V Domingo de Cuaresma - C
Citas:
Is 46,16-21: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ayycfbk.htm
Phil 3,8-14: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9ak0xkc.htm
Io 8,1-11: www.clerus.org/bibliaclerusonline/es/9abtnih.htm
El Evangelio del V Domingo
de Cuaresma, tomado por Juan y por Lucas (aunque muchos estudiosos piensan que
este pasaje forma parte de la tradición lucana, más bien que de la de Juan) de
algún modo es, por su tema, continuación y complemento del evangelio del
domingo pasado.
El episodio de la mujer adúltera
se abre con la intención, por parte de escribas y fariseos, de procesar a
Jesús. Estamos llegando a la Pascua y en los evangelios se multiplican, en
Jerusalén, las críticas a Jesús, a su obra y a su enseñanza. Se trata de
críticas que llevarán a la condena y a la muerte de Jesús.
El Señor se encuentra en el
patio del templo, es decir, en el lugar más significativo y sagrado de la
religión hebrea, donde Dios había manifestado su presencia desde siglos atrás.
Se diría que la santidad del lugar hace más aguda y dramática la controversia
entre Jesús y sus acusaodres, una controversia que se hace cada vez más
teológica: ¿de qué parte está Jesús? ¿De parte de la ley de Moisés y, por
tanto, de parte del Dios de Israel, o de parte de los enemigos y de los detractores
de Dios?
La mujer adúltera que los
escribas y fariseos ponen delante de Jesús mientras está enseñando a la
multitud, es un pretexto: no tanto para confirmar una condena que, en el caso
de un adulterio “in fraganti” era castigada con la pena capital según la ley de
Moisés , como para llegar a condenar a Jesús.
Los escribas y fariseos le
piden su parecer acerca de la interpretación de la ley mosaica. En realidad, le
tienden una trampa a Jesús, en la cual, como otras veces, Él decide no entrar.
No lo hace tanto por astucia diplomática, como por ir a la raíz de la cuestión
que le ha sido propuesta. De este modo, Jesús revela su verdadera identidad: es
Él, no los escribas y fariseos, el verdadero intérprete de la ley de Dios; Él es
el verdadero templo de Dios, la verdadera y nueva presencia de Dios en medio de
los hombres; es Él quien anula y renueva las situaciones humanas. Y lo hace con
gestos y palabras.
Ante todo, Jesús escribe con
el dedo en la tierra, un gesto extraño sobre el que se han hecho muchas
conjeturas y que no es de fácil interpretación. En el evangelio de Lucas
encontramos la expresión “si yo expulso
los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de
Dios” (11,20). Jesús aparece aquí como el
dedo de Dios, que había plasmado al hombre con el polvo del suelo y que
ahora actúa en Jesús, que perdonando los pecados y derrotando al mal, devuelve
al hombre la plena filiación divina.
En Es. 31,18 se dice que
Dios le dio a Moisés las dos tablas del testimonio, escritas en piedra con el dedo de Dios. En Jesús la Ley de Dios
ya no está escrita sobre tablas de piedra sino, como profetizó Jeremías (Jer 31,31-34),
en el corazón del hombre como alianza nueva y definitiva. Otros exégetas se
refieren a Jer 17,13 (“Cuando te abandonen
serán avergonzados. Los que de ti se alejan serán escritos en tierra, porque
abandonaron la fuente de aguas vivas”), para sostener –según una
explicación tradicional de los Padres, desde Ambrosio a Agustín y Jerónimo- que
Jesús habría escrito los pecados de los acusadores de la mujer y de todos los
hombres. Esta última explicación se adapta mejor a lo que sigue en el relato,
porque delante de Dios todos los hombres son culpables y los acusadores de la
adúltera, con el gesto mudo y repetido de Jesús, leído a la luz de Jer 17, 13,
son incluidos en esa condición y ayudados a tomar conciencia del propio pecado
y de remitirse al juicio de Dios antes que al de los hombres.
Las palabras de Jesús despejan cualquier duda sobre el sentido del
episodio, partiendo de la primera sentencia que desafía los siglos y los milenios
y que continuamente es citada, también en la vida cotidiana de nuestra gente,
porque está sedimentada en el pueblo
cristiano: “Quien esté sin pecado,
tírele la primera piedra”. Esta sentencia, junto a otra similar de Jeús en
Mt 7, 3.5 (“¿Por qué miras la paja en el
ojo de tu hermano y no la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita!, quita primer la
viga de tu ojo y después quitarás la paja del ojo de tu hermano”), no
condena solamente toda hipocresía, o sea, toda presunta “justicia” fruto de las
obras humanas, sino que impide a cada uno, en cuanto pecador que es, arrogarse
el derecho de juzgar a otro pecador, porque esta clase de juicio le corresponde
solo a Dios.
Que Jesús da en el clavo resulta
evidente, por el hecho de que todos entienden la lección y se marchan “comenzando por los más viejos”, como
subraya el evangelista con una dosis de ironía.
Llegados a este punto, la
controversia con los escribas y fariseos se puede dar por concluida, pero el
episodio tiene otra conclusión, preparada por el apelativo, “Mujer”, con el que Jesús se dirige a la
adúltera, que ha quedado a solas con el Señor (“relicti sunt duo, misera et misericordia”, comenta grandiosamente
San Agustín). Es el mismo apelativo con el que Jesús se dirige a su Madre en
Caná y al pie de la Cruz. Jesús reintegra a la pecadora y la reconduce a su
dignidad de “mujer”, es decir, de imagen de Dios, como el domingo pasado lo
hacía el padre corriendo al encuentro del hijo menor. Jesús no le pregunta nada
sobre su pasado, no hace averiguaciones, sino que pronuncia su sentencia de absolución,
con la soberanía de quien conoce y encarna la misericrdia de Dios. Cualquier
pecado que haya cometido la mujer, ya no cuenta más.
Jesús le revela a cada uno
lo que verdaderamente somos: tú eres un hijo de Dios; tú eres más grande que tu
pecado. Así nos mira Dios a cada uno: “el
hombre ve la apariencia, pero el Señor ve el corazón” (1Sam 16,7), y el
corazón del hombre, aunque pueda empantanarse en las miserias y pecados de la
vida, está hecho para el misterio de Dios, para la belleza, para el amor y para
la verdad. La mirada de Dios es una mirada de vida, no de muerte; es una mirada
hacia el futuro, no hacia el pasado; es una mirada de misericordia, no de condena.
Aquella mujer comienza un camino nuevo: “Vete y no peques más”, le dice Jesús. Comenta San Agustín: “El Señor ha condenado el pecado, no a la
mujer”. La misericordia de Dios es abrazo al pecador para que se convierta
y viva, no es un abrazo al pecado, que lleva a la muerte. Aquí está la
originalidad y la alegría del Evangelio respecto a la cultura actual, que continuamente
oscila entre libertinismo y justicialismo, entre el buenismo y el rigorismo.
Jesús no es ni un relativista, para el que el bien y el mal son la misma cosa,
ni un moralista que condena y humilla. Jesús condena sin tregua el pecado, pero
ama sin tregua al pecador.
El camino cuaresmal revela
que la conversión de nuestro pecado es posible, solo con la condición de que
redescubramos y acojamos el amor obstinado y fiel de Dios por nosotros.