INSTITUTUM
MARCIANUM - VENECIA
Viernes, 9 de noviembre de 2012
Inauguración Año Académico
LECTIO
MAGISTRALIS
del
Emmo. Sr. Card. Mauro Piacenza
Prefecto de la Congregación para el Clero
«Ser
Iglesia en
la época moderna:
la contribución del Concilio ecuménico Vaticano
II»
Excelentísimo
Patriarca,
magnífico
Decano,
ilustrísimos
Profesores,
distinguidos
señores y señoras,
queridos
estudiantes:
El tema de la relación entre Iglesia
y modernidad es uno de los más debatidos y, probablemente, de los más irresueltos
de nuestra época. Parece que esté continuamente polarizado entre la tentación,
siempre posible, de una “dilución” del credo eclesial en la modernidad, por un lado, y la contraposición,
que a veces llega hasta el rechazo, por otro. Ambas "polarizaciones"
pueden encontrar justificaciones y puntales, pero últimamente son “no-respuestas”
a la importante cuestión.
Desde el punto de vista metodológico, considero
necesario subrayar tres premisas. La primera es universal y concierne
a cada proceso investigativo que quiera ser realmente tal: en una investigación
científica, nunca es posible llegar a un conocimiento auténtico eliminando uno de
los factores implicados. Este sencillísimo axioma gnoseológico, sugiere que es
ilegítimo, también en la relación entre Iglesia y modernidad, pretender
resolver los problemas, “eliminando” uno de los factores en juego: la modernidad
existe y la Iglesia no puede eliminarla, ni puede hacer ver que no existe, buscando
nostálgicamente un pasado, en el cual el diálogo con la cultura parecía más
sencillo y provechoso. Simétricamente —este me parece un elemento esencial, quizá
poco subrayado— la Iglesia está ahí, existe, está viva y la modernidad no puede
eliminar ese “factor” de la realidad, sin contradecirse a sí misma y su declarada
empírica pretensión gnoseológica.
La segunda premisa es de tipo semántico:
¿qué entiendo, en esta intervención, por “modernidad”? Está claro que el término
es amplísimo y esta no es la sede para definirlo o comprenderlo en toda su
complejidad. Declaro solamente que, obviamente, no me refiero únicamente a la “modernidad
histórica”, que se cierra con la época contemporánea y a la que se fecha diferentemente
según los sistemas de referencia, ni a la “modernidad filosófica” en sentido estricto,
que requeriría que se la integrara al menos con la “posmodernidad” y todas las
consecuencias del llamado “pensamiento líquido”, que genera nuestra “sociedad
líquida”. Utilizaré el término “modernidad” en sentido analógico, entendiendo
con esto, en la presente intervención, la parábola filosófico-antropológica, o más
específicamente gnoseológico-antropológica, que va de Descartes al relativismo,
pasando a través de las grandes ideologías, que se desmoronaron en el siglo pasado,
y el contemporáneo “tecno-cientismo virtual”.
La tercera y última premisa se refiere a
la preparación de la presente intervención, durante la cual he podido, una vez
más, constatar que los documentos conciliares se deben leer necesariamente en
sinopsis con las intervenciones Magisteriales del beato Juan Pablo II (pondré
un ejemplo con la Fides
et ratio) y de
Benedicto XVI. En efecto, al menos desde el punto de vista del lenguaje que se
adopta en los textos del Concilio, es posible afirmar que, en no pocos casos,
resulta no plenamente adecuado a las presentes necesidades de diálogo con la
cultura y, por tanto, precisamente para ser fieles al Concilio, es necesario
leerlo en plena continuidad tanto con toda la Tradición eclesial anterior como
con el Magisterio sucesivo, en el cual ocupa un particularísimo lugar el
Catecismo de la Iglesia Católica, el Catecismo del Concilio.
Tras estas tres premisas, afrontaré el tema de la
contribución del Concilio ecuménico Vaticano II a la relación entre Iglesia y modernidad,
en tres pasos: 1. La modernidad como cuestión gnoseológica; 2. Las
consecuencias antropológicas de una gnoseología irresuelta; y por último, 3. Las
posibles perspectivas en orden a la nueva evangelización.
Afirmaba el beato Juan XXIII, en el célebre
discurso Gaudet
Mater Ecclesia, en la solemne apertura del Concilio ecuménico Vaticano II: “[...] Es
necesario que esta doctrina cierta e inmutable, a la que se debe prestar un
asentimiento fiel, sea profundizada y expuesta como lo exigen nuestros tiempos.
Pues una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que
contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa, pero
siempre con el mismo sentido y significado”[1].
En los mismos propósitos programáticos del beato
Pontífice para el Concilio, es posible reconocer, por un lado, la voluntad de
un intento inicial de diálogo con la modernidad, por otro, ciertamente, la declaración
de fidelidad a la identidad eclesial y a cuanto, en ella, no es susceptible de
un cambio humano, porque tiene estatuto divino y pertenece a la ininterrumpida Traditio Ecclesiae.
Es cierto que podríamos plantearnos, a ese
respecto, la exigente pregunta: “¿Es suficiente cambiar o adaptar el lenguaje,
para pensar que hacemos más comprensible una realidad como la de la Revelación?”.
O, simétricamente: “¿Es realmente posible cambiar el lenguaje, sin cambiar
también, en el fondo, algo del contenido esencial del dato revelado?”.
Parece que, en ese contexto, la cuestión del lenguaje
requiere todavía una especial profundización de parte tanto de la teología como
de la filosofía. El horizonte en el cual comprender la cuestión, y de alguna
manera contenerla, siempre es el de la Encarnación del Logos, es decir, de la Razón increada que se
hizo carne para entrar en “diálogo” con la razón creada. Un diálogo que está
definitivamente marcado por un tiempo, un espacio, un ámbito cultural, ya
presente y autorizado por el Nuevo Testamento, y del cual no es posible, en ningún
caso, prescindir.
El Concilio mismo indica la necesidad del “diálogo”
con la modernidad, cuando en su primera Constitución afirma: “El sacrosanto
Concilio se propone acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles;
adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están
sujetas a cambio”.[2]
Casi subrayando, como se indica en la mencionada
declaración de propósitos del beato Juan XXIII, que de la adaptación a las “exigencias
de nuestro tiempo”, quedan excluidas las instituciones que no están sujetas a
cambio.
1.
La modernidad como cuestión gnoseológica
No se encuentra una definición
precisa de “modernidad”, ni de “mundo moderno”, en ningún texto del Concilio ecuménico
Vaticano II. Sabemos que el término “modernidad” describe habitualmente los
distintos tipos de Ilustración que surgieron en Occidente, desde finales del siglo
XVIII en adelante. Estos movimientos indicaban, como horizonte del conocimiento,
la racionalidad instrumental y científica aplicada en principio a todas las
esferas de la vida, con la utópica esperanza de emancipar a la humanidad, liberándola
definitivamente de ignorancia, sufrimiento y opresión.
Un elemento distintivo de la modernidad,
que, en cierto sentido, puede representar la clave hermenéutica, es la cuestión
gnoseológica. Por primera vez en la historia, el hombre “moderno” ha creído que
ya no era capaz de conocer la realidad y progresivamente ha hecho retroceder —perdonadme
el deliberado oxímoron— su capacidad de conocimiento de lo real, hasta ese
umbral existencialmente insostenible que hoy llamamos relativismo.
Efectivamente, el movimiento ilustrado
determinó primero una hipertrofia de la razón, como consecuencia de la cual el
hombre y su capacidad de conocimiento, de “contemplatores”, “conocedores” y “cantores”
de la realidad se transformaron en “limitada medida” de lo real. Un uso de razón
que pretenda limitar el conocimiento humano solamente a datos empíricos (algunos
dirían “científicos”) es mortificador para la inteligencia humana y no permite al
conocimiento relacionarse con la realidad, según la totalidad de sus factores.
La adhesión a la realidad se
pierde casi completamente cuando, de la Ilustración se pasa al idealismo. Si el
hombre ya no conoce la realidad por lo que es, sino que trata de medirla (Racionalismo)
o solamente de pensar en ella (Idealismo), se auto-confina en una objetiva imposibilidad
de relacionarse con otro-distinto-de-sí-mismo y esta actitud tiene
consecuencias antropológicas evidentes, como veremos.
Por si esto no bastase, la
crisis del positivismo del siglo XIX, determinada por los dos conflictos
mundiales del siglo pasado, ha llevado a una especie de “capitulación de la razón”,
haciendo pasar al hombre del mito infundado del superhombre a la situación actual,
asimismo infundada, del relativismo más radical.
No hay que sorprenderse si a una
idea incorrecta de razón de tipo racionalista, que se ha estrellado contra la
imposibilidad objetiva, de parte del hombre, de controlarse a sí mismo y
controlar el cosmos, ha seguido una desconfianza, igualmente incorrecta e injustificada
en la capacidad real de cada uno de conocerse a sí mismo, al mundo y a Dios.
El Santo Padre Benedicto XVI en
varias ocasiones ha llamado la atención de la Iglesia y de todos los hombres de
buena voluntad sobre la necesidad de superar el relativismo que caracteriza nuestra
época y que, inevitablemente, toca también nuestras personas y nuestros ambientes
cristianos.
A un hombre incapaz de conocer
la realidad, ¿qué le queda?
El estrecho y asfixiante horizonte de sus
propias emociones, de su instinto, vehiculado por la corporeidad; de aquí el
fuerte hedonismo, narcisismo, pansexualismo, en el cual se pierden los hombres
de nuestro tiempo y del cual es necesario, con todos los medios, ayudarles a librarse.
Incluso
el materialismo,
indicado como horizonte existencial en algunos movimientos ideológicos del siglo
pasado, entró en crisis y cedió, por un lado, a la satisfacción de los deseos y
las pasiones, por el otro, se compensó con varias huidas “espiritualistas” o new age que nada tienen que ver con la espiritualidad
humana y, menos aún, con la fe cristiana.
El Concilio, en la Constitución
pastoral Gaudium
et Spes, capta
la urgencia de la situación y vuelve a situar en el centro del debate al
hombre, con sus necesidades constitutivas y su relación ineludible con la realidad.
Se lee en el n. 10: «En realidad, los
desequilibrios que sufre el mundo moderno están relacionados con aquel otro
desequilibrio más fundamental que tiene sus raíces en el corazón del hombre.
Pues en el mismo hombre luchan entre sí muchos elementos. Mientras, por una
parte, como criatura, experimenta que es un ser limitado, por otra se siente
ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior».
Es la constatación que la gnoseología humana no
puede reducirse a un subjetivismo que sólo hace referencia a sí mismo, sino que
requiere reconocer lo objetivo, tanto en nosotros como fuera de nosotros, comparando
luego todo con esa indisponible universal condición. Aunque ciertamente de modo
indirecto, el Concilio intenta responder a la que podríamos definir “la
emergencia gnoseológica” de la modernidad, y lo hace recalcando, de modo claro,
dialógico y propositivo las preguntas constitutivas del yo, frente a las cuales
no se admite ninguna reducción, so pena de la renuncia a la vida misma.
Sigue
diciendo la Gaudium
et Spes: «Ante
la actual evolución del mundo, cada vez son más numerosos los que plantean o
advierten con una agudeza nueva las cuestiones totalmente fundamentales: ¿Qué
es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a
pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo? ¿Para qué aquellas victorias
logradas a un precio tan caro? ¿Qué puede el hombre aportar a la sociedad, qué
puede esperar de ella? ¿Qué seguirá después de esta vida terrena?».
A estos interrogantes, que atraviesan como una
lama el corazón de cada uno y, al mismo tiempo, atraviesan por su objetividad todo
el impasse de la modernidad, la Gaudium et Spes responde con una llana confesión de fe: «La Iglesia cree que Cristo,
muerto y resucitado por todos, da siempre al hombre luz y fuerzas por su
Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado
a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que haya que salvarse.
Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se
encuentra en su Señor y Maestro». (n. 10).
Hasta la verdadera afirmación relevante a nivel
gnoseológico: «Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten
muchas cosas que no cambian». Y también: «que tienen su fundamento último en
Cristo, que es él mismo ayer, hoy y por los siglos».
No solo existe la realidad y se puede conocer,
sino que detrás de lo que cambia, existen “realidades que no cambian”. Esta es
la primera contribución fundamental del Concilio al diálogo con la modernidad: que
plantea, aunque sea de forma inicial, la cuestión gnoseológica que, a lo largo
de los años, lo vemos, se ha hecho cada vez más urgente y dramáticamente relevante.
El hombre contemporáneo, insertado en un mecanismo
tecnológico y fascinado por el poder que ha logrado manipular la realidad, incluso
biológica, la misma realidad de la vida, se considera autosuficiente, aunque en
la aporética condición de experimentar el sentido del límite y plantearse las
preguntas fundamentales, inscritas en su corazón.
El sentido pleno de las afirmaciones conciliares,
lo encontramos en la Fides et ratio del beato Juan Pablo II. Esta describe el proceso natural que la razón humana
recorre, el hecho que se prefija metas, y superarlas, pero al mismo tiempo, se
sorprende limitada e inadecuada, experimentando la inadecuación, y experimentando
de este modo que el Infinito existe.
«El hombre, por su naturaleza, busca la verdad.
Esta búsqueda no está destinada sólo a la conquista de verdades parciales, fácticas
o científicas; no busca sólo el verdadero bien para cada una de sus decisiones.
Su búsqueda tiende hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de
la vida; por eso es una búsqueda que no puede encontrar solución si no es en el
absoluto». (Juan Pablo II, Carta
enc. Fides
et Ratio, 14 de
septiembre de 1998, 33).
Está claro que la cuestión gnoseológica ya nos
ha llevado, y no podía ser de otra forma, al corazón de la cuestión antropológica.
La capacidad de conocer la realidad, en efecto, es determinante para que el
hombre pueda definirse a sí mismo. Quizá con una punta de optimismo fundado
pero excesivo, se expresa así la Gaudium et Spes: «A la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda
criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del
hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales
problemas de nuestro tiempo» (GS, 10).
2. Las
consecuencias antropológicas de una gnoseología irresuelta
La Gaudium et Spes, aunque con un análisis
cultural y social, que hoy, en parte, está objetivamente “pasado de moda”,
indica la cuestión gnoseológica como raíz de los cambios antropológicos y
culturales.
En
efecto, en el n. 7 se afirma: «El cambio de mentalidad y de estructuras somete
frecuentemente a discusión los bienes recibidos, sobre todo entre los jóvenes,
que más de una vez se vuelven impacientes, más aún, rebeldes por la angustia,
y, conscientes de su propia importancia en la vida social, desean participar
cuanto antes en ella. De ahí que, muchas veces, padres y educadores encuentren
dificultades cada vez mayores en el cumplimiento de sus tareas.
Las
instituciones, las leyes, los modos de pensar y de sentir, transmitidos por
nuestros mayores, no parecen adaptarse siempre y bien al estado actual de las
cosas; de ahí la grave perturbación en el modo de actuar y en las normas mismas
de conducta.
Finalmente,
las nuevas condiciones afectan también a la misma vida religiosa. Por una
parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica de una concepción mágica
del mundo y de las supersticiones que aún permanecen, y exige, cada vez más,
una adhesión más personal y activa a la fe; esto hace que muchos alcancen un
sentido más vívido de Dios. Por otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas
se alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien
prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, algo insólito
e individual; hoy en día aparecen muchas veces casi como exigencias del
progreso científico y de cierto humanismo nuevo».
En esta
última afirmación, según la cual prescindir de Dios aparece «como exigencias
del progreso científico y de cierto humanismo nuevo», encontramos el núcleo de
la cuestión que nos interesa: la modernidad, con el gran límite gnoseológico que
la caracteriza, ¿es compatible con el Acontecimiento cristiano?
La idea
de progreso que surge de la modernidad, idea que lleva dentro un eco remoto de
la necesidad de infinito propia del corazón humano, ¿puede abrir a la relación
con el Misterio, o corre el riesgo de refugiarse en una utópica auto-afirmación
del hombre? Y también ¿sin Dios, qué tipo de “humanismo nuevo” nos podemos
esperar?
Se ve
claramente que, de estas cuestiones centrales, comparadas con la situación actual,
desde el punto de vista antropológico, prevalece una forma de auto-justificación;
es como si todo el comportamiento humano estuviese determinado por el momento histórico;
como si la moral y el corazón del hombre debiesen obedecer a un mecanicismo
determinista, que tiene, como única dramática consecuencia, la eliminación de
la libertad personal y la voluntad de adherirse al bien. Esta situación, como indica
el mismo Documento en el n. 8, determina una división en el seno del hombre.
División que el anuncio evangélico, el encuentro con Cristo, la gracia
sacramental y la vida eclesial están llamados a ayudar a superar.
«En la
persona misma surge muy frecuentemente el desequilibrio entre la inteligencia
práctica moderna y una forma de pensamiento teórico que no es capaz de dominar
la suma de sus conocimientos ni de ordenarlos adecuadamente en síntesis. Surge
igualmente el desequilibrio entre el afán de la eficacia práctica y las
exigencias de la conciencia moral y muchas veces entre las condiciones de la
vida colectiva y las exigencias de un pensamiento individual e incluso de la
misma contemplación. Finalmente, surge el desequilibrio entre la
especialización de la actividad humana y la visión universal de las cosas».
Esta
visión universal de la realidad, que incluye la conciencia de la existencia de
la realidad y la posibilidad de conocerla, es precisamente la contribución más
eficaz que da el Concilio a la relación entre fe cristiana y modernidad; y es
asimismo el mayor servicio que la Iglesia puede ofrecer al mundo en la época
moderna.
Podríamos
decir, de manera muy sintética, pero probablemente eficaz, que ser Iglesia en
la época moderna significa devolver al hombre la capacidad de conocer la
realidad, de entrar en relación con esa realidad que las derivas gnoseológicas
de los últimos tres siglos voluntariamente han convertido en evanescente, porque
en cualquier caso la realidad es el lugar en el cual el Logos Eterno se ha
manifestado definitivamente. Censurar la realidad significa, por consiguiente,
censurar el lugar en el cual Dios se ha hecho “historia”, y tratar de impedir
al hombre el encuentro con el Misterio.
Como se
puede deducir de estas valoraciones, no estamos sólo frente a la discusión
dialéctica entre diferentes y legítimos métodos de conocimiento, los cuales, por
otro lado, en la epistemología cristiana se han admitido siempre, e incluso se
han incentivado, porque sólo un método adecuado al objeto es capaz de auténtico
fruto referencial.
La verdadera
cuestión es que un hombre, privado de la capacidad de captar la realidad, según
la totalidad de sus factores, confinado en un método de conocimiento de tipo
científico-positivo, considerado el único capaz de llegar a alguna certeza que
se pueda compartir, es un “hombre amputado”, no correspondiente ni siquiera a
lo que él mismo siente profundamente que es.
Es evidente
que estos pasajes del Concilio se pueden y se deben leer en inmediata y eficaz
sinopsis, tanto con la Fides et ratio
del Papa Juan Pablo II, como, de modo todavía más evidente, con los continuos
llamamientos del Santo Padre Benedicto XVI a «ampliar los confines de la racionalidad».
Del
Discurso de Ratisbona en adelante, el Magisterio pontificio va, con claridad, en
esta dirección, indicando, en negativo, el vínculo objetivo entre crisis gnoseológica
y crisis antropológica, y en positivo, el camino de la recuperación de una
correcta gnoseología, como camino para una correcta antropología, que abra de
par en par a la relación con la realidad, en la cual el Misterio se manifiesta.
En el Motu Proprio
Porta Fidei, leemos al respecto: «En efecto, la fe está sometida más que en
el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad
que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los
logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de
mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto
alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad» (n. 12).
3. Las posibles perspectivas en orden a la Nueva
Evangelización
Acabamos
de concluir, también con Vuestro Patriarca, el Sínodo sobre la Nueva Evangelización
y se ha planteado, con claridad, que esta de ningún modo puede prescindir de la
autoconciencia eclesial: sólo una Iglesia “evangelizada” será capaz de ser
“evangelizadora”.
En este
sentido, es necesario recordar que la Iglesia debe anunciar a Jesucristo al mundo,
con un método, que no puede, en ningún caso, ser historicista, puesto que el
historicismo, implícitamente, niega la validez perenne de la verdad, presentándola
como condicionada a las contingencias históricas; desde este punto de vista, es
grave la deriva a la que se expone, por un lado, mucha teología contemporánea, que
tiende a presentarse como reflexión histórica, tendente al historicismo, renunciando
a una precisa objetividad referencial; y, por otro, la pretensión veritativa del
dato revelado. Creo que, en esta dirección, los primeros dos volúmenes de
Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret son un poderoso antídoto
al historicismo y hay que acogerlos, sobre todo, por su fruto metodológico.
Otro gran
límite que hay que evitar, en la Nueva Evangelización y en la reflexión teológica
y eclesial, es el cientismo: es decir, pretender que las afirmaciones y los
contenidos de la Revelación pueden hablar al hombre moderno sólo si superan la
criba del método científico-positivo.
«Esta
corriente filosófica —leemos en la Fides
et ratio— no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean
las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera
imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y
estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el
neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter
metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no
obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta
perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y
la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico»
(n. 88).
En este
contexto, la Iglesia está llamada a tomar conciencia nuevamente de su altísima
misión y de la tarea que Dios le ha encomendado.
Al
llevar la salvación a los hombres, Jesucristo es Dios mismo que entró en la historia
y, por esa razón, la salvación no es otra cosa respecto a su Persona concreta.
«No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros
debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Entre
los varios aspectos de la Revelación Divina, que derivan directamente del
Misterio de la Encarnación, es decir del hecho que Dios se hizo hombre, asumiendo
totalmente, excepto el pecado, nuestra concreta naturaleza humana, está el
hecho que Jesucristo vino para educar nuestro sentido religioso.
En la época
de la modernidad, consciente de la crisis gnoseológica en la cual desde hace
siglos estamos inmersos y de la crisis antropológica que de ello deriva, la Iglesia
está llamada a la obra de la Nueva Evangelización, imitando a su Señor y actuando,
como Él, a favor de la educación del sentido religioso del hombre.
A
menudo, sobre todo en el tiempo inmediatamente postconciliar, interpretando, de
manera por lo menos unilateral, lo que dijo el Concilio, se habló de un primado
del hombre y de los valores humanos y de una presunta precedencia de la promoción
humana sobre la evangelización.
Las
consecuencias de este equívoco están ante los ojos de todos, tanto en orden a
la confusión sobre la identidad respectiva de los ministros Ordenados, los
consagrados y los fieles laicos, como sobre la deriva que ha sufrido la
formación en los tres ámbitos mencionados.
No es
casualidad que en el Motu Proprio Porta Fidei el Santo Padre afirme: «Sucede hoy con frecuencia que los
cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y
políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como
un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no
aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado» (n. 2).
La
experiencia de dos mil años de Tradición eclesial y un primer balance, teorético
y pragmático, de estos primeros cincuenta años desde el Concilio, indican, con
lúcida claridad, como el único modo auténtico para interpretar la justa promoción
humana es el de ayudar al hombre a eludir cualquier concepción que reduzca la realidad,
sosteniéndolo a recuperar su propia estatura ontológicamente abierta al Ser
infinito, porque pertenece al Ser.
Podríamos
decir que, en la raíz de la Nueva Evangelización, está la acción eclesial de
promoción humana, una promoción capaz de devolver el hombre al hombre y, por
eso, Dios al hombre y el hombre a Dios.
Asumir con conciencia los desafíos de la modernidad
y, por consiguiente, ser Iglesia en el tiempo de la modernidad, no puede
significar, en ningún caso, seguir las “modas” culturales, morales o sociales
frente a las cuales nos encontramos como Iglesia.
La identidad
de la Iglesia no la definen, de modo historicista, las circunstancias, sino que
Cristo su Cabeza la definió de una vez para siempre, y el Espíritu, que
dinámicamente la guía en la historia, la renueva, hace que sea joven y actual. En
cada tiempo, frente a cada adversidad y negación, la Iglesia ha sabido surcar incluso
las tempestades más violentas, manteniendo la fe en la propia identidad y dejando
que fuese Pedro quien empuñara con firmeza el timón de la Nave de Cristo, colaborando
con Pedro y “remando” en la dirección que Pedro indicaba.
El diálogo
necesario con las culturas encontradas y, por tanto, el diálogo necesario con
la modernidad, no puede resolverse asumiendo modelos culturales ante todo
ajenos al hombre, a su estructura antropológica y, por eso, ajenos a Cristo y,
necesariamente, ajenos a la Iglesia.
Está
claro que aquí no se trata de obstinarse en proponer modelos culturales pasados,
que quizá dan mayor seguridad pero son prácticamente indescifrables para el hombre
contemporáneo, sino más bien de tener la capacidad de estar realmente frente al
hombre, ayudándolo a redescubrir sus propias exigencias fundamentales y constitutivas,
y restituyéndolo a las evidencias fundamentales, ontológicamente relevantes, que
constituyen el presupuesto y la experiencia elemental de toda humana existencia.
En toda
circunstancia, incluso la aparentemente más dramática y privada de esperanza,
cultural o moralmente hablando, la posibilidad concreta de una educación del hombre
y de su sentido religioso siempre la da el hombre concreto que tenemos delante,
su corazón hecho por Dios y para Dios, y la capacidad que como Iglesia tenemos
de captar sus necesidades y responder a ellas con la palabra del Evangelio, tan
humana y tan divina, que Jesús nos dejó y que es su misma proximidad a cada hombre.
Este
camino la Iglesia lo hace siendo ella misma hasta el fondo, leemos también en
la Lumen Pentium, en el n. 17: «Mediante
la predicación del Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la
confesión de fe, los prepara para el bautismo, los libra de la esclavitud del
error y los incorpora a Cristo para que lleguen hasta la plenitud en él por el
amor. Realiza su tarea para que todo lo bueno que hay sembrado en el corazón y
en la inteligencia de estos hombres, o en los ritos particulares, o en las
culturas de estos pueblos, no sólo no se pierda, sino que mejore, se desarrolle
y llegue a su perfección para gloria de Dios, para confusión del demonio y para
felicidad del hombre. Todos los discípulos de Cristo han recibido el encargo de
extender la fe según sus posibilidades».
Esto es
lo que deseo para mí mismo y para cada uno de vosotros, sobre todo en este Año de
la Fe, que seamos auténticos discípulos, capaces de diseminar la fe, educando el
sentido religioso humano, como hizo Jesucristo, y contribuyendo al gran camino de
la Nueva Evangelización.
La
contribución del Concilio, leído a la luz del Magisterio posconciliar, que lo
ha actualizado, sobre todo a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y de
las intervenciones pontificias, conserva toda su fuerza dinámica y nos indica como
“ser Iglesia en el tiempo de la modernidad”.
Que nos
ayude la santísima Virgen María, Icono perfecto de la Iglesia en todo tiempo, a
ser fieles al mandato de Cristo en el Espíritu del “haced lo que él os diga” (Jn 2, 5).