La
Virgen María y los Santos
en la
formación, la vida y el ministerio de los sacerdotes
El Venerable Papa Pablo VI
definía el capítulo VIII de la Lumen
Gentium sobre la Santísima Virgen María
en el Misterio de Cristo y de la Iglesia como «la cumbre y la coronación» de
toda la Constitución dogmática acerca de la Iglesia del Concilio Vaticano II, declarando
al mismo tiempo a María Madre de la Iglesia
(Discurso en el Concilio para la promulgación
de la Lumen Gentium, 21 de noviembre de
1964). Este capítulo final es inseparable de los capítulos V sobre la Vocación universal a la santidad, y VII
sobre la Índole escatológica de la Iglesia
Peregrina y su unión con la Iglesia Celestial. Son las grandes enseñanzas del
Concilio, que arrojan una luz más profunda sobre nuestro tema: La Virgen María y los Santos en la formación,
la vida y el ministerio de los sacerdotes. De hecho, en la Luz de Cristo (Lumen Gentium) resplandece de modo nuevo
la santidad de María y de la Iglesia en
Cielo como en la Tierra y la gran vocación común a la santidad de todos los
miembros de la Iglesia. La profunda espiritualidad del Concilio que vivió Pablo
VI es inseparablemente Amor a Cristo, a María
y a la Iglesia. Según sus palabras, «el amor a la Iglesia se traducirá en
amor a María y viceversa; porque la una no puede subsistir sin la otra» (Marialis Cultus, n. 28), y en este mismo
sentido: «Quien ama a María debe amar a la Iglesia; como quien quiere amar a la
Iglesia debe amar a la Virgen» (Audiencia
General, 27 de mayo de 1964).
Más tarde el beato Juan
Pablo II desarrolló maravillosamente la misma espiritualidad cristocéntrica,
mariana y eclesial del Concilio. En la homilía por su Beatificación (1 de mayo
de 2011), el Santo Padre emérito Benedicto XVI nos ofrecía al respecto una
luminosa síntesis:
«Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la
plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan
Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él
proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la
vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como
afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios —obispos, sacerdotes,
diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas— estamos en camino hacia la
patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo
singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła,
primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en
el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del
Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como
imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera.
Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que
después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en
el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono
que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en
el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de
oro, una “eme” abajo, a la derecha, y el lema: “Totus tuus”, que corresponde a la célebre expresión de san Luis
María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio
fundamental para su vida: “Totus tuus ego
sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria
– Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María;
préstame tu corazón”» (Tratado de la
verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
Así, los dos grandes
capítulos V y VIII de la Lumen Gentium
se interpretan a la luz del Evangelio y en sintonía con el libro que más influyó
en la vida de Karol Wojtyła, desde la edad de 20 años hasta su muerte, es
decir, desde el inicio de su vocación sacerdotal hasta el último cumplimiento de
su misión como Sucesor de Pedro (Juan Pablo II abría cada día el Tratado de Montfort, lo último que
escribió y sus últimas palabras fueron: Totus
Tuus). Por tanto, es el mejor ejemplo del tema que nos ocupa, o sea, del
lugar de la Virgen María en la formación,
la vida y el ministerio sacerdotal de Karol Wojtyła. En efecto, su
descubrimiento del Tratado se remonta
a 1940, los años dramáticos de la opresión nazi, cuando tuvo que trabajar como
obrero y después vivir como seminarista clandestino. A partir de ese momento, este
«hilo mariano» será el continuo hilo conductor de toda su vida.
Karol Wojtyła copia
continuamente en las primeras páginas de sus manuscritos esas palabras de Montfort
en latín, que son el resumen de toda su doctrina espiritual, como seminarista, como
sacerdote, después como Obispo y Papa. Son la apropiación personal de las
palabras del Evangelio, cuando Juan recibe de Jesús en la cruz el don de María
como Madre: «El discípulo la recibió como algo propio» (Accepit eam discipulus en sua; Jn 19, 27). Sin embargo, para
aceptar verdaderamente este gran don de la Madre de parte de Jesús, de parte
del discípulo es indispensable la entrega total de sí mismo que expresa el Totus Tuus. En efecto, según las palabras
de santa Teresa de Lisieux en su última poesía Porque te amo, ¡oh María!: «Amar es darlo todo y entregarse a sí mismo»
(P 54, str 22). No hay verdadero amor sin entrega total de sí mismo. Decir de
verdad: Te amo significa
necesariamente: Me entrego totalmente a
Ti, soy todo Tuyo para siempre. Este acto de amor va dirigido a Jesús por
medio de María, pero también se dirige a María para amar a Jesús con su propio
Corazón. Así, la petición: «Dame tu corazón, oh María» es escuchada hasta tal
punto que Juan Pablo II osa hablar de una auténtica «identificación del fiel
con María en su amor por Jesús, en su servicio a Jesús», subrayando el hecho que
esa «identificación mística con María está totalmente orientada a Jesús» (Carta a la Familia Monfortiana, 8 de diciembre
de 2003). Según las palabras de Montfort, es el Espíritu Santo quien «reproduce
María en las almas» y estas se transforman en copias vivientes de María para
amar y glorificar a Jesucristo (Verdadera
Devoción, n. 217). Así, en la espiritualidad monfortiana, al igual que en
la doctrina del Concilio, sintetizadas por Juan Pablo II, es evidente que «la
verdadera devoción mariana es cristocéntrica" (Carta a la Familia Monfortiana).
El beato Juan Pablo II
presenta esta profunda espiritualidad como camino eclesial de santidad que
recorre con María, compartiendo su caridad
perfecta, su fe pura y su esperanza segura (ibídem). Es la gracia del bautismo, que María nos ayuda a vivir en
plenitud, en la escucha de la Palabra y
en la comunión con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo. Es una espiritualidad
para todo el Pueblo de Dios, llamado por entero a la santidad, pero que tiene
un valor especial y una particular eficacia para todos aquellos que son
llamados al sacerdocio ministerial, a causa de su relación privilegiada con
Cristo, con su Palabra y su Cuerpo. Como Madre de Cristo y de la Iglesia, María
es la gran educadora de los seminaristas y sacerdotes, y les ayuda a crecer siempre
en el amor del Señor inseparablemente en la Eucaristía diaria y en la Lectio Divina.
Como Madre toda santa e
inmaculada, María es de modo único la formadora del corazón del sacerdote como hombre consagrado en el celibato, le
enseña el amor verdadero y puro a Jesús y al prójimo, es decir, a todas las
personas encomendadas a su solicitud pastoral, hombres y mujeres. El celibato,
como renuncia al matrimonio por amor a Jesús y a su Iglesia, sume la persona
del sacerdote en el Misterio insondable del amor esponsal de Cristo y de la Iglesia.
El beato Juan Pablo II, san Maximiliano Kolbe y el Venerable Pablo VI, son
ejemplos recientes de santos sacerdotes verdaderamente enamorados de Jesús, de María
y de la Iglesia, y por ello fueron capaces de amar a todas las personas de modo
absolutamente puro, desinteresado, sin ánimo de posesión. En particular, un
gran amor por la Virgen da al sacerdote una relación justa con la mujer, como
padre, hermano e hijo. En este sentido, santa Catalina de Siena llamaba a su
amigo sacerdote: «Queridísimo padre, hermano e hijo en Jesucristo» (Carta 225). De hecho, en la relación con
el sacerdote, la mujer no es sólo una hija y una hermana, sino también una
madre que lo ayuda a crecer espiritualmente. Este aspecto de la maternidad espiritual
hacia los sacerdotes, que han vivido tantas santas mujeres consagradas o casadas
(por ejemplo, la Ven. Louise-Marguerite Claret de la Touche y la Ven. Concepción
Cabrera de Armida), lo ha puesto de relieve en particular el Magisterio reciente
(cfr. Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo 1995, Catequesis
de Benedicto XVI sobre las santas, y Documento de la Congregación para el
Clero: Adoración, Reparación, Maternidad
espiritual para los sacerdotes, en 2007). Así, el sacerdote puede vivir
bien su identidad sacerdotal sin ninguna forma de paternalismo o clericalismo,
con gran respeto y estima por la dignidad de la mujer.
Junto con María, los Santos
y las Santas ocupan un lugar importante en la formación y la vida de los sacerdotes,
como los mejores amigos y maestros de santidad. El primer lugar corresponde a san
José, Esposo de María, Padre legal de Jesús y patrono de la Iglesia Universal,
el ejemplo más perfecto de esponsalidad y paternidad para todos los hombres,
casados o consagrados en el celibato, gran maestro de vida interior a causa de su
intimidad con Jesús y María en la vida escondida (cfr. Santa Teresa de Ávila y
la Redemptoris Custos de Juan Pablo
II).
Por último, en la formación
teológica de los sacerdotes, conviene siempre privilegiar la «Gran Ciencia de
los Santos» (San Luis María de Montfort). Después de los Apóstoles y Evangelistas,
son los Padres de la Iglesia, los grandes Doctores del Medievo y todos los Místicos,
que han bebido esta ciencia de la misma fuente de la oración, según las palabras
de santa Teresa de Lisieux: «¿No fue acaso en la oración donde san Pablo, san
Agustín, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Aquino, san Francisco, santo
Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron aquella ciencia divina
que cautivaba a los más grandes genios?» (Manuscrito C, 36r).
P. François-Marie Léthel, OCD