“la conversión del sacerdote en el año de la fe”

Conferencia Episcopal Española

 

Intervención del Señor Cardenal

Mauro Piacenza

Prefecto de la Congregación para el Clero

 

Madrid, 28 de mayo de 2013

 

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         Queridísimos hermanos Sacerdotes:

 

         Con grandísima alegría me siento unido a todos y a cada uno de vosotros en este momento de reunión y de formación, en el ambiente de la Conferencia Episcopal Española y con ella saludo con personal y grande afecto a su Presidente. De esta Conferencia conozco el profundo trabajo y esfuerzo en el ámbito de las líneas madres de formación y, particularmente, en la formación del Clero.

 

         Durante el transcurso del grande camino del Año de la Fe se me ha pedido que proponga una reflexión sobre la conversión del Sacerdote. En el ámbito de la gran categoría de la conversión quisiera articular la presente intervención haciendo referencia a dos puntos fundamentales: (1) “El sacerdote, hombre de fe” y (2) “El Sacerdote, que ha sido llamado por gracia a sostener la fe de sus hermanos”. Así pues, quisiera hablar del aspecto personal de la conversión y de las consecuencias pastorales que ella misma lleva consigo.

 

 

1 El Sacerdote, hombre de fe.

 

         Dentro del gran tema de las vocaciones, de su cualidad, de su número y de su discernimiento, al que siempre se debe prestar total atención en cualquier momento y más precisamente en el contexto actual secularizado, el primer dato, que tantas veces se da por descontado, pero que en realidad nunca se puede ni se debe disminuir su propio valor, se centra exactamente en la fe de los candidatos. Desde el momento de la vida en el Seminario, la Iglesia ha sido llamada a aceptar a quienes creen haber recibido una sobrenatural vocación al Sacerdocio, verificando, sobre todo, que esos sean hombres de fe, con una fe limpia, robusta y probada y sean, por eso, capaces de desafiar la cultura dominante. Dicha fe se deben injertar en la vocación en cuanto a tal, y en todas aquellas virtudes humanas y cristianas, en fuerza de ella sea posible no sólo individualizar obstáculos a la ordenación, sino poder llegar a la certeza moral que esa sea efectivamente un verdadero bien para la Iglesia.

 

         En la vida de cada uno de nosotros, el Espíritu dispone diversas etapas y momentos de progresiva conversión de tal manera que nadie puede decir “ya he llegado”; eso perdura hasta el día de la última llamada a entrar en la Casa del Padre; pero es siempre necesario, ya sea en los candidatos al Sacerdocio ya en el camino de aquellos que han recibido el Orden Sagrado, valorar como “mentalidad evangélica” el tener el pensamiento de Cristo y, como diría San Pablo, todo ello debe representar el elemento constitutivo e indispensable del propio perfil sico-espiritual.

 

         De una parte y sin unilaterales ponderaciones es necesario reconocer la importancia fundamental del tiempo de la formación inicial, en la que normalmente se ponen las bases para una vida a ejercer en el ministerio santo y, de la otra, el concreto, diario y generoso ejercicio del ministerio, que plasme progresivamente la existencia y el alma sacerdotales y que está llamando, un día después de otro, a la conversión, en aquellos aspectos en los cuales todavía hubiera necesidad o en aquellos ámbitos de mayor radicalidad, proyectados hacia un heroísmo que puede madurar en el tiempo.

 

         El Sacerdote es, sobre todo, hombre de fe si vive en constante y profundo contacto con Dios. Cualquiera que sea el ámbito de actuación que la Iglesia le ofrezca – aunque fueran aquellos campos simplemente administrativos – somos siempre hombres de Dios, llamados en cada momento de nuestra vida a estar delante de su presencia y a pensar aquello que El piensa y aquello que El quiere.

 

         En el Año de la Fe, una primera radical conversión podría ser ésta: centrar de nuevo nuestras existencias sacerdotales en Dios, reconociendo  su primado, llegando a ser, al mismo tiempo, casi realmente extraños a una cultura y a un tiempo, que, con obstinación, está negando a Dios, pero contemporáneamente muy cercanos al corazón de cada hombre de este tiempo, que se encuentra inmerso en esta cultura. Ciertamente cada hombre, también el más “alejado”, es buscado por Dios y, aunque sea inconscientemente, busca a Dios.

 

         Esta radicalidad del contacto con Dios, esta bendita frase: “no hay que anteponer nada al amor de Cristo”, puede nacer y madurar sólo dentro de un auténtico espíritu de oración. Para el Sacerdote, la oración no es sólo un trabajo a realizar, sino que es un respiro que hay que mantener, con el cual debe sintonizar constantemente el propio corazón con el Sagrado Corazón del Sumo Sacerdote. Sólo en la oración es posible recibir, como don, aquella sobrenatural configuración con Cristo, que hace percibir la identidad sacerdotal como algo absolutamente propio y que coincide del todo con nuestra misma identidad sico-personal.

 

         Sólo de rodillas delante del Tabernáculo y en atenta escucha de la Palabra es posible vivir y renovar constantemente el cambio necesario de “hacer el sacerdote” al “ser sacerdote”. Es el paso desde un ministerio exigente que, a veces, puede cansar humanamente, a un don constante que configura a Cristo crucificado, inmolado por la salvación e los hombres. El paso desde una extrañeza inevitable en el ámbito de la cultura dominante, que habiendo eliminado a Dios no sabe qué hacer de los sacerdotes, a la compañía de la divina presencia, del Espíritu Santo consolador y fuerte, que hacen que el sacerdote sea “totalmente otro”, llegando a la misma comprensión del ministerio que se le ha entregado.

 

         Sobre todo, en este Año de la Fe debemos convertirnos hacia nuestro Sacerdocio. Convertirse, esto es, rendirse nuevamente a aquella intervención extraordinaria y sobrenatural, que Dios ha obrado en nuestra vida, configurándonos para siempre con su Hijo Unigénito, que nos ha enviado “al” mundo con la admonición de no ser “del” mundo para poder salvar al mundo. Sin embargo, quizás se encuentra todavía una cierta simpatía a favor del mundo, que nace de ser todavía del mundo y de aceptar las categorías de juicio y las medidas de valor de ese mundo…, y eso no es sacerdotal. Existe una simpatía por el mundo que es, en realidad, una verdadera pasión, esto es, capacidad de dar la vida; proviene de la inserción en el Hijo Eterno del Padre, que ha entrado en la historia para salvarla desde dentro y que nos ha mandado estar “en” el mundo, pero no ser “del” mundo (cfr. Jn. 15, 19).

 

         Vivir una auténtica y profunda vida de oración y convertirse diariamente al propio Sacerdocio son realidades posibles sólo en el Cuerpo de la Iglesia. Si hoy en día son muchos quienes sostienen que el verdadero problema es de carácter eclesiológico, esto es, cuál es la idea que tenemos de Iglesia y cuál es la experiencia que hacemos acerca del Cuerpo de Cristo del que somos parte, es necesario reconocer cómo en la misma dimensión dinámica del acto de fe, la conversión no es nunca el cambio hacia una idea o hacia un acto entendido en el sentido moral, sino hacia una presencia. Uno se convierte sólo delante de una presencia. Y tal presencia es la Iglesia, el Cristo en nuestro tiempo.

 

         Convertirse como Sacerdotes en el Año de la Fe significa preguntarse con humildad: Yo, ¿a quién pertenezco?; ¿de quién soy?

 

         Pertenecer a Dios, ser de Cristo y vivir en Cristo, como explícitamente ha recordado el Papa Francisco, significa saber que uno pertenece a su Cuerpo, que es la Iglesia. Pertenecer a él no sólo en un modo simplemente de hecho o jurídico, porque es evidente que el Sacerdote pertenece a la Iglesia, sino en modo  profundamente existencial, radicado en el Espíritu Santo y, por ende, espiritual, en modo sacramental, esto es, real. Si pertenecemos realmente al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, es la misma vida divina, que en Ella se respira, que nos mueve progresivamente a la conversión de nuestra existencia. Convertirse en un profundo espíritu de oración a la propia identidad sacerdotal significa renovar la experiencia – y con ella el juicio – de pertenecer a la Iglesia.

 

         Una pertenencia no meramente logística o subjetivamente intensa, sino capaz de definir y de sostener la propia identidad. De la misma manera como en una familia los hijos crecen alegres y seguros con la experiencia de pertenecer a sus propios padres – y tal contacto es necesario y vital para su estabilidad y madurez – de esa misma manera cada sacerdote – como cada cristiano – ha sido llamado a una claridad en su modo de pertenecer; ha sido llamado a ser sacerdote de la Iglesia, en la Iglesia y para la Iglesia, reconociendo en Ella no sólo una organización o una asociación humana, sino la presencia de Cristo Resucitado en el mundo. Presencia que, por medio del límite humano, concede un maravillosa riqueza durante el transcurso de los siglos al contemplar el “gran escándalo” de la Encarnación.

 

         Que el Año de la Fe sea, sobre todo para el sacerdote, un año de un profundo redescubrir la intimidad con Dios, de un nuevo descubrimiento de la propia identidad sacramental sobrenatural, gratuitamente dada y recibida y de una nueva y gozosa aceptación de pertenecer a la Iglesia, Madre y Esposa.

 

 

2 Llamados por gracia a sostener la fe de los hermanos  

 

         En las diversas narraciones de las apariciones del Resucitado, que leemos durante el Tiempo pascual, se da un gran realce, con renovado estupor, a la unión entre la efusión del Espíritu y el anuncio, esto es, Pentecostés y misión. El Sacerdote, como nos ha recordado el Papa Francisco, no recibe el Espíritu o la unción para que actúe sólo para sí mismo, sino para ungir al Pueblo. El don del Espíritu, recibido en el día de nuestra Ordenación, no es la premisa de la misión, sino que él mismo es misión. En la medida en la que se renueva el don de la fe, en la claridad de una eclesial pertenencia, en la medida en la que cada sacerdote siempre y continuamente se convierte a Dios…, en esa misma medida la misión llega a ser extraordinariamente dinámica y portadora de frutos imprevistos.

 

         Sólo quién posee un real y profundo cuidado de la propia fe, esto es, quién es realmente convertido, puede hacerse cargo de la fe de los otros. La misión, quizás en una mínima pero eficaz acepción, puede ser comprendida en este modo: Nosotros somos hombres de fe, quienes no por mera filantropía ni por mejorar el mundo, sino por el divino y sobrenatural imperativo, nos ponemos al cuidado, acompañamos y sostenemos la fe de nuestros hermanos y de nuestras hermanas en el único Señor Jesucristo, en su Encarnación, muerte y Resurrección y en la Santa Iglesia, que de Él, en Él y por Él vive.

 

         En un contexto donde el individualismo llega a ser el dueño y donde nadie parece sea capaz de cuidar a nadie, el relievo de una tal vocación puede ser extraordinariamente eficaz.

 

Al tener el cuidado de la fe de las personas, inevitablemente tomamos el cuidado de todo aquello que mira a nuestros hermanos, siendo el factor religioso aquel que es extraordinariamente sintético de la personalidad humana y de la misma vida. En este sentido no existe ninguna precedencia – como algunos podían pensar en los pasados decenios – entre promoción humana y evangelización, ya que la más grande evangelización es también necesariamente promoción humana y el mismo concepto de promoción humana es simplemente indispensable por haber “movido” al mismo Dios hacia la humanidad, haciéndose Él mismo hombre.

 

         Convertirse en el Año de la Fe significa vivir una intensa pasión por la fe de nuestros hermanos, en la docilidad del mandamiento eclesial y en la convicción que los instrumentos para sostener tal obra no son, en algún caso, arbitrariamente establecidos o escogidos por nosotros, sino dados por Dios y hechos obra por el Espíritu Santo.

 

         En este contexto, todo aquello que es extraordinariamente sorprendente es la imprescindible y mutua racionalidad entre conversión personal y misión. Me explico:

 

         Todos podemos dar testimonio de haber experimentado personalmente como el pueblo, que nos ha estado confiado, mira con particular interés nuestra fe y por ello puede ser auténticamente edificado. De la misma manera no es difícil reconocer cómo vivir la misión y estar realmente al servicio  de la fe de los hermanos sea, no raramente, motivo y causa segunda de nuestra renovada conversión a Dios. Cuántas veces la confesión del más simple de los penitentes, el candor del más pequeño de los niños o el ofrecimiento a sabiendas del sufrimiento de los enfermos, el “sensus Ecclesiae” de tantas pobres personas simples, nos dejan pasmados y nos llaman a la conversión y (entre nosotros sacerdotes lo podemos decir) nos hacen “tocar a Dios”.  

 

         El ministerio que se nos ha dado es la cosa más extraordinaria, que se haya podido dar a un hombre en su breve vida terrena, porque constantemente, gracias al fiel ejercicio de nuestro ministerio, podemos contemplar las obras de Dios, que llama, convierte, plasma y santifica las almas. Y contemplar las obras de Dios y su real hacer en el mundo significa contemplar a Dios mismo; significa también anunciar no una idea o un precepto, sino a Aquel, que nuestros ojos han visto, nuestros oídos han escuchado y nuestras manos han tocado: El Verbo de la Vida.

 

         Aunque sea sólo desde el punto de la justificación humana, que trae en sí el acompañamiento de la fe y la misma fe hacia nuestros hermanos, todo ello nos hace ver que es una obra extraordinariamente alta y noble. Si después añadimos a todo eso que éste es el imperativo en el nombre y en el mandato explícito del Señor del cielo y de la tierra, del Resucitado, del Salvador y Sacerdote eterno, es así como el Año de la Fe llega a ser ocasión de profunda conversión, que va desde una realidad sólo humana – demasiada humana – de nuestras realidades eclesiales hacia una conversión verdaderamente realista, esto es sobrenatural y, por eso, siempre nueva, misericordiosa y auténticamente pastoral.

 

         Mantener el cuidado de la fe de los otros no hace flaquear nuestra fe sino que, al contrario, la robustece. No hay que interpretarla como una secuencia de actos, en la que existe un antes y un después, sino que el acto mismo de cuidar la fe de los hermanos aumenta nuestra misma fe y nuestra conversión. Esta última es el primer alimento de aquella de nuestros hermanos. ¡Si un cristiano no convertido puede dar escándalo, cuánto más radical y nefasto es el escándalo de un sacerdote no convertido!

 

         Siguiendo la explícita llamada del Papa Benedicto XVI en su Motu proprio “Porta fidei”, mediante el cual ha proclamado el Año de la Fe, es necesario tener siempre presente las dos dimensiones “cognoscitiva” y “oblativa” de la fe, esto es, la fe como conocimiento y la fe como abandono.

 

         Las varias épocas históricas y las diferentes influencias culturales pueden sopesar un cierto prevalecer de una con respecto a la otra, pero la sabiduría de la Santa Madre Iglesia y la real conversión de un sacerdote las tiene siempre unidas con fuerza granítica.

 

         Sería un verdadero desastre si un sacerdote convencido, pero no convertido, adherirse al Cristianismo como si éste fuese una de las humanas ideologías: Qué desorientación para él y para los otros al ser así convertido pero no convencido y que no haya hecho suyas – interiorizando auténticamente y amando profundamente – las razones de la fe y la misma unión total con Cristo.

 

         Hoy más que nunca, en un contexto profunda y gravemente secularizado como nuestro mundo occidental, el ser misioneros, esto es, tener cuidado de la fe de los otros, significa, sobre todo, estar auténticamente convertidos y, por tanto, convencidos. Al mismo tiempo, significa acompañar a todas las personas bajo nuestros cuidados – sea personalmente sea en las diversas comunidades – a cumplir aquella indispensable síntesis entre la fe como conocimiento y aquella como abandono, sin la cual no existe una verdadera experiencia cristiana. Siempre debemos recordar que por medio del mandato divino, que hemos recibido, las personas buenas y el mismo pueblo nos miran como ejemplo, esperando de nosotros una palabra cierta, un testimonio cristalino y una paternidad auténticamente capaz de ser y servir de compañía.

 

         Esta paternidad – os parecerá extraño, pero es así – se aprende en la escuela de una Madre: la Bienaventurada Virgen María. Ella, Reina de los Apóstoles, Virgen del Pilar y de la Almudena, nos ayude en la constante obra personal y eclesial con el fin de poder acoger la gracia de la conversión y haga de nosotros auténticos pastores, capaces de no perder las ovejas, sino vivir auténticamente con ellas y para ellas.

 

         Mi oración por todos los Sacerdotes del mundo y con ellos por mí mismo a fin de que  cada día podamos llegar a ser aquello que somos.