Carta a los seminaristas para la
santa Cuaresma
13 de febrero de 2013
Miércoles
de Ceniza
Queridos Seminaristas:
La santa Cuaresma que estamos para celebrar es un momento fuerte del año que nos ha sido
dado para prepararnos a recoger mejor los frutos del misterio de la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor Jesús. Estos frutos se resumen en las virtudes
que resplandecen en el acto extremo, tremendo y sublime al mismo tiempo, del
don del Hijo de Dios, humillado y azotado, en la Cruz: «El que quiera venir
detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me
siga (...). El que pierda su vida por
mí, la salvará» (Lc 9, 23.24). Esta palabra interpela a todo bautizado que
pretende vivir con autenticidad la propia llamada a ser cristiano, que es
llamada a la santidad. Pero de manera muy singular exhorta a que la viva totalmente
quien ha sido elegido por Dios a continuar la misión de Cristo Maestro, Cabeza
y Pastor: «Llamó a su lado a los que
quiso (...) para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios» (Mc 3,
13-15). Por esto, cada joven que entra en el Seminario como bautizado, y sobre
todo como llamado, debe saber meditar y hacer propia esta palabra.
«Cristo padeció por ustedes, y les dejó un
ejemplo a fin de que sigan sus huellas.» (1P 2, 21). “Seguir las huellas” de Cristo significa literalmente caminar con Él, donde camina Él, como camina
Él. Es un compromiso que debe tener en cuenta, ya desde el inicio, el
sacrificio, porque un don de amor total, como el Amor del Hijo de Dios por
nosotros, no puede no encontrar dificultades, incomprensiones, escarnio,
persecución. De aquí la condición de aceptar la cruz cotidianamente, si de
verdad se desea ser sus discípulos, oponiéndose a cuanto, fuera y dentro de
nosotros, entra en contraste con la ley del Espíritu: «Yo
los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán
arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el
espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso,
ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren» (Gal 5, 16-17).
Las prácticas
penitenciales son, por tanto, momentos muy preciosos que se han de vivir para
probar la capacidad del saberse donar y, al mismo tiempo, para “entrenarse” a hacerlo sin condiciones.
La santa Cuaresma es sólo uno de
estos momentos, pero, de todas formas, es un momento muy especial: la
contemplación del Siervo doliente, especialmente con la piadosa práctica del Via Crucis, nos enseña, no sólo a
aceptar, sino precisamente a amar el
sacrificio, practicado por amor de Cristo y de los hermanos – siguiendo el
ejemplo de Simón de Cirene (Mt 27, 32;
Mc 15, 21; Lc 23, 26) y cuanto nos confirma la sabiduría multisecular de los santos – como cooperación y sostén en
sus sufrimientos y en su designio de salvación.
En realidad, ésta es
precisamente la esencia más profunda de la identidad del sacerdote: él es un ser-para-Dios y al mismo tiempo, precisamente
por esto, un ser-para-los hermanos. Quien se prepara al sagrado ministerio debe
tener muy presente estas cosas. Toda exageración, todo desvío, toda
incongruencia con la esencia del sagrado ministerio es siempre una inevitable
consecuencia del alejamiento – con la mente y con el corazón, con el espíritu y
con el actuar – de esta sacrosanta verdad.
El medio mediante el cual
este sumo don de sí mismos se realiza y se alimenta, a ejemplo de Cristo y con
la fuerza que viene de Él, es sin duda el sacramento de la Eucaristía. Ésta
representa «la fuente y la cumbre de la vida cristiana» (Lumen Gentium, 11), pero especialmente de la vida sacerdotal. En
realidad, el sacerdote no es sólo aquel que “produce”, por así decirlo, la
Eucaristía, sino sobre todo aquel que en ésta se identifica y se convierte en
su misteriosa presencia con su vida. Casi podemos decir que el sacerdote está llamado a ser él mismo
eucaristía, don de amor al Padre para la salvación del mundo. Por esto ya
en el Decreto conciliar Optatam Totius,
cuando se habla de la formación de los
candidatos al ministerio sagrado (n. 8) leemos: «Vivan el
misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan unificar en él al pueblo que
ha de encomendárseles». Este “misterio pascual” se celebra y se edifica en la santa Misa, y se
vive en la vida de cada día: en la relación con los compañeros, en la
obediencia a los superiores, en la dedicación a los compromisos de estudio y de
comunidad, en la vida de oración, y también, en la familia, en la parroquia, en
los diversos contextos de la vida cotidiana. Más en general, en la docilidad en
dejarse conducir por Jesús, teniendo siempre fija la mirada en Él (Hb 12, 2).
Que la santa Cuaresma, pues,
tiempo de penitencia y de oración, sea también tiempo para interiorizar
profundamente la relación entre Eucaristía y vocación y para vivir la oferta
cotidiana de la santa Misa como oferta de nosotros mismos, valorando el tiempo
presente en la perspectiva de la eternidad futura.
¡Que María, Mujer
eucarística por excelencia, dulcísima Madre de todo discípulo predilecto de su
Hijo, os acompañe a todos vosotros, y con su ejemplo y su intercesión os ayude
a comprender la inefable fascinación de las alturas a las que estáis llamados!
Mauro Card. Piacenza