, junio de 1948
Muerto de vergüenza estoy por lo mal
que me he portado contigo, pero tú conoces de sobra mi vida, y sabes los mil y
un traqueteos en que me veo envuelto y que me dejan imposibilitado para
poder escribirte una larga y noticiosa carta.
Me alegro, en el alma, de las
noticias que me das de tu vida, de tus trabajos, y de tus actividades; sobre
todo de la contemplación a la que Dios te va llevando.
Cada día estoy más persuadido que el
camino iniciado es el único sólido para una influencia cristiana. El olvido de
Dios, tan característico en nuestro siglo, creo que es el error más grave,
mucho más grave aun que el olvido de lo social.
Nuestro siglo es eminentemente “el
siglo del hombre”. Buscando las virtudes activas, hemos perdido el sentido
de sacrificio y de la resignación; sin embargo, esto tiene un valor eterno que
nada podrá reemplazar.
Ojalá, pues, mi querido amigo, que te
empapes de calma, de adoración. Esta última palabrita es la que más quiero recalcarte:
adoración. Tratar de palpar la inmensa grandeza de Dios, algo de lo que
se ve en el Antiguo Testamento y que una explicación excesivamente dulzona nos
hace olvidar a veces. Es absolutamente necesario hacer amistad con Cristo, en
el sentido de una fraternidad con Él, pero que nada nos haga olvidar la
distancia infinita que nos separa; que si Él nos llama sus hijos no es porque
tengamos derecho, sino por un gesto de su infinita bondad.
Te recomiendo mucho que saborees
oraciones de la Santa Misa, la Secuencia de Pentecostés y otras por el
estilo. Ojalá llegues a connaturalizarte con la vida litúrgica en su sentido
más pleno, con el canto de los salmos, con la adoración eucarística. Lo que más
te deseo –te lo repito una y mil veces– es que vuelvas con mucho espíritu de
adoración, con mucha paz interior, con una gran disposición a ser un
instrumento de Cristo. En esto está la santidad. Ninguna definición tan hermosa
de oración he encontrado como la del P. Charles: “Orar es conformar nuestros
quereres con el querer divino, tal como Él se manifiesta en sus obras”.
Todos estos traqueteos míos se
aumentan ahora con el proyecto de habitaciones de emergencia que empieza a
caminar, como cuerda anexa del Hogar de Cristo. El buen espíritu de los
colaboradores es magnífico y creo que esta idea será realidad hermosísima a
fines de año. Pensamos construir poblaciones de emergencia para la gente más
pobre. Primero se les arrendará y luego éstos empezarán a amortizar cuotas
hasta cubrir el valor de una de las casas.
Por otra parte, y para los menos
pobres, pensamos construir casitas que desde el primer momento serán de sus
poseedores. Ellos contribuirán con pequeñas cuotas y el resto se amortizará
según sus posibilidades.
Dios nos dé hombres de vida interior
que encaren los problemas con serenidad y con verdadera justicia.
Te saluda con todo cariño tu
afectísimo amigo,
Alberto Hurtado S.J.
El
hombre de acción
Reflexión
personal, noviembre de 1947
I. Virtudes del hombre de acción
Hay que llegar a la lealtad total. A
una absoluta transparencia, a vivir de tal manera que nada en mi conducta
rechace el examen de los hombres, que todo pueda ser examinado. Una conciencia
que aspira a esta rectitud siente en sí misma las menores desviaciones y las
deplora: se concentra en sí misma, se humilla, halla la paz.
Debo considerarme siempre servidor de
una gran obra. Y, porque mi papel es el de sirviente, no rechazar las tareas
humildes, las ocupaciones modestas de administración, aun las de aseo... Muchos
aspiran al tiempo tranquilo para pensar, para leer, para preparar cosas
grandes, pero hay tareas que todos rechazan, que ésas sean de preferencia las
mías. Todo ha de ser realizado si la obra se ha de hacer. Lo que importa es
hacerlo con inmenso amor. Nuestras acciones valen en función del peso de amor
que ponemos en ellas.
La humildad consiste en ponerse en su
verdadero sitio. Ante los hombres, no en pensar que soy el último de ellos,
porque no lo creo; ante Dios, en reconocer continuamente mi dependencia
absoluta respecto de Él, y que todas mis superioridades frente a los demás
provienen de Él.
Ponerse en plena disponibilidad
frente a su plan, frente a la obra que hay que realizar. Mi actitud ante Dios
no es la de desaparecer, sino la de ofrecerme con plenitud para una
colaboración total.
Humildad es, por tanto, ponerse en su
sitio, tomar todo su sitio, reconocerse tan inteligente, tan virtuoso, tan
hábil como uno cree serlo; darse cuenta de las superioridades que uno cree
tener, pero sabiéndose en absoluta dependencia ante Dios, y que todo lo ha
recibido para el bien común. Ese es el gran principio: Toda superioridad es
para el bien común (Santo Tomás).
No soy yo el que cuenta, es la obra.
No achatarme. Caminar al paso de Dios. No correr más que Dios. Fundir mi
voluntad de hombre con la voluntad de Dios. Perderme en Él. Todo lo que yo
agrego de puramente mío, está demás; mejor, es nada. No esperar reconocimiento,
pero alegrarse y agradecer los que vienen. No achicarme ante los fracasos;
mirar lo que queda por hacer, y saber que mañana habrá un nuevo golpe, y todo
esto con alegría.
Munificencia, magnificencia,
magnanimidad, tres palabras casi desconocidas en nuestro tiempo. La
munificencia y la magnificencia no temen el gasto para realizar algo grande y
bello. Piensa en otra cosa que en invertir y llenar los bolsillos de sus
partidarios. El magnánimo piensa y realiza todo en forma digna de la humanidad:
no se achica. Hoy se necesita tanto, porque en el mundo moderno todo está
ligado. El que no piensa en grande, en función de todos los hombres, está
perdido de antemano. Algunos te dirán: “¡Cuidado con el orgullo!... ¿por qué
pensar tan grande?”. Pero no hay peligro: mientras mayor es la tarea, más
pequeño se siente uno. Vale más tener la humildad de emprender grandes tareas
con peligro de fracasar, que el orgullo de querer tener éxito, achicándose.
Grandeza y recompensa del militante
en el gran combate que libra: sobrepasarse siempre más en el amor... ¿El éxito?
¡Abandonarlo a Dios!
II. Pecados de un hombre de acción
Creerse indispensable a Dios. No orar
bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer ir más
rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener éxito.
No darse entero. Preferirse a la
Iglesia. Estimarse en más que la obra que hay que realizar, o buscarse en la
acción. Trabajar para sí mismo. Buscar su gloria. Enorgullecerse. Dejarse
abatir por el fracaso. Aunque más no sea, nublarse ante las dificultades.
Emprender demasiado. Ceder a sus
impulsos naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de
controlarse. Apartarse de sus principios.
Trabajar por hacer apologética y no
por amor. Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual. No esforzarse
por tener una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto.
No tener cuenta del contexto del problema.
Trabajar sin método. Improvisar por
principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o
ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser
disciplinado.
Evadirse de las tareas pequeñas.
Sacrificar a otro por mis planes. No respetar a los demás; no dejarles
iniciativas; no darles responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para
sus jefes. Despreciar a los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No
tener gratitud.
Ser sectario. No ser acogedor. No
amar a sus enemigos. Tomar a todo el que se me opone como si fuese mi enemigo.
No aceptar con gusto la contradicción. Ser demoledor por una crítica injusta o
vana.
Estar habitualmente triste o de mal
humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero. No dormir bastante, ni
comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la
plenitud de sus fuerzas y gracias físicas.
Dejarse tomar por compensaciones
sentimentales, pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus
días, sus semanas, sus años...
Los
riesgos de la fe
Invitación
al seguimiento de Cristo
"¿Podéis
beber el cáliz?… ¡Podemos!" (Mt 20,22). Santiago y Juan piden al Señor, con noble ambición,
sentarse a su lado en la gloria; sublime ambición, y Jesús les responde con la
gran aventura en que se embarcan si piden esto: Debéis correr un tremendo
riesgo para alcanzarlo. ¿Podéis beber mi cáliz, podéis ser bautizados con mi
Bautismo? -¡Sí, podemos! Aquí está nuestro deber: arriesgarnos cada día por
la vida eterna... Arriesgarse significa correr un riesgo: ¡falta total de
seguridad! El que quiere salvarse tiene que arriesgarse. No hay riesgo cuando
no hay temor, incertidumbre, ansiedad y miedo. En esto consiste la excelencia y
la nobleza de la fe, que la señala entre las otras virtudes: porque supone la
grandeza de un corazón que se arriesga. "La fe es la firme seguridad de
lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos" (Heb 11,1). En su
esencia, pues, la fe es hacer presente lo que no vemos; obrar por la sola
esperanza de lo que esperamos sin poseerlo ahora; el arriesgarse para
alcanzarlo.
Los Apóstoles
Santiago y Juan no se daban perfecta cuenta de todo cuanto ofrecían, pero lo
más íntimo de su corazón se revelaba en estas palabras, profecía de su conducta
futura. ¡Se entregaron a sí mismos sin reserva y fueron cogidos por Uno más
fuerte que ellos y cautivados por Él! Pero aunque poco sabían el alcance de su
ofrecimiento, se ofrecían de corazón y así fueron aceptados: "-¿Podéis
beber?... -¡Sí podemos! -¡Beberéis, pues, mi cáliz, y seréis bautizados con el
Bautismo con que yo seré bautizado!" (Mt 20,22).
Así actuó
también Nuestro Señor con San Pedro: Aceptó el ofrecimiento de sus servicios,
aunque le avisó cuán poco se daba cuenta de lo que ofrecía.
El caso del
joven rico, que se volvió tristemente cuando Nuestro Señor le pidió que lo
dejase todo y lo siguiera, es uno de esos casos de uno que no se atreve a
arriesgar este mundo por el otro, fiándose de Su Palabra.
Conclusión: Si
la fe es la esencia de la vida cristiana, se sigue que nuestro deber es
arriesgar todo cuanto tenemos, basados en la Palabra de Cristo, por la
esperanza de lo que aún no poseemos; y debemos hacerlo de una manera noble,
generosa, sin ligereza, aunque no veamos todo lo que entregamos, ni todo lo que
vamos a recibir, pero confiando en Él, en que cumplirá su promesa, en que nos
dará fuerzas para cumplir nuestros votos y promesas, y así abandonar toda
inquietud y cuidado por el futuro.
Pensemos. ¿Qué
has sacrificado por la promesa de Cristo? En cada riesgo hay que sacrificar
algo: aventuramos nuestras propiedades por una ganancia, cuando tenemos fe en
un plan comercial. ¿Qué hemos aventurado por Cristo? ¿Qué le hemos dado en la
confianza de su promesa? Éste es el problema: ¿qué hemos arriesgado nosotros?
Por ejemplo, San
Bernabé tenía una propiedad en Chipre: la dio para los pobres de Cristo. Aquí
hay un sacrificio, hizo algo que no habría hecho si el Evangelio de Cristo
fuera falso... Y es claro que si el Evangelio de Cristo fuera falso (lo que es
imposible) hizo un muy mal negocio; sería como un negociante que quebró, o
cuyos barcos se hundieron.
El hombre tiene
confianza en el hombre, se fía de su vecino, se arriesga, pero los cristianos
no arriesgamos mucho en virtud de las palabras de Cristo y esto es lo único que
deberíamos hacer. Cristo nos advierte: "Haceos amigos con el Dinero
injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas
moradas" (Lc 16,9). Esto es, sacrifiquen por el mundo futuro lo que
los sin fe usan tan mal: viste al desnudo, alimenta al hambriento...
Así, el que
teniendo buenas perspectivas en el mundo, abandona todas sus perspectivas para
estar más cerca de Cristo, para hacer de su vida un sacrificio y un apostolado,
se arriesga por Cristo. O aquel que, deseando la perfección, abandona sus
proyectos mundanos y, como Daniel o San Pablo, con mucho trabajo y mucho
esfuerzo, lleva una vida iluminada sólo por la vida que vendrá. O aquel que,
cuando se ve cercado de lo que el mundo llama males, aunque tiembla, dice: "Que
se haga tu voluntad". Éstos arriesgan lo que pueden por la fe.
La aceptación
Estos son oídos
por Dios, y sus palabras son escuchadas, aunque no sepan hasta dónde llega lo
que ofrecen, pero Dios sabe que dan lo que pueden y arriesgan mucho. Son
corazones generosos, como Juan, Santiago, Pedro, que con frecuencia hablan
mucho de lo que querrían hacer por Cristo, hablan sinceramente pero con
ignorancia, y por su sinceridad son escuchados, aunque con el tiempo aprenderán
cuán serio era su ofrecimiento. Dicen a Cristo "¡podemos!", y
su palabra es oída en el cielo.
Es lo que nos
acontece en muchas cosas en la vida. Así, en la Confirmación, cuando renovamos
lo que por nosotros se ofreció en el Bautismo, no sabemos bastante bien lo que
ofrecemos, pero confiamos en Dios y esperamos que Él nos dará fuerzas para
cumplirlo. Así también, al entrar en la vida religiosa, no saben hasta dónde se
embarcan, ni cuán profundamente, ni cuán seductoras sean las cosas del mundo
que dejan.
Y así también,
en muchas circunstancias, el hombre se ve llevado a tomar un camino por la
Religión que puede llevarle quizá al martirio. ¡No ven el fin de su camino!
Sólo saben que eso es lo que tienen que hacer, y oyen en su interior un susurro
que les dice que, cualquiera sea la dificultad, Dios les dará su gracia para no
ser inferiores a su misión.
Sus Apóstoles
dijeron: ¡Podemos!, y Dios los capacitó para sufrir como sufrieron:
Santiago, traspasado en Jerusalén (el primero de los Apóstoles); Juan más aún,
porque murió el último: años de soledad, destierro y debilidad. Con razón Juan
diría al final de su vida: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20), como los que
están cansados de la noche y esperan la mañana.
No nos
contentemos con lo que poseemos; más allá de las alegrías, ambicionemos llevar
la Cruz para después poseer la corona. ¿Cuáles son, pues, hoy nuestros riesgos
basados en su Palabra? Jesús, expresamente lo dice: "El que dejare
casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos o hijas, o
tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y la herencia del cielo...
Pero muchos que son los primeros serán los últimos; y los últimos serán los
primeros" (Mt 19,29-30).
Te
Deum
Acción de
gracias por la Patria, septiembre de 1948
¡A ti, oh Dios te alabamos!, hemos entonado como un himno de
acción de gracias al Creador por los beneficios recibidos por nuestra Patria en
este nuevo aniversario de vida independiente.
¡Cómo no elevarse hasta el cielo en
una ferviente acción de gracias a Aquel de quien desciende todo don al
contemplar nuestra hermosa tierra (cf. Sant 1,16), la más bella del universo;
nuestras montañas austeras, que invitan a la seriedad de la vida; nuestros
campos fértiles; nuestro cielo azul, que invita a la oración; el alma de
nuestros hermanos chilenos, inteligente, esforzada, valiente, franca, leal!
¡Cómo no elevarse hasta el cielo al
recordar nuestra historia cargada de bendiciones del cielo, que nos han hecho
una Nación digna y respetable! ¡Cómo no agradecer a Dios aun aquello que tal
vez pudieran algunos lamentar como una desgracia: la resistencia de nuestra
tierra a entregar sus riquezas!
En el norte, el salitre en medio del
desierto; en el centro, la agricultura entre ásperas montañas que ha sido
necesario a veces horadar para hacer llegar el agua de regadío; en el sur, los
bosques vírgenes que han debido caer para abrir paso a las vías de
comunicación, para roturar las tierras; en el sur, en tierras inclementes
barridas por los vientos, pacen nuestros ganados; debajo del mar, yace nuestro
carbón; y aun allá en el último confín del globo, en las nieves eternas, hay
riquezas que pueden traer bienestar al hombre, confiadas por Dios a Chile, y
allí montan guardia, junto al Pabellón nacional, un grupo de nuestros
compatriotas, que preparan una nueva página de nuestra historia.
El patriotismo no debe ser belicoso
con otros países. Una Nación, más que por sus fronteras, más que su tierra, sus
cordilleras, sus mares, más que su lengua, o sus tradiciones, es una misión que
cumplir.
Querer que la patria crezca no
significa tanto un aumento de sus fronteras cuanto el cumplimiento de su
misión. ¿Cuál es la misión de mi Patria? ¿Cómo puede realizarla? ¿Cómo puedo
colaborar yo en ella? Dios ha confiado a Chile esa misión de esfuerzo generoso,
su espíritu de empresa y de aventura, ese respeto del hombre, de su dignidad,
encarnado en nuestras leyes e instituciones democráticas.
Esfuerzo y aventura que llevó a Chile
hasta colaborar en la liberación de las naciones vecinas, hasta realizar
hazañas militares que parecían imposibles, hasta arrancar sus secretos al
desierto y a la cordillera. Y todas estas conquistas consumadas por un espíritu
jurídico de respeto al hombre que se tradujo en instituciones, en leyes civiles
y sociales en un tiempo modelo en América y en el mundo. ¡Cómo no dar gracias a
Dios por tantos beneficios!
Pero el ¡A ti, oh Dios, te
alabamos! entonado tiene también otro sentido: mezcla de dolor arrepentido
por la tarea no cumplida, la Patria alza su voz pidiendo el auxilio del cielo
para cumplir la misión confiada, para ser fiel a esa misión que Dios ha querido
estampar en la austeridad de nuestras montañas y campos.
La austeridad primitiva desaparece:
el dinero ha traído fiebre de gozo y de placer. El espíritu de aventura, de las
grandes aventuras nacionales, se debilita más y más, una lucha de la burocracia
sucede a la lucha contra la naturaleza.
La fraternidad humana, que estuvo tan
presente en la mente de nuestros libertadores al acordar como una de sus
primeras medidas la liberación de la esclavitud, sufre hoy atroces quebrantos
al presenciar cómo aún hoy miles y miles de hermanos son analfabetos, carecen
de toda educación técnica, desposeídos de toda propiedad, habitando en chozas
indignas de seres humanos, sin esperanza alguna de poder legar a sus hijos una
herencia de cultura y de bienes materiales que les permitan una vida mejor; los
dones que Dios ha dado para la riqueza y la alegría de la vida son usados para
el vicio; las leyes sociales están bien inspiradas, pero son casi ineficaces; la
inseguridad social amenaza pavorosamente al obrero, al empleado, al anciano.
Chile tiene una misión en América y
en el mundo: misión de esfuerzo, de austeridad, de fraternidad democrática,
inspirada en el espíritu del Evangelio. Y esa misión se ve amenazada por todas
las fuerzas de la vida cómoda e indolente, de la pereza y apatía, del egoísmo.
La misión de Chile queremos
cumplirla, nos sacrificaremos por ella. Nuestros Padres nos dieron una Patria
libre, a nosotros nos toca hacerla grande, bella, humana, fraternal. Si ellos
fueron grandes en el campo de batalla, a nosotros nos toca serlo en el esfuerzo
constructor.
Pero esta misión ha dejado de
cumplirse porque las energías espirituales se han debilitado, porque las
virtudes cristianas han decaído, porque la Religión de Jesucristo, en que fuera
bautizada nuestra Patria y cada uno de nosotros, no es conservada, porque la
juventud, sumida en placeres, ya no tiene generosidad para abrazar la vida dura
del sacerdocio, de la enseñanza y de la acción social. Es necesario, antes que
nada, producir un reflotamiento de todas las energías morales de la Nación:
devolver a la Nación el sentido de responsabilidad, de fraternidad, de
sacrificio, que se debilitan en la medida en que se debilita su fe en Dios, en
Cristo, en el espíritu del Evangelio.
Y estas ideas con qué alegría puede
uno pronunciarlas en Chillán, en la Patria de O’Higgins, aquel hombre lleno de
valores morales porque lleno de fe; este mismo fue el espíritu de Prat, el más
valiente chileno y el más ferviente cristiano con el escapulario de la Virgen
al cuello; el espíritu de cada uno de nuestros grandes Padres de la Patria y el
espíritu de nuestros humildes y valientes soldados; el espíritu de nuestras
madres y de nuestras abuelas que nos formaron en el respeto a Dios, en el amor
a Cristo y a su Madre, y en la austeridad, el esfuerzo y la caridad fraternal.
¡A ti, oh Dios, te alabamos!, hemos dicho y ¡A ti, oh Dios, te
alabamos!, hemos de repetir a cada instante, pidiendo al cielo que Dios
siga protegiendo la Patria querida, bendiciendo a sus gobernantes y esforzando
a su Pueblo para ser fieles a la misión que Él nos confiara.
Compromiso
y testimonio
Carta desde
París, diciembre de 1947
Gracias a Dios que termina un año más
de vida bien empleada, puede usted decirle al Señor con toda sinceridad y
humildad. Ha sido gracia de Él llamarla a su servicio, como la llamó a la vida,
pero no sería honrado si no reconociera esta gracia. Al mirar para atrás el
camino recorrido, no sólo insista en las deficiencias e imperfecciones, sino
también en lo que Él le ha permitido hacer, y en el motivo al cual ha
consagrado su vida: buscarlo a Él en sus prójimos, servirlo y amarlo en los
demás comenzando por su hijita, el recuerdo siempre querido de su esposo, su
familia, y luego sus pobres, aquellos en los cuales la fe nos lo muestra
siempre presente.
Mientras más pienso en esta pobre
Europa después de la guerra, amargada, empobrecida, desalentada para el
trabajo, al menos en algunos países, más claramente veo nuestra misión de
católicos: Dar testimonio de Cristo en este mundo triste, testimonio de nuestra
alegría que se funda en nuestra fe en Él, en la bondad del Padre de los cielos;
testimonio de una inquebrantable esperanza y de una honda caridad. Esto y nada
más: pero es bastante para salvar el mundo. Estoy leyendo una hermosa Carta
pastoral del Cardenal de París: Auge o caída de la Iglesia, y su
lección, repetida hasta el cansancio, es que el católico tiene la misión de “encarnarse,
comprometerse en lo temporal para dar testimonio de Cristo”. Estas palabras
uno las oye ahora repetidas hasta el cansancio: son el programa para los
tiempos actuales.
Felizmente, la obra en que usted está
empeñada, el Hogar de Cristo, a eso tiende. Le digo esto para invitarla a mirar
aun desde un punto de vista no sólo inmediatamente humanitario, sino bajo el
punto de vista del sentir íntimo de la Iglesia, esta obra que responde tanto a
lo que el mundo necesita. Por eso, a pesar de las dificultades, cansancios,
repugnancias, pequeñez propia, ¡adelante, con la gracia de Dios!
Me parece muy bien lo que están
haciendo para hacer agradable el Hogar: mientras más atrayente, mejor.
Ojalá que todo esto lleve a los
obreros a un sentimiento cada vez más hondo del respeto que se deben a sí
mismos, al ver el respeto con que se les trata.
Saludos a su familia.
Alberto Hurtado S.J.
En
los días de abandono
Reflexión
personal, noviembre de 1947
Estoy solo. Bien solo esta vez, entre
los demás. Nadie me comprende. Los mejores amigos han manifestado su oposición.
Se me han puesto frente a frente. Todos los planes están en peligro. Todo se ve
oscuro.
Estoy solo. Enteramente solo. La
puerta acaba de cerrarse después de la última conversación dolorosa. El último
amigo ha partido, después de haber puesto brutalmente su yo, en contra mía.
Y, sin embargo, sería necesario, para
realizar la empresa comenzada, que todos los amigos estuviésemos juntos, todos
juntos en comunión. Se avanzaba apenas, el naufragio a cada momento parecía
inminente.
Estoy solo. Bien solo. Y he aquí que
Dios entra, y estrecha el alma, la levanta, la confirma, la consuela y la
llena. Ya no estoy solo. Y los otros volverán también, sin mucho tardar, y no
abandonarán el trabajo rudo, el barco no naufragará. Vamos al trabajo,
dulcemente, a las cartas, a la lectura, a corregir, a escribir. La vida todavía
es bella y Dios está allí.
En estos momentos, acude a tu pieza.
Tu pieza es un desierto. Entre el
piso, el cielo y los cuatro muros, no hay más que tú y Dios. La naturaleza, que
entra por la ventana, no turba tu coloquio, ella lo facilita. El mundo no
cuenta para ti; ciérrale la puerta, con llave, por una hora. Recógete y
escucha. Dios está aquí. Te espera y te habla.
Es tu Dios, grande, hermoso, que te
reconforta, que te ilumina, que te hace entender que te ama. Está dispuesto a
darse a ti, si tú quieres darte tú mismo. Acógelo, no lo rechaces. No huyas de
Él, está allí. Te espera y te habla.
Es la hora que Él había escogido,
para encontrarte. No te vayas. Escucha bien. Tú necesitas de Él, y Él también
necesita de ti para su obra, para hacer por medio de ti el bien a tus hermanos.
Él se va a entregar a ti generosamente, de corazón a corazón en esta soledad.
A ratos tu desierto es tu pieza, pero
a Dios lo necesitas siempre. ¿Cómo recogerte en intimidad con Él, como los
apóstoles a los cuales convidó al desierto para darles más intimidad?
Tu desierto, es la voluntad de nunca
traicionar; es tu recogimiento en Dios; es tu esperanza indefectible.
Tu desierto, no necesitas buscarlo
lejos de los hombres; tú lo hallas en todas partes si vuelas a Dios; tanto en
el tranvía, como en la plaza, como ante la inmensa asamblea que espera tu
palabra.
Tu desierto, es tu separación del
pecado; tu fidelidad a tu destino, a tu fe, a tu amor.
Eucaristía
y felicidad
La
Eucaristía y las aspiraciones del hombre
La gran obra de Cristo, que vino a
realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta
redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del
Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese
sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo
místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también
hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad
que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el
Cenáculo y culminada en el Calvario.
Toda santidad viene del sacrificio
del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes
sobrenaturales. Todas las aspiraciones más sublimes del hombre, todas ellas, se
encuentran realizadas en la Eucaristía:
1. La Felicidad: El hombre quiere la felicidad y la
felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin
reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en
el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y
beban su Sangre.
2. Ser como Dios: El hombre siempre ha aspirado a ser
como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde
el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma
en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad
decir como San Pablo: “ya no vivo yo, Cristo vive en mí” (Gál 2,20).
3. Hacer cosas grandes: El hombre quiere hacer cosas grandes
por la humanidad; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en
la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la humanidad y glorifica a Dios Padre
en el acto más sublime que puede hacer el hombre. El sacerdote y los fieles son
uno con Cristo, “por Cristo, con Él y en Él” ofrecemos y nos ofrecemos
al Padre.
4. Unión de caridad: En la Misa, también nuestra unión de
caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo: “Padre,
que sean uno... que sean consumados en la unidad” (Jn 17,22-23), se realiza
en el sacrificio eucarístico.
¡Oh, si fuéramos a la Misa a renovar
el drama sagrado, a ofrecernos en el ofertorio con el pan y el vino que van a
ser transformados en Cristo pidiendo nuestra transformación! La consagración
sería el elemento central de nuestra vida cristiana. Teniendo la conciencia de
que ya no somos nosotros, sino que tras nuestras apariencias humanas vive
Cristo y quiere actuar Cristo...
Y la comunión, esa donación de Cristo
a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una
donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos,
como Cristo se dio a nosotros.
A la comunión no vamos como a un
premio, no vamos a una visita de etiqueta, vamos a buscar a Cristo para “por
Cristo, con Él y en Él” realizar nuestros mandamientos grandes, nuestras
aspiraciones fundamentales, las grandes obras de caridad...
Después de la comunión, quedar fieles
a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día
como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás:
¡Eso es comulgar!
Nuestra
imitación de Cristo
Conferencia
en la Universidad Católica, 1940
Toda nuestra
santificación consiste en conocer a Cristo e imitar a Cristo. Todo el evangelio
y todos los santos están llenos de este ideal, que es el ideal cristiano por
excelencia. Vivir en Cristo; transformarse en Cristo... San Pablo: “Nada
juzgué digno sino de conocer a Cristo y a éste crucificado” (1Cor 2,2)... “Vivo
yo, ya no yo, sino Cristo vive en mí” (Gál 2,20)... La tarea de todos los
santos es realizar en la medida de sus fuerzas, según la donación de la gracia,
diferente en cada uno, el ideal paulino de vivir la vida de Cristo. Imitar a
Cristo, meditar en su vida, conocer sus ejemplos... Pero, ¡de cuántas maneras
se ha comprendido la imitación de Cristo!
I. Maneras
erradas de imitar a Cristo
1. Para unos, la
imitación de Cristo se reduce a un estudio histórico de Jesús. Van a buscar el
Cristo histórico y se quedan en Él. Lo estudian, leen el Evangelio, investigan
la cronología, se informan de las costumbres del pueblo judío... Y su estudio,
más bien científico que espiritual, es frío e inerte. La imitación de Cristo
para éstos se reduciría a una copia literal de la vida de Cristo. Pero no es
esto. No: “El espíritu vivifica; la letra mata” (2Cor 3,6).
2. Para otros,
la imitación de Cristo es más bien un asunto especulativo. Ven en Jesús como el
gran legislador; el que soluciona todos los problemas humanos, el sociólogo por
excelencia; el artista que se complace en la naturaleza, que se recrea con los
pequeñuelos... Para unos es un artista, un filósofo, un reformador, un
sociólogo, y ellos lo contemplan, lo admiran, pero no mudan su vida ante Él.
3. Otro grupo de
personas creen imitar a Cristo preocupándose, al extremo opuesto, únicamente de
la observancia de sus mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes
divinas y eclesiásticas. Escrupulosos en la práctica de los ayunos y
abstinencias. Contemplan la vida de Cristo como un prolongado deber, y nuestra
vida como un deber que prolonga el de Cristo. A las leyes dadas por Cristo
ellos agregan otras, para completar los silencios, de modo que toda la vida es
un continuo deber, un reglamento de perfección, desconocedor en absoluto de la
libertad de espíritu.
El foco de su
atención no es Cristo, sino el pecado. El sacramento esencial en la Iglesia no
es la Eucaristía, ni el Bautismo, sino la Confesión. La única preocupación es
huir del pecado. E imitar a Cristo para ellos es huir de los pensamientos
malos, evitar todo peligro, limitar la libertad de todo el mundo y sospechar
malas intenciones en cualquier acontecimiento de la vida. No; no es ésta la
imitación de Cristo que proponemos. Esta podría ser la actitud de los fariseos,
no la de Cristo.
4. Para otros,
la imitación de Cristo es un gran activismo apostólico, una multiplicación de
esfuerzos de orientación de apostolado, un moverse continuamente en crear obras
y más obras, en multiplicar reuniones y asociaciones. Algunos sitúan el triunfo
del catolicismo únicamente en actitudes políticas. Para otros, lo esencial es
una gran procesión de antorchas, una reunión gigante, la fundación de un
periódico... Y no digo que eso esté mal, que eso no haya de hacerse. Todo es
necesario, pero no es eso lo esencial del catolicismo.
II. Verdadera
solución
Nuestra religión
no consiste, como en primer elemento, en una reconstrucción del Cristo
histórico; ni en una pura metafísica o sociología o política; ni en una sola
lucha fría y estéril contra el pecado; ni primordialmente en la actitud de
conquista. Nuestra imitación de Cristo no consiste tampoco en hacer lo que
Cristo hizo, ¡nuestra civilización y condiciones de vida son tan diferentes!
Nuestra
imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud
interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que
Cristo haría si estuviese en mi lugar. Lo primero necesario para imitar a
Cristo es asimilarse a Él por la gracia, que es la participación de la vida
divina. Y de aquí ante todo aprecia el Bautismo, que introduce, y la Eucaristía
que alimenta esa vida y que da a Cristo, y si la pierde, la Penitencia para
recobrar esa vida...
Y luego de
poseer esa vida, procura actuarla continuamente en todas las circunstancias de
su vida por la práctica de todas las virtudes que Cristo practicó, en
particular por la caridad, la virtud más amada de Cristo.
La encarnación
histórica necesariamente restringió a Cristo y su vida divino–humana a un
cuadro limitado por el tiempo y el espacio. La encarnación mística, que es el
cuerpo de Cristo, la Iglesia, quita esa restricción y la amplía a todos los
tiempos y espacios donde hay un bautizado. La vida divina aparece en todo el
mundo. El Cristo histórico fue judío, vivió en Palestina, en tiempo del Imperio
Romano. El Cristo místico es chileno del siglo XX, alemán, francés y
africano... Es profesor y comerciante, es ingeniero, abogado y obrero, preso y
monarca... Es todo cristiano que vive en gracia de Dios y que aspira a integrar
su vida en las normas de la vida de Cristo en sus secretas aspiraciones. Y que
aspira siempre a esto: a hacer lo que hace, como Cristo lo haría en su lugar. A
enseñar la ingeniería, como Cristo la enseñaría; el derecho...; a hacer una
operación con la delicadeza de Cristo...; a tratar a sus alumnos con la fuerza
suave, amorosa y respetuosa de Cristo; a interesarse por ellos como Cristo se
interesaría si estuviese en su lugar. A viajar como viajaría Cristo, a orar
como oraría Cristo, a conducirse en política, en economía, en su vida de hogar
como se conduciría Cristo.
Esto supone un
conocimiento de los evangelios y de la tradición de la Iglesia, una lucha
contra el pecado; trae consigo una metafísica, una estética, una sociología, un
espíritu ardiente de conquista... Pero no cifra en ellos lo primordial. Si
humanamente fracasa, si el éxito no corona su apostolado, no por eso se
impacienta. La única derrota consiste en dejar de ser Cristo por la apostasía o
por el pecado.
Este es el
catolicismo de un Francisco de Asís, Ignacio, Javier, y de tantos jóvenes y no
jóvenes que viven su vida cotidiana de casados, de profesores, de solteros, de
estudiantes, de religiosos, que participan en el deporte y en la política con
ese criterio de ser Cristo. Éstos son los faros que convierten las almas, y que
salvan las naciones.
La
misión del apóstol
Meditación
para los sacerdotes de la A.C., 1941
La grandeza de la obra apostólica. El
apostolado es la iluminación de las almas. Dios, que podría iluminarlas por sí
mismo, se vale de nosotros para ello. La Buena Nueva, el Evangelio, que trajo
Cristo al mundo, es la reconciliación de las almas con su Padre. Esta Buena
Nueva predicada y aplicada es el apostolado.
La doctrina de San Pablo es muy
clara: Jesús murió por todos, por los judíos y por los gentiles. Pagó la deuda
de todos ellos y los redimió a todos, sin excepción. Pero además de este
principio hay que tener en cuenta otro, que supone la solidaridad apostólica.
La salvación ha sido hecha posible por Cristo, el rescate sobreabundante, infinito,
está pagado, pero no basta eso para conseguir la salvación: la salvación no se
realiza automáticamente.
Cristo nos da la posibilidad de la
salvación, nos adquirió el derecho a poder incorporarnos a su muerte y
resurrección, pero para que esta incorporación se realice de hecho se requiere,
normalmente hablando, la colaboración de otros hombres: los apóstoles. Esta
colaboración humana, esta cooperación del apóstol al plan de Dios que San Pablo
llama “co–trabajo con Dios” (1Cor 3,9), es el fundamento de la vida
apostólica.
La misión del apóstol se puede
comparar a la de aquel hombre que, en una ciudad sitiada por el enemigo y a
punto de que sus habitantes perezcan de sed, se encuentra dueño de la vida o de
la muerte de sus habitantes, pues él conoce una corriente de aguas subterráneas
que puede salvar a sus hermanos; es necesario un esfuerzo para ponerla a
descubierto. Si él se rehúsa a ese esfuerzo, perecerán sus compañeros. ¿Se
negará al sacrificio?
Podemos comparar su misión a la de
quien ve un torrente ancho, profundo y sucio, que fluye con ímpetu hacia
nosotros. Retumba la avalancha, rugen los abismos, se encrespan las olas. Sobre
las olas millares de desgraciados lanzan gritos de socorro: gritan, nadan
desesperadamente, surgen y se levantan, para volver a hundirse, y pronto
desaparecen. Son hermanos nuestros. Otros nos gritan: –¡Sálvame! ¿Quién
de nosotros podría pasearse tranquilamente por la orilla? –¡Al agua los
botes, empuñar los remos y salvar esas vidas que perecen! –¡Procuren sostenerse
un poco! –les gritaríamos–, ya vamos, ya estamos. Dame la mano y te
salvaré... ¡Y qué alegría la de aquel hombre que consagra su vida a tan
humanitaria misión! La más humanitaria, la más bella, la más urgente.
La inmensa responsabilidad de los
cristianos, tan poco meditada y, sin embargo, tan formidable. El cristianismo
se resume en una ley de caridad, a Dios y al prójimo; lo demás es accesorio o
está contenido en estos dos preceptos, y, sin embargo, estos preceptos
fundamentales son los más fácilmente olvidados. Del cristiano depende la vida
de innumerables almas, de su predicación y sobre todo de su vida. Lo que él
sea, eso serán aquellos que el Señor ha confiado a sus cuidados.
Está aún fresca la valiente
comparación del santo Cura de Ars: “Un sacerdote santo, una buena parroquia;
un buen sacerdote, parroquia tibia; sacerdote tibio, ¿cómo será la parroquia?”.
Y San Agustín, a los que lastimosamente lamentaban la corrupción de los
tiempos, sin hacer otra cosa por corregirlos, les decía: “Decís vosotros que
los tiempos son malos, sed vosotros mejores y los tiempos serán mejores:
vosotros sois el tiempo”. Los apóstoles pueden decir como nadie: Nosotros
somos el tiempo. Lo que seamos nosotros eso será la cristiandad de nuestra
época.
¡Horrible responsabilidad! Al apóstol
le tocará revelar en su carne mortal la vida de su Maestro para la salvación de
las almas... De esa revelación, ¡cuántos destinos hay pendientes con
proyecciones de eternidad!
De los apóstoles depende que la
guerra al pecado sea dirigida con intensidad y que si hoy hay vicio, mañana
reine la virtud; que los jóvenes que hoy se agotan en la impureza, renazcan a
una vida digna; que los hogares desunidos vuelvan a unirse; que los ricos
traten con justicia y caridad a los pobres.
Junto al apóstol brotan las obras de
bien. Las lágrimas se enjugan y se consuelan tantos dolores. ¡Qué vida, aun
humanamente considerada, puede ser más bella que la vida del apóstol! ¡Qué
consuelos tan hondos y puros como los que él experimenta!
Las proyecciones del apostolado son
inmensamente mayores si consideramos su perspectiva de eternidad. Las almas que
se agitan y claman en las plazas y calles tienen un destino eterno: Son trenes
sin frenos disparados hacia la eternidad. De mí puede depender que esos trenes
encuentren una vía preparada con destino al cielo o que los deje correr por la
pendiente cuyo término es el infierno. ¿Podré permanecer inactivo cuando mi
acción o inacción tiene un alcance eterno para tantas almas?
“La caridad de Cristo nos urge” decía San Pablo (2Cor 5,14). La
salvación depende, hasta donde podemos colegirlo, en su última aplicación
concreta, de la acción del apóstol. De nosotros, pues, dependerá que la Sangre
de Cristo sea aprovechada por aquellos por quienes Cristo la derramó.
El Redentor puede, por caminos
desconocidos para nosotros, obrar directamente en el fondo de las conciencias,
pero, hasta donde podemos penetrar en los secretos divinos, aleccionados por
las palabras de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la liturgia de la
Iglesia, se ha impuesto a Sí mismo el camino de trabajar en colaboración con
nosotros, y de condicionar la distribución generosa de sus dones a nuestra
ayuda humana.
Si le negamos el pan, no desciende
Cristo a la Eucaristía; si le negamos nuestros labios, tampoco se transubstancia,
ni perdona los pecados; si le negamos el agua, no desciende al pecho del niño
llamado a ser tabernáculo; si le negamos nuestro trabajo, los pecadores no se
hacen justos; y los moribundos, ¿dónde irán al morir en su pecado porque no
hubo quien les mostrara el camino del cielo?...
Si queremos, pues, que el amor de
Jesús no permanezca estéril, no vivamos para nosotros mismos, sino para Él
(cf. 2Cor 5,15). Así cumpliremos el deseo fundamental del Corazón de Cristo:
obedeceremos al mandamiento de su amor.
No vivamos para nosotros mismos, sino
para Él. En esto
consiste la abnegación radical tan predicada por San Ignacio. El que vive ya no
viva, pues, para sí; esto es, hagamos nuestros, en toda la medida de lo
posible, mediante la pureza de corazón, la oración y el trabajo, los
sentimientos de Jesús: su paciencia, su celo, su amor, su interés por las
almas. “Vivo yo, ya no yo; vive Cristo en mí” (Gál 2,20).
Así cumpliremos el deseo fundamental
del Corazón de Cristo: “Venga a nos tu Reino...” (Mt 6,9). “Esta es
la vida eterna, que te conozcan a ti, oh Padre, y al que enviaste, Jesucristo”
(Jn 17,3). “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn
10,10).
¡A dar esa vida, a hacer conocer a
Cristo, a acelerar la hora de su Reino está llamado el apóstol! ¡La Reina de
los Apóstoles interceda porque todos los miembros de la Acción Católica sean
apóstoles de verdad!
El
amor a Jesucristo
Sobre la
misión del director espiritual
Uno de los medios más importantes de
la educación sobrenatural, casi la base de toda la educación, es infundir en
los jóvenes el amor a Jesucristo. El que ha mirado profundamente una vez
siquiera los ojos de Jesús no lo olvidará jamás.
El alma del joven, al irse
fortaleciendo, necesitará más y más la verdadera figura de Jesús. Del Jesús
Niño debe ir pasando al Jesús adolescente, al Jesús jefe, al Jesús de la Cruz.
Debe conocer un Cristo enérgico y varonil: El del sermón de la montaña, el que
expulsa a los mercaderes del Templo, el que calma las tempestades, el que
invita a los hombres a seguirlo dejándolo todo para poseerlo a Él. Y conocer,
al mismo tiempo, a ese Cristo que es el Dios bueno que acoge al hijo pródigo,
que busca la ovejita perdida, que perdona a la Magdalena, que defiende a la
adúltera y que sale en busca de Zaqueo.
¡Qué fuerza sentirá el joven que
pueda dialogar diariamente con este Cristo en la Eucaristía! El director
espiritual debe procurar que los adolescentes y jóvenes conozcan la figura de
Cristo no solamente de segunda mano, sino directamente por medio de la Sagrada
Escritura. El fin de toda dirección espiritual es sembrar el amor a Jesucristo
en el corazón de los jóvenes, hacer que traben verdadera amistad con Cristo: Un
contacto vivo, sincero, entre Él y ellos. Que se acostumbren a buscar siempre y
en todo a Cristo.
Jesús no debe ser para los jóvenes un
mero recuerdo, un cuadro pálido, sino una realidad viva y grande a quien
sometan todos sus planes, a quien descubran todas sus esperanzas y todos sus
deseos, alguien que viva muy cerquita de ellos alegrándose de sus triunfos y
sufriendo con ellos en sus caídas.
La suprema aspiración del joven debe
ser reproducir la vida del Maestro; prolongar la Encarnación. Todo esto se
resume en la gran máxima centro de toda vida espiritual: Hacer lo que haría
Cristo si estuviera en mi lugar.
Con
gran prisa...
Sobre la
visitación de María a Santa Isabel
El Ángel anuncia a María la noticia
de Isabel, y María se levanta a ayudar al prójimo. Tan pronto es concebido el
Verbo de Dios, María se levanta, hace preparativos de viaje y se pone en camino
con gran prisa para ayudar al prójimo.
María ha comprendido su actitud de
cristiana. Ella es la primera que fue incorporada a Cristo y comprende
inmediatamente la lección de la Encarnación: no es digno de la Madre de Dios
aferrarse a las prerrogativas de su maternidad para gozar la dulzura de la
contemplación, sino que hay que comunicar a Cristo. Su papel es el de comunicar
a Jesús a los otros. Sacrifica no los bienes espirituales, pero sí los goces
sensibles. Lo que ocurre tantas veces en nuestra vida: celebrar la Misa en un
galpón, con perros, gallos, cabras... Muy bien, si se trata de comunicar a
Cristo, condenación al egoísmo espiritual que rehúsa sacrificar los consuelos
cuando el bien de los otros lo pide.
Caridad real: Se levanta y va, y hace
de sirvienta tres meses. Caridad real, activa, que no consiste en puro
sentimentalismo... dispuesta a prestar servicios reales y que para ello se
molesta y se sacrifica.
Servicios difíciles. La Virgen de 15
años, llevando el fruto bendito, parte para esa montaña escarpada, en la cual
sitúa Nuestro Señor la escena del Samaritano con el herido, medio muerto por
bandidos. ¡¿Excusas?! ¡¡Cuatro días de viaje!! A través de caminos poco
seguros. Las dificultades no detienen su caridad. Además, no le han pedido
nada. Bastaría aguardar. Nadie se extrañaría. Así razona nuestro egoísmo cuando
se trata de hacer servicios.
Parte prontamente: No espera que le
avisen. Tan pronto recibe la visita del Ángel, sin esperar que le avisen.
¡Ella, la Madre de Dios, da el primer paso! ¡Qué sincera es María en sus
resoluciones! Ha dicho: “He aquí la Esclava del Señor”, y lo realiza;
recibe el aviso del Ángel, y parte. Este adelantarse en los favores, los
duplica. Humilla tanto el pedir; evitémoslo, y sobre todo el prestar los
favores de manera brusca, que hace más daño que bien.
Como la Santísima Virgen, que parece
no darse cuenta que se sacrifica. Sin ostentación, sin recalcar el servicio
prestado, sin que a los cinco minutos ya lo sepa toda la comunidad, y quizás
toda la ciudad. ¡Más bien, como si yo fuese el beneficiado! ¡Esa es la caridad,
esa es la que gana los corazones! Un servicio prestado de mal humor, es echado
a perder: “¡Dios ama al que da con alegría!” (2Co 9,7). ¡El que da con
prontitud, da dos veces! Es el gran secreto del fervor: la prisa y el
entusiasmo por hacer el bien.
No refugiarnos detrás de nuestra
dignidad, esperando que los otros den el primer paso. La verdadera caridad no
piensa sino en la posibilidad de hacer el servicio, como la verdadera humildad no
considera aquello por lo que somos superiores, sino por lo que somos
inferiores. “Estimando en más cada uno a los otros” (Rom 12,10). Los
religiosos imperfectos tienen caridad mezquina. Dan lo menos posible, piensan,
discuten, regatean, miran el reloj... El gesto cristiano es amplio, bello,
heroico, total. Se da sin medida y sin esperanza de retorno.
El
éxito de los fracasos
Meditación
sobre la resurrección del Señor
No todo es
Viernes Santo. ¡Resucitó Cristo, mi esperanza! “Yo soy la Resurrección”
(Jn 11,25). Está el Domingo, y esta idea nos debe de dominar. En medio de
dolores y pruebas... optimismo, confianza y alegría. Siempre alegres: Porque
Cristo resucitó venciendo la muerte y está sentado a la diestra del Padre. Y es
Cristo, mi bien, el que resucitó. Él, mi Padre, mi Amigo, ya no muere. ¡Qué
gloria! Así también yo resucitaré “en Cristo Jesús”... y tras estos días
de nubarrones veré a Cristo.
Porque cada día
que paso estoy más cerca de Cristo. Las canas... El cielo está muy cerca.
Cuando este débil lazo se acabe de romper... “deseo morir y estar con
Cristo” (Flp 1,23). Porque Cristo triunfó y la Iglesia triunfará. La piedra
del sepulcro y los guardias creyeron haberlo pisoteado. Así sucederá también
con nuestra obra cristiana. ¡Triunfará! No son los mayores apóstoles los de más
fachada; ni los mejores éxitos los de más apariencia. En la acción cristiana
hay ¡el éxito de los fracasos! ¡Los triunfos tardíos! En el mundo de lo
invisible, lo que en apariencia no sirve, es lo que sirve más. Un fracaso completo
aceptado de buen grado, más éxito sobrenatural que todos los triunfos.
Sembrar sin
preocuparse de lo que saldrá. No cansarse de sembrar. Dar gracias a Dios de los
frutos apostólicos de mis fracasos. Cuando Cristo habló al joven rico del
Evangelio, fracasó, pero, cuántos han escuchado la lección; y ante la
Eucaristía, huyeron, pero ¡cuántos han venido después! ¡Trabajarás!, tu celo
parecerá muerto, pero ¡cuántos vivirán gracias a ti!
Nuestro Señor
después de la Resurrección no se contentó con gozar su propia felicidad. Como
la alegría del profesor es el conocimiento de sus alumnos... su esperanza no es
completa hasta que todos aprenden; como el Capitán del buque no tiene su
esperanza completa hasta que se salva el último... ¡Sería pésimo si se contentara
con su propia salvación!
Todo el cielo es
la gran esperanza vuelta hacia la tierra. San Ignacio tiene gran esperanza en
nosotros y no la colmará sino cuando haya entrado el último jesuita. La
esperanza es el lazo que une el cielo y la tierra. No nos imaginemos el cielo
con sillones tranquilos. San Pedro está mirando el Vaticano todo el día. La
tierra es el periódico del cielo. Por eso podemos gritar: ¡Eh, sálvanos, que
perecemos! Acuérdate que es tu obra la que arde. ¡Eh, santos, miren su obra!
¡Recen por nosotros! ¡La Iglesia lo hace en forma imperativa!
El cielo todavía
no está acabado: falta parte de la Iglesia. Y cuando llega un pobre hombre
cubierto del polvo de la tierra, ¡la alegría que habrá en el cielo! El Señor lo
dice: habrá más alegría en el cielo... (Lc 15,7).
¡Todo el cielo
interesándose por la tierra! Y por eso Nuestro Señor se aparece a su Madre...
Se interesa por todo, hasta en la pesca de sus apóstoles; en lo que comen
ellos: ¿Os queda algo de comer? Comió y distribuyó los pedazos (cf. Jn
21,1–14). Para mostrarnos que más que su propia felicidad eterna, le interesa
su obra en la tierra.
Tremenda
responsabilidad
Todos los
cristianos deben ser misioneros
Tenemos una
responsabilidad: Misionar el mundo desde la colina de la ascensión. Tenemos la
responsabilidad del mundo entero. Nuestro Señor no va a hacer nada sino por
nosotros, no va hablar sino por nosotros. Tenemos la responsabilidad del
crecimiento de la Iglesia. Geográficamente es demasiado pequeña... es como un
niño que tiene todos sus órganos, pero tiene que crecer... La Iglesia debe
crecer como el niño, por todo su cuerpo: pies, manos y cabeza; oye por los
oídos, ve por los ojos... pero debe crecer por todo el cuerpo. La Iglesia
todavía no ha alcanzado su tamaño normal. Luego, todos, todos sus miembros,
deben contribuir al crecimiento: para que crezca por todos sus órganos. Si el
crecimiento es por unos miembros y no por otros es anormal, una enfermedad y la
muerte.
Por nuestro
Bautismo somos miembros de la Iglesia; por nuestra oración estamos al servicio
de la Iglesia. Tenemos que interesarnos por las misiones que tienen por objeto
salvar las almas y hacer crecer a la Iglesia. ¿Está establecida hoy la Iglesia
en todo el mundo? La gente dice que se interesa por las misiones y ¿qué dan? Su
pensamiento, casi nunca; sus deseos, pocas veces... papeles viejos, los
desechos de la casa. De los 300.000 sacerdotes [que hay en el mundo], 20.000
sacerdotes en las misiones, y de éstos, 13.000 cuidan de los católicos... Sólo
un puñado de sacerdotes y de monjas para extender el Reino de Cristo.
Dicen: ¡¡La
caridad comienza por la casa!! ¿Quién lo ha dicho? ¿Cristo, los Padres de la
Iglesia? No. Es la teoría del egoísmo. ¿Egoísmo y caridad comienzan de la misma
manera? No. La caridad comienza desde el primer momento con todos: ama, desde
el principio, a todos. Comienza desde el primer momento a prestar servicio a
los más próximos. La táctica del Espíritu Santo es como la de las arañas:
comienza por las puntas más lejanas y termina por el centro. San Pablo tenía
mucho que hacer en Jerusalén... pero se va hasta España, quería dar la vuelta
al mundo entonces conocido.
Son pocos los
que tienen esa responsabilidad tremenda. ¿Qué he hecho yo para hacer crecer a
la Iglesia? ¿Disculpas? ¡No tenemos tiempo para ocuparnos de eso! Con nuestros
deseos, oraciones, padecimientos, influencia, podemos mucho. Conservar en
nuestra alma ese gran deseo y no quedarnos en el raquitismo espiritual.
La labor es
interminable ¡¡400 millones de chinos... 375 millones de hindúes... tareas
desmedidas!! Primero, no se trata de convertir a todos los chinos: sino de
establecer la Iglesia. Con 25 millones de Chinos se funda la Iglesia china.
Como en EE.UU., hay 27 entre 120 millones. Se acabaron las misiones, y ellos se
hacen misioneros.
Hay momentos
críticos en la Providencia divina: desarraigar un gran eucaliptus es casi
imposible, pero hay un momento en que un niño, con una cuerda, puede determinar
el lado de la caída. India, después de la guerra; China que están buscando su
camino. En este momento el influjo de oraciones, deseos, influencias puede
determinar el rumbo por siglos y siglos.
Pero, para las
misiones no hay personal... –Asuma la responsabilidad y ¡vendrán vocaciones!
¡No le faltarán! Comience: mande 4 al África, ¡ya llegará personal! Lo primero
es un acto de fe. En muchas de nuestras provincias hacemos bien en los
colegios, pero cuando no tenemos más que colegios, la provincia se vuelve un
poco burguesa... Pero cuando hay misiones, cambia.
¿Qué podemos
hacer? ¡Conocer nuestras propias misiones! Cuando uno se aficiona a las
misiones aprende mucho. Toda nuestra oración: que venga a nosotros el Reino
de Dios. Nuestros sacrificios, nuestro apoyo y nuestra influencia.
Misión social del universitario
Conferencia
en la Universidad Católica, 1945
Mis queridos
universitarios: Al tratar estas materias se experimenta cierta aprehensión y
desconfianza instintiva, y así tiembla uno, no ante el temor de las críticas de
uno y otro lado, pues sabe que diga lo que diga no escapará de ellas, sino
porque, teniendo la misión de enseñar, teme le falte el valor para decir la
verdad toda entera, cosa a veces ¡tan difícil!, o bien, no sepa mantenerse en
el justo equilibrio y punto medio donde se encuentra la virtud. Pero, a pesar
de estos peligros, me he decidido a aceptar este tema por tres motivos:
1° Porque me parece
sumamente adecuado para este retiro de preparación a la fiesta del Sagrado
Corazón de Jesús, la fiesta del amor; y el deber social del universitario no es
sino la traducción concreta a su vida de estudiante, hoy, y de futuro
profesional, mañana, de las enseñanzas de Cristo sobre la dignidad de nuestras
personas y sobre el mandamiento nuevo, su mandamiento característico, el del
amor.
2° En segundo lugar,
por la urgencia ardiente de los Papas a nosotros los sacerdotes a que
expongamos claramente y sin vacilaciones este tema.
3° Y, finalmente, una
tercera razón se desprende de vuestro carácter de universitarios: Callar sobre
este tema ante otros auditorios sería grave, pero ante vosotros sería gravísimo
y criminal, como que vosotros sois los constructores de esa sociedad nueva,
vosotros seréis los guías intelectuales del País. Las profesiones, que forman
la estructura de la vida nacional, serán lo que seáis vosotros, y vosotros
obraréis en gran parte según la luz que tengáis de los problemas, y vuestra
conducta social estará condicionada por vuestra formación social.
Y sin más preámbulos
entro en materia. El primer problema es ciertamente el de la vida interior, de
allí y sólo de allí ha de venir la solución, la fuerza, el dinamismo necesario
para afrontar los grandes sacrificios: el mundo no será devuelto a Cristo por
cruzados que sólo llevan la cruz impresa en su coraza. La exigencia de nuestra
vida interior, lejos de excluir, urge una actitud social fundada precisamente
en esos mismos principios que basan nuestra vida interior. No podríamos llegar
a ser cristianos integrales si dándonos por contentos con una cierta fidelidad
de prácticas, una cierta serenidad de alma, y un cierto orden puramente
interior nos desinteresásemos del bien común; si profesando de la boca hacia
fuera una religión que coloca en la cumbre de su moral las virtudes de justicia
y caridad, no nos preguntáramos constantemente cuáles son las exigencias que
ellas nos imponen en nuestra vida social, donde esas virtudes encuentran
naturalmente su empleo.
El católico ha de ser
como nadie amigo del orden; pero el orden no es la inmovilidad impuesta de
fuera, sino el equilibrio interior que se realiza por el cumplimiento de la justicia
y de la caridad. No basta que haya una aparente tranquilidad obtenida por la
presión de fuerzas insuperables; es necesario que cada uno ocupe el sitio que
le corresponde conforme a su naturaleza humana, que participe de los trabajos,
pero también de las satisfacciones, como conviene a hermanos, hijos de un mismo
Padre. El católico rechaza igualmente la inmovilidad en el desorden y el
desorden en el movimiento, porque ambos rompen el equilibrio interior de la
justicia y la caridad.
El fiel, si quiere serlo
en el pleno sentido de la palabra, es un perpetuo inconformista, que alimenta
su hambre y sed de justicia en la palabra de Cristo, y que busca el camino de
saciar esas pasiones devoradoras en las enseñanzas de la Iglesia, que no es más
que Cristo prolongado y viviendo entre nosotros.
La documentación Pontificia sobre la
Acción Social es inmensa. A la luz de estas enseñanzas podemos, pues, marchar
tranquilos. Su Santidad Pío XI decía con pena que los católicos del mundo
entero bastante instruidos, en general, respecto de sus deberes individuales
ignoran, en su gran mayoría, sus deberes sociales. Nosotros, al menos, no
desoigamos la voz de nuestros Pontífices, tan claramente expuesta en materia
social.
Motivos que urgen la acción social.
Antes que nada, nos apremia a movilizar todas nuestras fuerzas en favor de la
solución social el conjunto de intereses gravísimos que está en juego. Se trata
nada menos que de la vida de tantos de nuestros hermanos. Recordemos la
mortalidad infantil; los vagos que no tienen un techo que puedan llamar hogar,
y andan errantes por los parques, se acurrucan en las puertas de las casas en
el invierno y... ¡son hermanos nuestros!; la desnutrición que va afectando a
nuestra raza; el alcoholismo que arruina tantos hogares, material y moralmente;
las enfermedades sociales; la falta de instrucción; los hogares disueltos; el
problema del alojamiento: ¡el frío! Rapidísimo vistazo a un mundo de problemas,
cuya magnitud desconcierta y cuya importancia es trascendental para
innumerables hermanos nuestros.
El orden social actual no responde al
plan de la Providencia. La vida religiosa en cada uno de los medios sociales
está dificultada actualmente por el problema del exceso o de la falta de medios
de vida. Dios ha querido, al crearnos, que nos santificáramos. Éste ha sido el
motivo que explica la creación: Tener santos en el mundo; tener hijos de Él en
los cuales se manifestaran los esplendores de su gracia. Ahora bien, ¿cómo
santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma
social?
Aquí convendría insinuar la primera
conclusión práctica para el universitario católico. Cada uno debe conocer el
problema social general, las Doctrinas Sociales que se disputan el mundo, sobre
todo su Doctrina, la doctrina de la Iglesia; debe conocer la realidad chilena y
debe tener una preocupación especial por estudiar su carrera en función de los
problemas sociales propios de su ambiente profesional. Círculos de estudios
sociales especializados por carrera, para realizar el ideal de Pío XII,
elemento substancial del orden nuevo: la elevación del proletariado. Este
estudio de nuestra doctrina social ha de despertar en nosotros, antes que nada,
un sentido social hondo, y antes que nada, inconformismo ante el mal, lo que
Henri Simon ha denominado admirablemente el sentido del escándalo.
El
llamado de Cristo
Meditación
de Semana Santa para jóvenes, 1946
Cristo
vino a este mundo no para hacer una obra solo, sino con nosotros, con todos
nosotros, para ser la cabeza de un gran cuerpo cuyas células vivas, libres,
activas, somos nosotros. Todos estamos llamados a estar incorporados en Él, ese
es el grado básico de la vida cristiana... Pero, para otros hay llamados más
altos: a entregarse a Él; a ser sólo para Él; a hacerlo norma de su
inteligencia, a considerarlo, en cada una de sus acciones, a seguirlo en sus
empresas, más aún, ¡¡hacer de su vida la empresa de Cristo!! Para el marino, su
vida es el mar; para el soldado, el ejército; para la enfermera, el hospital;
para el agricultor, el campo; para el alma generosa, ¡¡su vida es la empresa de
Cristo!!
Esto
es lo esencial del llamamiento de Cristo: ¿Quisieras consagrarme tu vida? ¡No
es problema de pecado! ¡Es problema de consagración! ¿A qué? A la santidad
personal y al apostolado. Santidad personal que ha de ir calcada por la
santidad de Cristo.
Si
Él te llamara, ¿qué harías?... Quisiera que lo pensaras a fondo, porque esto es
lo esencial de los retiros espirituales. Los retiros son un llamado a fondo a
la generosidad. No se mueven por temor, ¡no se trata de asustar! Recuerdan los
mandamientos, porque no pueden menos que recordarlos. Los mandamientos son la
base, el cimiento para toda construcción, porque son la voluntad de Dios
obligatoria... Pero no son más que los cimientos, y no se vive en los cimientos,
no hay hermosura en los cimientos... Los retiros son para almas que quieran
subir, y mientras más arriba mejor; son para quienes han entendido qué
significa Amar, y que el cristianismo es amor, que el mandamiento grande
por excelencia es el del amor.
La prueba de la fe es el amor, amor heroico, y el heroísmo no es obligatorio.
El sacerdocio, las misiones, las obras de caridad no son materia de
obligaciones, de pecado; son absolutamente necesarias para la Iglesia y son
obra de la generosidad. El día que no haya sacerdotes no habrá sacramentos, y
el sacerdocio no es obligatorio; el día que no haya misioneros, no avanzará la
fe, y las misiones no son obligatorias; el día que no haya quienes cuiden a los
leprosos y a los pobres no habrá el testimonio distintivo de Cristo, y esas
obras no son obligatorias... El día que no haya santos, no habrá Iglesia y la
santidad no es obligatoria. ¡Qué grande es esta idea! ¡La Iglesia no vive del
cumplimiento del deber, sino de la generosidad de sus fieles!
Si Él te llamara, ¿qué le dirías? ¿En qué
disposición estás? ¡¡Pide, ruega estar en la mejor!! San Ignacio pide al que
entra en Ejercicios: ¡Grande ánimo y liberalidad para con Dios Nuestro Señor!
¡¡Querer afectarse y entregarse enteros!!
Señor,
si en nuestro atribulado siglo XX, que viene saliendo de esta horrenda
carnicería: campos de concentración, deportaciones, bombardeos, que trabajó
afanosamente por matar con armas mil veces peores, que se despedazan por poseer
más, por más negocios, más confort, más honras, menos dolor; si en este mundo
del siglo XX, una generación comprendiese su misión y quisiera dar testimonio
del Cristo en que cree, no sólo con gritos que nada significan de ¡Cristo
vence, Cristo reina, Cristo impera! ¿Dónde?, sino en la ofrenda humilde,
silenciosa de sus vidas, para hacerlo reinar por los caminos en que Cristo
quiere reinar: en su pobreza, mansedumbre, humillación, en sus dolores, en su
oración, ¡¡en su caridad humilde y abnegada!!
¡Si Cristo encontrara esa generación! Si Cristo encontrara uno...
¿querrás ser tú?, el más humilde. El más inútil a los ojos del mundo, puede ser
el más útil a los ojos de Dios... Yo, Señor, nada valgo... pero confuso, con
temor y temblor, yo te ofrezco mi propio corazón.
El Señor entró a Jerusalén el día de su triunfo en un asno, y sigue
fiel a esa su práctica: entra en las almas de los asnos de buena voluntad,
pobres, mansos, humildes. ¿Quieres ser el asno de Cristo?
Cristo no me quiere engañar, me advierte... Es difícil, bien difícil.
Hay que luchar contra las pasiones propias, que apetecen lo contrario de su
programa. ¡No estarán muertas de una vez para siempre, sino que habrán de ir
muriendo cada día!
Hay
que luchar contra el ambiente: amigos, familia, mundo, atracciones... todo
parecerá levantarse escandalizado ante quienes pretendan señalar el error. ¡Si me aman, querrán
darme lo que ellos llaman bienes! y librarme de exageraciones ridículas,
pasadas de moda, “que hacen más mal que bien...”. Dirán: ¿para qué
esas exageraciones? ¿Por qué no hacer como todos? Pero nosotros debemos
luchar contra los escándalos... luchar contra los desalientos, el cansancio de
la edad, la sequedad del espíritu, el tedio, la fatiga, la monotonía...
Sí,
hay que luchar, pero allí estoy Yo, dice Jesús. Tened confianza en Mí, Yo he
vencido al mundo. Mi yugo es suave y mi carga ligera... Venid a Mí los que
estáis trabajados y cargados y Yo os aliviaré... El que tenga sed, venga a Mí
y beba. ¡¡Yo haré brotar en él una fuente que brota hasta la vida eterna!! (Jn 16,33;
Mt 11,30.29; Jn 7,37–38).
Necesito
de ti... No te obligo, pero necesito de ti para realizar mis planes de amor.
Si tú no vienes, una obra quedará sin hacerse que tú, sólo tú puedes realizar.
Nadie puede tomar esa obra, porque cada uno tiene su parte de bien que realizar.
Mira el mundo: los campos cómo amarillean, cuánta hambre, cuánta sed en el
mundo. Mira cómo me buscan a mí, incluso cuando se me persigue...
Hay
un hambre ardiente, atormentadora de justicia, de honradez, de respeto a la
persona; una voluntad resuelta a hacer saltar el mundo con tal que terminen
explotaciones vergonzosas; hay gentes, entre los que se llaman mis enemigos,
que practican por odio lo que enseño por amor... Hay un hambre en muchos de
Religión, de espíritu, de confianza, de sentido de la vida.
¿Difícil? ¡Sí! El mundo no lo comprenderá... Se burlará... Dirá: ¡exageraciones!
¡Que se ha vuelto loco! De Jesús se dijo que estaba loco, se le vistió de
loco, se le acusó de endemoniado... y finalmente se le crucificó. Y si Cristo
viniera hoy a la tierra, horror me da pensarlo, no sería crucificado pero sería
fusilado.
Si viniera a Chile... se levantaría una sedición en su contra ¿de
quiénes? ¿Qué se diría contra Él en la prensa, en las cátedras? ¿Quiénes
hablarían? Dios quiera que nosotros no formáramos parte del grupo de sus
acusadores, ni de los que lo fusilaran. ¿Difícil? ¡Sí! Pero aquí, sólo aquí,
reside la vida.
En la
gran obra de Cristo todos tenemos un sitio; distinto para cada uno, pero un
sitio en el plano de la santidad. En la cadena de la gracia que Dios destina a
la bondad, ¡yo estoy llamado a ser un eslabón! Puedo serlo, puedo rechazar,
¿qué haré? La respuesta: Plantearme este problema a fondo ¡y responder con
seriedad!
La
respuesta de los jóvenes
Muchos
jóvenes no tendrán el valor de planteárselo. Será superior a sus fuerzas pero,
¿si pensaran en las fuerzas de Cristo? Si pensaran que con Cristo, ellos
también podrían ser santos. ¡Que no se refugien en la cobardía del puro deber!
Otros
darán la limosna de algo. ¡¡Algo es!! Peor sería nada. ¡Pero no es eso lo que
Cristo pide! No hay que ofrecer otra cosa, insistiendo que es buena, cuando
Cristo pide otra mejor: La voluntad de Dios única y sola.
Los
tesoros son los jóvenes generosos, los que se entregan y se involucran; y para
estar seguros de hacer la voluntad del Señor, “actuando contra su
sensibilidad” abrazan lo más difícil en espíritu, lo piden, lo suplican les
sea concedido... y sólo dejarán ese tipo de entrega si el Señor les muestra su
camino en un terreno más suave. Pero, en cuanto está de su parte, ¡a aquello
van!
María,
modelo de cooperación
Sobre el
amor a la Virgen María
La devoción a Nuestra Señora es un elemento
esencial en la vida cristiana. El alma cristiana está llena de esta devoción.
En países de misión, el Islam que avanza, se ve detenido por María. Esas
religiosas indígenas, todas con títulos de María; Capillas, Rosario,
Escapulario, Templos, Peregrinaciones, Grutas.
1. En qué se funda la devoción a María
Es una lástima que prediquen sólo esta
devoción poética: Palma de Cades, Rosa de Jericó, destacando únicamente
su hermosura. El verdadero fundamento no lo descubre el hombre raciocinando
sino orando bajo la inspiración del Espíritu Santo. En nuestra oración hallamos
tan natural el privilegio de María antes de todo mérito suyo. Se ve en la
celebración del 8 de diciembre. El pueblo que ora lo intuye. En Lovaina en el
50º aniversario de la Inmaculada Concepción, había iluminación hasta en las
casas más modestas. Un niño es interrogado: En la Fiesta de Nuestra Señora,
¿tú le tienes envidia? –Nadie tiene envidia de la Madre.
2. La gracia de María es gracia funcional
Toda gracia es funcional: en provecho de
todos los demás, justos y pecadores. No se trata de honores sino de funciones.
La función de María es ser Madre de Dios, y su gracia es para nosotros lo que
funda nuestra esperanza, ya que la preferida de Dios es mi Madre. La gracia
funcional de María persiste: Cuando Dios ha elegido una persona para una
función no cambia de parecer. San José, patrono de la Sagrada Familia: la
Sagrada Familia creció y es la Iglesia, luego José, patrono de la Iglesia.
María estaba al cuidado doméstico de la Sagrada Familia… Ésta crece, y está al
cuidado doméstico de la Iglesia: “Así como cuando vivía Jesús iba usted, oh
Madre, con el cántaro sobre la cabeza a sacar agua de la fuente, venga ahora a
tomar agua de la gracia y tráigala, por favor, para nosotros que tanto la
necesitamos”.
3. María, modelo de cooperación
María, como Madre, no quiere condecoraciones
ni honras, sino prestar servicios. Y Jesús no va a desoír sus súplicas, Él, que
mandó obedecer padre y madre. Su primer inmenso servicio fue el “Hágase en
mí según tu palabra”... y el “He aquí la Esclava del Señor” (Lc
1,38). Dios hizo depender su obra del “Sí” de María. Sin hacer bulla
prestó y sigue prestando servicios: esto llena el alma de una santa alegría y
hace que los hijos que adoran al Hijo, no puedan separarlo de la Madre.
Seamos
cristianos, es decir,
amemos
a nuestros hermanos
Conferencia
sobre la orientación del catolicismo
“Seamos cristianos, es decir, amemos
a nuestros hermanos”.
En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral
cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna,
renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de
Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.
Éste es el Mensaje de Cristo: “Amarás
a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue
comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los
apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si
pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo
puede estar en él el amor de Dios, si, rico en los bienes de este mundo, viendo
a su hermano en necesidad, le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué
insistencia inculca Juan esta idea: es puro egoísmo pretender complacer a Dios
mientras se despreocupa de su prójimo.
Después de recorrer tan rápidamente
unos cuantos textos escogidos al azar, no podemos menos de concluir que no puede
pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo. Se engaña, si
pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo, pero no al
conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con
frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que
vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no
aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus
prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero
también ha de abrirse a los pensamientos que son de caridad.
La primera encíclica dirigida al
mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la
coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed
perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente
entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).
Con mayor cuidado que la pupila de
los ojos debe ser mirada la caridad. La menor tibieza, o desvío voluntario,
hacia un hermano, deliberadamente admitida, será un estorbo más o menos grave a
nuestra unión con Cristo. Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo,
Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar
su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea
un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros.
Este amor al prójimo es fuente para
nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar, porque es el que ofrece
los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí mismo es más perfecto, pero más
fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco,
egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar.
Este amor, ya que todos formamos un
sólo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir a nadie, pues Cristo murió por
todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los
pecadores deben ser objeto de nuestro amor, puesto que pueden volver a ser
miembros del Cuerpo Místico de Cristo: que hacia ellos se extienda, por tanto,
también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien,
y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.
El amor al prójimo ha de ser ante
todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle
o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien,
como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al bien supremo; por eso es
tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes
sobrenaturales, que son los supremos valores de la vida. Pero hay también otras
necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere
medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación... y
sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues, aunque no haya
ningún dolor que restañar hay siempre una capacidad de bien que recibir.
La ley de la caridad no es para
nosotros ley muerta, tiene un modelo vivo que nos dio ejemplo de ella desde el
primer acto de su existencia hasta su muerte y continúa dándonos pruebas de su
amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo. San Pedro, que vivió con Jesús
tres años, nos resume su vida diciendo que pasó por el mundo haciendo el
bien (cf. Hech 10,38).
Junto a estos grandes signos de amor,
nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó,
con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María, en la pena de
la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de
dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo
dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros el precepto de
amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os
he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!
Los verdaderos cristianos, desde el
principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. En la
esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza
para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como
cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.
Al mirar esta tierra, que es nuestra,
que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de
Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del
cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la
justicia; sino la cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a
nuestros hermanos como Cristo los ha amado.
“Ya no sois vuestros”
Meditación
sobre la generosidad apostólica
I. El Apóstol ya no se pertenece
“Ya no sois vuestros” (cf. 1Cor 6,19–20). El apóstol ya no
se pertenece más. Se vendió, se entregó a su Maestro. Para él vive, para él
trabaja, por él sufre. El punto de vista del Maestro viene a ser el importante.
Mis preocupaciones, mis intereses, dejan lugar a los intereses del Maestro.
¿Qué trabajo escoger? No el que el
gusto, el capricho, la utilidad o la comodidad me indiquen, sino aquel en el
que pueda servir mejor. El servicio más urgente, el más útil, el más
considerable, el más universal. ¡El del Maestro!
¿Con qué actitud? Se trabaja tanto si
gusta como si disgusta, a mí y a los otros. Es el servicio de Vuestra Majestad.
Debe proseguirse, extenderse, abandonarse, pero no por ambición humana,
necesidad de acción, o conquista de influencia, sino porque es la obra del
Maestro. Hacer lo que Él haría.
A esta obra se subordina todo,
incluso la salud, la alegría espiritual, el reposo y el triunfo. Según lo de
San Pablo: “Me encuentro apretado por ambos lados: tengo deseo de verme
libre de las ataduras de este cuerpo y estar con Cristo, lo cual es sin
comparación mejor; pero el quedarme en esta vida es necesario para vosotros.
Convencido de esto, entiendo que permaneceré todavía y me quedaré con vosotros”
(Flp 1,23).
Es un trabajo amoroso, no de esclavo.
No se queja, sino que se alegra de darse, como la madre por su hijo enfermo. Es
un don total a la obra del Maestro que se abraza con cariño, de manera que
llega a ser más sacrificio no sacrificarse: Ama su dolor.
II. La Paz apostólica
El mundo procura darnos la paz por la
ausencia de todos los males sensibles y la reunión de todos los placeres. La
paz que Jesús promete a sus discípulos es distinta. Se funda no en la ausencia
de todo sufrimiento y de toda preocupación, sino en la ausencia de toda
división interior profunda; se basa en la unidad de nuestra actitud hacia Dios,
hacia nosotros, y hacia los demás.
Esta es la paz en el
trabajo–sin–descanso: Mi Padre trabaja sin descanso. Yo también trabajaré
(cf. Jn 5,17). El verdadero trabajo de Dios, que consiste en dar la vida y
conservarla, atraer cada ser hacia su propio bien, no cesa, ni puede cesar.
Así, los que de veras están asociados al trabajo divino no pueden descansar
jamás, porque nada es servil en este trabajo. Un apóstol trabaja cuando duerme,
cuando descansa, cuando se distrae... Todo eso es santo, es apostolado, es
colaboración al plan divino.
La paz cristiana está fundada sobre
esta unificación de todas nuestras potencias de trabajo y de resistencia, de
todos nuestros deseos y ambiciones... El que en principio está así unificado y
que poco a poco lleva a la práctica esta unificación, éste tiene la paz.
III. El celo de Pablo
El apóstol es un mártir o queda
estéril. Procurar al predicar el celo, la abnegación, el heroísmo, que sean
virtudes cristianas que nazcan del ejemplo y doctrina de Cristo. El celo de las
almas es una pasión ardiente. Se basa en el amor; es su aspecto conquistador y
agresivo, y cuando se toca al ser amado, se le toca a él. Así Pablo: “Estoy
crucificado con Cristo” (Gál 2,19); se pone furioso cuando se toca la fe de
sus Gálatas... porque él está identificado con Cristo: tocar esa fe, es tocarlo
a él. “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí. O si yo vivo todavía en la
carne, yo vivo en la fe al Hijo de Dios, que me ha amado y se ha entregado por
mí” (Gál 2,20). No se toca a Cristo, sino pasando por Pablo.
El
Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza
Conferencia
pronunciada en Bolivia, en 1950
La espiritualidad cristiana en
nuestro siglo se caracteriza por un deseo ardiente de volver a las fuentes, de
ser cada día más genuinamente evangélica, más simple y más unificada en torno
al severo mensaje de Jesús. La espiritualidad contemporánea se caracteriza
también por la irradiación de sus principios sobrenaturales a todos los
aspectos de la vida, de modo que la fe repercute y eleva no sólo las
actividades llamadas religiosas, sino también las llamadas profanas. Por haber
redescubierto, o al menos por haber acentuado, con fuerza extraordinaria , el
mensaje gozoso de nuestra incorporación a Cristo con la consiguiente
divinización de nuestra vida y de todas sus acciones, nada es profano sino
profundamente religioso en la vida del cristiano.
Así, al buscar a Cristo es necesario
buscarlo completo. Basta ser hombre para poder ser miembro del Cuerpo
Místico de Cristo, esto es, para poder ser Cristo (cf. 1Co 12,12-27). El
que acepta la encarnación la debe aceptar con todas sus consecuencias, y
extender su don no sólo a Jesucristo sino también a su Cuerpo Místico. Y este
es uno de los puntos más importantes de la vida espiritual: desamparar al menor
de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de
ellos es aliviar a Cristo en persona. El núcleo fundamental de la revelación de
Jesús, “la buena nueva”, es pues nuestra unión, la de todos los hombres,
con Cristo. Luego, no amar a los que pertenecen a Cristo, es no aceptar y no
amar al propio Cristo.
¿Qué otra cosa sino esto significa la
pregunta de Jesús a Pablo cuando se dirige a Damasco persiguiendo a los
cristianos: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues...?”. La voz no dice: ¿por
qué persigues a mis discípulos?, sino “¿por qué ‘me’ persigues? Soy
Jesús a quien tú persigues” (Hech 9,4-5).
Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o
mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta a nosotros bajo una u otra
forma: preso en los encarcelados; herido en un hospital; mendigo en la calle;
durmiendo, con la forma de un pobre, bajo los puentes. Por la fe debemos ver en
los pobres a Cristo, y si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia y nuestro
amor imperfecto. Por esto nos dice San Juan: “Si no amamos al prójimo a
quien vemos, ¿cómo podremos amar a Dios a quien no vemos?” (1Jn 4,20). Si
no amamos a Dios en su forma visible, ¿cómo podremos amarlo en sí mismo?
La comunión de los santos, dogma
básico de nuestra fe, es una de las primeras realidades que se desprende de la
doctrina del Cuerpo Místico: todos los hombres somos solidarios. Todos
recibimos la Redención de Cristo, sus frutos maravillosos, la participación de
los méritos de María nuestra Madre y de todos los santos, palabra esta última
que con toda la verdad puede aplicarse a todos los cristianos en gracia de
Dios. La comunión de los santos nos hace comprender que hay entre nosotros, los
que formamos la “familia de Dios”, vínculos mucho más íntimos que los de
la camaradería, la amistad, los lazos de familia. La fe nos enseña que los
hombres somos uno en Cristo, participantes de todos los bienes y sufriendo las
consecuencias, al menos negativamente, de todos nuestros males.
Soluciones al problema de la injusta
distribución de los bienes. El primer principio de solución reside en nuestra
fe: Debemos creer en la dignidad del hombre y en su elevación al orden
sobrenatural. Es un hecho triste, pero creo que tenemos que afirmarlo por más
doloroso que sea: La fe en la dignidad de nuestros hermanos, que tenemos la
mayor parte de los católicos, no pasa de ser una fría aceptación intelectual
del principio, pero que no se traduce en nuestra conducta práctica frente a los
que sufren y que mucho menos nos causa dolor en el alma ante la injusticia de
que son víctimas. Sufrimos ante el dolor de los miembros de nuestra familia,
¿pero sufrimos acaso ante el dolor de los mineros tratados como bestia de
carga, ante el sufrimiento de miles y miles de seres que, como animalitos,
duermen botados en la calle, expuestos a las inclemencias del tiempo? ¿Sufrimos
acaso ante esos miles de cesantes que se trasladan de punto a punto sin tener
otra fortuna que un saquito al hombro donde llevan toda su riqueza? ¿Nos parte
el alma, nos enferma la enfermedad de esos millones de desnutridos, de
tuberculosos, focos permanentes de contagio porque no hay ni siquiera un
hospital que los reciba?
¿No es, por el contrario, la cómoda
palabra “exageración”, “prudencia”, “paciencia”, “resignación”, la primera que
viene a sus labios? Mientras los católicos no hayamos tomado profundamente en
serio el dogma del Cuerpo Místico de Cristo que nos hace ver al Salvador en
cada uno de nuestros hermanos, aun en el más doliente, en el más embotado
minero que masca coca, en el trabajador que yace ebrio, tendido física y
moralmente por su ignorancia, mientras no veamos en ellos a Cristo nuestro
problema no tiene solución.
Es necesaria la cooperación
inteligente de los técnicos que estudien el conjunto económico–social del
momento que vive el país y propongan medidas eficaces. Ha llegado la hora en
que nuestra acción económico–social debe cesar de contentarse con repetir
consignas generales sacadas de las encíclicas de los Pontífices y proponer
soluciones bien estudiadas de aplicación inmediata en el campo
económico–social. Tengo la íntima convicción de que si los católicos proponen
un plan bien estudiado que mire al bien común, encontrará el apoyo de buenas
voluntades que existen en todos los campos y se convertirá este plan en
realidad.
Pío XII dice que “las reglas, aun las
mejores, que puedan establecerse, jamás serán perfectas y estarán condenadas al
fracaso si los que gobiernan los destinos de los pueblos y los mismos pueblos
no se impregnan con un espíritu de buena voluntad, de hambre y sed de justicia
y de amor universal, que es el objetivo final del idealismo cristiano”. Esta
hambre y sed de justicia en ninguna otra realidad puede estimularse más que en
la consideración del hecho básico de nuestra fe: por la Redención todos somos
uno en Cristo; Él vive en nuestros hermanos. El amor que a Él le debemos,
hagámoslo práctico en los que a Él representan. “Lo que hicierais al menor
de mis pequeñuelos, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40).
Reacción
cristiana ante la angustia
Reflexión
personal, noviembre de 1947
El alma que se ha purificado en el
amor con frecuencia es atormentada por la angustia. No la angustia de su propia
suerte: tiene demasiado amor, espera profundamente, como para detenerse en la
consideración de sus propios males. Él se sabe pequeño y débil, pero buscado
por Dios y amado de Él...
Es la miseria del mundo la que le
angustia. La locura de los hombres, su ignorancia, sus ambiciones, sus
cobardías, el egoísmo de los pueblos, el egoísmo de las clases, la obstinación
de la burguesía que no comprende, su mediocridad moral, el llamado ardiente y
puro de las masas, la vista tan corta, a veces el odio de sus jefes. El olvido
de la justicia. La inmensidad de ranchos y pocilgas. Los salarios insuficientes
o mal utilizados. El alcoholismo, la tuberculosis, la sífilis, la promiscuidad,
el aire impuro. El espectáculo banal, el espectáculo carnal, tantos bares,
tantos cafés dudosos, tanta necesidad de olvido, tanta evasión, tanto desperdicio
de las formas de la vida. Tanta mediocridad en los ricos como en los pobres.
Una humanidad loca, que se aturde con música barata y que luego se bate.
El alma se siente sobrecogida por una
gran angustia. La miseria del mundo, que se ha ido a vivir en su alma, tortura
el alma. El corazón va como a estallar. Ya no puede más. Las entrañas se
aprietan, la angustia sube del corazón y estrecha la garganta.
¿Qué hacer, Señor? ¿Hay que
declararse impotente, aceptar la derrota, gritar: sálvese quien pueda? ¿Hay que
apartarse de este arroyo mal oliente? ¿Hay que escaparse de este delirio?
No. Todos estos hombres son mis
hermanos queridos, todos sin excepción alguna. Esperan que se los ilumine.
Necesitan la Buena Nueva. Están dispuestos a recibir la comunicación del
Espíritu, con tal que se les comunique; con tal que haya alguien que por ellos
haya pensado, haya llorado, haya amado; con tal que haya alguien que esté cerca
de ellos muy cerca para comprenderlos y echarlos a caminar; con tal que haya
alguien que, antes que nada, ame apasionadamente la verdad y la justicia, y que
las viva intensamente.
Con tal que haya alguien que sea
capaz de liberarlos, de ayudarlos a descubrir su propia riqueza, la que está
oculta en su interior, en la luz verdadera, en la alegría fraternal, en el
deseo profundo de Dios.
Con tal que quien quiera ayudarlos
haya reflexionado bastante para captar todo el universo en su mirada, el
universo que busca a Dios, el universo que lleva el hombre para hacerlo llegar
a Dios, mediante la ayuda mutua de los hermanos, hechos para amarse, para
cooperar en el reparto equitativo de las cargas y de los frutos; mediante el
análisis de la realidad sobre la cual hay que operar, por la previsión de los
éxitos y de las derrotas, por la intervención inteligente, por la sabiduría
política al fin reconquistada, por la adhesión a toda verdad; por la adhesión a
Cristo en la fe. Por la esperanza. Por el don pleno de mí mismo a Dios y a la
humanidad, y de todos aquellos a los cuales voy a llevar el mensaje y a encender
la llama de la verdad y del amor.
La
Madre de todos
Prédica
pronunciada en el Mes de María, 1950
Pasa algo verdaderamente alentador en
el mundo y sobre todo en Chile: como una segunda primavera además de la
material de la naturaleza, una primavera espiritual, durante el Mes de María.
Todo cambia de aspecto, las Iglesias se repletan, en este mes, de gente que
llega de no se sabe dónde, hombres de trabajo, soldados, mujeres de esfuerzo,
no sólo la gente desocupada. Y esto cuatro o cinco veces al día, en todos los
templos.
¿Por qué la Santísima Virgen tiene
esta influencia en nuestras almas?, ¿qué atracción ejerce en nosotros? Primero,
una influencia intuitiva, sentimental, emotiva, porque, como se ha dicho, si
ella no hubiera sido creada por Dios, el hombre habría tenido que inventarla:
es una necesidad psicológica del corazón humano. En el fondo, María representa
la aspiración de todo lo más grande que tiene nuestra alma. La madre es la
necesidad más primordial y más absoluta del alma, y cuando la hemos perdido, o
sabemos que la vamos a perder, necesitamos algo del Cielo que nos envuelva con
su ternura.
Ella no es divina, es enteramente de
nuestra tierra, como nosotros, plenamente humana: hacía lo oficios de
cualquiera madre, pero sintiéndola tan totalmente nuestra, la reconocemos como
trono de la divinidad.
¡Qué difícil es repasar tan rápido
los privilegios dogmáticos de María!, pero el alma intuye que, como el corazón
del joven de 20 años necesita una niña que complete su vida, la humanidad
necesita esta Madre tierna, Virgen pura; este ser humano lleno de divinidad,
que ha recibido de Dios, en María. Aun los que no saben teología quedan
absortos cuando ven lo que es.
En nuestra época de problemas
tremendos, tenemos que volver a cristianizar el mundo: hay millones de hombres
bajo el dominio del ateísmo, a punto de entrar en guerra atómica. En este
momento difícil me parece que María viene de nuevo a multiplicar sus llamados.
Ella se aparece en Lourdes a Bernardita: Yo soy la Inmaculada Concepción,
y hace brotar una fuente donde centenares de enfermos han recuperado la salud,
y que ha sido reproducida en todas las ciudades, hasta en las poblaciones
marginales. En México se ha dicho: no hizo nada parecido en ninguna otra parte
del mundo. Ahí Nuestra Señora de Guadalupe se apareció al indio Juan Diego, y
cuando él le contestó “Niña mía, si no me van a creer”, en el poncho del
indio le dejó caer, en pleno invierno, una lluvia de rosas rojas para que se
las llevara al arzobispo. Ella apareció con aspectos de indiecita, porque venía
en defensa de los indios.
He pensado tantas veces cuando veo el
Mes de María lleno de gente, y el día de la Procesión del Carmen, esa gente
hambrienta de verdad, ¿cuál es nuestro deber ante ella? Primero, dar ejemplo de
integridad de vida cristiana, no acomodarnos al mundo sino que éste se acomode
a María. En las conversaciones, caridad: que nuestras palabras sean bondadosas,
tiernas y cariñosas. Al mundo le gusta la francachela, nada más que diversión;
nosotros no seremos obstáculo, pero pondremos la nota de austeridad y trabajo.
No podemos tener devoción a ella y faltar a la caridad, no haciendo nada por
solucionar la miseria humana.
Estos días me ha tocado vivir ahogado
en la miseria, asediado por el miserable que no tiene nada, absolutamente nada.
¿Adónde va hoy un hombre que tenga hambre y no tenga que comer? Ayer una mujer
joven, decentemente vestida, me decía: “Padre, no he desayunado esta mañana,
me han pedido la pieza, tengo cinco hijos, ¿dónde me voy?... ”. Un pobre,
preso por vago, la sociedad no le da techo ni trabajo y lo encierra por andar
vagando. Estamos empapados en una miseria que ha llegado al último extremo. Sé
de gente que pasa tres y cuatro días sin comer.
Nuestra devoción a la Virgen, ¿no
debería llevarnos a preguntar cómo podemos solucionar este problema? Nuestra
devoción vacía y piedad estéril; en vano vuestra Madre se aparece a los pobres
si vosotros no dais caridad. La primera manifestación de amor que sea caridad
en palabra, juicios, desprendimiento, en obras de justicia.
El mundo tiene sus ojos puestos en
nosotros. Acordémonos que somos cristianos y que el mundo nos mira. Temo que
nuestra piedad sea en gran parte sólo sentimental, hojarasca, y no la
misericordia de Cristo. Caridad en honor de la Virgen Santísima. Vosotros,
¿vais al tope de vuestra caridad? Tan “bueyes” que somos los católicos,
tan dormidos, tan poco inquietos por la solidaridad social. Todas dificultades,
tropiezos, escándalos... Ojalá que nuestra devoción a la Virgen nos traiga
ternura de mirar al Cielo y trabajar en la tierra porque haya caridad y amor.
Dios quiera llevarnos al Cielo por medio de Ella, la Mensajera del Padre, la
Madre de todos, especialmente de los que sufren.
Una
espiritualidad sana
Reflexión
personal, noviembre de 1947
Los que se preocupan de la vida
espiritual no son muchos; y, desgraciadamente, entre ésos no todos van por
camino seguro. ¡Cuántos, durante decenas de años, hacen meditación y lectura
sin sacar gran provecho! ¡Cuántos, más preocupados de seguir un método que al
Espíritu Santo! ¡Cuántos quieren imitar literalmente las prácticas de tal o
cual santo! ¡Cuántos aspiran a estados extraordinarios, a lo maravilloso, a las
gracias sensibles! ¡Cuántos olvidan que forman parte de una humanidad adolorida
y se fabrican una religión egoísta que no se acuerda de sus hermanos! ¡Cuántos
leen y releen los manuales, o buscan recetas, sin conocer el Evangelio, sin
acordarse de San Pablo!
Para otros, la vida espiritual se
confunde con los ejercicios de piedad: lectura espiritual, oración, exámenes de
conciencia. La vida activa viene a ser un pegote que se le agrega, pero
no la prolongación, o preparación de su
vida interior. Las preocupaciones de su vida ordinaria, su deber de estado, son
echados fuera de la oración: les parece indigno mezclar Dios a esas
banalidades.
Así llegan a forjarse una vida
espiritual complicada y artificial. En lugar de buscar a Dios en las
circunstancias en que nos ha puesto, en las necesidades profundas de mi
persona, en las circunstancias de mi ambiente temporal y local, preferimos
actuar como hombres abstractos. Dios y la vida real no aparecen jamás en el
mismo campo de pensamiento y de amor. Pelean para mantener en sí un
sentimentalismo afectivo de orientación divina, para mantener, con esfuerzo, la
mirada fija en Dios, para sublimarse intensamente; o bien se contentan con las
fórmulas azucaradas de libros llamados de piedad. Esto hace pensar en la
afirmación de Pascal: el hombre no es ni ángel ni bestia, pero el que quiere
ser como ángel, obra como bestia.
Una cosa más grave: Sacerdotes,
hombres de estudio, que trabajan materias sobrenaturales, predicadores que
preparan su predicación de mañana... no tendrán siquiera la idea de introducir
estas materias en su vida de oración.
Seglares que dirigen obras de acción
se prohibirán pensar en estas materias durante su oración. Hombres que pasan su
día sobre las miserias del prójimo, para socorrerla, apartarán el recuerdo de
los pobres, mientras asisten a la misa. Apóstoles abrumados de
responsabilidades con miras al Reino de Dios, considerarán casi una falta el
verse acompañados por sus preocupaciones y sus inquietudes.
Como si toda nuestra vida no debiera
ir orientada hacia Dios, como si pensar en todas las cosas por Dios, no
fuera ya pensar en Dios; o como si pudiéramos liberarnos a nuestro
arbitrio de las preocupaciones que Dios mismo nos ha puesto. Es tan fácil, en
cambio, tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de
nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué,
pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un
trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza,
del amor, entre nuestra alma y Dios.
Una espiritualidad sana da a los
métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos
le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las
individualidades y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, a
las educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias,
generosidades... Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena
tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre,
sin que se sepa de dónde viene y a donde va (cf. Jn 3,8), se sirve de cada
uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la
construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia. Todos sirven en esta
marcha de la humanidad hacia Dios; todos encuentran trabajo en la construcción
de la Iglesia; el trabajo de cada uno, el querido por Dios, será el que a cada
uno se revelará por las circunstancias en que Dios lo colocará, y por la luz
que a él dará en cada momento. La única espiritualidad que nos conviene es la
que nos introduce en el plan divino, según mis dimensiones, para realizar ese
plan en obediencia total.
Todo método demasiado rígido, toda
dirección demasiado definitiva, toda sustitución de la letra al espíritu, todo
olvido de nuestras realidades individuales, no consiguen sino disminuir el
ímpetu de nuestra marcha hacia Dios.
Serán, pues, métodos falsos todos lo
que sean impuestos con uniformidad; todos los que pretendan dirigirnos hacia
Dios haciéndonos olvidar a nuestros hermanos; todos los que nos hagan cerrar
los ojos sobre el universo, en lugar de enseñarnos a abrirlos para elevar todo
al Creador de todo ser; todos los que nos hagan egoístas y nos replieguen sobre
nosotros mismos; todos los que pretendan encuadrar nuestra vida desde afuera,
sin penetrarla interiormente para transformarla; todos los que den al hombre la
ventaja sobre Dios.
Al comparar el Evangelio con la vida
de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar... La
mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz
sobre el candil, la levadura de la masa... (cf. Mt 5,13-15). El soplo del
Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume.
Hay entre nosotros activos, y más que activos, agitados, pero las causas que
nos consumen no son la causa del cristianismo.
Después de mirar y volver a mirarse a
sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San
Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un
cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, agota
toda actividad. Es como un río de lava ardiendo, incandescente, que sale del
fondo mismo de la religión.
¡La entrega al Creador! En todo
camino espiritual recto, está siempre al principio el don de sí mismo. Si
multiplicamos las lecturas, las oraciones, los exámenes de conciencia, pero sin
llegar al don de sí mismo, es señal que nos hemos perdido... Antes que toda
práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento
generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer...
En este ofrecimiento pleno de sí mismo, acto del espíritu y de la voluntad, que
nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo
progreso.
Fundamento
del amor al prójimo
Discurso a
10.000 jóvenes de la A.C., 1943
Quisiera aprovechar estos breves
momentos, mis queridos jóvenes, para señalarles el fundamento más íntimo de
nuestra responsabilidad, que es nuestro carácter de católicos. Jóvenes: tienen
que preocuparse de sus hermanos, de su Patria (que es el grupo de hermanos
unidos por los vínculos de sangre, lengua, tierra), porque ser católicos
equivale a ser sociales. No por miedo a algo que perder, no por temor de
persecuciones, no por anti–algunos, sino que porque ustedes son
católicos deben ser sociales, esto es, sentir en ustedes el dolor humano y
procurar solucionarlo.
Un cristiano sin preocupación intensa
de amar, es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero
desinteresado del mar, un músico que no se cuida de la armonía. ¡Si el
cristianismo es la religión del amor!, como decía un poeta. Y ya lo había dicho
Cristo Nuestro Señor: El primer mandamiento de la ley es amarás al Señor tu
Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y
añade inmediatamente: y el segundo, semejante al primero, es amarás a tu
prójimo como a ti mismo por amor a Dios (cf. Mt 22,37-39).
Momentos antes de partir, la última
lección que nos explicó, fue la repetición de la primera que nos dio sin
palabras: “Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros,
como yo os he amado” (Jn 13,34). San Juan, en su epístola, nos resume los
dos mandamientos en uno: “El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre
de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente” (1Jn 3,23). Y San Pablo
no teme tampoco hacer igual resumen: “No tengáis otra deuda con nadie que la
del amor que os debéis unos a otros, puesto que quien ama al prójimo tiene
cumplida la ley. En efecto, estos mandamientos: No cometerás adulterio, no
matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no codiciarás: y cualquier
otro que haya están recopilados en esta expresión: Amarás a tu prójimo como a
ti mismo” (Rm 13,8-9).
En este amor a nuestros hermanos, que
nos exige el Maestro, nos precedió Él mismo. Por amor nos creó; caídos en
culpa, por amor, el Hijo de Dios se hizo hombre, para hacernos a nosotros hijos
de Dios (lo que a muchos, aun ahora, les parece una inmensa locura). El Verbo,
al encarnarse, se unió místicamente a toda la naturaleza humana.
Es necesario, pues, aceptar la
Encarnación con todas sus consecuencias, extendiendo el don de nuestro amor no
sólo a Jesucristo, sino también a todo su Cuerpo Místico. Y este es un punto
básico del cristianismo: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar
a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona.
Cuando hieren uno de mis miembros a mí me hieren; del mismo modo, tocar a uno
de los hombres es tocar al mismo Cristo. Por esto nos dijo Cristo que todo el
bien o todo el mal que hiciéramos al menor de los hombres a Él lo hacíamos.
Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o
mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta bajo tal o cual forma:
paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los
encarcelados, triste en los que lloran. Si no lo vemos es porque nuestra fe es
tibia. Pero separar el prójimo de Cristo es separar la luz de la luz. El que
ama a Cristo está obligado a amar al prójimo con todo su corazón, con toda su
mente, con todas sus fuerzas. En Cristo todos somos uno. En Él no debe haber ni
pobres ni ricos, ni judíos ni gentiles, afirmación categórica inmensamente
superior al “Proletarios del mundo, unios”, o al grito de la Revolución
Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Nuestro grito es: Proletarios
y no proletarios, hombres todos de la tierra, ingleses y alemanes, italianos,
norteamericanos, judíos, japoneses, chilenos y peruanos, reconozcamos que somos
uno en Cristo y que nos debemos no el odio, sino que el amor que el propio
cuerpo tiene a sí mismo. ¡Que se acaben en la familia cristiana los odios,
prejuicios y luchas!, y que suceda un inmenso amor fundado en la gran virtud de
la justicia: de la justicia primero, de la justicia enseguida, luego aún de la
justicia, y sean superadas las asperezas del derecho por una inmensa efusión de
caridad.
Pero esta comprensión, ¿se habrá
borrado del alma de los cristianos? ¿Por qué se nos echa en cara que no
practicamos la doctrina del Maestro, que tenemos magníficas encíclicas pero no
las realizamos? Sin poder sino rozar este tema, me atrevería a decir lo
siguiente: porque el cristianismo de muchos de nosotros es superficial. Estamos
en el siglo de los récords, no de sabiduría, ni de bondad, sino de
ligereza y superficialidad. Esta superficialidad ataca la formación cristiana
seria y profunda sin la cual no hay abnegación. ¿Cómo va a sacrificarse alguien
si no ve el motivo de su sacrificio? Si queremos, pues, un cristianismo de
caridad, el único cristianismo auténtico, más formación, más formación seria se
impone.
Los cristianos de este siglo no son
menos buenos que los de otros siglos, y en algunos aspectos superiores, tanto
más cuanto que las persecuciones mundanas van separando el trigo de la cizaña
aun antes del Juicio; pero el mal endémico, no de ellos solos, sino de ellos
menos que de otros, es el de la superficialidad, el de una horrible
superficialidad. Sin formación sobrenatural, ¿por qué voy a negarme el bien de
que disfruto a mis anchas, cuando la vida es corta? En cambio, cuando hay fe,
el gesto cristiano es el gesto amplio que comienza por mirar la justicia, toda
la justicia, y todavía la supera una inmensa caridad.
Y luego, jóvenes católicos, no puedo
silenciarlo: en este momento falta formación, porque faltan sacerdotes. La
crisis más honda, la más trágica en sus consecuencias, es la falta de sacerdotes
que partan el pan de la verdad a los pequeños, que alienten a los tristes, que
den un sentido de esperanza, de fuerza, de alegría, a esta vida. Ustedes,
10.000 jóvenes que aquí están, a quienes he visto con tan indecibles trabajos
preparar esta reunión, ustedes jóvenes y familias católicas que me escuchan,
sientan en sus corazones la responsabilidad de las almas, la responsabilidad
del porvenir de nuestra Patria.
Si no hay sacerdotes, no hay
sacramentos; si no hay sacramentos, no hay gracia; si no hay gracia, no hay
Cielo; y, aun en esta vida, el odio será la amargura de un amor que no pudo
orientarse, porque faltó el ministro del amor que es el sacerdote. Que nuestros
jóvenes, conscientes de su fe, que es generosidad, conscientes de su amor a Cristo
y a sus hermanos, no titubeen en decir que sí al Señor.
Y como cada momento tiene su
característica ideológica, es sumamente consolador recordar lo específico de
nuestro tiempo: el despertar más vivo de nuestra conciencia social, las
aplicaciones de nuestra fe a los problemas del momento, ahora más angustiosos
que nunca. Dios y Patria; Cruz y bandera, jamás habían estado tan presentes
como ahora en el espíritu de nuestros jóvenes. La caridad de Cristo nos urge a
trabajar con toda el alma, para que cada día Chile sea más profundamente de
Cristo, porque Cristo lo quiere y Chile lo necesita. Y nosotros, cristianos,
otros Cristos, demos nuestro trabajo abnegado. Que desde Arica a Magallanes la
juventud católica, estimulada por la responsabilidad de las luces recibidas,
sea testigo viviente de Cristo. Y Chile, al ver el ardor de esa caridad,
reconocerá la fe católica, la Madre que con tantos dolores lo engendró y lo
hizo grande, y dirá al Maestro: ¡Oh Cristo, tú eres el Hijo de Dios vivo, tú
eres la resurrección y la Vida!
Último
mensaje
Carta
dictada cuatro días antes de morir, 1952
Al dar mi último saludo de Navidad,
quisiera darles las gracias a todos los amigos conocidos y desconocidos que, de
muy lejos a veces, han ayudado a esta obra de simple caridad de Evangelio, que
es el Hogar de Cristo.
Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un
último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y
respeto al pobre, porque el pobre es Cristo. ”Lo que hiciereis al más
pequeñito, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40).
El Hogar de Cristo, fiel a su ideal de buscar a los más pobres y
abandonados para llenarlos de amor fraterno, ha continuado con sus Hospederías
de hombres y mujeres, para que aquellos que no tienen donde acudir, encuentren
una mano amiga que los reciba.
Los niños vagos, recogidos uno a uno en las frías noches de
invierno, han llenado la capacidad del Hogar. 5.000 vagan por Santiago... ¡Si
pudiéramos recogerlos a todos... y darles educación...! Para ello, un nuevo pabellón
se está construyendo con capacidad para 150 niños, el cual les ofrecerá las
comodidades necesarias para una labor educacional seria.
Los Talleres de carpintería, gasfitería, hojalatería, enseñan un
oficio a estos hijos del Hogar de Cristo. Nuevos talleres, Dios mediante, de
mecánica, imprenta, encuadernación, ampararán la labor de los actuales.
Las niñas vagas, ayer inexistentes, son hoy una triste realidad.
400 hay fichadas por Carabineros. ¡Cuántas más existen que, envueltas en
miseria y dolor, van cayendo física y moralmente! Un hogar se abrirá en breve
para ellas.
La Casa de Educación Familiar, del
Hogar de Cristo, la cual está ya terminada, las capacitará para sus deberes de
madre y esposa con sus cursos de cocina, lavado, costura, puericultura, etc.,
prestando esta misma Casa un servicio a todo el barrio.
Los ancianos tendrán también su Hogar, es decir, el afecto y
cariño que no les puede brindar un asilo. Para ellos quisiéramos que la tarde
de sus vidas sea menos dura y triste. ¿No habrá corazones generosos que nos
ayuden a realizar este anhelo?
A medida que aparezcan las necesidades y dolores de los pobres,
que el Hogar de Cristo, que es el conjunto anónimo de chilenos de corazón
generoso, busquen cómo ayudarlos como se ayudaría al Maestro.
Al desearles a todos y a cada uno en particular una feliz Navidad,
os confío, en nombre de Dios, a los pobrecitos.
Alberto Hurtado Cruchaga, S.J.,
Capellán.
Proveniencia de los textos publicados
Los textos completos de los escritos
que contiene este libro se encuentran en los siguientes volúmenes publicados
por Ediciones Universidad Católica de
Chile:
DE: Un disparo a la eternidad. Retiros
espirituales predicados por el Padre Alberto Hurtado, S.J. Introducción, selección y notas de Samuel
Fernández E., Santiago 2002.
CI: Cartas e Informes del Padre Alberto
Hurtado, S.J. Introducción, selección y notas de Jaime Castellón C.,
Santiago 2003.
BD: La búsqueda de Dios. Conferencias,
artículos y discursos pastorales del Padre Alberto Hurtado, S.J. Introducción, selección y notas de Samuel
Fernández E., Santiago 2004.
¿A quiénes amar? (BD, p. 59); El Rumbo
de la vida (DE, p. 42); La búsqueda de Dios (BD, p. 121); Jesús recibe a los
pecadores (DE, p. 216); La Sangre del Amor (Congreso SS.CC., 22 Nov. 1944); La
oración del apóstol (DE, p. 247); Visión de eternidad (DE, p. 35); ¿Cómo llenar
mi vida? (BD, p. 84); Siempre en contacto con Dios (BD, p. 19); Un testimonio
(BD, p. 23); Ustedes son la luz del mundo (BD, p. 173); ¡Mi vida es una Misa
prolongada! (DE, pp. 293, 296); La muerte (DE, p. 208); Una competencia en
darse (BD, p. 232); Abnegación y alegría (DE, p. 311); Un problema de todos
(BD, p. 241); Pesimistas y optimistas (BD, p. 79); Vivir para siempre (DE p.
56); El que se da, crece (BD, p. 35); Trabajar al ritmo de Dios (BD, p. 41); La
multiplicación de los panes (DE, p. 263); ¡Sacerdote del Señor! (CI, p. 42); El
deber de la Caridad (BD, p. 142); Mi vida, un disparo a la eternidad (DE, p.
172); Adoración y servicio (CI, p. 213); El hombre de acción (BD, p. 47); Los
riesgos de la fe (DE, p. 275); Te Deum (BD, p. 160); Compromiso y testimonio
(CI, p. 155); En los días de abandono (BD, p. 71); Eucaristía y felicidad (BD,
p. 213); Nuestra imitación de Cristo (DE, p. 79); La misión del apóstol (DE, p.
103); El amor a Jesucristo (El educador del Espíritu, s20y15); Con gran
prisa... (DE, p. 239); El éxito de los fracasos (DE, p. 318); Tremenda
responsabilidad (DE, p. 326); La misión social del universitario (BD, p. 97);
El llamado de Cristo (DE, p. 64); María, modelo de cooperación (DE, p. 142);
Seamos cristianos, amemos a nuestros hermanos (BD, p. 128); Ya no sois vuestros
(DE, p. 271); El Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza (BD, p. 150);
Reacción cristiana ante la angustia (BD, p. 69); La Madre de todos (Mes de
María de 1950); Una espiritualidad sana (BD, p. 28); Fundamento del amor al
prójimo (Discurso en el Caupolicán 1943); Último mensaje (CI, p. 319).
Índice
Presentación 9
Vida del Padre Hurtado
Nacimiento e infancia 1 1
“No podía ver el dolor sin quererlo
remediar” 1 1
Discernimiento vocacional 1 2
Estudiante jesuita 1 3
Sacerdote de Cristo 1 5
Apóstol entre los jóvenes 1 6
El Hogar de Cristo 1 8
Apostolado social 1 9
Últimos años de apostolado 2 2
Volviendo a la casa del Padre Dios 2
3
Páginas escogidas del Padre Hurtado
¿A quiénes amar? 2 9
El Rumbo de la vida 3 3
La búsqueda de Dios 3 7
Jesús recibe a los pecadores 4 1
La Sangre del Amor 4 3
La oración del apóstol 4 7
Visión de eternidad 4 9
¿Cómo llenar mi vida? 5 3
Siempre en contacto con Dios 5 7
Un testimonio 6
1
“Ustedes son la luz del mundo” 6 5
¡Mi vida es una Misa prolongada! 6
9
La muerte 7 1
Una competencia en darse 7 5
Abnegación y alegría 7 9
Un problema de todos 8 1
Pesimistas y optimistas 8 3
Vivir para siempre 8 7
El que se da, crece 9 1
Trabajar al ritmo de Dios 9 5
La multiplicación de los panes 9 9
¡Sacerdote del Señor! 1 0 1
El deber de la Caridad 1 0 3
Mi vida, un disparo a la eternidad 1
0 7
Adoración y servicio 1 1 1
El hombre de acción 1 1 3
Los riesgos de la fe 1 1 7
Te Deum 1 2 1
Compromiso y testimonio 1 2 5
En los días de abandono 1 2 7
Eucaristía y felicidad 1 2 9
Nuestra imitación de Cristo 1 3 1
La misión del apóstol 1 3 5
El amor a Jesucristo 1 3 9
Con gran prisa... 1 4 1
El éxito de los fracasos 1 4 3
Tremenda responsabilidad 1 4 5
La misión social del universitario 1
4 7
El llamado de Cristo 1 5 1
María, modelo de cooperación 1 5 5
Seamos cristianos, amemos a nuestros
hermanos 1 5 7
“Ya no sois vuestros” 1 6 1
El Cuerpo Místico: distribución y uso
de la riqueza 1 6 3
Reacción cristiana ante la angustia 1
6 7
La Madre de todos 1 6 9
Una espiritualidad sana 1 7 3
Fundamento del amor al prójimo 1 7 7
Último mensaje 1
8 1