El año litúrgico en la vida y la formación permanente del Sacerdote

 

            El año litúrgico cristiano es el tiempo de la vida y la oración de Cristo, es la encarnación en el tiempo de la oración del Señor, de su relación con el Padre y, por tanto, de su vida y misión. Jesús vivió el hecho de ser enviado del Padre en una relación constante con Él. Como lo expresa, en el Evangelio, Juan: «El que me envió está conmigo» (Jn 8, 29).

            En la vida y la formación del sacerdote —cuyo ministerio ordenado es esencialmente apostólico, es decir, ser “enviado” de Jesús como Jesús fue el enviado del Padre (cfr. Jn 20, 21)— el año litúrgico es el camino y la esencia de la unidad de oración y misión a la que está llamado para ser instrumento de Cristo y representarle personalmente en los Sacramentos y el anuncio de la Palabra.

            En el Evangelio de Lucas, la primera directiva de Jesús a los setenta y dos discípulos que envía a la misión es la de rogar al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Lc 10, 2). Les pide, al enviarlos de misión, que rueguen al Padre que envíe misioneros. Como si quisiera dar a entender que ser enviados también es algo que hay que pedir siempre, hay que rogar por ello, hay que obtenerlo del Padre, como Jesús, que vivió siempre el hecho de estar en el mundo para salvar a la humanidad en el horizonte de la oración al Padre.

            Ser enviados es una gracia, un don que es preciso mendigar y obtener constantemente de Dios; y en la oración del año litúrgico, es decir en el tiempo de oración que es el año litúrgico, se nos concede pedir y aceptar la misión del Hijo, desde la Encarnación hasta el retorno al Padre, como alma y esencia de la misión que Cristo nos encomienda.

            El año litúrgico, para el sacerdote, es en sí mismo misión, es su misión específica. El sacerdote tiene la tarea y la responsabilidad, no sólo de recibir la liturgia de la Iglesia, sino también de darla, de transmitirla. Su oración al Señor de la mies no es solamente para animar su misión, sino también la de los demás. La misión de Cristo es, de hecho, la vida de todo el Cuerpo de la Iglesia, de todo el Pueblo de Dios.

            En la expresión «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24-25) el sacerdote recibe la misión de la memoria viva de Cristo en todos sus misterios que constantemente culminan en la Eucaristía y brotan de ella. El año litúrgico es la memoria extendida, dilatada a todo el tiempo y a todos los tiempos y circunstancias de la vida, del corazón del acontecimiento cristiano: Jesucristo que viene, muere y resucita para darnos su vida eterna y filial.

            «Haced esto en memoria mía»: se encomienda al sacerdote el “esto” del acontecimiento de la Redención, que debe cumplir y conmemorar en la memoria litúrgica activa y viva de la Iglesia.

            Quien hace memoria de Cristo, se encuentra “hecho”, rehecho, recreado por la memoria misma, se encuentra cada vez más moldeado por el Misterio que celebra. Esta es la formación esencial en la Iglesia, y el primero que tiene la tarea de “hacer memoria”, tiene que ser también el primero en dejarse hacer, formar, por la memoria del Misterio. Es decir, por Cristo, porque el “esto” que el sacerdote hace, en memoria del Señor, es el don de su presencia viva.

Como el rito de la Ordenación recuerda en seguida al nuevo sacerdote: «Date cuenta de lo que harás, imita lo que celebras. Conforma tu vida al misterio de la Cruz de Cristo Señor».

            La formación que el año litúrgico asegura al sacerdote y a todo fiel no es solamente una educación, solamente una catequesis, sino la progresiva asimilación eucarística de la forma de vida y de santidad de Cristo mismo. La Liturgia, más que formar, conforma al Señor.

 

            Un día celebré la Eucaristía frente a la beata madre Teresa de Calcuta. El modo como ella “recibía” la Liturgia me evocó con fuerza cómo yo debería celebrarla. La esposa, al acogerlo, reflejaba al Esposo, y me recordaba que sólo el amor celebra adecuadamente a Cristo, con el deseo de comunión con Él, reflejo y aceptación de su deseo de comunión con nosotros. Por esto el año litúrgico a menudo es mariano.

            De hecho, el tiempo litúrgico siempre inicia y cumple el deseo de la venida del Esposo. Quien vive y celebra el año litúrgico como «amigo del Esposo, que asiste y lo escucha» (Jn 3, 29), acoge toda su esencia y misión, y participa de la alegría del banquete nupcial de la comunión de Cristo con la Iglesia.

 

P. Mauro-Giuseppe Lepori OCist

Abad General