El arte y la belleza en la formación sacerdotal

 

     La formación es central en el camino de todo cristiano, tal y como confirma la reciente carta en forma de Motu Proprio de convocación del Año de la Fe Porta Fidei (11 de octubre de 2011), y es aún más importante la formación de los presbíteros que en la Iglesia encarnan «los ideales de donación total a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del santo cura de Ars», como escribió Benedicto XVI en la carta de convocación del Año sacerdotal  de 16 de junio de 2009.

     El Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam Totius afirma “solemnemente” la “suma importancia” de la formación sacerdotal. Precisamente los documentos conciliares aportan importantes reflexiones sobre dicha formación, y dan indicaciones claras sobre los contenidos y los modos. En estas reflexiones emerge el entrelazamiento fecundo de la formación: el sacerdote formado puede ser un buen formador; la formación de los fieles depende entre otras cosas de la formación del sacerdote.

     En este entrelazamiento el arte reviste un papel especial, al ser instrumento importante de la formación cultural, espiritual y litúrgica del sacerdote y de los fieles.

     En la Optatam Totius la formación humanística se indica como prioritaria: «Los seminaristas, antes de empezar los estudios propiamente eclesiásticos, han de tener la formación humanística y científica que en su nación permite a los jóvenes tener acceso a los estudios superiores; deben adquirir, además, tal conocimiento de la lengua latina que puedan con ella entender y utilizar las fuentes de tantas ciencias y los documentos de la Iglesia» (Optatam Totius, n. 13).

     La consistencia de la formación humanística —y la función específica que ejerce el arte— se precisa en otros documentos y, en particular, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosantum Concilium, en la cual el término “formación” se repite hasta 19 veces, como formación litúrgica (n. 17 y ss.), musical (n. 115 y ss.) y artística (n. 127 y ss.), dirigida a los sacerdotes, los fieles y los artistas.

     Al arte, en particular, se le reconoce un papel central entre las actividades humanas: «entre las actividades más nobles del ingenio humano se encuentran con razón las bellas artes, especialmente el arte religioso y su cumbre, es decir, el arte sacro» (Sacrosanctum Concilium, n. 122). Se precisa que en el itinerario formativo de los clérigos se debe introducir el estudio de la historia del arte sagrado, así como el estudio de una teoría correcta del arte[1], es decir, “sanos principios” en los cuales se deben basar las obras: «Los clérigos, al tiempo que estudian filosofía y teología, deben ser también instruidos sobre la historia y evolución del arte sacro y sobre los sanos principios en los que deben apoyarse sus obras» (Sacrosanctum Concilium, n. 129). Se pone inmediatamente de relieve el vínculo entre la formación artística de los sacerdotes y la formación de los artistas, ya que el sacerdote bien formado sabrá «ofrecer los consejos adecuados a los artistas en la ejecución de sus obras» (Sacrosanctum Concilium, n. 129). El nexo con la formación de los artistas se precisa extendidamente: «Los obispos, bien por sí mismos o por medio de sacerdotes competentes, dotados de conocimientos y amor al arte, deben interesarse por los artistas para imbuir en ellos el espíritu del arte sacro y de la sagrada liturgia» (Sacrosanctum Concilium, n. 127).

     Para la Iglesia la formación de los artistas es una tarea, y remite a la función “formadora” del arte mismo respecto de los fieles: «Además, se recomienda que, donde parezca oportuno, se creen escuelas o academias de arte sagrado para formar artistas. Todos los artistas que, guiados por su ingenio, quieran servir en la santa Iglesia a la gloria de Dios, tienen que recordar siempre que en cierta manera su trabajo es imitación sagrada del Dios creador y que las obras están destinadas al culto católico, a la edificación de los fieles y a la piedad y formación religiosa de estos» (Sacrosanctum Concilium, n. 127).

     Se delinea un verdadero entrelazamiento formativo: el arte forma al sacerdote. El sacerdote preparado puede formar al artista y las obras de arte sacro forman a los fieles. De la dinámica misma de la formación, se comprende que no es verdad que cualquier arte en cualquier caso “forma”. No es aceptable considerar que cualquier tipo de obras de arte desempeñen una función formativa. Al contrario: sólo un arte formado, producido por artistas bien formados por el clero, puede a su vez formar a los sacerdotes, los cuales son también los formadores. En los documentos magisteriales encontramos indicaciones precisas. Ante todo, la función formativa del arte radica en su relación con la belleza: «[Las artes] están relacionadas, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se dedican a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios» (Sacrosanctum Concilium, n. 122). Para dirigir las almas a Dios, que es suma belleza, el arte debe ser bello. Es preciso notar que la resistencia a toda forma de “dictatura del relativismo” encuentra una gran fuerza precisamente en la objetividad de la belleza, en la verdad de la belleza, que constituye un presupuesto conceptual del Magisterio.

     En el Catecismo de la Iglesia Católica la cuestión del arte se afronta, de modo significativo, al analizar el octavo mandamiento “No pronunciar falso testimonio”, poniendo de relieve el vínculo entre arte, belleza y verdad: «La práctica del bien va acompañada de un placer espiritual gratuito y de belleza moral. De igual modo, la verdad entraña el gozo y el esplendor de la belleza espiritual. La verdad es bella por sí misma. La verdad de la palabra, expresión racional del conocimiento de la realidad creada e increada, es necesaria al hombre dotado de inteligencia, pero la verdad puede también encontrar otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que ella entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma, el Misterio de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2500).

     El arte no se justifica por sí solo, no es un fin en sí mismo, sino que encuentra su razón de ser en su relación con Dios: «el hombre expresa también la verdad de su relación con Dios Creador mediante la belleza de sus obras artísticas […] Como cualquier otra actividad humana, el arte no tiene en sí mismo su fin absoluto, sino que está ordenado y se ennoblece por el fin último del hombre» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2501). 

     De modo específico, además, el arte sagrado tiene una función formativa por su vínculo con la liturgia y, especialmente, con la Eucaristía. En efecto, en la exhortación post-sinodal Sacramentum caritatis de 22 de febrero de 2007, el vínculo entre belleza, arte y liturgia se explicita en términos claros y se vincula a la formación. «La relación profunda entre la belleza y la liturgia nos lleva a considerar con atención todas las expresiones artísticas que se ponen al servicio de la celebración. Un elemento importante del arte sacro es ciertamente la arquitectura de las iglesias […] A este respecto, se ha de tener presente que el objetivo de la arquitectura sacra es ofrecer a la Iglesia, que celebra los misterios de la fe, en particular la Eucaristía, el espacio más apto para el desarrollo adecuado de su acción litúrgica […] El mismo principio vale para todo el arte sacro, especialmente la pintura y la escultura, en los que la iconografía religiosa se ha de orientar a la mistagogía sacramental. Un conocimiento profundo de las formas que el arte sacro ha producido a lo largo de los siglos puede ser de gran ayuda para los que tienen la responsabilidad de encomendar a arquitectos y artistas obras relacionadas con la acción litúrgica. Por tanto, es indispensable que en la formación de los seminaristas y de los sacerdotes se incluya la historia del arte como materia importante, con especial referencia a los edificios de culto, según las normas litúrgicas» (Sacramentum Caritatis, n. 41). Se subraya con mucha precisión la importancia del estudio de la historia del arte sacro: el conocimiento de la tradición con que el arte ha servido la liturgia es un instrumento formativo indispensable. Y muy oportunamente el Catecismo afirma que «los obispos deben personalmente o por delegación vigilar y promover el arte sacro antiguo y nuevo en todas sus formas, y apartar con la misma atención religiosa de la liturgia y de los edificios de culto todo lo que no está de acuerdo con la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte sacro»  (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2503).

     El arte resulta formativo, también como lugar de transmisión de la fe, como puso de relieve la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (que tuvo lugar del 7 al 28 de octubre de 2012) que, afrontando todos los aspectos de la nueva evangelización, prestó mucha atención también al arte como instrumento de comunicación de la Fe.

         En el Instrumentum Laboris, redactado precisamente en preparación del Sínodo, ya se prestaba amplia atención a la dimensión de la belleza artística: el número 157 del capítulo IV reza expresamente: «En este capítulo, dedicado a la relación entre fe y conocimiento, ha de colocarse la indicación contenida en las respuestas sobre el arte y la belleza, como lugar de transmisión de la fe».

     A lo largo del Sínodo se dedicaron numerosos pasajes al tema del arte, tanto que el número 20 de la lista de las 58 propuestas finales que elaboró el Sínodo se dedica precisamente a “La nueva evangelización y el camino de la belleza” (el texto que se cita a continuación es traducción propia, pues el texto oficial está en latín): «En la Nueva evangelización, hay que prestar especial atención al camino de la belleza: Cristo, el “buen pastor” (cfr. Jn 10, 11), es la verdad en persona, signo de la belleza revelada, que rebosa sin límite. Es importante dar testimonio a los jóvenes que siguen a Cristo no sólo de su bondad y verdad, sino también de la plenitud de su belleza. Como afirmó san Agustín: “no se puede amar lo que no es bello” (Confesiones, IV, 13.20). La belleza nos atrae hacia el amor, donde Dios nos revela su rostro, en el cual creemos. Con esta luz, los artistas se sienten interpelados por la nueva evangelización y, al mismo tiempo, se sienten comunicadores privilegiados de esta». Se pone de relieve el papel que el arte debe tener en la formación de los clérigos, remitiendo explícitamente a la Sacrosanctum Concilium: «En la formación de los seminaristas no se deben desatender ni la educación a la belleza, ni la educación a las artes sagradas, como nos recuerdan las enseñanzas del Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, 129)».

     La cuestión de la formación remite, también en el contexto sinodal, a la necesidad de dirimir la cualidad del arte, en base a su verdad: «Es necesaria una vigilancia de la Iglesia a la hora de cuidar y promover la calidad del arte destinado a los espacios sagrados reservados a las celebraciones litúrgicas, preservando su belleza y la verdad de su expresión».

El arte, por tanto, es instrumento formador sólo si este mismo ha sido formado. Al respecto, en el Decreto sobre los instrumentos de comunicación social Inter Mirifica promulgado el 4 de diciembre de 1963, se afirma explícitamente que existen teorías estéticas erróneas y que el arte también está sujeto a las normas de la ética: «La [segunda] cuestión se refiere a las relaciones entre los derechos del arte —como se suele decir— y las normas de la ley moral. Puesto que el hecho de que se multipliquen las controversias sobre este tema con frecuencia tiene su origen en doctrinas erróneas en materia de ética y estética, el Concilio proclama que absolutamente todos deben respetar el primado del orden moral objetivo. Este orden es el único que supera y armoniza todas las distintas formas de la actividad humana, por muy nobles que sean, incluida la del arte» (Inter Mirifica, n. 6). El Catecismo de la Iglesia Católica profundiza todavía más en el tema de la cuestión artística, precisando qué tipo de arte puede considerarse legítimamente sacro: «El arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios, Belleza excelsa e invisible de Verdad y de Amor, manifestado en Cristo, “Resplandor de su gloria e Impronta de su esencia” (Hb 1, 3), en quien “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9), belleza espiritual reflejada en la Santísima Virgen Madre de Dios, en los Ángeles y los Santos. El arte sacro verdadero lleva al hombre a la adoración, a la oración y al amor de Dios Creador y Salvador, Santo y Santificador» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2502). Una auténtico arte sacro es, pues, una encrucijada formativa: forma el seminarista sobre la belleza del sacerdocio, lo hace capaz de formar espiritual y teológicamente a los artistas y se convierte en instrumento de evangelización para todos los fieles.



[1] Cfr. R. Papa, Discorsi sull’arte sacra, Cantagalli, Siena 2012.