Częstochowa – Basílica de Jasna Gora

Miércoles, 17 de abril de 2013

Encuentro con los seminaristas diocesanos y los novicios religiosos de Polonia

Santa Misa votiva de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote

 

Homilía del Cardenal Mauro Piacenza

Prefecto de la Congregación para el Clero

[Hch 2, 42-47; Sal 23; 1Cor 10, 16-17; Lc 24, 13-35]

 

X

 

 

«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 32). Los discípulos de Emaús, que reconocen a Cristo Resucitado al verle partir el pan, tienen que rendirse a la evidencia de un cambio. El hecho de que fuesen necios y torpes de corazón a la hora de creer en las  enseñanzas de las Escrituras (cfr. Lc 24, 25) se ve superado, en un instante, por el encuentro con Cristo, que hace nuevas todas las cosas, comenzando por nuestra existencia. Y el “corazón” torpe, es decir, cansado y endurecido, sin esperanza, totalmente cerrado en el horizonte mundano de un presente sin futuro, de un presente “ausente”, se encuentra de repente con que “arde” en el pecho, en la improvisa correspondencia donada, que el encuentro con Cristo determina y que es el auténtico motor de toda existencia vocacional.

Estar en presencia de Cristo Resucitado determina totalmente la identidad de los discípulos de Emaús, que dejaron Jerusalén con la triste nostalgia de una liberación que no había tenido lugar y, sin embargo, regresan con el jubiloso anuncio del encuentro que han hecho. Han cambiado totalmente; su identidad —por tanto, la dirección misma de su camino— ha cambiado en la relación con Cristo.

Queridos seminaristas y novicios, en la identidad sacerdotal, que os preparáis a recibir del Espíritu Santo, a través de la indispensable mediación de la Iglesia, se encierra el secreto de vuestro futuro y vuestra felicidad. Esta identidad sacerdotal es, al mismo tiempo, institucional y carismática. Institucional, porque pasa objetivamente a través de la imposición de las manos del Obispo, en la ininterrumpida sucesión apostólica, que nos permite remontarnos hasta el Colegio de los Doce, y carismática, porque es fruto de la perenne acción del Espíritu que, desde Pentecostés hasta la consumación de la historia, plasma el rostro de la Iglesia como comunión para la misión.

La identidad sacerdotal ni la pueden construir ni la construyen manos de hombre; se nos da y requiere que la aceptemos. El secreto de una auténtica realización vocacional está, pues, en la fidelidad radical a la identidad que Cristo nos da y que determina —hoy igual que hace dos mil años en Emaús— un intenso “arder del corazón en el pecho”, que nace de la conciencia de que hemos sido elegidos inmerecidamente, constituidos objetivamente en el Sacerdocio y, por eso, enviados al servicio de los hombres, especialmente de los pobres de todas las pobrezas y de quienes todavía no viven la alegría de conocer al Señor.

Vuestro “sí”, queridos amigos, no debe ser meramente intelectual, sino que debe implicar toda vuestra existencia, junto con la disponibilidad a dar la vida que constituye la identidad imprescindible del Buen Pastor; ¡no seréis ni felices ni fecundos si no vivís en la autenticidad! Quien no se sienta capaz de dar su vida por Cristo tiene que tener el valor de detenerse y volver atrás, porque la medida de la vocación nunca es dar “mucho”, o dar “poco”, sino simplemente darlo “todo”, porque hemos recibido “todo”.

Esta entrega total de sí mismo tiene como modelo constante el ofrecimiento de la vida que Cristo Señor hizo —y renueva— en la Cruz.

Quien se sienta llamado al Sacerdocio debe saber que se trata de una llamada a subir al Calvario, a dejarse despojar del hombre viejo, flagelar por los pecados de los hombres, recibiendo una corona, que no es de gloria, como las coronas efímeras de este mundo, sino de espinas. Quien está llamado al Sacerdocio debe saber que le esperan los clavos, que traspasan las manos y los pies: las manos traspasadas, que consagrarán el Cuerpo de Cristo y absolverán de los pecados, y los pies cansados por el incesante camino para anunciar el Evangelio a todos los hombres.

Cristo despojado en la Cruz es, pues, nuestro imprescindible modelo sacerdotal. Él es sumo y eterno Sacerdote, precisamente porque ha atravesado el misterio del aniquilamiento, viviendo, de manera suma, el despojo de todo como hombre, y de la gloria divina como Dios. Nosotros tratamos de imitar a Cristo sumo y eterno Sacerdote, mediante la virtud sintética de la pobreza, que es distanciarse libremente de la propia voluntad, con esa pobreza que llamamos obediencia; distanciarse libremente de los afectos naturales, con esa pobreza que llamamos castidad; y distanciarse libremente de todo vínculo con los bienes terrenales, con esa dimensión material de la pobreza que debe caracterizar siempre nuestra existencia. ¡Para poder correr apostólicamente debemos ser libres!

¿Quién es más pobre que Cristo Crucificado? ¿Quién es más pobre que Jesús, en el Getsemaní, que repite al Padre: «No mea, sed Tua fiat» (Lc 22, 42)?

A imitación de Cristo sumo y eterno Sacerdote, estamos llamados a vivir una pertenencia radical a Dios y una humilde obediencia a nuestra identidad: para vosotros la actual de bautizados que han sentido la vocación radical a seguir a Cristo y, a su tiempo, la sacerdotal, que, para nosotros, ya es definitiva.

La exhortación de san Benito a “no anteponer nada al amor de Cristo” debe caracterizar especialmente el tiempo de la formación, educando la conciencia —hoy del seminarista y del novicio, mañana del sacerdote— a poner a Cristo siempre y con los hechos en el primer lugar, reconocido como Señor de la propia existencia, reconocido en el Cuerpo de la Iglesia, esencialmente en la santísima Eucaristía, reconocido en los hermanos, especialmente en los más pobres y los que más sufren.

La Congregación para el Clero, que desde el pasado mes de enero recibió del Sumo Pontífice la responsabilidad de los Seminarios, se preocupará en particular de favorecer al máximo el primado de la formación espiritual y pastoral para los candidatos al Sacerdocio, pues sabe que los tiempos lo exigen, la secularización —cada vez más avanzada— lo impone y la misma exigencia de renovación eclesial lo sugiere con fuerza. Un sacerdote que no viviese el primado radical de su dimensión espiritual, entendida como identificación con Cristo y servicio al Pueblo santo de Dios, no podría ver razones suficientes para perseverar en la vocación y correría el riesgo de precipitar en la “aridez de corazón”, de la cual nos habló tan eficazmente el Papa Francisco en su homilía de la Santa Misa crismal. Afirmaba: «La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón. Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota».

Queridos seminaristas y novicios, pero también queridos hermanos sacerdotes, Obispos y Cardenales, que nuestro corazón no caiga nunca en la amargura, sino que sea siempre un corazón que “arde en el pecho”, como para los discípulos de Emaús; y arde, no por virtud propia, sino por la fuerza del encuentro con Cristo, por la potencia del Espíritu y por la custodia perenne de la santísima Virgen María, Reina de los Sacerdotes y Protectora de toda vocación a la virginidad para el Reino de los Cielos. Ella, que en este lugar es especialmente venerada gracias a la fe auténtica y profunda de toda la nación polaca, os custodie, proteja y acompañe en vuestro camino.

Y podéis estar seguros de que el día en que, si Dios quiere, celebraréis vuestra primera Santa Misa, Ella estará a vuestro lado, gozando de que, mediante vuestras manos, su Hijo predilecto pueda todavía y por siempre darse a los hombres, Él que es sumo y eterno Sacerdote, porque entregado totalmente como Sacrificio, Víctima y Altar. Con todo el corazón os digo: ¡dadlo todo, sumergiros en el “sí” de María para toda la vida y seréis felices!