Necesidad
de una reforma católica
para la
formación, la vida y el ministero de los Sacerdotes
Como han aclarado de modo autorizado
y definitivo el Papa y los Padres sinodales durante la reciente XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (7-28 de octubre de 2012) cuyo tema fue la nueva evangelización,
todos los problemas pastorales relacionados con lo que el Concilio ecuménico
Vaticano II estudia bajo el título “de
disciplina cleri et populi cristiani” es preciso reconducirlos al problema principal:
el problema de la fe, o sea, de una fe fuerte y segura en lo que la Iglesia ha
definido como divinamente revelado para la salvación de todos los hombres. Una fe
fuerte y segura es la condición para una vida auténticamente cristiana, capaz de
acoger la invitación a la plenitud de la caridad (“la vocación universal a la santidad”
que recordaba el Vaticano II) que el Señor dirige a todos, proporcionando a todos
los medios sobrenaturales para alcanzar la meta, cada uno en sus circunstancias
existenciales concretas y en su posición institucional dentro de la comunión
eclesial. En efecto, sólo gracias a esta fe fuerte y segura el cristiano de hoy,
inmerso en una realidad social —la cultura y las estructuras políticas derivadas
del proceso de secularización— que obstaculiza de muchas maneras la práctica de
la vida cristiana y tiende a desorientar las conciencias incluso de quienes
quieren ser fieles a la Iglesia, puede no dejarse arrastrar por la deriva
relativista. Una adecuada comprensión vital de los misterios de la salvación es
precisamente el lumen fidei que permite
discernir, entre los numerosos mensajes que le llegan de todas partes, lo que pertenece
al tesoro sobrenatural de la verdad revelada (verdad que la Iglesia Católica, por
disposición de su divino Fundador, custodia e interpreta de modo infalible) y lo
que en cambio pertenece a alguna forma de sabiduría humana (religiosa,
filosófica, científica), cuya validez es de por sí relativa y, en cualquier
caso, siempre hay que analizar confrontándola críticamente con la verdad revelada,
que es absoluta, en cuanto es en sentido propio la “verdad última”, como dice Juan
Pablo II en la Fides et ratio. En
definitiva, una fe fuerte y segura pone al cristiano en condiciones de reconocer,
en cada circunstancia histórica y social concreta, la voz del Buen Pastor,
distinguiéndola oportunamente de las voces, quizás persuasivas de los malos
maestros y los falsos profetas, y evitando así que le desvíen del camino de la salvación
y la santidad. Lo que tradicionalmente se llama el “discernimiento de los
espíritus” se configura, en la sociedad de hoy, en la capacidad de valorar como
merece (como criterio último de la fe) la doctrina de la fe, como la propone
autorizadamente el magisterio eclesiástico, respecto de las doctrinas humanas, aunque
de naturaleza teológica, que sólo expresan hipótesis de interpretación e intentos
de aplicación, pero que nunca pueden sustituir o sobreponerse a las verdades
definidas en rebus fidei et morum. En
otras palabras, en una época en la cual la “dictatura del relativismo” pretende
equiparar y homologarlo todo, el cristiano debe saber distinguir, caso por
caso, lo que puede y debe ser considerado “dogmático” y lo que en cambio como
mucho puede ser considerado “hipótesis admisible” (en el caso, por lo demás hoy
bastante raro, de que se compruebe que no implica ninguna heterodoxia).
Todo esto es más necesario y urgente
que nunca hoy ―dada la situación cultual determinada por el proceso de globalización
cada vez más extendida― para la formación catequética y teológica de todos
los fieles católicos de todas partes del mundo y de todo ambiente social. Pero,
en esta perspectiva, es particularmente necesario y urgente que la Iglesia pueda
proveer in primis a la formación de
los sacerdotes, tanto por lo que concierne a la fase de formación previa a la
recepción del orden sagrado, como por lo que concierne a la formación permanente
en sus diversas formas. De hecho, corresponde a los sacerdotes (ya sean
párrocos, coadjutores parroquiales, capellanes militares y de las cárceles, capellanes
de fábricas y hospitales o misioneros) desempeñar ordinariamente el ministerium verbi en la homilética, en
la catequesis de jóvenes y adultos, en la enseñanza escolar de la Religión
católica, en la dirección espiritual colectiva y personal, en las funciones de
asistente eclesiástico de las asociaciones católicas, etc.
Se trata, pues, de captar la
urgencia de una verdadera “reforma católica” que haga posible y eficaz hoy la
formación de los sacerdotes y, por tanto, sostenga en las dificultades presentes
su vida espiritual y su ministerio: una reforma educativa y estructural que,
por tanto, abarque tanto los Seminarios eclesiásticos como los Institutos
superiores de enseñanza de la filosofía y la teología sagrada, y que asimismo
tenga en cuenta los errores y las desviaciones doctrinales que afligen a la
Iglesia Católica en la presente coyuntura histórica, como pusieron de relieve
con grave solicitud pastoral de los Sumos Pontífices Pablo VI, Juan Pablo II y
Benedicto XVI, también en relación a las interpretaciones distorsionadas de las
enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II. Precisamente respecto a estas desviaciones
doctrinales ―de las cuales los eclesiásticos son, no sólo víctimas inocentes,
sino a veces también protagonistas en negativo, precisamente por la deformación
de sus conciencias― se releva la necesidad de un profundo cambio del modo
de proceder, en cada diócesis del mundo, en la selección, la preparación y la formación
permanente del clero católico.
Los criterios doctrinales y pedagógicos
de esta empresa educativa los indica el magisterio eclesiástico en numerosos
documentos recientes. Entre todos, el que concierne más concretamente a la
formación del clero en las circunstancias actuales lo indica Juan Pablo II en
la encíclica Fides et ratio (14 de
septiembre de 1998), donde pone en guardia frente a los peligros del fideísmo, por
una parte, y del racionalismo por otra, recomendando a los teólogos y los responsables
de la formación teológica de los presbíteros apreciar la “recta ratio” (que ya está presente en los principios y las certezas
básicas del sentido común o «filosofía implícita») y, por tanto, el uso
apropiado de la metafísica en la interpretación del dogma y la precisa
determinación de las premisas racionales de la fe. Lamentablemente, esta indicación
doctrinal y pedagógica fundamental todavía no se ha percibido y aplicado suficientemente
en la concreta praxis pastoral, razón por la que el Sínodo de los Obispos hizo esta
recomendación explícita: «En el contexto contemporáneo de una cultura globalizada,
dudas y dificultades respecto a la verdad generan un escepticismo generalizado
e introducen nuevos paradigmas de pensamiento y de vida. Para una nueva
evangelización es sumamente importante reafirmar la función de los “preámbulos de
la fe”. Es necesario, no sólo mostrar que la fe no se opone a la razón, sino
también poner de relieve una serie de verdades y realidades que constituyen las
bases de una antropología correcta, iluminada por la razón natural. Entre estas
verdades, se encuentran el valor de la ley natural y las consecuencias que
derivan de ello para toda la sociedad humana. Las nociones de “ley natural” y de
“naturaleza humana” son susceptibles de demostraciones racionales, tanto a nivel
académico como a nivel de la educación popular. Este desarrollo e incremento
intelectual favorecerá el diálogo entre los fieles cristianos y las personas de
buena voluntad, abriendo un camino al reconocimiento de la existencia de un Dios
Creador y del mensaje de Jesucristo, el Redentor. Los Padres Sinodales piden a
los teólogos que hagan posible una nueva apologética del pensamiento cristiano,
o sea una teología de la credibilidad que sea adecuada a la nueva evangelización.
El Sínodo invita a los teólogos a aceptar los desafíos intelectuales de la nueva
evangelización y a vencerlos, participando así en la misión de la Iglesia, que debe
anunciar a todos el Evangelio de Cristo» (Proposición 17 formulada al término
de los trabajos; traducción nuestra).