“Rumiar” la Palabra de Dios en la vida y el ministerio del sacerdote

 

“Es preciso que cada día introduzcamos en el vientre de la memoria algo de la lectura cotidiana, que podamos digerir con cuidadosa y fielmente, y al evocarlo de nuevo, rumiar con más asiduidad; algo que convenga a nuestro propósito de vida, que favorezca la atención a Dios, y evite que el alma se distraiga con pensamientos extraños.” (Guillermo de Saint-Thierry, Carta a los Hermanos de Mont-Dieu, 122).

 

A los padres de la espiritualidad monástica siempre les gustó la imagen del “rumiar” para describir el trabajo de meditación interior de la Palabra de Dios, a la cual las personas consagradas deberían aplicarse para alimentar diariamente su vocación. Toda vocación cristiana es la respuesta de una vida entera a la Palabra que Dios nos dirige llamándonos a seguirlo, a servirlo, a amarlo. Quien percibe en su vida incluso una sola Palabra que Dios le dirige personalmente como vocación después buscará siempre el eco y la amplificación en la escucha y la meditación de la Sagrada Escritura. Una meditación vital, necesaria para vivir, como el alimento, porque “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4; Dt 8, 3).

 

Pero rumiar no es sólo comer: es saborear y volver a saborear, y favorecer una mejor asimilación. Lo que se rumia, el cuerpo lo asimila más fácilmente, lo cual favorece su vida y su obra. La vida de nuestra fe, de nuestra vocación cristiana, de la vocación sacerdotal, es un cuerpo vivo que la Palabra de Dios alimenta, hace crecer, estimula con su energía, con su gracia. Pero si esta alimentación no es esmerada, si es superficial y presurosa, todo el “metabolismo” de la vocación se resiente, y el ministerio se lleva a cabo con cansancio, desaliento y aburrimiento.

 

Rumiar ante todo es detenerse, un descanso vigoroso, pero tranquilo. Tras haber tascado la hierba vagando por los pastos, o haber comido el heno recogido desde hace tiempo en los heniles, el rumiante se detiene, se tumba y descansa. Todo se concentra en masticar y volver a masticar lo que se ha recogido. No se calcula el tiempo: lo que se rumia determina cuánto tiempo se requiere para asimilarlo. Pero al mismo tiempo se saborea.

 

La vida de un sacerdote es un ministerio, una misión, que conlleva una tarea esencial de anuncio y de evangelización. Por esto, rumiar la Palabra es especialmente necesario. Aunque a menudo, parece que precisamente el ministerio sea un obstáculo para rumiar la Palabra de Dios que debería alimentarlo. No es fácil detenerse, estar en silencio, meditar en medio de una dinámica de solicitud pastoral que siempre urge y agota las fuerzas. Sin embargo, todo pastor se da cuenta de que la carrera para apacentar el rebaño es absurda si no lleva el alimento que el rebaño necesita. La vaca rumia tranquila aunque el becerro la atormente para que se levante a amamantarlo. La naturaleza sabe que no se da lo que no se recibe.

 

Hoy la gran tentación son las prisas, y Dios no respeta las modas a la hora de hablar con nosotros. Pronuncia lentamente sus Palabras, aunque nosotros estemos impacientes por escuchar el final de la frase y hacer otra cosa. También Marta tenía prisa por hacer otras cosas, mientras que María perdía su tiempo sentada escuchando a Jesús. Sin embargo, Marta ya se daba cuenta, indignada, de que lo que hacía con afán era como un castillo de arena que se desintegraba a cada movimiento de sus manos. Quien no se detiene a escuchar con el corazón la Palabra que crea el universo, se encuentra con que construye sobre la arena, construye casas que se derrumban.

 

Sin embargo, la Palabra de Dios es el Verbo de la vida, Jesucristo. Detenerse a escucharle quiere decir aferrarse a su presencia para asimilarla hasta la Eucaristía. Lo comprendieron bien sus discípulos, aunque no entendían sus palabras, y quizá precisamente por esto: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

Debemos detenernos justamente donde la Palabra de Dios coincide con el misterio eucarístico de Cristo, rumiar en el silencio, meditar con el corazón de la Virgen María el Verbo que se hace Pan de vida eterna. Así detenerse se convierte en una acción de Cristo; el silencio en Palabra de Cristo; y lo que recibimos se convierte en el mayor Don que podemos ofrecer al mundo.

 

P. Mauro-Giuseppe Lepori O Cist

Abad General